[1] Brevemente, y así, en una llamada, porque no quiero cortar el hilo, pero con fuerza, porque esto toca de lleno algo que me indigna, quiero rogaros aquí que toméis nota de los esfuerzos que estoy haciendo por no emplear la palabra «sexo». Le tengo demasiada prevención literaria a esta palabra y a la nebulosa de sus palabras derivadas y al manto obsesivo con que todo ello ha venido a encapotar nuestra época. De lo mucho que habría que señalar aquí me limitaré a subrayar que el descubrimiento científico del sexo, tan reciente y tan maravilloso, ha abierto las puertas, como tantos descubrimientos e inventos maravillosos, a una riada de cosas detestables. La legitimación que brinda a la pedantería, a la ignorancia, al hambre sexual y a la aberración sexual ha venido a mixtificarnos hasta un punto en que el público—de la literatura, del cine, del teatro, de la pintura— identifica el sexo y lo «sexy» con lo estéticamente interesante y con lo intelectualmente profundo y valiente. Porque sí.
Nada de pacatería. Ya habéis visto cómo empezaba a encadenarme la atracción de China; ya veréis cómo siguió. No es eso, pues, y en cuanto me haga verdadera falta la palabra «sexo» la utilizaré. Es sólo que el concepto de pecado, con su hondura bíblica y su simplicidad primitiva, cala más y abarca más —literariamente sobre todo— que el de problema sexual. Siento como si hubiese sacado de un arcón de mi abuela un encaje antiguo, el cual me satisface más que los últimos portentos de plástico termorresistente, casi ultratelúricamente resistente, que hoy nos son ofrecidos a cada paso. <<
[2] Quiero dejarte, amigo lector, con tu punto de vista. Admito, saliéndome de mí, que puedo estar equivocado. Lo digo sin reservas. Admito que me interesaría por mí mismo salvar aquel primer amor, necesariamente inolvidable; es demasiado frecuente el empobrecimiento que a la vida de un hombre da el recuerdo de un primer amor deleznable. Admito también que mi cariño y mi admiración por la abuela han podido llevarme a imputarle un error —uno, cuando menos— no por el legítimo deseo de derrotarla una vez —una vez, cuando menos—, sino por lo contrario: por el deseo de hacerla más auténtica aún con un error, con ese fallo fugaz que humaniza la actuación de una soberbia actriz.
No voy a repetirte que el lector puede hasta reñir con el autor. El personaje de China es ya tan tuyo como mío. ¿Será que me falta hondura para calar hasta donde calaba la abuela? ¿Leería ésta —teniendo en cuenta, además, que ella había visto a su hija tan joven como yo veía a China—, leería en el disgusto de mi prima frente a su madre la repugnancia irracional por el reflejo propio en el espejo ajeno? Tuyo es el tema. Déjame, sin embargo, que te diga una cosa; podría interpretar en un sentido positivo lo de la risa de China y lo de su insensibilidad —que no fue jamás, como sabes, insensibilidad para el amor—, pero te dejo eso para que lo debatas tú. Lo que quiero es hablarte una vez más de la belleza de China. Esencial. He ahí un tijeretazo que corta por la mitad el parentesco entre las dos mujeres. La belleza tiene una firme raíz espiritual; no conozco frase ingeniosa más equivocada que la de que la belleza tiene la profundidad de la piel. Tiene la profundidad de la inteligencia. El ser hermoso determina en su vida actitudes que lo moldean de un modo que le está vedado al ser anodino. La distinción es más radical y amarga que la que media entre el ser inteligente y el tonto.
¡Si pudiera contarte de la belleza maravillosa de China cuando tuvo su primer hijo! Se le serenaron las facciones, apaciguadas por una sabiduría superior. Se me han grabado el buen humor y la limpidez de su mirada. Hacían sonreír bobamente. Y su voz, misteriosamente llena de murmullos y de quejumbre. Era imperativo no mirarla para dejar de sentir su atracción. No, su madre no pudo nunca, por incapacidad constitutiva, vivir a aquella profundidad.
Me gustaría pactar con la abuela, concluir que a China no le fue posible ser su madre, a pesar de ser su madre. Pero no puedo. <<
[3] Frío. Si se me pidiera que ciñese a una palabra el tono en que se desenvolvieron aquellos meses trascendentales de mi vida: frío. Antes que la época, antes y más íntimamente metida en la trama de aquellos meses que el propio medio de Alcidia, lo que guardo es mi percepción insistente del frío. Queremos recordar una canción, olvidada en sí misma, pero de la que nos queda la caricia inquietante de su inspiración. Queremos a veces recordar un suceso, desvanecido como argumento articulado, pero que nos dejó un poso inequívoco (y, sin embargo, no referido a nada tangible). Si yo perdiese el hilo de mi vida en aquellos meses, aún me quedaría este frío —sano, crujiente— que penetró todas las cosas y les dio su última, única armonía posible. <<