LA MUERTE DE MI PADRE: TOMA 1

Las cosas suceden así. El viejo doctor Bennett, nuestro médico de cabecera, sale del cuarto de invitados arrastrando los pies y cierra suavemente la puerta tras de sí. Viejo como él solo, todo él arrugas y flacideces, el doctor Bennett ha sido nuestro médico desde siempre. Estaba presente cuando yo nací, cortando el cordón umbilical, entregándole mi cuerpo rojizo y apergaminado a mi madre. El doctor Bennett nos ha curado de enfermedades que se cuentan por docenas, y lo ha hecho con un encanto y unas atenciones típicas de un médico de épocas pretéritas que, en efecto, es lo que es. Es este mismo hombre quien está acompañando a mi padre en sus últimos pasos por el mundo y quien ahora sale de la habitación de mi padre y, retirándose el estetoscopio de sus viejos oídos, nos mira, a mi madre y a mí, y menea la cabeza.

—No puedo hacer nada —dice con su voz rasposa. Quiere levantar los brazos con exasperado ademán, pero no lo hace, tan viejo es que ya no puede moverse así—. Lo siento. Lo siento muchísimo. Si tenéis que hacer las paces con Edward sobre algún asunto, o decirle cualquier cosa, os sugiero que se lo digáis ahora.

Contábamos con que sucediera esto. Mi madre me aprieta la mano y fuerza una sonrisa amarga. Ni que decir tiene que no han sido tiempos fáciles para ella. A lo largo de los últimos meses ha menguado de tamaño y de ánimo, se ha distanciado de la vida aunque siga viva. Mira las cosas sin llegar a verlas. La observo ahora y la veo perdida, como si no supiera dónde está ni quién es. Nuestra vida no es la misma desde que padre vino a casa a morir. Su paulatina muerte también nos ha matado un poco a nosotros. Es como si, en lugar de salir a trabajar todos los días, hubiera tenido que excavar su tumba ahí detrás, en el terreno que hay más allá de la piscina. Y no la ha excavado de golpe, sino centímetro a centímetro. Se diría que eso es lo que le ha dejado exhausto, el motivo de sus ojeras, y no, como madre se empeña en llamarlo, el «tratamiento de rayos X». Era como si, noche tras noche, cuando volvía de excavar con las uñas ribeteadas de tierra y se sentaba a leer el periódico, fuera a decirnos: La cosa marcha. Hoy he profundizado un centímetro más. Y mi madre dijera: ¿Has oído eso, William? Hoy tu padre ha profundizado un centímetro más. Y yo terciara: Cuánto me alegro, papá, cuánto me alegro. Si te puedo ayudar en lo que sea, no dejes de decírmelo.

—Mamá —digo.

—Entraré yo primero —se precipita a decir—. Y, después, si me da la impresión de que…

Si le da la impresión de que va a morirse, me hará pasar a mí. Así es como hablamos. En la tierra de los moribundos, las frases se quedan a medias, ya se sabe cómo iban a terminar.

Y, con esto, mi madre se pone en pie y entra en la habitación. El doctor Bennett menea la cabeza, se quita las gafas y las frota con la punta de su corbata a rayas rojas y azules. Me quedo pasmado mirándolo. Es tan viejo, tan terriblemente viejo: ¿por qué va a morir mi padre antes que él?

—Edward Bloom —dice sin dirigirse a nadie—. ¿Quién lo habría pensado?

Sí, ¿quién lo habría pensado? La muerte es lo peor que podía pasarle a mi padre. Ya sé cómo suena esto; la muerte es lo peor que puede pasarnos a la mayoría de nosotros, pero su caso ha sido particularmente doloroso, sobre todo durante estos últimos años preparatorios en que la enfermedad se ha ido agravando hasta convertirlo en un inválido en esta vida, por mucho que a la vez pareciera prepararlo para la otra.

Aún peor, la enfermedad le ha obligado a quedarse en casa. Y eso es algo que no soporta. No soporta despertarse todos los días en la misma habitación, ver las mismas caras, hacer siempre las mismas cosas. Antes de todo esto, solía utilizar nuestra casa como una estación de servicio donde repostar. Un padre itinerante, para quien el hogar era una parada en el camino, siempre afanándose en llegar a un objetivo impreciso. ¿Qué lo impulsaba hacia delante? No era el dinero; lo teníamos. Teníamos una buena casa, unos cuantos coches y una piscina en el jardín trasero; se diría que nada quedaba absolutamente fuera de nuestro alcance. Tampoco era el deseo de ascender… dirigía su propio negocio. Era algo distinto, pero no sabría decir qué. Parecía vivir en un estado de permanente aspiración; llegar allí, donde quiera que fuera, en realidad daba igual; lo importante era la batalla, y la que vendría a continuación, y la guerra no terminaba nunca. Así pues, trabajaba y trabajaba. Pasaba semanas enteras fuera de casa, en lugares como Nueva York, Europa o Japón, y regresaba a horas extrañas, digamos a las nueve de la noche, se servía un trago y reclamaba su butaca y su puesto de cabeza de familia titular. Y siempre tenía alguna historia fabulosa que contar.

—En Nagoya —dijo una de esas noches, después de su llegada, mi madre en su butaca, él en la suya, yo sentado a sus pies—, vi una mujer de dos cabezas. Os lo prometo. Una hermosa japonesa de dos cabezas oficiando la ceremonia del té con muchísima elegancia y belleza. No había forma de decidir qué cabeza era la más bonita.

—Las mujeres de dos cabezas no existen —dije yo.

—¿En serio? —preguntó, acorralándome con la mirada—. Habló el-señor-adolescente-para-quien-el-mundo-no-guarda-secretos, muchas gracias. Reconozco mi error.

—¿En serio? —dije—. ¿Dos cabezas?

—Y toda una señora —añadió él—. Una geisha, de hecho. Ha pasado casi toda su vida recluida, aprendiendo las complejas tradiciones de la sociedad de las geishas, mostrándose rara vez en público… lo que explica tu escepticismo, es natural. Puedo considerarme afortunado por haber logrado el acceso al sancta sanctórum gracias a una serie de amistades del trabajo y contactos oficiales. Ni que decir tiene que hube de fingir que aquella mujer era lo más normal del mundo; el mero hecho de alzar una ceja se habría considerado un insulto de proporciones históricas. Me limité a tomarme el té, como todos los demás, susurrando «domo», que es como se dan las gracias en japonés.

Nada de lo que hacía mi padre tenía parangón.

En casa, la magia de su ausencia dio paso a la normalidad de su presencia. Bebía un poco. Aunque no llegaba a enfadarse, sí estaba frustrado y perdido, como si se hubiera caído en un hoyo. Las primeras noches tenía los ojos tan radiantes que se podría haber jurado que refulgían en la oscuridad; mas, al cabo de pocos días, los ojos se le apagaron. Empezaba a sentirse fuera de su elemento, y sufría por ello.

De manera que no era un buen candidato a la muerte; lo que empeoraba aún más su estancia en casa. Al principio trató de consolarse llamando a larga distancia a personas repartidas por exóticos lugares del mundo entero, pero pronto estuvo tan enfermo que ni esa expansión podía permitirse. Se convirtió en un simple hombre, un hombre sin trabajo, sin historias que contar; un hombre, comprendí, al que no conocía.

—¿Sabes lo que me apetecería ahora mismo? —me dice hoy, con un aspecto relativamente bueno para ser un hombre a quien, según el doctor Bennett, quizá no vuelva a ver nunca más en vida—. Un vaso de agua. ¿Te importaría traérmelo?

—Eso está hecho —le digo.

Le traigo el vaso y da un par de sorbitos mientras yo se lo sujeto por abajo para que no se derrame. Sonrío a este hombre que no parece mi padre sino una versión suya, una versión más dentro de una serie, similar pero diferente, e indiscutiblemente defectuosa en muchos aspectos. Antes me costaba no desviar la mirada al ver los muchos cambios que se habían operado en él, pero ya me he acostumbrado. A pesar de que se le haya caído todo el pelo y tenga la piel cubierta de manchas y escaras, estoy acostumbrado.

—No sé si ya te lo habré contado —dice, tomando aliento—. El caso es que había un mendigo que me abordaba todas las mañanas cuando salía de la cafetería de al lado de la oficina. Y todos los días le daba un cuarto de dólar. Día tras día. Se convirtió en algo tan establecido que ya ni se molestaba en pedírmelo… Sencillamente, le deslizaba la moneda en la mano. Luego me puse enfermo y estuve un par de semanas de baja; y, cuando volví, ¿sabes con qué me saltó?

—¿Con qué, papá?

—«Me debe tres dólares y cincuenta centavos», eso me dijo.

—Tiene gracia —digo.

—No hay mejor medicina que la risa —dice él, aunque ninguno de los dos estamos riéndonos.

Ni siquiera sonreímos. Él me mira con creciente tristeza; son cosas que le ocurren a veces, este ir saltando de emoción en emoción como quien salta sobre las olas.

—Yo diría que es bastante apropiado —dice—, que me haya instalado en el cuarto de invitados.

—¿Por qué? —le pregunto, aún conociendo la respuesta.

No es la primera vez que lo comenta, pese a que fue él quien decidió trasladarse desde el dormitorio que compartía con mi madre. «No quiero que, cuando os haya dejado, mire hacia mi lado de la cama al acostarse noche tras noche y se estremezca, ya me entiendes». Para él, su reclusión en este cuarto es en cierto modo emblemática.

—Apropiado en la medida en que soy una especie de invitado —dice, echando una ojeada en torno a la habitación insólitamente formal. Mi madre, convencida de que éste es el estilo que conviene a las visitas, decoró la habitación de manera que se pareciese lo más posible a la de un hotel. Hay una pequeña butaca, una mesilla de noche y, colgando sobre la cómoda, una inocua copia al óleo de un Antiguo Maestro—. No he pasado mucho tiempo por aquí, la verdad. En casa. No tanto como nos hubiera gustado a todos. Fíjate en cómo estás, hecho todo un hombre y yo… me lo he perdido —traga saliva, lo que para él es un verdadero esfuerzo—. No has podido contar conmigo, ¿verdad, hijo?

—No —respondo, quizá con excesiva precipitación, aunque con el mayor cariño que puede encerrar esa palabra.

—Oye —dice tras un breve acceso de tos—. No vayas a cohibirte sólo porque esté… ya sabes.

—No te preocupes.

—La verdad y nada más que la verdad.

—Lo prometo.

—Pongo a Dios por testigo. A Fred. O a quien sea.

Da otro sorbo de agua. Más que por sed, se diría que por el deseo que le inspira ese elemento, por sentirla en la lengua, en los labios: le encanta el agua. Hubo un tiempo en que nadaba.

—Pero mi padre también solía pasar fuera mucho tiempo, ¿sabes? —dice con una leve crepitación en la voz—. Conozco la situación por experiencia. Mi padre era granjero. Eso te lo he contado, ¿verdad? Recuerdo que en cierta ocasión se marchó no sé a dónde a buscar una semilla especial para plantar en los campos. Se subió en marcha a un tren de mercancías. Dijo que estaría de vuelta por la noche. Las cosas se complicaron y no logró apearse del tren. Lo llevó hasta California. Estuvo fuera casi toda la primavera. La época de la siembra llegó y pasó. Pero cuando regresó, traía las semillas más maravillosas del mundo.

—Déjame que lo adivine —intervengo—. Las plantó y de ellas nació una parra enorme que creció hasta las nubes, y sobre las nubes había un castillo donde vivía un gigante.

—¿Cómo lo has sabido?

—Y, sin duda, una mujer de dos cabezas que le servía el té.

Al oír esto, mi padre se retuerce las cejas y sonríe, profundamente regocijado por un instante.

—Lo recuerdas —dice.

—Claro.

—Recordar las historias de un hombre lo vuelve inmortal, ¿lo sabías?

Hago un gesto negativo.

—Pues así es. Aunque ésa nunca llegaste a creértela, ¿me equivoco?

—¿No da igual?

Me mira.

—No —dice. Y luego—: Sí. Qué sé yo. Por lo menos, la recuerdas. Lo importante es, creo yo… que intenté pasar más tiempo en casa. Yo lo intenté. Pero siempre pasaba algo. Catástrofes naturales. La tierra se abrió en cierta ocasión, creo recordar, y el cielo se desplomó varias veces. Más de una vez, salvé la vida por milagro.

Su vieja mano escamosa se arrastra hasta tocarme la rodilla. Tiene los dedos blancos, las uñas quebradizas, sin brillo, como la plata vieja.

—Te diría que te he echado de menos —le dijo—, si supiera qué era lo que echaba de menos.

—Te voy a explicar dónde radicaba el problema —dice, levantando la mano de mi rodilla y haciéndome una seña para que me acerque. Y me acerco. Quiero oírle bien. Su próxima palabra puede ser la última.

—Quería ser un gran hombre —susurra.

—¿En serio? —pregunto, como si para mí fuera una sorpresa.

—En serio —ratifica. Las palabras le salen despacio, débiles, pero vigorosas y seguras en ideas y sentimientos—. ¿Te lo puedes creer? Pensaba que era mi destino. Un pez gordo en un gran estanque… eso es lo que quería ser. Lo que quise desde el primer día. Empecé desde abajo. Durante mucho tiempo trabajé para otros. Luego monté mi propio negocio. Me hice con unos moldes y fabricaba velas en el sótano. Ese negocio se fue al garete. Me puse a vender jacintos a las floristerías. Fracasé. Pero, al final, me metí en la importación / exportación y las cosas empezaron a salirme rodadas. Una vez hasta cené con un primer ministro, William. ¡Un primer ministro! Imagínatelo, un chaval de Ashland cenando en la misma sala que un… No me queda por pisar ni un solo continente. Ni uno. Son siete, ¿verdad? Estoy empezando a olvidarme de en cuáles he… qué más da. Ahora todo eso parece irrelevante, ¿sabes? Y es que ya ni sé en qué consiste ser un gran hombre… cuáles son los… requisitos. ¿Y tú, William?

—Y yo, ¿qué?

—¿Lo sabes? ¿Sabes que qué consiste ser un gran hombre?

Reflexiono largo rato sobre su pregunta, con la secreta esperanza de que se olvide de que la ha formulado. La mente le suele divagar, pero algo en su mirada me dice que ahora no se está olvidando de nada, está aferrándose a esa idea, y espera mi respuesta. No sé en qué consiste ser un gran hombre. Nunca me he parado a pensarlo. Pero en un momento así no se puede salir del paso con un simple «no lo sé». Un momento así exige ponerse a la altura de las circunstancias, de manera que me aligero cuanto puedo y aguardo a que la inspiración me eleve.

—Creo —digo al cabo, esperando que acudan a mi boca las palabras adecuadas—, que cuando se puede decir de un hombre que su hijo lo ama, entonces se le puede considerar un gran hombre.

Porque es el único poder que poseo, investir a mi padre con un manto de grandeza, algo que él buscaba en el ancho mundo, cuando, en realidad, por un giro imprevisto de los acontecimientos, ha resultado estar en casa desde el principio.

—Ah —dice—, esos parámetros —atascándose con la palabra, porque de pronto parece levemente mareado—. Nunca lo había pensado precisamente en esos términos. Pero ahora que estamos enfocándolo así, es decir, en este caso, en este caso específico, el mío…

—Sí —digo—. Yo te declaro a ti, mi padre, Edward Bloom, el mayo de los Grandes Hombres por siempre jamás. Pongo a Fred por testigo.

Y a falta de una espada, le toco suavemente el hombro con la mano.

Al oír estas palabras, parece quedarse en reposo. Cierra los ojos pesadamente y con una pavorosa determinación en la que reconozco el inicio de la despedida definitiva. Cuando las cortinas de la ventana se abren como por sí solas, creo por un instante que ésta debe ser la señal del tránsito de su espíritu de este mundo al que haya después. Pero no es más que el efecto del aire acondicionado.

—Con respecto a la mujer de dos cabezas —dice con los ojos cerrados, en un susurro, como si estuviera durmiéndose.

—Lo de la mujer de dos cabezas ya me lo sé —digo, zarandeándole suavemente por el hombro—. No quiero que me cuentes nada más de ella, papá.

—No pensaba contarte nada más de la mujer de dos cabezas, Señorito Sabelotodo —dice.

—Ah, ¿no?

—Te iba a hablar de su hermana.

—¿Tenía una hermana?

—Claro —dice, y ahora abre los ojos, recobrando su penúltimo aliento—. ¿Te iba yo a tomar el pelo sobre una cosa así?