1

Comencé una carta para Ernesto Padrón. Jadeé empujando la pesada fórmula salutatoria (pesada como un portón girando sobre sus goznes). Algo así:

«Querido amigo Ernesto:

»Mucho celebraré que al recibo de ésta te encuentres bien de salud en compañía de tus padres, a quienes deseo lo mismo. Yo estoy muy bien en compañía de los míos.»

Perfectamente. La entrada había sido franqueada. No veía bien, sin embargo, el interior del recinto, no acertaba a encaminarme entre sus sombras. ¿Punto y aparte? Lo primero era comunicar el fallecimiento de la abuela (q. e. p. d.).

«Sabrás que el día 9 de los ctes. falleció mi abuela (q. e. p. d.).»

El entierro, la gente que vino al entierro. Mi tristeza; Ernesto era bueno, me comprendería.

«Estoy triste…»

El destino incierto que nos aguardaba a todos, haciendo vacilar hasta los cimientos del caserón. Aunque esto era muy delicado. Demasiado íntimo, toda la familia metida. No, mejor no tocar el tema aún; posponerlo en un rodeo, tal como me parecía que se hacía en las novelas. ¿Un poco, de momento, sobre la vida en Alcidia?

«Por Alcidia todo igual, y en clase todo igual, aunque yo no he vuelto aún al colegio. Los primeros días de luto, ya comprendes.»

¿Qué más? «¿Aún hace frío?» Punto y aparte.

«Aún hace frío…»

Releí lo escrito. En menos de una página había dicho gran parte de lo que quería decir. Y a la vez que casi vacío de noticias me sentía tan lleno de contenido como si no hubiese dicho nada. Era asombroso. De pronto se me ocurrió que no era a Ernesto a quien yo necesitaba hablar. Por deliberadamente que me hubiese puesto a escribirle, su recuerdo no podía ser más accidental; me estaba deteniendo como un buen amigo inoportuno viniéndose a mí en la calle, en momentos en que me dirigía a algo apremiante y ajeno a él. Vi con claridad que mientras no se me fuese de la cabeza que estaba escribiéndole a Ernesto no me saldría lo que necesitaba decir.

Arrugué la carta. La rompí. ¿Qué hacer?

Porque sí, era de la abuela de quien yo quería hablar y de la suerte que pudiese aguardarnos a todos; pero con decirlo objetivamente en una carta —nada más sencillo— no hacía más que alejar un misterio sin desentrañarlo. Y había que desentrañarlo; sentía que me iba en ello algo tan importante como la vida.

Estuve probablemente enfermo aquellos días. Con vértigo ante el cauce tembloroso de los días fluyentes. Me agobiaba aquel ocio, me agobiaba y me excitaba. Estaba tan cansado que no podía descansar. Ni siquiera disponía de las horas que habrían podido perderme en el mecanismo del colegio. ¿Colegio? ¿Qué habría dicho Alcidia? ¿Qué luto podría comenzar sin una reclusión de ocho o diez días?

Todas las excusas imaginables me llevaban en escapadas a la calle; acompañando a Catalina a algún recado, ofreciéndome para ir a comprar cosas.

—¡Pero que no te vea nadie, Gabrielito!

Llegaban a impartirme cierta aprensión de fugitivo, me hacían evitar calles concurridas y disimularme en portales a la vista de conocidos. ¡Con qué delicia aspiraba aquel aire robado al aire libre! ¡Con qué dura nitidez definía las cosas, las dos palabras cazadas a un diálogo, el sol súbito, a la vuelta de una esquina! Pero en seguida, vuelta al tiempo estancado como agua estancada. «Nada, que venga lo que quiera; allá él con su conciencia.» El «clic» de los ladrillos sueltos bajo mis pasos enjaulados. Un dedo rozando a lo largo toda la pared del pasillo, tropezando en cada picaporte. Mucha sopa, mucho mimo de convalecencia colectiva. Y el testamento y «¡Pero tú desprecias el testamento!» y «¿Dónde has dejado el testamento?»; esto era muy importante. Tic-tac, tic-tac, tic-tac.

¿Qué hacer?

2

Comencé por anotar la fecha: «19 marzo 1921». Igual que si me dispusiera a escribir otra carta, aunque sin saber exactamente a quién dirigirla. A las tres o cuatro líneas descubrí que era a mí mismo a quien escribía: estaba comenzando un diario.

Sentí descender sobre mí el descanso. Después, día tras día desperté una y otra vez con la jubilosa embriaguez del que sabe que la onda del sueño está con él por fin y que con sólo darse media vuelta en la cama seguirá durmiendo, hundiéndose sin fin en sí mismo.

Conservo este diario en mi desordenado museo sentimental; pronto veréis qué me ha permitido conservarlo. Me he preguntado seriamente si tengo derecho a publicarlo, esto es, si es mío hoy. No es mío ya, pero creo —con cierta inseguridad y ahogando el recelo de sí no será todo una argucia de viejo— que dándolo a la luz llevo el impulso de mi Gabrielito al fin oscuramente apetecido por él (en todo caso, tranquilízate, muchacho: ha pasado no mucho menos de medio siglo).

Hay en este diario un pensamiento que releo siempre con la misma emoción. Ya llegaremos a él. Y hay a lo largo de todo el diario una sorpresa constante y mayúscula para mí: la de comprobar cómo lo que escribí a mis 13 años, tantas veces releído, ha influido e influye literariamente en mí.

Sólo añado o quito dos o tres comas y dos o tres acentos (imposible vencer totalmente este prurito de corregir). No toco la ortografía, pero sólo porque me satisface. Hay dos cosas que yo arrastro desde mi niñez: mi buena ortografía y mis manías. También sigo haciendo la misma g y la misma p.

«19 de marzo de 1921 —Cuando anoche se fue la luz y trajeron velas de la cocina y las cabezas y los hombros de todos se veían en las paredes como monstruos, me pareció que nuestras personalidades verdaderas salían al mundo. Soplaba en la noche un viento triste que gemía arrastrándose bajo las puertas del caserón cual espíritu perseguido… Un perro aullaba en lontananza… En el cuadro fantasmagórico de las paredes nuestras cabezas chocaban y se acometían con terribles embates, los pensamientos luchaban a muerte mientras las cobardes palabras no osaban tocarse… ¡Si la abuela abriese los ojos! Aún estamos yendo a sus misas, pero ella no reconocería el mundo.

»¿Por qué ha de querer el canalla del tío Nicolás irse del caserón? Esto me extraña, tendría que alegrarme que se fuera, pero como papá y mamá se oponen yo también me opongo. No comprendo tampoco por qué se oponen y le dicen que no sería decente, aunque lo que dice papá es que no sería ético.

»Cuando volvió la luz todos nos asustamos. Se fueron de las paredes los monstruos de nuestras personalidades cual espectros ahuyentados por un sortilegio… Interesante ver cómo la luz eléctrica iluminaba las llamas de las velas que ya no iluminaban nada. Dolían los ojos y todos se habían puesto una careta amarilla.

»Hoy es san José y es fiesta. Catalina dice que Alcidia está muy animada y que la plaza estaba muy iluminada anoche y que también estará iluminada esta noche. ¡Quién pudiese verla…!

»La tía Matilde parece que tiene mucho miedo. ¿De qué?»

«20 de marzo. —Catalina tiene novio. Es algo muy chocante, parece su hermano gemelo de tanto como se parecen y tendrán hijos muy guapos.

»Mamá me ha explicado algo del testamento y ya voy entendiendo algo. La abuela dejó dicho en su testamento que todos sus bienes se repartirían por partes iguales entre mamá y la tía pero sin repartirlos, es decir, que las dos tengan el mismo derecho a La Rocha y al caserón y a todas las tierras y las casas de campo pero sin vender nada y teniendo las dos el mismo derecho todos los años a las rentas. Mamá me ha explicado que esto no lo dejó dicho la abuela como una orden sino como una súplica. Pero si lo que quería era que los bienes no se partieran, ¿por qué no lo ordenó? ¿Sería que la Ley no se lo permitiría? Pero la abuela no pensaría en la Ley…

»El novio de Catalina se llama Blaso, yo lo conozco. Trabaja en el molino y siempre lleva polvo blanco en las pestañas y en el pelo y en las manos. Catalina le pidió ayer permiso a mamá para que Blaso la acompañe a casa y venga a recogerla y la tía dijo en seguida que sí como si se lo hubiese pedido a ella. Le tengo mucho asco a mi tía no lo puedo remediar. Catalina se asustó porque no creía que la tía le había oído o sería que le dio vergüenza, cosa que mamá no hubiese podido comprender pero yo sí. Qué raro fue aquello, no me quiero acordar de aquel día. Luego mamá dijo también que sí y hoy ha venido Blaso aunque no ha pasado del portal, no se ha atrevido a subir.

¡Pero si son iguales! Es casi tan rubio como ella y tiene la misma nariz y los mismos ojos y es muy forzudo.

»Eso de la súplica de la abuela en el testamento es como todas las cosas de ella, que sin entenderlas eran buenas y tenían mucha profundidad.»

«21 de marzo —Papá ya hace días que sale a trabajar y a sus asuntos, pero el tío no ha vuelto aún por el Ayuntamiento. Hoy le han mandado un recado con un ordenanza para ver cuándo piensa ir y él se ha enfadado mucho y ha dicho que ya irá cuando le parezca. El ordenanza se fue muy avergonzado cuando él no había hecho más que cumplir con su deber y obedecer órdenes…

»A la misa de hoy vino el Excmo. Sr. D. José Mª de Beceiro. Me dio mucho orgullo que viniese porque es un prócer y porque la abuela se merecía más aún. Como en el retrato del salón está tan joven me pareció mentira verlo tan viejecito aunque es natural. Así sería el abuelo si viviera que también sería prócer. La tía llora mucho y ahora llora de veras. Ya sé de qué tiene miedo, de irse con el tío a Valencia después de vender su parte del caserón y todo lo demás. ¿Por qué lo ha de vender si es suyo y no del tío? Pero por algo rogaría en el testamento la abuela al tío Nicolás que siga viviendo en el caserón… Mamá me ha enseñado la parte del testamento donde la abuela rogó al tío llamándole hijo que se quedase en Alcidia y en esta casa porque él necesita la armonía familiar y cristiana (no me acuerdo bien, algo parecido). Y después rogó una cosa muy curiosa a los demás, que si el tío se va que le dejen volver y vivir en el caserón. No lo comprendía primero porque la abuela era muy misteriosa, pero ya veo lo que quiso decir, que no estaba segura de si el tío se iría o no pero que si se iba volvería con el rabo entre piernas… ¡Qué sentimientos más profundos tenía la abuela! Pero no sé por qué me parece que habría sido también una buena matemática. Bueno, ¿por qué tanto ruego y no más órdenes? Ese canalla sin corazón ese Luzbel merece un castigo ejemplar… ¿Se atreverá a rebelarse contra la voluntad de los muertos? Y si deciden vender su parte del caserón y papá no se la quiere comprar o no se la puede comprar, ¿qué pasará? Papá me tranquiliza porque dice que no hay ley que le obligue a moverse de aquí pero que el tío debería quedarse aquí por su bien.

»El Excmo. Sr. D. José Mª de Beceiro vino en su Hispano-Suiza con el chófer y un señor. Papá dice que hoy por hoy no hay mejor auto en el mundo y le pregunté si costará un millón de pesetas y me dijo que si estoy loco, que ni el Rey se gastaría eso en un automóvil y que de todos modos no hay automóvil que valga eso. Lo tengo que averiguar no estoy satisfecho. Yo no he visto en mi vida cosa tan preciosa, parece de plata y de oro y de seda negra y todo el mundo se paraba en la plaza a verlo y el chófer y el otro señor daban vueltas alrededor para que nadie lo tocase. Los faros parecían diamantes gigantescos rutilantes como un tesoro oriental.

China también llora.»

«22 de marzo —La tensión aumenta por momentos. El tío ha estrenado un traje azul marino, hasta la corbata negra se ha quitado. Ni papá ni mamá le han dicho nada de tan asombrados pero en su habitación ha tenido un escándalo apocalíptico con la tía Matilde y he oído bofetadas, estoy seguro de que eran bofetadas. Me ha dado vergüenza… Después el tío ha salido y se ha ido a Valencia, así se lo ha dicho la tía luego a mamá llorando.

»China tiene mucho miedo. ¿Qué podría hacer yo? No me atrevo a nada no quiero pensar en esto porque es una cosa muy rara lo que le pasa a China, por más triste que esté siempre tiene ganas de besarse. Paco la consuela mucho, me es simpático desde aquel día que descubrí lo que estaban haciendo en el salón, quiero decir que después he notado que ha cambiado. Después le daba vergüenza encontrarse conmigo pero viendo que yo no decía nada me estuvo muy agradecido, no me lo dijo pero yo se lo noté. Después viendo que yo tampoco estaba celoso descansó y me habla con mucha amistad y franqueza y yo noto que me estima aunque nunca me diga nada importante y nunca olvidaré el consuelo que me dio el día del entierro. Lo que nunca puedo comprender es cómo puede ser hijo del Levita pero Paco es un buen hijo y me emocionó el día del entierro ver cómo cuidaba de su padre [no recuerdo esto en absoluto], y cómo las lágrimas de don Vicente se le contagiaban a él porque él lloraba por su padre… ¡Es que la fuerza de la sangre…!

»Con quien tengo ganas de hablar es con Lobo. Nos vemos poco estos días y será por mi culpa, entre que salgo poco a la calle y que cuando nos vemos en casa siempre hay alguien delante no podemos hablarnos casi, pero lo acaricio y él sabe que lo quiero y que daría mi vida por él… ¡¡¡Y él por mí!!! A veces pienso que por ser perro se tendrá que morir antes que yo, que soy un ser humano, y no sé lo que me entra. Dios mío dame mucha fuerza ese día… [Ésta es la frase de mi diario que leo y releo siempre con igual emoción: yo no pedía a Dios nada antinatural —que Lobo tuviese una vida más dilatada que el hombre—, ni nada moralmente indeseable —que se llevase mi vida antes que la de él—; tímidamente pedía sólo lo posible.] Tengo que animarlo está muy decaído y el otro día me dijo en el pasillo ¿Qué pasará, Gabriel? Ha oído los disgustos por lo del caserón y lo ve todo muy negro. Pero pase lo que pase ¿no comprendes bobo que siempre estarás conmigo?

»Me llevé un gran susto al llegar a este punto esta mañana. Ahora sigo escribiendo, entonces tuve que parar. Mamá me preguntó qué estaba escribiendo y no pude contestarle y ella dijo no, me lo has de decir. Pero las cosas de este diario importantísimo no puede leerlas nadie son como una confesión y las confesiones son secretas… Además me moriría de vergüenza si se enterasen de cosas que digo y haría mucho daño además de que otras cosas no las entenderían y me harían daño a mí mismo. Por ejemplo mis conversaciones con Lobo que les parecerían monstruosas… Al mismo tiempo me parece que ya no podría dejar de escribir este diario…»

«23 de marzo —Ayer no pude terminar, con lo importante que era lo que tenía que decir pero se hizo demasiado tarde. Ya no podría dejar de escribir este diario y me volvería loco si se riesen de mí porque aunque entonces me permitiesen seguir escribiéndolo ya no podría. Después se me ocurrió una idea atrevida y maravillosa. Le dije a mamá que estaba escribiendo un diario y ella dijo que muy bien y yo le dije que era necesario que no lo leyese nadie pero nadie de todo el mundo, y ella me dio su palabra de que no lo leerá. Entonces fue cuando se me ocurrió la idea maravillosa. Le pregunté si ella querría guardarme todos los días el diario pero sin leerlo jamás ni dejarle a papá ni a nadie y le pareció muy bien y dijo que así lo haríamos. [Que es lo que me ha permitido conservarlo. Me lo entregó muchos años después sin haberlo leído. ¿Que cómo lo sé? No lo sé, con una sonrisa y sin ánimo de convencer a nadie.] Me dio un vuelco el corazón cuando hablaba con mamá porque me pareció de repente que estaba hablando con la abuela, no por lo que yo decía sino por lo que mamá decía y por lo seria que estaba y la risa que tenía al mismo tiempo. Ahora me siento muy satisfecho porque no tengo ningún cajón con llave y siempre me daba miedo que alguien lo leyese.

»Me da rabia lo poco que he escrito hoy pero tengo que cortar porque es tarde y mañana vuelvo al colegio.»

«25 de marzo —No pude escribir ayer con lo importante que es escribir todos los días, porque si no esto no es un diario… Pero tuve que ir al colegio y no sé cómo se me pasó. Razón tenía papá, las vacaciones de Semana Santa empiezan dentro de unos días y casi me podría haber esperado aunque luego me alegré de ir. ¡Qué placer salir a la calle y ver cosas! La señorita Elisa es muy guapa. Tengo que explicar que ya no tenemos a don Jerónimo en matemáticas, ahora han traído a esta profesora nueva que se llama como mi madre. Está explicando cómo se reducen complejos a incomplejos. Es una cosa rara, no lo entiendo pero me parece fácil e interesante. No lo entiendo porque no me acuerdo bien lo que son complejos ni incomplejos, que lo dimos ya el año pasado y que han repasado cuando yo no venía a clase. La señorita Elisa me ha dicho que tengo que estudiar estas vacaciones porque he perdido varias clases y que en matemáticas no se puede perder ningún escalón. Y tiene razón. Es tan guapa que me parece que le entiendo lo que dice aunque no lo entienda y una vez que yo estaba con la boca abierta escuchándole se me quedó mirando y me dijo ¿pero tú entiendes lo que estamos haciendo? Me puse muy encarnado y entonces fue cuando me dijo que he de estudiar estas vacaciones.

»Ahora están reunidos en el salón y los oigo gritar. Estoy asqueado de tantas reuniones. Que le dejen marcharse al tío, que se vaya a la porra… Perdona abuela… Ha venido don Vicente. También vino ayer. El tío sigue sin ir a trabajar, parece cosa decidida que le obliga a la tía a venderlo todo y a irse a Valencia. China se ha encerrado en su cuarto y no hace más que llorar… El espíritu satánico del tío lo domina todo y conjura la desgracia para todos cual hado maléfico…

»De tanto pensar se me secan los sesos como a Don Quijote… Resulta que es papá quien ha hecho venir a don Vicente, hace días que lo planeaba con mamá y quiere precisamente lo que nunca ha querido, que China y Paco se casen y quiere hacer ver al tío que así se juntarían las dos fortunas aunque la de don Vicente no sea tan grande (esto me da satisfacción no sé por qué) que es lo que el tío quería. Ahora todos quieren lo contrario de lo que querían y mamá que tiene más motivos que nadie para odiar a ese Luzbel también quiere que se quede, aunque esto es por la familia y por la memoria de la abuela que en estos momentos se cierne gemebunda sobre el viejo caserón… El tío está dando puñetazos sobre la vitrina y la va a romper y don Vicente dice calma señores calma.»

«26 de marzo —No se les ocurre el arma más eficaz para convencer al tío, que se lo pida China. ¿Me atreveré a decírselo a ella? No quiero porque podría entenderme mal. Y bien pensado seguramente China ya se lo ha pedido y además él no necesita que se lo digan para comprender que está perjudicando a su propia hija… Es un canalla impertérrito como una roca a despecho del daño que está haciendo a su propia sangre… Se ha despedido del Ayuntamiento, ya no vuelve a trabajar.

»Papá dice que hay que arreglar la habitación de la abuela y poner allí una salita. Está cerrada con llave y me da no sé qué pasar por allí, es trágico. Papá tiene toda la razón es preciso transformar esa habitación o no se nos irá nunca esta murria. Estoy seguro de que la abuela le daría la razón y que se enfadaría mucho si supiese que nadie se hace el ánimo de entrar allí y que la cama sigue desarmada contra la pared. Tengo ganas de escribir sobre esto pero hay otras cosas que también he de poner aquí. Es difícil lo que me pasa. Al mismo tiempo que quiero conservar secreto mi diario quisiera que alguien lo leyese. A veces cuando me figuro que estoy escribiendo para que otros lo lean me esmero y me sale mejor. ¿O no? Es un problema peliagudo, otras veces me olvido hasta de que estoy escribiendo y luego me asombro de lo que he escrito.

»Cosas que tengo que contar: primera, he visto salir del salón a China y Paco. Segunda, ya está decidido que los tíos y China se van a vivir a Valencia. Tengo una angustia espantosa, iba a hacer una lista larga de las cosas que he de escribir pero no puedo. No me importa China aunque ha sido la ninfa divina de mi juventud… y al tío y la tía les tengo asco pero será como el final de una vida que ya no puede volver cuando se vayan… Será como si volviese a ver el portalón a medio cerrar del caserón cuando volvíamos del entierro… Veo ya, quiero decir que me lo figuro los vagones de mudanza con los percherones a la puerta del caserón y bajando muebles y colchones con una polea por el balcón… Después los percherones caminarán hacia la estación y China y los tíos andarán detrás y aunque les sobrará dinero, viéndolos detrás del carromato andando y los colchones asomando por detrás del carromato me parecerán gitanos… Aunque aún hay un rayito de esperanza el tío está empeñado pero la tía se resiste y llora. Estoy ya decidido a pedirle a China que le hable a su padre. Esto es el colmo, otra vez en el salón con Paco. Dios es testigo que no quiero ofenderla pero me choca. Ella salía del salón despeinada y abrochándose la blusa y él mirando a todas partes.»

«27 de marzo —Anoche tuve un sueño formidable cuando me acosté pensando en la lista de cosas que tengo que contar.

Más que un sueño fue una alucinación aunque no sé qué es alucinación pero debe estar bien, yo he adivinado lo que querían decir muchas palabras. Me puse a pensar en esas cosas y sin que me quitaran las ganas de dormir no me dejaban dormir. Estaba lo de China y Paco saliendo del salón, la barbaridad que le dijo ayer Catalina al tío Nicolás, lo que le tengo que decir a China de que convenza a su padre, la emoción que me da cuando me habla la señorita Elisa y lo de la habitación de la abuela que van a arreglar. También de las vacaciones que empiezan mañana. Decía primera, segunda, etc., y me acordaba muy bien de todas las cosas. Entonces se me ocurrió que sería muy bonito contarlas no una detrás de otra sino mezclándolas dejando a medio contar la tercera por ejemplo y saltar a la primera y luego un poco de la cuarta y volver a la primera o a la quinta y así siempre, pero con mucho cuidado y mucho tiento para que no se perdiera el sentido de ninguna y que al final fuesen como una misma cosa, como si pintase un cuadro. Entonces tuve esa alucinación porque no estaba dormido pero veía al regador como no es posible verlo sin que sea de verdad. Le daba el sol y estaba metido en una acequia con agua hasta la rodilla… Estaba sin afeitar y quemado por el sol y llevaba sombrero de paja y un calzoncillo azul largo de labrador que se le pegaba a las piernas porque estaba empapado. La camisa también se le pegaba a la espalda empapada en sudor. El regador levantaba una trampilla para dejar salir un poco de agua para un campo y luego otra para otro y metía los brazos en el agua, que hacía un sonido muy agradable como de palabras a media voz. El labrador caminaba unos pasos y seguía metiendo los brazos en el agua y levantando y bajando trampillas. Había muchas una para cada campo porque allí se juntaban dos o tres acequias. Era una tontería pero me gustaba con locura verlo y ver al regador metiendo las manos y los brazos en el agua y cómo el agua le obedecía tan suave qué gusto. Era tan sencillo que yo estaba encantado y me dio la impresión de que el ruido de mi corazón o sería que mi atención tenía alguna fuerza misteriosa, el caso es que el regador me miró sorprendido, yo me asusté y él también y de repente desapareció. Ni agua ni yerba en las orillas ni un silo que también había visto a lo lejos, nada. Me desperté pero no es eso porque no había llegado a dormirme, no sé cómo decirlo… Por más esfuerzos que hice por volver a ver al regador hasta haciéndome el dormido no pude. No me interesaba ninguna de las cosas de la lista, sólo el regador.

»Es lo mismo que me pasa ahora, no podría contar ninguna otra cosa aún no se me ha ido de la cabeza. Y mira que están pasando cosas… Qué tontería, estaré majareta, ¿qué importancia puede tener lo del regador? No tiene ningún sentido y al mismo tiempo me inquieta lo cual no tiene tampoco ningún sentido… Sé que cuando me desperté y el regador se fue se me ocurrió algo muy importante terriblemente importante que no puedo recordar.»

«28 de marzo —Cuando empezaron a dar martillazos en la habitación de la abuela para desarmar la cabecera de la cama y el somier y a arrastrar el armario me pareció que el mundo y el cielo se me caían encima… Ay abuelita, ay abuelita… ¿Cómo te diría lo que me pasa? Me dio tantísima lástima ver que era preciso hacer aquello. No es eso, es que me dio la impresión de que sobrabas en el mundo… ¿Cómo te lo diría? Tú no podías decir no hagáis esto haced aquello poned esto aquí. No era que te ofendiesen, porque todos te querían y estaban respetuosos pero claro qué iban a hacer… Poco a poco tu habitación no parecía tu habitación… Ay abuelita no poder verte ni verte con tu jorobita. Mamá tiene en una caja tus gafas, tu sortija, tu libro de horas, tu rosario, tu pluma y todas, todas tus cosas. Pero ahí tienes ya no son tuyas ni tú puedes querer que sean tuyas. Sobras en el mundo, ésa es la palabra. ¿Dónde estás abuelita, me puedes ver?

»Te voy a decir una cosa. Quisiera ser un poeta, quisiera ser Lope de Vega para escribir una poesía en tu honor muy larga y muy sentida y que de aquí a cientos de años los hombres te conociesen y supiesen lo maravillosa que tú has sido y que nunca sobrases en el mundo… Pero es tan difícil. La verdad es que todo este diario es en tu honor aunque no valga nada y aunque esté lleno de cosas que no te tocan. Lo comprendo así y tiene que ser así. Tómalo abuelita tú eres tan buena… Como si fuera una limosna que no necesitas y nada más que por darme la alegría de que yo te la dé. Y te prometo una cosa que mañana comienzo esa poesía. Si sale mal tú me perdonarás pero voy a probar, me da fuerza pensar en ti. Hoy no podría estoy demasiado triste. ¿Te acuerdas de cuando te soplé para asustarte que ya estabas tan grave? Ay abuelita que ya no puedo más.

»Pero mañana empezaré esa poesía dentro de este diario aunque tardaré varios días en terminarla. Ya se me han ocurrido algunas ideas y estoy impaciente, ya no estoy triste. En un momento muy importante estarás debajo del algarrobo borde. Estoy impaciente. Rodeada de estrellas, y de tu pelo blanco saldrá mucha luz de plata… Siempre me ha gustado eso de la voz del árbol que por fin no habla. Mañana sin falta.»

No, no intentaría jamás escribir esa poesía ni seguiría este diario: aquí se interrumpió para siempre. Pues iba a ocurrirme algo terrible y hermoso, tan terrible y tan hermoso como si asistiese a mi propio nacimiento. Dejadme, no obstante, que intercale algo. Va a ser la última oportunidad.

3

—Por última vez te lo pido, Nicolás: quédate en Alcidia, no lo arrojes todo por la borda.

—Por última vez, Gabriel: no me da la gana. Me revienta todo esto. No me hagas hablar, no me gusta hablar. ¿Qué más os da que nos quedemos o no?

—Si no es eso, Nicolás; desde un punto de vista material nos es indiferente.

—Ya. Consideraciones morales.

—¡Claro que sí! Si la abuela no hubiese dejado dicho nada, incluso si nos hubiese prohibido dividir sus bienes, yo comprendería tu rebeldía. Lo que ella quiso fue justamente hacer imposible esa rebeldía. De aquí que…

—No me lo recuerdes: de aquí que se dirigiese a mí, me pidiese que me quedase. Por mi propio bien.

—¿Y puedes desoír eso?

—Me tiene sin cuidado.

Lo decía con absoluta sinceridad y sin deseo de ofender, y para mí era una revelación oírle. Probablemente sólo otra vez en su vida había dicho lo que sentía (y esto no había podido oírlo yo): «Es que —le diría al abuelo diecisiete años antes— precisamente lo que yo quiero es casarme con su hija Matilde». En el fondo siempre se había conducido con admirable simplicidad: llegando hasta donde las circunstancias le permitían llegar. ¿Qué necesidad tenía, por ejemplo, de seguir yendo al Ayuntamiento? Al diablo, pues, el Ayuntamiento. ¿Para qué necesitaba la coalición de don Vicente si la desaparición de la abuela o, más exactamente, la aparición del increíble testamento venía a presentársele como un atajo en una larga caminata? Al diablo don Vicente. Yo creo que ni siquiera se habría molestado en ir al entierro; pero por aquellos días, aún cerrado y sellado el testamento, su mente hubo de ser una habitación a oscuras recorrida por un gato cauteloso. Me figuro también la avidez con que después leería o escucharía la lectura del testamento, la enajenación con que se pellizcaría brazos y cara para convencerse de que no estaba soñando. ¡Todo despejado de repente! ¡Con qué diafanidad! Sin una demora, sin una condición pendiente, sin una limitación (la súplica de la abuela era una súplica, susceptible, por tanto, de ser oída y, por tanto, de ser desoída): sin nada de eso, ¡am!, de un bocado la mitad de la fortuna del abuelo; ¡ah, qué rico! Ni siquiera tenía que malograr la fusión con el dinerito de don Vicente. «¿Qué tiene que ver —había dicho con lógica espeluznante en otra ocasión— que yo me quiera ir a Valencia con el casamiento de China? ¿Por qué, queréis decirme, por qué se habría de estropear el casamiento?»

Tras oírle declarar que la súplica de la abuela le tenía sin cuidado, papá meditó un momento.

—¿Puedo preguntarte qué planes tienes para Valencia?

El tío se levantó y comenzó a pasearse por el salón.

Pues, sí, estábamos en el salón. Por su propia fuerza y de un modo tácito, la cuestión, planteada en alguna otra habitación y debatida primero incómodamente por pasillos, deambulando unos y otros —mis padres, los tíos, China, yo— casi en fila, como si fuésemos tirando de una cuerda; la cuestión, digo, nos había metido en el salón, nos había sentado en círculo, había dado la presidencia de la sesión al retrato del abuelo. Yo había entrado con todos, atraído naturalmente y sin ánimo de fisgonear, y nadie pareció creer que mi presencia desentonaba. La polémica familiar florecía como una alfombra de tréboles en una capa de estiércol. Incontenible, inocultable, invadiendo todos los pensamientos, todas las voces. ¿Qué más daba ya que yo estuviese presente o no?

Mientras el tío paseaba arriba y abajo esperé que se volviese a papá para replicar: «Eso es asunto mío». O acaso «Emborracharme, jugarme el dinero». O cosas terribles de mujeres. Pero no. He aquí lo que dijo:

—Abrir una gestoría. Montar un despacho.

Sentí una vergüenza indefinible. Como si descubriese que me habían estado estafando. Por idiota. Y es posible que todos experimentasen lo mismo. ¿Qué estábamos oyendo? ¿Qué novela ampulosa y hueca, sostenida a fuerza de amenazas nunca cumplidas y de trucos sin desenlace se cerraba ante nosotros? Porque, claro está, el tío no llegaba a lo de las mujeres y a lo demás simplemente porque no lo veía; ninguna circunstancia le estropeaba la declaración.

Siguió paseándose y comenzó a desperezarse, pero se sacudió de encima sus convulsiones: estaba comprendiendo que podía decir lo que quería.

—Montar una gestoría. Ya tengo buscado el local y en seguida voy a depositar la fianza. ¡Salir de esta mediocridad que me viene matando desde hace años! ¡Administrar, gestionar asuntos importantes, ser alguien, seguir mi vocación! ¡Triunfar, vivir! ¡Seguir mi única vocación! ¡Dejar de vegetar, ocupar en el mundo la posición que me corresponde!

¿Se puede tener vocación de gestor administrativo? Quién sabe. (Bueno, ¿por qué no?)

Súbitamente y sin advertirlo el tío había retrocedido en el tiempo y recuperado la oratoria blasquista de su juventud. De un modo muy fino, sin recuperar el blasquismo. Súbitamente también había desencadenado una situación que yo no puedo representarme nunca sin escuchar un trasfondo de ópera, de final tormentoso de ópera.

La tía comenzó a lloriquear de manera tan convulsa que todos entendimos lo que decía sólo por lo que adivinamos.

—¡Yo no me quiero ir de aquí, yo me quiero quedar, yo no me quiero ir!

—¿Cómo?

—¡No se lo permitáis, no me dejéis!

Mirando atentamente una pared y sin gritar el tío le dijo que se fuera.

—Salte de aquí.

La tía no se movió. Nadie se movió.

—Salte he dicho. En el acto.

La tía estiró ambos brazos hacia atrás, adelantó la cabeza con fiereza.

—¡Pégame! ¡Anda pégame! No sería la primera vez, no me pescaría de susto. ¿Os creíais que no me pegaba?

El aire se había espesado. En alguna parte habían destapado una olla de bazofia y hasta el abuelo, el Excmo. Sr. don José Mª de Beceiro y la tía Elvira cerraron un momento los ojos, disimulando. La propia orquesta sucumbía en una oquedad desmoralizada, desafinada.

El tío fue hacia la tía, seguramente para tomarla de un brazo y obligarle a salir. Ella se levantó y retrocedió de un salto.

—¡No me toques! ¡No me tocarás ahora, cobarde! ¡Están aquí mi cuñado y mi hermana para defenderme! ¡Y mi hija! ¡Anda, atrévete!

El tío dejó caer los brazos. Nos miraba a todos con sonrisa de «¿Qué se puede contra esto?» Un segundo después iba a petrificarse. Pues la tía prosiguió:

—¡Mírenlo al valiente! Además, ¿qué hablas de gestorías y fianzas? ¿Con qué dinero vas a montar tu gestoría? ¿De qué banco vas a sacarlo? Porque lo que es yo no pienso darte un céntimo ni vender un palmo de tierra. ¿Te enteras?

Mamá le estaba pidiendo que se calmase desde que había comenzado a hablar.

—Matilde, por favor, los niños…

Y China:

—¡Mamá!

Pero ella no oía:

—¿Te enteras? ¡Ni un céntimo! ¡Aunque me maten! Anda, ya puedes empezar a hacer tus maletas.

La cosa no podía ir más de veras y el tío, desde la puerta abierta de su jaula, miraba el mundo exterior con pánico mal disimulado. Estaba comprobando que su vida y la de la tía eran tan extrañas entre sí como, por ejemplo, la de don Vicente y la mía; que tampoco sus vidas habían prendido la una en la otra. La tía no le seguiría ni medio metro más allá del portal del caserón. No es que ella lo odiase —no le habría sido más posible que amarlo— ni que se aferrase al caserón por respetar el deseo de su madre. Lo que le aferraba al caserón era una especie de adaptación vegetal, a la vez amorfa y fortísima; y lo que le impedía irse con el tío era un instinto de conservación hermético, de los que no dejan resquicio de entrada a la insinuación más hábil, de los que realmente hacen retroceder a la muerte.

Me reanimé oyendo a la tía. Descubría que no me habían estafado. Aquel instinto de conservación era otro signo de defensa frente a lo mismo que la penetración de la abuela había atajado largo tiempo atrás: cuando respondió al tío, tras el ofrecimiento de éste de administrar sus bienes, que podía esperar sentado. La abuela había previsto el disparate que se ocultaba en el ofrecimiento, el vendaval que iba a deshojar talonarios de cheques y a arremolinar en un alegre caos escrituras y contratos, y, seguramente también, aquello tan terrible de las mujeres. La tía no razonaba nada de esto, pero oírla era como confirmar en el vuelo de las moscas atontadas el peligro de una tormenta anunciada en un parte meteorológico.

No es posible asegurar que fuese papá quien provocó la hecatombe. En todo caso no pudo obrar con mayor inocencia. La tía, cada vez más poseída de aquella fuerza desconocida que por vez primera le permitía acoquinar a alguien, seguía desgañitándose y retando. Mamá, en un estado de nervios que le impedía articular palabra, trataba aún de apaciguarla sujetándola por los brazos y zarandeándola. Copiando aquel movimiento, papá se le acercó también y le tomó una mano.

—Ea, Matilde, ya está. Cálmate ya, mujer, ya está todo arreglado.

—¡Arreglado! —chilló el tío Nicolás.

Exclamado en una nota agudísima que de momento confundió a la soprano, al coro entero.

No temblaba el tío: se emborronaba en una trepidación. Estaba blanco, con cara de aparecido. El susto que acababa de darle la tía le había dejado un extravío mental fugaz, estoy seguro, y durante unos instantes no supo exactamente lo que decía. Subía y bajaba las manos abiertas.

—¡Arreglado! Dios premia a los buenos, qué bien, todos tan tristes y tan felices. Mucho gori-gori y mucho entierro. ¡Qué bien! Mucho luto y el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Luto y recompensas. Le acompaño en el sentimiento.

Había reanudado sus paseos. Luchaba por serenarse. ¿Qué diría a continuación? Lo peor, temí. En efecto:

—¡Arreglado! ¡Para ti! ¡Qué bien te ha salido todo! ¡Qué hábil eres, qué bien te sienta el papel de conciliador! Con el bolsillo repleto, por supuesto.

—¡Nicolás!

—Déjalo, Elisa.

—Dejadme, sí. ¡Luto, pena! Ya no te acuerdas de cuando suspirabas por el dinero de la madre de mi mujer…

—Vámonos, Gabriel. Gabrielito, vete.

Papá permaneció en su sitio, insensible. Yo di un paso hacia la puerta sin la menor intención de salir.

—… cuando esperabas su correspondencia para espiarla y te inquietaban sus visitantes, cuando te hacía temblar la perspectiva de esa boda que no pudiste malograr, cuando te hacía temblar una mirada de la madre de mi mujer. ¡Qué a gusto te debes sentir ahora!

El tío ocultó el rostro en las manos. Con nada se puede mentir tanto como con la verdad; se puede hacer la verdad mintiendo abnegadamente, pero con nada se puede mentir tanto como con la verdad. He aquí, además, que su enardecimiento daba al tío un amargo, desgarrador acento de revelador, y que de un modo oscuro, seguramente sin razonarlo aún, estaba intentando lo inconcebible: conquistar a su mujer.

—Sí, no lo niego. También yo he codiciado vilmente ese dinero. Pero lo admito, lo público. Yo soy el malo, miradme bien, he sido siempre el malo y el advenedizo. ¡Miradme todos! ¿Qué más queréis que confiese?

Pausa, una pausa de umbral a la frase siguiente que, fuera la que fuese, iba a sonar vencida, apagada.

—Vine un día a esta casa lleno de ilusión. Después…

—¡Papá!

China había corrido a refugiarse en sus brazos y él los abrió como dos alas, ahuecándose esa capa irresistiblemente bella que, sin más, presta la admisión del propio envilecimiento. Es un fenómeno instintivo y esporádico, como todos los de mimetismo, y posible en el envilecido cínico porque su privilegiada falta de pudor le permite ofrendar esa admisión como si ofrendase un secreto. El que escucha sabe que no se ha enterado de nada nuevo, pero la hipnosis de las palabras le abotarga. En esto del mimetismo, además, el tío era —yo lo sabía bien— un hábil histérico. No ya la bella capa: ¿y el color macilento de cara y las ojeras que, poco más o menos cuando pronunció la palabra «entierro», comenzaron a ponérsele? ¿No se le había vuelto negra la corbata, azul cuando entramos en el salón?

Papá sufría una parálisis. No de vergüenza, sino de confusión. Era —él, de entre todos— el último comparsa en aquella ópera; la más irreal de todas, la primera realidad incierta que no sabía transformar. No comprendía qué había ocurrido ni cómo siendo impecablemente cierto cuanto el tío había dicho, era falso. No podía bajar la cabeza para decir: «Es verdad, escupidme»; era demasiado honrado para dejarse atrapar hasta ese punto. Miraba al tío, miraba a mamá, rojo; me miraba a mí, desesperado.

Nunca he terminado de rehacerme de aquello. Tampoco yo habría sabido decir por qué todo era falso. Me horrorizaba no ya el tío, sino el mundo; el mundo que veía salir el sol por poniente sin protestar.

Cuando nadie lo esperaba, China se desprendió de su padre y salió corriendo del salón. El tío mostró una vaga contrariedad. Aquello cortaba demasiado pronto el magnífico momento. Había que actuar en seguida, sin dejar que las cosas se enfriasen.

—Vámonos, Matilde. Tú y yo discutiremos a solas nuestro futuro. ¡El nuestro, Matilde!

La tía dio un paso hacia él; él, uno hacia ella.

—No cedas, Matilde —dijo mamá—. No vayas.

Me resisto aún a creer que sin la intervención de mamá la tía no se habría sacudido aquella hipnosis, que antes de llegar a la puerta no habría retrocedido. Simplemente mamá la había despertado como podría haberlo hecho el golpetazo de una ventana; no tenía que convencerle de nada, el tío no le había convencido de nada (nadie podría convencerle de nada).

—No cedas, Matilde, no vayas.

La tía retrocedió.

Al pronto el tío se sintió furioso, crudamente furioso y sin más complicaciones.

—¿Y a ti qué te importa? ¿Quién te ha pedido opinión? Mamá se encogió de hombros y sonrió. Me asustó. ¿Qué pretendía?

Ahora el tío, sin moverse del sitio, empezó a mirarla como si caminase alrededor de ella: como si viese levantarse súbitamente un pozo en torno a ella.

—Vaya, vaya. Conque no quieres que Matilde ceda.

Mamá negaba con la cabeza y seguía sonriendo, cada vez más divertida. Cada vez más ultrajante. Papá parpadeaba.

—¡Mamá!

Pero ella me hizo callar, sin dejar de sonreír, con un movimiento de mano. Un tranquilo movimiento que me dio una presencia de ánimo sobrenatural. Me identificó con mamá y me hizo ver que ella estaba dosificando exactamente sus intenciones, y que las bofetadas que se avecinaban habían de ser aceptadas como una especie de purificación colérica, saludable.

—Conque no quieres que nos vayamos. Que nos vayamos. Papá comprendió en el acto, tan deslumbrado que sólo esto le contuvo aún.

—Oye, Nicolás, espera: ¿qué estás diciendo?

—¿Yo? Nada. Tu mujer, que no quiere que nos vayamos. ¿No lo has oído?

—Eres un hijo de puta.

Y se abalanzó sobre él. Y le pegó tantas bofetadas, tantas y tan de prisa que habría sido imposible contarlas. El tío le sacaba la cabeza a papá y esa cabeza se le iba a uno y otro lado a cada bofetada. Con los ojos cerrados de dolor. Su corta talla parecía darle a papá una extraña ventaja.

—¡Gabriel, basta! —le gritó mamá.

Pero papá estaba enloquecido, absolutamente enloquecido. Arremetió con aquel guiñapo contra la vitrina, destrozaron la vitrina. Rodaron en un bandazo, partieron el reclinatorio. Rasgaban tapices agarrándose a ellos y arrancaban cortinajes, tumbaban sillas y butacas y se insultaban jadeando, sin palabras, y a los golpes de los cuerpos contra las paredes, contra la madera maciza, y a los retumbos de los cuerpos contra el piso, el arpa levantaba un murmullo cada vez más dolido.

—¡Basta, Gabriel, por favor! ¡Auxilio!

La tía unió sus gritos de auxilio a los de mamá. Papá y el tío se habían inmovilizado en el suelo, en una tenaza recíproca. Resoplaban.

Resoplaron mucho rato.

—Levantaos, por favor.

La voz de mamá distaba de ser firme.

El tío se zafó de papá gateando, papá se le fue detrás gateando. El tío ganó la puerta y antes de salir gritó:

—¡Al Juzgado de Guardia me voy!

Papá le respondió que no le dejarían ya salir.

—¡Te quedarás allí!

No me hizo gracia esta salida de su humoracho.

Se alejó el tío. Sus gritos nos llegaban a veces en bocanadas que escapaban por puertas abiertas. De pronto los amordazaba un portazo.

Mamá se arrodilló junto a papá. Con un pañuelo le limpió arañazos, con las manos le alisó la melena, con las manos lo acarició, con los ojos lo acarició.

La tía gimoteaba otra vez.

—¡Ya veréis ahora, ya veréis ahora!

Se había disipado el peligro de la victoria intolerable, el sol salía por el este. La purificación de las bofetadas había excedido algo los cálculos de mamá, pero esto no importaba demasiado. Sin ninguna declaración irreparable se había salvado todo: lo de hoy y lo de ayer y lo de mañana; las intenciones dosificadas de mamá habían cegado al tío para que dijese lo justo, y cegado a papá para que reaccionase con la velocidad justa, sin esperar a oír más y contestando a lo incontestable de hoy con lo que, ¡oh, maravilla!, sólo parecía un pretexto del ayer.

Papá había vencido —¿qué habría sido de mí, si no?— y ahora, casi de broma y presumiendo, le decía a mamá «Me he dislocado esta mano».

Sin discriminar, sin matizar, todo lavado, todo de una. Las burlas, los miedos, las sombras del pasado.

Perfectamente. Hasta el revoltijo de muebles rotos y de jarrones y de cristales astillados tenía la belleza de una ruina humeante.

Pero yo sentía náuseas. Salí.

4

Vi escabullándose por un pasillo la sombra despavorida de Catalina. Vi retirarse de las ventanas el día. Sí, se volvió bruscamente de espaldas a mis ventanas.

Mis ventanas, mis relojes y mis maceteros viejos de mi caserón.

Hervía aprisita un caldo en la cocina y nos dimos un ligero susto aquel sabroso olor y yo, nos apartamos el uno del otro.

Mis paredes temblaban conmigo, sostuve una con una mano, calma, qué es eso, no pasa nada. Sí, sostuve una pobre pared. Esperadme, no pasa nada, en seguida vuelvo.

Sentía una gran emoción. De esas que te hacen fingir aturdimiento para no tener que contestar a un adiós colectivo. Como cuando sales de casa para emprender un largo viaje o para ir al médico, a averiguar el resultado de un análisis de vida o muerte. De vida y de muerte. Me acompañaban voces bajando conmigo por la escalera, sonreí con inseguridad, está bien, adiós, adiós.

Me detuve a la entrada del huerto, llegado a mi punto de destino. La puerta estaba abierta, me daba el fresco. Iba a ocurrirme aquello terrible y hermoso de que os hablé.

Estaba yo serio, como cuando abres los ojos por la mañana y aún no piensas en nada. Parado bajo el dintel, dejándome acariciar por el fresco. Miré con agrado el cielo azul. Qué gran acierto es que el cielo sea azul.

Había algo mío esperándome allí fuera, en el huerto. Era demasiado evidente, no se dejaba precisar; flotaba en una suave levitación transparentado por una visibilidad excesiva. ¿Habéis visto alguna vez a la luz fuerte del día el retemblar del aire ardiente sobre una hoguera sin humo? Apenas si se distinguen las llamas, comidas de tanta luz; sólo se adivina una transparencia ondulada en el aire. No es una visión definida, no empieza ni termina, pero nos fuerza a mirar. Eso quería decir.

Y el fresco, claro, que tampoco deja pensar. Llega un golpecillo de aire, pasa, llega otro, pasa. Te distrae, te adormece, como si se te escapase el paisaje desde la ventanilla de un tren. ¡Esperad! Pasan los paisajes a medio reconocer y se llevan lo más querido de uno. Siempre igual, sin que uno se entere de que en una noche le florecieron todas las canas.

Cerré los ojos. No, peor. El fresco era más dulce así, el cielo más azul, el pensamiento más imposible. Entonces, con los ojos cerrados, recordé que acababa de ver a Lobo allá al fondo, tumbado junto a la tapia con el hocico entre las patas, tomando el sol.

Qué grata era la vida, cuánto más grata y buena que mala.

—¡Lobo, Lobo!

Iba hacia él, venía hacia mí, se había despertado con sobresalto.

¿Qué me gritaba?

No, Dios mío, no, Lobo. ¡NO! Paré en seco, me tapé los oídos con las manos, cerré los ojos.

Lobo me estaba ladrando. Sólo le oía ladridos.

Qué contento estaba mi Lobo. Hola, Lobito, hola, Lobote. Basta, hombre, basta. Me hociqueaba, me lastimaba con sus zarpas. Y me ladraba. No le oiría ya en toda mi vida más que ladridos. Lo sabía. Todas las cosas rodaban en torno a mí borrosas en la claridad de mi angustia.

Entonces… ¿Entonces, nunca…? No me atreví a terminar la pregunta. No me atrevo ahora. Estoy escuchando su voz. Transida de esa autenticidad que, con más fuerza que la actualidad, da la nostalgia. No se parecía la voz de sus palabras a la voz de sus ladridos. Había sido, cuando yo era niño, una voz gorjeante de niño, y luego se le había ido enriqueciendo con vibraciones y metales, y finalmente había sonado casi llena, casi grave. ¿Como mi voz de entonces? ¿Mi voz? Es demasiado prodigioso, me anonada pensarlo.

Quizás atraído por otro ladrido de la calle que yo no había oído, Lobo aguzó las orejas, escapó de mí y se metió como una flecha en los bajos del caserón, cruzando hacia la calle. Sus ladridos describían su alejamiento creciente.

En cuanto a mí, ¿era posible tanta alegría junto a tanto dolor? Yo me desbordaba de mí mismo saliéndome por una herida abierta.

La claridad de mi angustia y resplandores de estrellas y una rociadura de cristales sobre las cosas. ¿Qué había ocurrido, dónde estaba, quién era yo, qué había sido de mí?

Me di cuenta de que estaba mirando una raya trazada en el suelo. La había hecho Lobo de un largo espolonazo en la tierra. Casi recta, y honda y larga, cerca de mis pies. Qué cosa, diréis, una raya en el suelo. Pues vaya una cosa. Pero no había más remedio que mirarla y mirarla, con tanta atención que hasta las lágrimas se quedaban en suspenso. Estaba allí no por casualidad, sino deliberadamente, cargada de sentido y de mandato. Mostrándome por fin hacia dónde dar la zancada.

Muy bien, pues, adelante. Me temblaba una sonrisa por toda la cara aceptando aquel honor abrumador. Adelante, ¿por qué no? Pero es que había tanta expectación…

Levanté una pierna, di la zancada y me puse al otro lado de la raya.

Fue fácil, como todo lo maravilloso. Sentí que en derredor mío se reanudaba aquella alegría como una sinfonía de la que supiese que aún no había terminado. Pero me desasí de ella con rabia, ya veis, y me disimulé entre la multitud gozosa de cosas, y me volví a mirar el sitio que había ocupado al otro lado de la raya, y sí, en el suelo había cristales de un vaso destrozado, un vaso precioso, tallado, hecho añicos y perlas, y sentí el impulso desesperado de volver a cruzar la raya, pero comprendí que sería imposible, que nunca más volvería a estar a aquel otro lado, y extendí mis dos manos no sé bien por qué, quizás implorando, y ante aquel solo movimiento los cristales y las perlas desaparecieron y me encontré abandonado, nacido de mi niñez.

Oía el bullicio de una fiesta olvidada de mí. Le había impacientado mi vacilar, se iba. Campanas alocadas, alegres truenos de pólvora.

Eché a andar hacia el caserón, cerrando mi largo viaje. Me paré bajo el algarrobo borde. Para descansar. Claro, esa última parada de anticipo de la casa antes de entrar en casa.

Aquí se paraba la abuela a descansar también. Toqué el tronco con una mano, le di dos palmaditas. No parecía haber pasado el tiempo. No, el tiempo no pasa en realidad por los árboles viejos. Por eso dan ese descanso especial: le cobijan a uno del tiempo.

Qué bien, en todo el mundo no correría un airecillo tan libre, tan sugerente. La abuela sabía elegirse los sitios. Qué quietud… Un momento: ¿airecillo y quietud a la vez, aire y silencio? ¿Cómo era posible? El algarrobo borde no callaba más que en muy raros momentos: con el aire en calma absoluta o cuando se recogía presagiando algo. Pero yo no percibía presagio, yo sólo sentía la caricia del airecillo y la sombra del árbol.

Quise adivinarlo sin mirar arriba, hacia las algarrobillas secas. ¿Dónde estaba su sonajear? Era difícil. Ya podía yo pensar, ya. Por eso, porque no me estremecía el anuncio de ningún silencio.

Bien, me rindo. Veamos.

Me admiró la sencillez del hecho. Simplemente no había algarrobas. Ni una. En su vida había estado el árbol más mondo, más esquemático. Vi a través de su leña el cielo limpio, aún con los huidizos brochazos de las escobas que lo habían barrido. Tenía ese lustre, siempre sorprendente, del granero barrido y fresco, limpio de bálago.

Ni una algarroba. Simplemente. El invierno se había ido, habían pasado sus nieves, sus vientos, sus lluvias, sus heladas, sus humos de gotículas y sus cendales agujereados y sus prodigios, y las algarrobillas, cada vez más entecas y más quemadas del frío y más débilmente sostenidas, se habían ido desprendiendo.

—Ya.

«Ya», decía yo mirando el cielo, mirando la leña temblorosa de las ramas. Se veían algunos muñoncillos secos. Allí tuvo que haber un par de algarrobas, allá otras dos o tres. Y se veían también yemas verdes, para la rama pugnaces y quemantes, traídas por la incipiente primavera. Un par de ellas allí, allá otras dos o tres. Cuajaría la primavera, vendría el verano, vendría el otoño, vendría otro invierno, y las algarrobas crecerían, primero verdes y duras, luego azules y oscuras y carnosas, luego secas, luego nada. Pesarían primero al aire, luego intentarían mecerse, luego sonarían con la gracia de su simiente suelta, luego nada.

Y al año siguiente igual, y al siguiente, y al siguiente, y al siguiente.

—Ya.

No se trataba de una promesa quieta, sino de una promesa inacabable, culebreando tras la fuerza del ciclo. Toda espera desgajada del ciclo era vana y había de desperdiciarse como un esfuerzo tangencial, muriéndose en un arco moribundo de caída. No la espera de algo, pues, sino la espera de todo o de nada, alimentada de espera, irisando en el río de la vida.

—Eso es —me dijo el árbol.

Sonreí, le di otras dos palmaditas en el tronco.

—¿Entiendes ahora —prosiguió— por qué me exasperaba verte aquí esperando y buscando anécdotas, cosas, o buscándolas por el tejado, siempre a punto de hacer una tontería? No las cosas que pasan en la vida, sino la vida que pasa por las cosas: sólo esta verdad es verdad, sólo ella vale la pena.

Nuevas palmaditas en el tronco. Me sentía un poco irrespetuoso, un poco burlón, como ante un amigo mayor cuya sapiencia me convencía y me hacía gracia; y a quien también mi burla le hacía sonreír, porque le aligeraba de sí mismo.

Me separé de él venciendo el deseo de seguir allí. Pero es que también me moría de ganas de llegar a casa. Ya sabéis: va uno cansado del viaje y anhelante hacia casa, se abraza uno con el querido vecino en la calle, quisiera preguntarle uno tantas cosas (pero, ¿cómo estará mamá?), hay tanto de qué hablar, bien, nos veremos pronto, hasta luego, hasta luego.

Atravesé una mancha de sol y llegué a la entrada trasera del caserón. Sólo entonces caí en la cuenta, fulminado: ¡el árbol me había hablado! Me quedé como sin alma, ensordecido. Y no me había asombrado el hecho, y me había hablado cuando no podía estar más que en silencio y cuando ya Lobo no podía hablarme. Me volví a mirarlo, tratando de comprender.

Pero ya el caserón me había visto. Venían manos solícitas a descargarme del equipaje, a enjugarme el sudor. Entré tambaleándome.

Cree uno extrañar las cosas que no ha visto durante un largo tiempo. Son las cosas las que le extrañan a uno, las que se contraen y vacilan, tratando de adaptar su envejecimiento al de uno. Después del sol los bajos del caserón estaban oscuros y, por alguna razón extraordinaria, más frescos aún que el exterior. Mis paredes, mi barandilla de mi escalera. ¿Había estado siempre la caseta de Lobo exactamente aquí?

Comencé a subir pausadamente. Los escalones se esforzaban por sonar como antes bajo mis pisadas. ¿Cómo estará papá? ¿Más viejo? Y mamá, ¿cómo estará? ¿Tan guapa? ¿Cómo sabrá ser tan guapa? Me entró prisa, prisa, prisa, arriba, más arriba, a ver a mamá, a ver a papá, a China, a Catalina, al tío Nicolás, a la tía Matilde, qué tumulto de alegría y de preguntas, madre mía, a ver mis ventanas y mis muebles viejos, a oír el «clic» de los ladrillos sueltos bajo mis pasos, a avanzar por el pasillo, a llegar a la habitación de la abuela, convertida en salita, y quedarme mudo de pena.

Londres, octubre 1965