La historia del primer día de mi padre en el mundo donde llegaría a vivir la cuenta mejor que nadie, quizá, el hombre que trabajaba con él, Jasper Barron, o «Buddy». Era vicepresidente de Bloom Inc. Y tomó el timón cuando mi padre se jubiló.
Buddy era un loco de la ropa. Vestía corbata amarillo brillante, traje de ejecutivo azul oscuro de rayitas, zapatos negros y unos de esos calcetines ceñidos, finos, casi transparentes, que hacían juego con su traje de chaqueta y le trepaban hasta una altura indeterminada de las pantorrillas. Del falso bolsillo del lado del corazón le asomaba un pañuelo de seda, como si fuera un ratoncillo de compañía. Y era el primer y único hombre de cuantos he conocido que tenía la sien realmente plateada, tal como se lee en las novelas. El resto de su pelo era negro, espeso y saludable, y se lo peinaba con raya, una raya larga y recta de sonrosado cuero cabelludo, cual camino rural que le cruzara la cabeza.
Al relatar esta historia le gustaba recostarse en la silla y sonreír.
—Corría el año mil novecientos y pico —comenzaba—. Largo tiempo atrás, más del que a ninguno nos interesa recordar. Edward acababa de marcharse de casa. Con diecisiete añitos. Se encontraba solo en el mundo por primera vez en la vida, pero ¿estaba preocupado? No, cómo iba a estar preocupado: llevaba en el bolsillo unos cuantos dólares que le había dado su madre; diez, o quizá doce… más dinero, en todo caso, del que nunca hubiera tenido. Y tenía sus sueños. Son los sueños los que impulsan a un hombre hacia delante, William, y tu padre ya estaba soñando con un imperio. Pero si hubieras podido verlo el día que se fue del pueblo donde había nacido, tan sólo habrías visto a un muchacho guapo sin más equipaje que la ropa que llevaba puesta y los agujeros de sus zapatos. Quizá no habrías llegado a distinguir los agujeros, pero estaban allí, William; estaban allí.
… El primer día recorrió cincuenta kilómetros a pie. Esa noche durmió bajo las estrellas, en un lecho de agujas de pino. Y fue allí, aquella primera noche, cuando la mano el destino le apretó las clavijas a tu padre. Porque mientras dormía lo asaltaron dos bandidos del bosque que lo molieron a palos, lo dejaron medio muerto y se llevaron hasta el último de sus dólares. Sobrevivió a duras penas y, sin embargo, cuando treinta años después me contó la historia por primera vez, y para mí es una de las mejores historias de Edward Bloom, me dijo que si volviera a toparse con esos hombres, con los dos matones que lo habían apaleado hasta dejarlo medio muerto y se habían llevado hasta su último dólar, les daría las gracias, sí, las gracias, porque, de alguna manera, ellos marcaron el curso que había de seguir el resto de su vida.
… En aquel momento, agonizando en las tinieblas de un bosque desconocido, distaba mucho de sentirse agradecido, desde luego. Pero cuando llegó la mañana se encontraba descansado y, pese a que sangraba por diversas heridas, echó a andar, sin saber ya a dónde iba y sin que le importase lo más mínimo, sencillamente andaba, hacia delante, avanzaba, dispuesto a aceptar lo que la Vida o el Destino quisieran depararle… y entonces avistó un viejo colmado rural, y a un hombre mayor sentado a la puerta, balanceándose en su mecedora, adelante y atrás, atrás y adelante, y en esto el hombre empezó a mirar de hito en hito, alarmado, la ensangrentada figura que se aproximaba. Llamó a su mujer, que llamó a su hija, y en medio minuto tenían listos una palangana de agua caliente, una toallita y un manojo de vendas recién rasgadas de una sábana, y, así preparados, esperaban mientras Edward se dirigía renqueante hacia ellos. Estaban preparados para salvarle la vida a ese desconocido. Más que preparados, estaban decididos.
… Ni que decir tiene que él no se lo iba a permitir. No podía permitirles que le salvaran la vida. Ningún hombre de su integridad… que son muy pocos, William, excepciones preciadas que se cuentan con los dedos de una mano… aceptaría un acto caritativo como ese, aún cuando fuera cuestión de vida o muerte. Porque ¿cómo iba a vivir a gusto consigo mismo, si es que no moría, claro está, sabiendo que su vida estaba tan inextricablemente ligada a otros, sabiendo que no había salido adelante por sus propios medios?
… De manera que, todavía sangrando y con una doble fractura en una pierna, Edward buscó una escoba y barrió el colmado de arriba abajo. Luego buscó un trapo y un cubo, porque con las prisas de hacer bien las cosas se había olvidado por completo de sus heridas abiertas, que sangraban profusamente, y hasta que terminó de barrer no se dio cuenta de que había ido dejando un reguero de sangre por toda la tienda. Entonces lo limpió. Restregó el suelo. Se puso de rodillas, trapo en mano, y frotó y frotó mientras el viejo, su mujer y su hija lo miraban. Lo miraban impresionados. Llenos de admiración. Estaban viendo cómo un hombre trataba de limpiar las manchas que su propia sangre había dejado en el suelo de tablas de pino. Era imposible, imposible… pero él lo intentó.
Eso es lo que cuenta, William; lo intentó hasta que no pudo más y cayó de bruces, sin soltar el trapo… muerto.
… O eso creyeron. Creyeron que había muerto. Corrieron hacia él: todavía palpitaba de vida. Y entonces se produjo una escena que, tal como la describía tu padre, siempre me hacía pensar en La Piedad de Miguel Ángel: la madre, una mujer robusta, lo levantó y lo sujeto entre sus brazos, en su regazo, al joven moribundo, y rezó para que no muriera. Parecía un caso desesperado. Pero mientras los demás se apiñaban a su alrededor llenos de inquietud, él abrió los ojos y pronunció las que podrían haber sido sus últimas palabras; Edward, que había reparado de inmediato en la falta de clientes, le dijo al viejo dueño del colmado, le dijo con el que podría haber sido su último aliento: «Hágase publicidad».
Buddy dejó que la frase resonara en la habitación.
—Y el resto, como suele decirse, ya es historia. Tu padre se repuso. No tardó en recobrar las fuerzas. Araba los campos, escardaba los jardines y echaba una mano en la tienda. Recorría los caminos pegando pequeños carteles para anunciar el Colmado Rural de Ben Jimson. Fue idea suya llamarlo colmado «rural», por cierto. Pensó que sonaba más amigable, más atractivo que simplemente «colmado», y tenía razón. Fue en esa época cuando tu padre inventó el eslogan: «Compre uno y llévese dos». Cinco palabritas de nada, William, que convirtieron a Ben Jimson en un hombre rico.
… Se quedó con los Jimson cerca de un año, ganándose el primer modesto fruto de su trabajo. El mundo se abría ante él cual espléndida flor. Y ya ves —decía entonces Buddy, abarcando con un gesto el esplendor de cuero y oropel de su despacho y señalándome con una leve inclinación de cabeza, como si tampoco yo fuera nada más que el producto de la legendaria laboriosidad de mi padre—, para ser un chaval de Ashland, Alabama, las cosas no le han ido nada mal.