EL DÍA EN QUE SE MARCHÓ DE ASHLAND

Y fue así, a grandes rasgos, como Edward Bloom se convirtió en un hombre. Era un joven sano, fuerte y amado por sus padres. Y titulado en bachillerato, además. Hacía correrías por los tiernos campos de Ashland con sus camaradas y comía y bebía con fruición. Su vida transcurría como en un sueño. Mas, al despertarse una mañana, supo en su fuero interno que debía marcharse, y así se lo comunicó a su madre y a su padre, que no trataron de disuadirle. Pero sí intercambiaron una mirada cargada de negros presagios, porque sabían que tan sólo había un camino para salir de Ashland, y que recorrerlo significaba atravesar el lugar sin nombre. Si estaba escrito en tu destino que habías de marcharte de Ashland, cruzabas ese lugar con impunidad, mas, en caso contrario, te quedabas allí para siempre, incapaz de avanzar o retroceder. Así pues, se despidieron de su hijo sabiendo que quizá no volverían a verlo, como también él lo sabía.

El día de su partida amaneció radiante, pero, a medida que se aproximaba al lugar sin nombre, iba cayendo la oscuridad, los cielos se cerraban y una densa niebla lo envolvía. No tardó en llegar a un pueblo muy parecido a Ashland, aunque diferente en algunos aspectos cruciales. En la Calle mayor se alineaban un banco, la Farmacia de Cole, la Librería Cristiana, las Grandes Gangas de Talbot, el Rincón de Prickett, la Relojería y Joyería de Calidad, el Café del Buen Yantar, un salón recreativo, un cine, un solar, una ferretería y también un colmado, con los estantes abastecidos de mercancías que databan de fechas anteriores al nacimiento de Edward. Algunos de esos comercios eran los mismos que los de la Calle Mayor de Ashland, pero aquí estaban vacíos y en penumbra, con los escaparates resquebrajados, y sus dueños miraban desganadamente al frente desde los desiertos umbrales. Más al ver a mi padre sonrieron. Sonrieron y le saludaron con la mano. ¡Un cliente!, pensaron. Había asimismo en la Calle Mayor, al fondo del todo, una casa de putas, pero no era una casa de putas como las de las grandes ciudades. Sencillamente, era una casa donde vivía una puta.

Los vecinos corrían a recibirlo al verlo andar por las calles y se quedaban contemplando sus bonitas manos.

—¿Se marcha? —preguntaban—. ¿Se marcha de Ashland?

Formaban una curiosa banda. Había un hombre con un brazo contrahecho. La mano derecha le colgaba del codo y por encima tenía el brazo mustio. Su mano asomaba por la manga como la cabeza de un gato asoma de un saco. Un verano, años atrás, iba en coche sacando el brazo extendido por la ventanilla, para sentir el viento. Pero el coche rodaba demasiado cerca de la cuneta y, en lugar del viento, sintió un golpetazo contra un poste de teléfonos. Se le rompió hasta el último hueso del antebrazo. Y ahora la mano le colgaba inservible, encogiéndose más y más con el tiempo. Dio la bienvenida a mi padre con una sonrisa.

Luego había una mujer de unos cincuenta y cinco años que era absolutamente normal en casi todos los aspectos. Tal era la forma de ser de esa gente: normales en muchos aspectos, pero con algo raro, ese algo espantoso. Al volver cierto día del trabajo, años atrás, aquella mujer había encontrado a su marido ahorcado, colgando de una tubería del sótano. Al verlo sufrió un ataque apopléjico que le dejó paralizada para siempre la mitad izquierda de la cara: tenía los labios torcidos en exagerado rictus y la piel pendía fláccida bajo el ojo. Como no podía mover en absoluto ese lado de la cara, sólo la mitad de su boca se abría cuando hablaba y su voz sonaba como si estuviera atrapada en las profundidades de la garganta. Las palabras trepaban a duras penas por la garganta para escaparse. La mujer había intentado marcharse de Ashland después de que ocurriera todo eso, sin conseguir pasar de aquel lugar.

Y después había otros que simplemente habían nacido tal como eran; para ellos, el nacimiento había sido el primer y peor accidente. Había un hidrocéfalo llamado Bert; trabajaba de barrendero. Allá donde fuera, iba cargado con su escoba Era hijo de la prostituta y un problema para los hombres del lugar: casi todos habían estado con la prostituta y cualquiera de ellos podía ser el padre del chico. Desde el punto de vista de la madre, todos lo eran. Ella nunca había querido dedicarse a la prostitución. Como el pueblo necesitaba tener su furcia, la obligaron a desempeñar ese papel, que, con el paso de los años, la había ido amargando. Empezó a odiar a sus clientes sobre todo a raíz del nacimiento de su hijo. Éste era una gran alegría, pero también una pesada carga. No se podía decir que tuviera memoria. Solía preguntarle con frecuencia a su madre: «¿Dónde está mi papi?», y ella señalaba al azar al primer hombre que pasara por delante de la ventana. «Ahí tienes a tu padre», le decía. Entonces él se precipitaba a la calle y le echaba los brazos al cuello al hombre en cuestión. Pero al día siguiente ya no se acordaba de nada y volvía a la carga: «¿Dónde está mi papi?», con lo que ese día tenía un padre distinto, y así sucesivamente.

Al final, mi padre se encontró con un hombre llamado Willie. Estaba sentado en un banco del que se levantó al ver acercarse a Edward, como si hubiera estado esperándolo. Las comisuras de su boca estaban resecas, agrietadas. Tenía el pelo gris y encrespado, y los ojos negros y pequeños. Le faltaban tres dedos (dos de una mano y el tercero de la otra) y era viejo. Viejo hasta el punto de que parecía que, habiendo avanzado en el tiempo tanto como le es dado a un ser humano, había iniciado el viaje de regreso. Estaba menguando. Volviéndose tan pequeño como un bebé. Se movía despacio, como si caminara con el agua hasta las rodillas, y dirigió a mi padre una sonrisa tétrica.

—Bienvenido a nuestro pueblo —le dijo, en tono amistoso a la vez que cansino—. ¿Te gustaría que te lo enseñara?

—No puedo demorarme aquí —repuso mi padre—. Estoy de paso.

—Eso dicen todos —replicó Willie mientras cogía a mi padre del brazo y echaban a andar junto—. Además —prosiguió—, ¿a qué tantas prisas? Dale un vistazo, al menos, a lo que podemos ofrecerte. Aquí tenemos una tienda, una tiendecita estupenda, y ahí… aquí mismo —dijo—, un lugar donde podrás jugar al billar, si te apetece. Un salón recreativo, ¿sabes? Aquí lo ibas a pasar bien.

—Gracias —dijo Edward, no queriendo ofender a Willie ni a ninguno de quienes los observaban. Ya habían atraído a un pequeño grupo de tres o cuatro personas que los seguían a lo largo de las calle por lo demás desiertas, manteniendo las distancias a la vez que los miraban de reojo haciéndose los despistados—. Muchas gracias.

Willie redobló la fuerza con que lo asía al mostrarle la farmacia, la Librería Cristiana y, a continuación, con un furtivo guiño, la casa donde vivía la puta.

—Es una mujer muy dulce —dijo Wille. Y después, como si a su pesar hubiera recordado algo, añadió—: A veces.

El cielo se había oscurecido más y comenzó a caer una fina llovizna. Wille alzó la vista y dejó que el agua le bañara los ojos. Mi padre se enjugó la cara haciendo una mueca.

—Por estos pagos nunca nos falta lluvia —comentó Willie—, uno acaba por acostumbrarse.

—Todo tiene un aspecto un tanto… aguado —dijo mi padre.

Willie lo perforó con la mirada.

—Se acostumbra uno —dijo—. De eso es de lo que se trata, Edward. De acostumbrarse a las cosas.

—No es eso lo que yo pretendo —dijo mi padre.

—Da igual. También a eso se acostumbra uno.

Caminaron en silencio a través de la niebla que se condensaba a sus pies, de la lluvia que les caía mansamente sobre la cabeza, de la crepuscular mañana de aquella extraña población. La gente se arracimaba en las esquinas para verlos pasar y algunos se sumaban al contingente que los seguía. Edward captó la mirada penetrante de un tipo demacrado que vestía un raído traje negro, y lo reconoció. Era Norther Winslow, el poeta. Se había marchado de Ashland pocos años atrás con destino a París, para dedicarse a escribir. Miraba a Edward fijamente y a punto estuvo de sonreír, pero entonces los ojos de Edward se posaron en su mano derecha, a la que faltaban dos dedos, y Norther empalideció, cerró el puño llevándoselo al pecho y desapareció doblando una esquina. Todos habían puesto grandes esperanzas en Norther.

—Así es —dijo Willie, que había advertido lo que acababa de suceder—. Por aquí viene continuamente gente como tú.

—¿A qué se refiere? —preguntó mi padre.

—Gente normal —y esas palabras parecieron dejarle un regusto amargo en la boca. Escupió—. Gente normal con sus proyectos. Esta lluvia, esta humedad… es una especie de residuo. El residuo de un sueño. De muchos sueños, para ser más preciso. Los míos, los de él, los tuyos.

—Los míos no —protestó Edward.

—No —dijo Willie—. Todavía no.

Fue entonces cuando vieron al perro. Se movía a través de la niebla como una vaporosa sombra negra y, al fin, su silueta se perfiló ante ellos. Su pecho estaba moteado de blanco y sus patas de marrón, y, por lo demás, era negro. Tenía el pelo corto y duro, y no parecía de ninguna raza determinada… un perro genérico, hecho de retazos de otros muchos perros. Se dirigía hacia ellos, lenta pero directamente, sin tan siquiera detenerse a olfatear una boca de riego o una farola; no iba callejeando, avanzaba en línea recta. Aquel perro sabía a dónde iba. Aquel perro tenía una meta: mi padre.

—¿Qué es esto? —preguntó Edward.

Willie sonrió.

—Un perro —dijo—. Más pronto o más tarde, siempre se acerca a inspeccionar a todos, por lo general más pronto que tarde. Es una especie de cancerbero, ya me entiendes.

—No —replicó mi padre—. No le entiendo.

—Ya me entenderás —dijo Willie—. Ya me entenderás. Llámalo —añadió.

—¿Qué lo llame? ¿Por qué nombre?

—No tiene nombre. Como nunca ha tenido dueño, no se llama de ninguna manera. Llámalo Perro, sencillamente.

—Perro.

—Eso es: Perro.

Con esto, mi padre se arrodilló, dio unas palmadas y se esforzó en poner aire amistoso.

—¡Ven aquí, Perro! ¡Vamos compañero! Aquí, muchacho. ¡Ven!

Y Perro, que hasta entonces caminara en una larga línea recta, se quedó inmóvil, observando a mi padre durante un buen rato… un buen rato para un perro, en todo caso. Medio minuto. El pelo del lomo se le erizó en crestas. Clavó los ojos en los de m padre. Abrió la boca y le enseñó los dientes y la rosada ferocidad de sus encías. Estaba a unos diez metros de distancia, gruñendo frenéticamente.

—Creo que haría bien en apartarme de su camino —dijo mi padre—. Me parece que no le caigo muy bien.

—Alarga la mano —le indicó Willie.

—¿Cómo dice? —preguntó mi padre.

Los gruñidos del perro resonaron con más fuerza.

—Alarga la mano para que te la huela.

—Willie, no creo que…

—Alarga la mano —insistió el viejo.

Lentamente, mi padre alargó la mano. Perro se aproximó con su lento andar, sus gruñidos apagados, las mandíbulas prestas para pegar una dentellada. Pero al frotar la punta del morro contra los nudillos de mi padre, Perro gimoteó y le lamió la mano a mi padre de arriba abajo. La cola de Perro se meneaba. El corazón de mi padre latía con fuerza.

Willie contemplaba la escena alicaída, derrotada, como si hubiera sufrido una traición.

—¿Significa esto que me puedo ir? —preguntó mi padre, incorporándose, mientras el perro se restregaba contra sus piernas.

—Todavía no —dijo Willie, y volvió a agarrarlo del brazo, hundiéndole profundamente los dedos en los músculos—. Antes de irte tienes que tomarte un café.

EL CAFÉ DEL BUEN YANTAR era una sala grande con hileras de verdes asientos de vinilo y mesas de Formica moteadas de dorado. Sobre las mesas había manteles individuales de papel y finos tenedores y cucharas de plata, encostrados de comida reseca. Reinaba una densa penumbra grisácea, y, aunque la mayoría de las mesas estaban ocupadas, no se percibía la menor animación ni tampoco rastro alguno de esa expectación ansiosa del hambre a punto de ser saciada. Pero cuando llegaron Willie y mi padre, los clientes levantaron la vista al unísono y sonrieron, como si acabase de llegar lo que habían pedido.

Willie y mi padre tomaron asiento a una mesa y, sin que mediara pregunta alguna, una camarera silenciosa les trajo dos tazas de café. Negros pozos humeantes. Willie clavó la vista en su taza y meneó la cabeza.

—Crees que ya lo has conseguido, ¿verdad, hijo? —sonrió llevándose el café a los labios—. Te crees un verdadero pez gordo. Pero no eres el primero que vemos por aquí. Ahí, en aquel rincón, tienes a Jimmy Edwards. Una gran estrella del fútbol. Buen estudiante. Quería dedicarse a los negocios en la gran ciudad, hacer fortuna, triunfar. No logró salir de aquí. Le faltaban agallas, ¿sabes? —se inclinó sobre la mesa y musitó—. El perro se le llevó el dedo índice.

Mi padre echó una ojeada y comprobó que era cierto. Jimmy retiró la mano de la mesa pausadamente, se la metió en el bolsillo y se volvió de espaldas. Mi padre miró a los demás clientes, que tenían la vista puesta en él, y vio que todos estaban en las mismas condiciones. Ninguno conservaba todos los dedos, y algunos sólo podían ufanarse de unos cuantos. Mi padre miró a Willie para solicitar una explicación. Más Willie pareció leerle el pensamiento.

—El número de veces que han intentado marcharse —dijo—. Ya fuera para proseguir su camino, ya para volver al sitio de donde habían venido. Ese perro —prosiguió, contemplándose la mano— no se anda con chiquitas.

Después, lentamente, como atraídos por un sonido sólo para ellos audible, los clientes sentados a las mesas de alrededor se levantaron para dirigirse a la suya, donde se quedaron mirándolo y sonriendo. Recordaba los nombres de algunos de su infancia en Ashland. Cedirc Fowlkies, Sally Dumas, Ben Ligthfoot. Pero estaban cambiados. Veía a través de ellos, esa era la sensación que le daba, pero luego ocurría algo que le hacía dejar de verlos así, como si no parasen de entrar y salir del campo de visión que tenía enfocado.

Dirigió la vista hacia la puerta, donde estaba sentado Perro. Lo miraba fijamente, inmóvil, y mi padre se frotó las manos, preguntándose qué iba a sucederle, si habría perdido la oportunidad de pasar de largo junto a Perro y si la próxima vez ya no le acompañaría la suerte.

Junto a su mesa se había detenido una mujer llamada Rosemary Wilcox. Enamorada de un hombre de la ciudad, había tratado de escaparse con él, pero sólo logró llegar hasta allí. Tenía los ojos oscuros y hundidos en lo que en su día fue una cara bonita. Recordaba a mi padre de cuando era pequeño y ahora le decía que era una alegría volver a verlo, tan grande, tan alto, tan guapo.

La multitud arracimada en torno a la mesa se hizo mayor y se aproximó más, con lo que mi padre no se podía mover. No quedaba espacio libre. Tenía pegado a la espalda a un hombre aún más viejo que Willie. Parecía petrificado en vida. La piel se le había secado, tensándose sobre los huesos, y sus venas eran azules y con un aspecto tan frío como un río helado.

—Yo… no me fiaría de ese perro —dijo el viejo con parsimonia—. Yo que tú, no me arriesgaría, hijo. La otra vez no te ha mordido, pero nunca se sabe lo que puede pasar. Absolutamente imprevisible. Lo mejor es que te quedes aquí sentadito —prosiguió— y nos hables de ese mundo al que quieres ir, de las cosas que esperas encontrar en él.

Y el anciano cerró los ojos, y Willie lo imitó, como los demás, pues todos estaban deseosos de oír hablar del luminoso mundo que mi padre sabía le aguardaba a la vuelta de la esquina, más allá de ese pueblo sombrío. De manera que les habló de ese mundo y, cuando hubo concluido, le dieron las gracias y sonrieron.

Y el viejo dijo:

—Ha estado muy bien.

—¿Podemos repetirlo mañana? —preguntó alguien.

—Repitámoslo mañana —susurró otra voz.

—Es una bendición tenerlo aquí con nosotros —le dijo un hombre a mi padre—. Una verdadera bendición.

—Conozco a una chica estupenda —terció Rosemary—. Y guapa, además. Se parece un poco a mí. Me encantaría presentaros para que estrechéis lazos, ya me entiendes.

—Lo siento —dijo mi padre, pasando la vista de uno a otro—. Ha habido un malentendido. No voy a quedarme aquí.

—Eso me está pareciendo, que ha habido un malentendido —dijo Ben Lightfoot, lanzando a mi padre una mirada cargada de odio.

—Es que no podemos dejar que te vayas —dijo Rosemary con voz dulce.

—Tengo que irme —replicó mi padre, tratando de ponerse en pie. No lo consiguió, acorralado lo tenían.

—Al menos quédate una temporadita —dijo Willie—. Unos cuantos días, por lo menos.

—Date tiempo para conocernos —dijo Rosemary, apartándose el pelo de los ojos con su horrible mano—. Ya verás como te olvidas de todo lo demás.

De repente, se oyó un crujido detrás del círculo de hombres y mujeres que lo rodeaba y, a continuación, un aullido y un ladrido poco amistoso, y milagrosamente el círculo se abrió. Era Perro. Emitió un feroz gruñido y les enseñó los pavorosos dientes, con lo que todos retrocedieron para alejarse del babeante monstruo, mientras cerraban los puños y se los llevaban al pecho. Mi padre aprovechó la oportunidad para salir corriendo entre ellos sin mirar atrás. Corrió a través de la oscuridad hasta que de nuevo brilló la luz y el mundo se volvió verde y maravilloso. El asfalto dio paso a la grava, la grava a la tierra, y ya no parecía demasiado lejos la belleza de un mundo mágico. Hizo un alto allá donde terminaba el camino, tomó aliento y descubrió que Perro venía pisándole los talones, con la lengua fuera; cuando llegó a su lado, restregó su cuerpo cálido contra las piernas de mi padre. Ya no se oía otro sonido que el del viento entre los árboles y el de sus pasos por una senda apenas hollada. Luego se abrió un repentino claro en el bosque y ante ellos apareció un lago, un enorme lago verde que se curvaba hacia la lejanía, hasta donde alcanzaba la vista, y a orillas del lago había un pequeño embarcadero de madera, mecido por las olas que levantaba el viento. Descendieron hasta él y, al llegar, Perro se desplomó, como si le hubieran abandonado las fuerzas. Mi padre miró en derredor, bastante orgulloso, y contempló el crepúsculo al otro lado del bosque; respiró el aire puro, hundió los dedos en la piel fláccida del caliente cogote de Perro y le masajeó los músculos con concienzuda delicadeza, como si estuviera masajeándose su propio corazón, y Perro profirió sonidos de perro feliz. Y el sol se puso y la luna se alzó en el cielo, y las aguas del lago se rizaron levemente, y, entonces, a la blanca luz de la luna, vio a la muchacha; su cabeza rompía la superficie allá a lo lejos, el agua le corría por el pelo y volvía al lago, y ella sonreía. La muchacha sonreía y mi padre también. Luego le saludó con la mano. Ella saludó a mi padre y él le devolvió el saludo.

—¡Hola! —dijo, agitando el brazo—. ¡Adiós!