Muchas fueron las hazañas juveniles de mi padre y todavía hoy se cuentan sobre él un sinfín de historias. Pero plantarle cara a Karl, el gigante, tal vez fuera la más formidable de sus obras, porque en ella se jugó la misma vida. Karl era tan alto como dos hombres, tan corpulento como tres y tenía la fuerza de diez hombres juntos. Ostentaba en la cara y en los brazos las cicatrices de una vida salvaje, más propia de una bestia que de un hombre. Y su proceder estaba en consonancia con su vida. Cuentan que, como todos los mortales, Karl nació de una mujer, pero enseguida se demostró que había habido un error. Y es que tenía un tamaño desmesurado. La ropa que su madre le compraba por la mañana ya tenía las costuras reventadas por la tarde, tal era la velocidad a la que crecía su cuerpo. Se acostaba de noche en una cama hecha a medida por un carpintero y amanecía con los pies colgándole por fuera. ¡Y comía a todas horas! Por mucha comida que su madre comprara o recogiese en los campos, las alacenas siempre estaban vacías al anochecer, y Karl todavía se quejaba de que tenía el estómago vacío. Descargaba formidables puñetazos sobre la mesa reclamando más comida. «¡Ahora!», chillaba. «¡Ahora mismo, madre!». Catorce años de tal vida agotaron la paciencia de la mujer y, un día, aprovechando que Karl tenía la cara sepultada en un costillar de venado, hizo el equipaje y se marchó por la puerta trasera para no volver nunca más; su ausencia pasó desapercibida hasta que se acabó la comida. Entonces Karl se sintió disgustado, ofendido y, sobre todo, hambriento.
Y ése es el momento en que fue a Ashland. De noche, mientras los vecinos del pueblo dormían, Karl recorría sigiloso patios y jardines en busca de alimentos. Al principio se contentaba con los cultivos; al llegar la mañana, los ashlandeses encontraban trigales enteros arrasados, sus manzanos desnudos y el depósito de agua seco. No sabían que hacer. Como la casa se le había quedado pequeña, Karl se había trasladado a los montes que circundaban el pueblo. ¿Quién osaría enfrentarse a él en ese terreno? ¿Y qué podrían haber hecho esas gentes ante el espantoso monstruo en que se había convertido Karl?
El pillaje se prolongó durante algún tiempo, hasta que un día desaparecieron media docena de perros. Ya era la propia vida del pueblo la que parecía peligrar. Había que hacer algo… pero ¿qué?
Mi padre concibió un plan. Era arriesgado, pero no había otra solución. Una resplandeciente mañana de verano mi padre se puso en camino con la bendición del pueblo. Se dirigió a las montañas, hacia el lugar donde había una cueva. Suponía que Karl viviría allí.
La cueva estaba escondida tras un pequeño pinar y un promontorio rocoso; mi padre la conocía porque, años atrás, había rescatado de allí a una chica extraviada en las profundidades del bosque. Se plantó ante la cueva y lo llamó a gritos:
—¡Karl!
Oyó su voz devuelta por el eco.
—¡Sal de ahí! Sé que estás ahí dentro. Vengo a traerte un mensaje de parte del pueblo.
Transcurrió un largo rato en el silencio de la insondable espesura antes de que mi padre sintiese un crujido y un temblor que pareció sacudir la tierra misma. Y de la oscuridad de la cueva salió Karl. Era aún mayor de lo que mi padre se había atrevido a imaginar. ¡Y qué rostro espeluznante, Dios mío! Cubierto de magulladuras y arañazos a causa de su vida salvaje… y de que a veces pasaba tanta hambre que no esperaba a que su comida muriera, y en algunas ocasiones su comida se defendía. Llevaba el cabello largo y grasiento, la barba, espesa y enmarañada, llena de restos de comida y de blandos bichitos rastreros que se alimentaban de las migajas.
Al ver a mi padre, Karl se echó a reír.
—¿Qué quieres tú, hombrecito? —preguntó con pavorosa sonrisa.
—Tienes que dejar de venir a comer a Ashland —repuso mi padre—. Los granjeros se están quedando sin cosechas y los niños echan de menos a sus perros.
—¿Cómo? ¿Y tú pretendes impedírmelo? —bramó Karl, y su voz retumbó por los valles, llegando a buen seguro hasta el mismísimo Ashland—. ¡Pero si podría despachurrarte entre las manos como a una rama!
Y, para demostrarlo, arrancó una rama de un pino cercano y la pulverizó entre los dedos.
—¡Pero si podría zamparte en un abrir y cerrar de ojos! ¡Vaya si podría!
—Para eso he venido —replicó mi padre.
El semblante de karl se crispó, ya fuera por desconcierto, ya porque alguno de los bichitos de su barba le había trepado por la mejilla.
—¿Qué quieres decir con que para eso has venido?
—Para que me comas —dijo mi padre—. Soy el primer sacrificio.
—El primer… ¿sacrificio?
—¡A ti, oh gran Karl! A tu poder nos sometemos. Somos conscientes de que hemos de sacrificar a unos cuantos para salvar a la mayoría. Así que yo seré… ¿tu almuerzo?
Karl parecía aturdido por las palabras de mi padre. Sacudió la cabeza para despejársela y una docena de bichitos rastreros salieron despedidos de su barba y cayeron al suelo. Su cuerpo comenzó a temblar y, por un instante, dio la impresión de que iba a desplomarse; hubo de recostarse contra la falda de la montaña para recobrar el equilibrio.
Se diría que acababan de herirlo con un arma. Que acababa de recibir una herida en la batalla.
—Yo… —dijo con suavidad, con tristeza casi—, yo no quiero comerte.
—¿No quieres? —suspiró mi padre con enorme alivio.
—No —dijo Karl—. No quiero comerme a nadie —y una gigantesca lágrima rodó por su abatido rostro—. Es que paso tanta hambre —prosiguió—. Mi madre solía prepararme platos deliciosos, y, cuando se marchó, me quedé sin saber qué hacer. Los perros… siento lo de los perros. Todo, lo siento todo.
—Lo comprendo —dijo mi padre.
—Y ahora no sé qué hacer —continuó Karl—. Mira cómo soy… ¡soy enorme! Necesito comer para vivir. Pero ahora estoy solo y no sé…
—Cocinar. Cultivar la tierra. Criar animales —concluyó mi padre.
—Exacto —corroboró Karl—. Creo que debería internarme hasta el fondo de la cueva y no volver a salir nunca más. Ya os he causado bastantes problemas.
—Podríamos enseñarte.
A Karl le costó un momento comprender lo que había dicho mi padre.
—¿Enseñarme qué?
—A cocinar, a cultivar la tierra. Aquí hay muchas hectáreas de tierra cultivable.
—¿Quieres decir que podría hacerme granjero?
—Eso mismo —dijo mi padre—. Podrías hacerte granjero.
Y fue precisamente eso lo que sucedió. Karl se convirtió en el mayor granjero de Ashland, y la leyenda de mi padre se hizo aún mayor. Se decía que con su sola presencia hechizaba a cualquiera. Se decía que estaba dotado de poderes especiales. Pero mi padre era humilde y lo negaba rotundamente. Simplemente, le caía bien la gente y él caía bien a los demás. Así de sencillo, decía.