EL DÍA QUE NACIÓ

Nació durante el más seco de los veranos en cuarenta años. El sol apelmazaba la fina arcilla colorada de Alabama hasta convertirla en terrones y no había agua en muchos kilómetros a la redonda. La comida también escaseaba. Ni el maíz, ni los tomates, ni siquiera las calabazas se dieron aquel verano, agostados bajo el brumoso cielo blanquecino. Daba la impresión de que todo moría: las gallinas primero y después los gatos, a continuación los cerdos y luego los perros. Iban a parar a la cazuela, eso sí, del primero al último, incluidos los huesos.

Un hombre se volvió loco, comió piedras y murió. Fueron necesarios diez hombres para llevarlo a la tumba, tanto pesaba, y otros diez para excavarla, tal era la sequedad.

Mirando al este la gente decía: ¿Os acordáis de aquel río caudaloso?

Mirando al oeste: ¿Os acordáis del estanque de Talbert?

El día en que nació amaneció como cualquier otro día. El sol salió, asomando sobre la casita de madera donde una mujer, con el vientre grande como una montaña, batía para el desayuno de su marido el último huevo que les quedaba. El marido estaba ya en los campos, removiendo la tierra con el arado alrededor de las retorcidas raíces negras de una misteriosa hortaliza. Relumbraba el sol, radiante, cegador. Al entrar a tomar el huevo, el marido se enjugó la frente con un deshilachado pañuelo azul. Luego escurrió el sudor sobre un viejo tazón de hojalata. Para tener algo que beber más tarde.

El día en que nació, el corazón de la mujer se detuvo, brevemente, y ella murió. Luego volvió a la vida. Se había visto a sí misma suspendida sobre sí misma. Vio también a su hijo… y decía que estaba incandescente. Cuando su ser volvió a ser uno, sintió calor donde él estaba.

—Queda poco —dijo—, ya no tardará.

Tenía razón.

El día en que nació, alguien avistó una nube por allá a lo lejos, una nube un tanto oscura. La gente se congregó a mirarla. Una, dos, y dos más, y de pronto se habían juntado cincuenta personas, por lo menos, todas con la vista alzada hacia el cielo, hacia aquella nubecita que se acercaba a su tierra seca y cuarteada. También el marido salió a mirar. Y ahí estaba, la nube. La primera nube de verdad en muchas semanas.

La única persona del pueblo que no miraba la nube era la mujer. Se había desplomado en el suelo, con la respiración entrecortada por el dolor. Tan entrecortada que no podía gritar. Creyó gritar, tenía la boca abierta en un alarido, pero de ella no salía nada. De la boca. Por otras zonas de su cuerpo sí había movimiento. Era él quien se movía. Estaba llegando. ¿Dónde se habría metido su marido?

Había salido, a mirar la nube.

No era una nube cualquiera, no. Pequeña no era, desde luego, una nube respetable, cerniéndose grande y gris sobre todas aquellas hectáreas resecas. El marido se descubrió la cabeza, entornó los párpados y descendió del porche para tener mejor vista.

La nube traía consigo una leve brisa, además. Daba gusto. La leve brisa acariciándoles suavemente la cara daba gusto. Y entonces el marido oyó un trueno, ¡bum!, o eso le pareció. Pero lo que había oído eran las patadas que su mujer estaba pegando a una mesa. Aunque había sonado como un trueno. Sí señor, así había sonado.

Se adentró un paso más en los campos.

—¡Marido! —gritó la mujer a pleno pulmón.

Pero era demasiado tarde. El marido se había alejado demasiado y no la oía. No oía nada.

El día en que nació, todos los vecinos del pueblo se reunieron en los campos, junto a su casa, para contemplar la nube. Pequeña al principio, luego meramente respetable, la nube no tardó en hacerse enorme, tan grande por lo menos como una ballena; blancos rayos de luz se revolvían en su interior, hasta que estalló de pronto, chamuscando las copas de los pinos e inquietando a algunos de los hombres más altos que por allí había; sin dejar de mirar, se agacharon, a la espera.

El día en que nació las cosas cambiaron.

El Marido se convirtió en Padre, la Mujer se convirtió en Madre.

El día en que nació Edward Bloom, llovió.