EN EL QUE SALE DE PESCA

Entonces se produjo la inundación, pero ¿qué podría añadir a todo lo que ya se ha escrito? Lluvia, lluvia a raudales, incesante. Los arroyos se convirtieron en ríos, los ríos en lagos y todos los lagos, desbordándose de sus orillas, se hicieron uno. Quiso la suerte que Ashland se salvara en su mayor parte. Gracias a la afortunada disposición de una cordillera, en opinión de algunos, porque dividió las aguas en torno a la población. Lo cierto es que un rincón de Ashland, casas incluidas, sigue en el fondo de lo que hoy se llama, acertada aunque poco imaginativamente, el Gran Lago, y que, durante las noches de verano, todavía se oye a los fantasmas de quienes murieron en la inundación. Pero lo más destacado del lago son sus barbos. Barbos del tamaño de un hombre, según dicen… y aún mayores. Te arrancan las piernas si te sumerges a demasiada profundidad. Las piernas y puede que algo más, si no te andas con cuidado.

Sólo un loco o un héroe trataría de pescar un pez de esas dimensiones, y mi padre, en fin… supongo que tenía un poco de ambas cosas.

Un día se dirigió allí al amanecer, solo, y se adentró en barca hasta el centro del Gran Lago, su zona más profunda. ¿Qué llevaba de cebo? Un ratón hallado muerto en el granero. Cebó el anzuelo y lo lanzó. Tardó cinco minutos largos en tocar fondo, y entonces mi padre comenzó a recoger el sedal lentamente. Enseguida notó un tirón. Un tiró que se llevó el anzuelo, el ratón, todo. Así que hizo un segundo intento. Esta vez con un anzuelo mayor, un sedal más resistente, un ratón muerto de aspecto más tentador, y volvió a lanzar el anzuelo. Las aguas comenzaban a bullir a su alrededor, a bullir, borbollar y rizarse, como si estuviera levantándose el espíritu del lago. Sin hacer caso, Edward continuó pescando. Pero quizá aquello no fuera muy prudente, visto que las cosas estaban adquiriendo un cariz tan poco lacustre. Y alarmante. Puede que hubiera llegado el momento de rebobinar el carrete y volver a remo a casa. Adelante, entonces. Pero mientras Edward rebobina advierte que más que el sedal es él quien se está moviendo. Hacia delante. Y cuanto más deprisa recoge, más deprisa se mueve. La solución es sencilla, lo sabe: soltar la caña. ¡Dejar que se pierda! Soltarla y despedirse de ella para siempre. ¿Quién sabe qué puede haber al otro extremo del hilo, arrastrándolo? Pero no puede soltarla. Imposible. Siente que sus manos han pasado a formar parte de la caña. De manera que, recurriendo a una solución de compromiso, deja de rebobinar el carrete, pero la solución de compromiso tampoco funciona; sigue desplazándose hacia delante, Edward, y a buena velocidad, más deprisa que antes. Entonces esto no puede ser un tronco. Es alguna criatura que lo lleva a rastras, un ser vivo… un barbo. Ahora lo ve, saltando como un delfín sobre las aguas, y un rayo de sol le da de lleno; es hermoso, monstruoso, amenazador… ¿medirá un metro ochenta de largo, dos metros?… y al sumergirse se lleva a Edward tras de sí, arrancándolo de la barca y tirando de él hacia abajo, hacia las profundidades donde yace el acuoso cementerio del Gran Lago. Y allí ve casas y granjas, campos y caminos, todo el rincón de Ashland que la inundación cubrió. Y ve a la gente también: allí están Homer Kittridge y su mujer, Marla. Y más allá Vern Talbot y Carol Smith. Homer lleva un cubo rebosante de pienso a sus caballos y Carol está charlando con Marla sobre la cosecha de maíz. Vern ara los campos con su tractor. Bajo brazas y brazas de agua, se mueven a cámara lenta y cuando hablan les salen de la boca burbujitas que se elevan hacia la superficie. Edward pasa de largo a toda velocidad, a remolque del barbo, y Homer le sonríe y empieza a esbozar un saludo, porque Edward y él son viejos conocidos, pero antes de que Homer haya terminado el gesto, ya han desaparecido pez y hombre; ascienden y emergen de las aguas repentinamente; y Edward embarranca, ya sin caña, en la orilla.

Nunca le habló de esto a nadie. No podía. ¿Quién le habría creído? Cuando le interrogaban sobre la pérdida de la caña y de la barca, Edward decía que se había quedado soñando dormido a orillas del Gran Lago y que… el agua se las había llevado.