A mi padre se le daban muy bien los animales, eso decían todos. Cuando era pequeño, los mapaches comían de su mano. Los pájaros se le posaban en el hombro mientras ayudaba a su padre en las faenas del campo. Una noche, un oso se echó a dormir al pie de su ventana, y ¿por qué? Mi padre hablaba el idioma de los animales. Tenía ese don.
También se encaprichaban con él vacas y caballos. Lo seguían por todas partes etcétera. Frotaban sus grandes morros castaños contra su hombro y resoplaban, como si quisieran decirle algo a él y sólo a él.
Cierta vez, una gallina se encaramó al regazo de mi padre y puso allí un huevo… pequeñito y marrón. No se había visto nunca nada igual, no señor.