Durante una de nuestras últimas excursiones en coche, hacia el final de la vida de mi padre como hombre, nos detuvimos junto a un río y dimos un paseo hasta sus orillas, sentándonos allí a la sombra de un viejo roble.

Al cabo de un par de minutos mi padre se quitó los zapatos y los calcetines, metió los pies en el caudal de aguas claras y se quedó mirándoselos. Luego cerró los ojos y sonrió. Llevaba algún tiempo sin verle sonreír así.

De repente, respiró hondo y dijo:

—Esto me recuerda…

Y se detuvo a pensar un rato más. En aquel entonces las ideas se le ocurrían despacio, si es que llegaban a ocurrírsele, y supuse que estaría tratando de recordar algún chiste que quería contarme, porque siempre tenía algún chiste que contar. O tal vez me contaría una historia que celebrase su vida aventurera y heroica. Y me pregunté: ¿Qué le recuerda esto? ¿Le recuerda el pato que se metió en la ferretería? ¿El caballo del bar? ¿El niño que le llegaba a la altura de la rodilla a un saltamontes? ¿Le recuerda el huevo de dinosaurio que encontró cierto día y después perdió, o el país que en su época gobernaba durante casi toda la semana?

—Esto me recuerda —dijo— cuando era niño.

Miré a aquel anciano, aquel anciano con los viejos pies sumergidos en la corriente de aguas claras, en esos momentos que se contaban entre los últimos de su vida, y de pronto lo vi, sencillamente, como si fuera un muchacho, un niño, un joven, con toda la vida por delante, tal como la tenía yo. Nunca lo había visto así. Y todas esas imágenes… el hoy y el ayer de mi padre… convergieron, y en ese instante se convirtió en una criatura extraña, fantástica, joven y vieja a la vez, moribunda y recién nacida.

Mi padre se convirtió en un mito.