LA ANCIANA Y EL OJO

Después de irse de casa de los Jimson, mi padre se encaminó al sur a campo traviesa, de pueblo en pueblo, corriendo muchas aventuras y conociendo por el camino a un puñado de personas interesantes y fantásticas. Mas su vagabundeo tenía, como todo lo que hacía, un objetivo, un propósito. Había aprendido mucho de la vida en el último año y confiaba en ampliar aún más sus conocimientos sobre el mundo asistiendo a la universidad. Había oído hablar de una ciudad llamada Auburn que tenía universidad. Y era allí a donde se dirigía.

Llegó a Auburn una noche, hambriento y agotado, y se alojó en casa de una anciana que alquilaba habitaciones. La mujer le dio de comer y una cama donde reposar. Mi padre durmió de un tirón tres días y tres noches, y, al despertar, se encontró fuerte de nuevo, despejado de mente y cuerpo. Entonces agradeció sus servicios a la anciana y, a cambio, le ofreció ayudarla en lo que pudiera necesitar.

Pues bien, casualmente la anciana tenía un solo ojo. El otro, que era de cristal, se lo quitaba de noche y lo metía en una taza de agua colocada en la mesilla de noche.

Y, casualmente, unos días antes de la llegada de mi padre, unos chavales se habían colado en casa de la anciana y le habían robado el ojo; por eso la mujer le dijo a mi padre que le quedaría muy agradecida si encontraba su ojo y se lo devolvía. Sin pensárselo dos veces, mi padre le prometió que así lo haría, y esa misma mañana salió de casa en busca del ojo.

Era un día fresco y luminoso y mi padre rebosaba de esperanza.

La ciudad de Auburn, que debía su nombre a un poema, era en aquellos tiempos un importante centro de estudios. Jóvenes ávidos de conocer los secretos del mundo se agolpaban en pequeñas aulas, atentos a las palabras de profesores peripatéticos. Era allí donde Edward anhelaba estar.

Muchos iban a Auburn, por otra parte, sin más idea que correrse buenas juergas, y organizaban grandes pandillas con ese sólo propósito. Mi padre no tardó mucho en enterarse de que había sido una de esas pandillas la que se había colado en casa de la anciana y le había robado el ojo.

De hecho, el ojo había alcanzado cierta fama, y se hablaba de él sin disimulo y con honda veneración entre algunos individuos con los que Edward Bloom trabó astutamente amistad.

Se decía que el ojo poseía poderes mágicos.

Se decía que el ojo veía. Se decía que traía mala suerte mirar al ojo directamente, porque la vieja te reconocería y te perseguiría en la oscuridad de la noche hasta dar contigo, y entonces te infligiría inenarrables castigos.

El ojo nunca se guardaba dos veces en la misma casa. Cada noche se entregaba a un muchacho diferente a modo de rito iniciático. El chaval quedaba a cargo de cuidar el ojo para que no le sucediera nada. Estaba obligado a pasar en vela la noche en que se le confiaba el ojo, vigilándolo continuamente. El ojo estaba envuelto en un paño rojo aterciopelado, metido, a su vez, en una cajita de madera. Por la mañana había que devolvérselo al jefe de la pandilla, quien despedía al muchacho tras interrogarlo y examinar el ojo.

Edward no necesitó mucho tiempo para averiguar todo esto.

Comprendió que, si quería devolver el ojo a la anciana, tendrían que designarlo para ser su guardián durante una noche. Y esto fue lo que se propuso conseguir.

Expresó a uno de sus nuevos amigos el deseo de que le confiaran el ojo y, transcurrido un plazo cautelar, le comunicaron que, esa misma noche, debía acudir solo a un granero situado a unos cuantos kilómetros de la ciudad, en pleno campo.

El granero estaba a oscuras y en ruinas, y la puerta emitió un chirrido fantasmal cuando la abrió. La luz de las velas colgadas de negros soportes de hierro jugueteaba en las paredes y las sombras danzaban por los rincones.

Al fondo había seis siluetas humanas sentadas en semicírculo, las cabezas cubiertas con capuchones marrón oscuro, que parecían hechos de arpillera.

Sobre la mesita que tenían delante reposaba el ojo de la anciana, colocado como una alhaja, sobre una roja almohadilla de seda.

Edward se acercó al grupo sin miedo.

—Bienvenido —dijo el muchacho que estaba sentado en el centro—. Toma asiento, por favor.

—Pero, hagas lo que hagas —dijo otro ominosamente—, ¡no mires el ojo!

Mi padre se sentó en el suelo y esperó en silencio. Sin mirar el ojo.

Al cabo de un momento, el de en medio volvió a hablar.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó.

—Por el ojo —repuso Edward—. He venido a por el ojo.

—El ojo te ha llamado para que vinieras, ¿no es así? ¿Acaso no has oído su voz llamándote?

—La he oído —afirmó Edward—. He oído al ojo llamándome.

—Entonces cógelo, guárdalo en la caja y consérvalo toda la noche; volverás aquí por la mañana. Si le sucediera cualquier cosa…

El muchacho de en medio dejó la frase inacabada y un murmullo lastimero se elevó de sus compañeros.

—Si le sucediera cualquier cosa al ojo —repitió—, si se perdiera, se rompiera…

Y llegado a ese punto enmudeció de nuevo, mirando fijamente a mi padre a través de las ranuras de su capuchón.

—… nos resarciríamos arrancándote a ti un ojo —concluyó.

Los seis encapuchados asintieron al unísono.

—Comprendo —dijo mi padre, que hasta entonces desconocía aquella grave condición.

—Hasta mañana, entonces.

—Sí —dijo mi padre—. Hasta mañana.

CUANDO SALIÓ DEL GRANERO y se adentró en la oscura noche campestre, Edward se encaminó hacia las luces de Auburn, sumido en sus pensamientos. No sabía qué hacer. ¿Iría en serio la amenaza de arrancarle un ojo si no devolvía el de cristal al día siguiente? Cosas más extrañas habían sucedido. Con la caja bien sujeta en la mano derecha, se palpó los ojos con la otra mano, primero uno y luego el otro, y se preguntó qué sensación se tendría sin un ojo y si estaba obligado a no faltar a la palabra dada a la anciana cuando corría un riesgo tan grande. Cabía la posibilidad de que las figuras encapuchadas no tuvieran la intención de quitarle un ojo, lo sabía y, sin embargo, con que hubiera un diez por ciento de posibilidades de que eso sucediera, o incluso un uno por ciento, ¿valdría la pena? Su ojo era de verdad, a fin de cuentas, y el de la anciana sólo era de cristal…

Pasó la noche en vela junto al ojo, contemplando su brillo azulado, viéndose reflejado en él, hasta que el sol, al alzarse sobre el horizonte arbolado a la mañana siguiente, le pareció el ojo refulgente de algún dios olvidado.

EL GRANERO TENÍA OTRO AIRE a la luz del día, no inspiraba tanto miedo. No era más que un viejo granero con tablones caídos, por cuyos agujeros asomaba el heno igual que el relleno de una almohada. Había vacas rumiando y, en una corraliza cercana, un viejo caballo alazán con el morro henchido de aire. Al llegar a la puerta del granero, Edward tuvo un instante de vacilación; luego la abrió de golpe, y esta vez su chirrido no fue tan fantasmal.

—Llegas tarde —dijo alguien.

Edward dirigió la vista hacia el fondo del granero, donde ya no había figuras encapuchadas, sino tan sólo seis estudiantes universitarios, aproximadamente de su edad y vestidos más o menos como él… con mocasines, pantalones caqui, camisas de algodón abiertas de color azul claro.

—Llegas tarde —repitió la misma voz, que Edward reconoció como la de la víspera. Era el que estaba en medio, el jefe. Edward se quedó mirándolo largo rato.

—Lo siento —dijo al fin—. He tenido que ir a ver a otra persona.

—¿Has traído el ojo? —le preguntó.

—Si —respondió Edward—. El ojo está aquí.

El joven señaló la cajita que Edward llevaba en la mano.

—Dánosla entonces —dijo.

Edward le entregó la caja y los demás se agolparon a su alrededor para verla bien; el jefe la abrió.

La contemplaron de hito en hito durante largo rato y, al cabo, todos se volvieron hacia Edward.

—No está aquí —dijo el jefe, casi en un susurro, la ira arrebolándole el rostro—. ¡El ojo no está aquí! —chilló.

Todos a una se abalanzaron sobre él, pero Edward levantó la mano y dijo:

—Os he dicho que el ojo estaba aquí. No he dicho que estuviera en la caja.

Los seis chicos se pararon en seco, temiendo que mi padre llevara el ojo encima y pudieran estropearlo si le propinaban una buena paliza.

—¡Dánoslo! —Dijo el jefe—. ¡No tienes derecho! El ojo nos pertenece.

—¿Cónque sí, eh?

Fue entonces cuando la puerta emitió un leve chirrido al abrirse; todos se volvieron a mirar mientras la anciana, con el ojo recién recuperado, se dirigía hacia ellos. Los seis la miraron fijamente, desconcertados.

—Cómo… —dijo uno de ellos, volviéndose hacia los demás—. Quién…

—Aquí tenéis el ojo —dijo mi padre—. Os dije que estaba aquí.

Y cuando la anciana se acercó más comprobaron que así era en efecto; el ojo no estaba en la caja, pero sí en el sitio que le correspondía en la cabeza de la anciana. Y aunque habrían querido correr, no podían. Y aunque habrían querido volverse de espaldas, no podían, y mientras ella los miraba uno a uno, todos observaban a su vez el ojo de la anciana, atentamente, y se dice que en el fondo del ojo cada uno de ellos vio su futuro. Uno pegó un alarido al ver lo que allí vio, otro se echó a llorar, pero otro simplemente lo escudriñó, atónito, y luego alzó la vista hacia mi padre y lo miró de hito en hito, como si supiera de él algo que antes no sabía.

Cuando la anciana al fin terminó de mirarlos, todos los chicos se precipitaron fuera del granero hacia la luminosa mañana.

Así comenzó la breve estancia de Edward en Auburn, donde rara vez se atrevieron a molestarlo, porque se le creía bajo la protección de la anciana y de su ojo omnividente. Empezó a asistir a la universidad y se convirtió en estudiante de matrícula. Tenía buena memoria. Recordaba todo lo que leía, todo lo que veía. Y recordaba la cara del jefe de la pandilla con quien había estado aquel día en el granero, tal como el jefe recordaría la cara de Edward.

Era la cara del hombre con el que mi madre estuvo a punto de casarse.