UNA GRAN PROMESA

Dicen que nunca se le olvidaba tu cara, tu nombre, ni tu color preferido, y que, para cuando cumplió los doce, ya reconocía a todos los vecinos de su pueblo natal por el sonido que hacían sus zapatos cuando andaban.

Dicen que creció tanto y tan deprisa que durante una temporada, ¿meses?, ¿casi un año?, hubo de guardar cama, porque la calcificación de sus huesos no le seguía el ritmo a las ambiciones de su estatura, y, cuando trataba de levantarse, se venía abajo como una parra, todo él un revoltijo de brazos y piernas.

Edward Bloom empleó sabiamente aquel tiempo, leyendo. Leyó casi todos los libros que había en Ashland. Un millar de libros… diez mil a decir de algunos. Historia, Arte, Filosofía. Horacio Alger. Lo que cayera en sus manos. Los leyó todos. Hasta la guía de teléfonos.

Cuentan que llegó a saber más que nadie, más que el propio señor Pinkwater, el bibliotecario.

Ya entonces era un pez gordo.