LA MUCHACHA DEL RÍO

A orillas del río Azul había un roble junto al que mi padre solía detenerse a reposar. El frondoso ramaje del roble daba buena sombra y alrededor del tronco crecía un musgo verde, fresco y mullido, donde mi padre reclinaba la cabeza, y a veces se quedaba dormido, arrullado por el plácido rumor de las aguas. Estaba allí un día, sumiéndose en un sueño, cuando de pronto despertó y vio a una hermosa joven que se bañaba en el río. Su largo cabello relucía como el mismo oro, cayéndole en ondas hasta los hombros desnudos. Tenía los senos menudos y redondos. Desde el cuenco de sus manos, el agua le corría por la cara, por el pecho y volvía al río.

Edward trató de conservar la calma. No te muevas, se advertía, en cuanto te muevas un centímetro te verá. No quería asustarla. Y, todo hay que decirlo, hasta entonces nunca había visto a una mujer al natural y deseaba estudiarla con detenimiento antes de que se marchara.

Pero ése fue el momento en que Edward avistó la serpiente. Un mocasín, no podía ser otra cosa. Hendía levemente las aguas deslizándose hacia la muchacha, cimbreando su pequeña cabeza viperina en pos de la carne fresca. Resultaba difícil creer que una serpiente de ese tamaño pudiera matarte y, sin embargo, podía. La serpiente que mató a Calvin Bryant no era mayor. Le mordió el tobillo y al cabo de unos segundos estaba muerto. Y Calvin Bryant doblaba en tamaño a la muchacha.

Así que, en realidad, no había nada que decidir. Dejándose llevar por el instinto, mi padre se tiró de cabeza al río con los brazos estirados mientras el mocasín se aprestaba a clavar sus pequeños colmillos en la pequeña cintura de la chica. Ella gritó, desde luego. Cómo no vas a gritar si ves que un hombre se te acerca a nado. Y él emergió de las aguas con la serpiente retorciéndose en sus manos, la boca buscando algo en que hacer presa, y ella volvió a gritar. Edward logró al fin envolver la serpiente con su camisa. No era partidario de matar, mi padre. Se la llevaría a un amigo que coleccionaba serpientes.

Pero no nos olvidemos de la escena: un hombre joven y una mujer joven metidos en el río Azul hasta la cintura, los torsos desnudos, mirándose. Resplandecientes rayos de sol se abrían paso aquí y allí, y reverberaban en las aguas. Pero a ellos les daba la sombra casi de pleno. Todo estaba en silencio salvo la naturaleza que los rodeaba. En una situación así no es fácil hablar, porque ¿qué se puede decir? Yo me llamo Edward, ¿y tú? No era cuestión de decir eso. Lo que sí se podía decir fue lo que ella dijo en cuanto recobró el habla:

—Me has salvado la vida.

Nada más cierto. Una serpiente venenosa estaba a punto de morderla y él la había salvado. Arriesgando su propia vida, además. Aunque ninguno de los dos aludió a eso. No hacía falta. Ambos lo sabían.

—Eres valiente —dijo ella.

—No, señora —respondió mi padre, aunque la chica debía de ser casi de su edad—. Sencillamente, la vi y vi esa serpiente y… me lancé.

—¿Cómo te llamas?

—Edward.

—Muy bien, Edward. De ahora en adelante, éste será tu lugar. Lo llamaremos… la Arboleda de Edward. Este árbol, este recodo del río, esta agua, todo esto. Y cuando quiera que no te encuentres bien o necesites que ocurra algo, vendrás aquí a descansar y a pensar sobre lo que te esté preocupando.

—De acuerdo —dijo él; claro que, en ese momento, habría estado de acuerdo casi con cualquier cosa. Su cabeza flotaba muy por encima de las aguas. Le daba la sensación de haber dejado este mundo durante un instante. Y aún no había regresado.

La muchacha sonrió.

—Ahora date la vuelta —dijo—, voy a vestirme.

—De acuerdo.

Y Edward se dio la vuelta, arrebatado por un bienestar casi intolerable. Tan bien se sentía que apenas si lo soportaba. Era como si lo hubieran creado de nuevo y ahora fuera distinto, mejor.

Como no sabía cuánto podía tardar en vestirse una mujer, le concedió cinco minutos largos. Y cuando se volvió, como cabía esperar, ella ya no estaba allí… se había desvanecido. Sin que la oyera marcharse, se había ido. Podría haberla llamado… mas no sabía por qué nombre llamarla… Ojalá se lo hubiera preguntado, antes de nada.

El viento soplaba entre las ramas del roble y el agua seguía su curso. Y ella se había ido. Y en su camisa Edward no encontró una serpiente, sino un simple palo. Un palito marrón.

Pero parecía una serpiente… vaya si lo parecía. Sobre todo cuando lo tiró al río y lo vio alejarse aguas abajo.