Apenas me dijo la abuela aquello comprendí que iba a morirse. Aquellas palabras en gallego. Yo había empujado la puerta entornada de su habitación picado por algo insólito: estaba oyéndole cantar. No cantaba a gritos, no desafinaba; cantaba simplemente.
Su memoria modulaba perfectamente la tonada, pero la tonada se salía de la caña rota de su voz como el agua se sale de una vasija rajada. Medias palabras desaparecían en silbantes afonías y en burbujas. ¿La abuela cantando?
Madrugaba Conde Olinos
mañanita de San Juan
a dar agua a su caballo
a las orillas del mar,
a las orillas del mar.
Lo habría aprendido cuando niña. Es, ya lo sabéis, un dulce romance teñido de emoción sencilla. «Las aves que iban volando se paraban a escuchar.» Lo ve uno, le encanta verlo. Pero el esfuerzo penoso de la abuela me avergonzaba.
Asomé por la puerta.
—Ah, mi nieto.
Se había sentado en un silloncito. No hacía nada.
—Anda, entra, cierra la puerta.
Me acerqué a ella temblando. ¿Por qué? Porque no hacía nada, supongo. Esto, verla no haciendo algo —rezar, remendar, repasar papeles o lienzos— era tan detonante como oírle cantar. Estaba acicalada, aún húmedo su terso peinado partido. Vestida sin extravagancia y, a la vez, con prendas que no parecían suyas (el jubón, de seda negra, le venía holgado y tendía a resbalársele hombros abajo; la cinturilla de la falda le quedaba floja y quizá se le habría escurrido hasta el suelo si ella se hubiese puesto de pie). Tenía una rara intensidad en la mirada y un lustre de cera más transparente que de costumbre en las manos y en la frente, en la frente sobre todo.
Se había cortado en su canción y, bajando mucho la barbilla para estudiarse el jubón, acariciaba éste con una mano.
—¿No has ido al colegio hoy?
Distraída, mirándose aún el jubón.
—Sí, ya he vuelto.
Imposible decir por qué sin grandes estridencias todo era inquietante. Su pregunta había desplazado un poco a la abuela de sí misma, esto es, de mi abuela. Ella sabía que yo había ido al colegio y que ya había vuelto, y había hecho la pregunta con naturalidad y falsedad prestadas, asimilándola a… ¿a quién?
Cerró los ojos y reclinó la cabeza en el respaldo del sillón. La reconocía mejor así, sin verle aquella mirada. «Joven, una mirada joven.» Me aterró mi observación. Miré a mi alrededor. La inmensa cama matrimonial, fría, de cabezal largo y blanco. ¿Quién dormía allí cada noche, noche tras noche de soledad, año tras año? ¿Se había levantado de allí aquel día la abuela? ¿Verdaderamente? El altarcico de la cómoda, la llama inmóvil de la lamparilla. El armario, macizo y ennegrecido por el tiempo.
Pero el armario tenía una de sus puertas abierta, y dos o tres cajones de la cómoda habían sido abiertos también y no totalmente cerrados, y dentro del armario y de la cómoda la ropa estaba desordenada, con mangas y flecos saliéndose hasta el suelo. Junto a la cama, en una silla, había otras prendas plegadas: una saya parecía aquello, y aquello una blusa, y aquello una toca, cubriendo todo ello más ropas a medias. En el aire vagaba un débil perfume de épocas revueltas, de jabones y colonias y almidones y romeros súbitamente liberados y sin fuerza para remontarse, después de haber estado aprisionados entre dobleces durante años. Esto era lo que más contribuía a conjurar aquel suave caos, en que nada terminaba de perder su equilibrio y todo parecía desencajado de sí mismo.
No me atrevía a preguntarme qué era aquello, asustado de la respuesta que sentía venírseme encima. La abuela iba a ayudarme a afilar en una fina idea mis presentimientos. Yo había dado un paso atrás. Como despertando a mi movimiento ella abrió los ojos. Entonces fue cuando me dijo aquello. Si me hubiese dicho «Me muero, Gabrielito» no la habría entendido; ninguna frase premeditada y consciente hubiese hecho más que discordar en aquel aire de épocas y perfumes trastocados. Tranquilamente comenzó a hablarme en gallego. Yo no sé gallego y casi todas sus palabras se me escaparon; pero me atrevería a decir que lo de menos fueron las palabras y lo de más el hecho de que las dijese y el tono en que las dijo. Como prosiguiendo una conversación, apenas al comienzo de una frase la abuela estaba hablándome de Carmiña y del «filio» de Carmiña. Con simpatía, con una sonrisa. Estoy seguro de que pronunció también varias veces la palabra «universidad». Retrocedí más, repelido por aquella personalidad desconocida, y traté de orientarme en el suave caos. Y oyendo las explicaciones ininteligibles y mirando a un sitio y a otro lo vi claro: la ropa plegada en la silla era la de diario, que la abuela habría puesto allí al acostarse la noche anterior. Igual que si se acostase una noche más para recordar y buscarse una noche más en el largo pasado. Luego, sin advertirlo, en un dulce delirio de vida y de muerte, comenzando ya a morirse en su vida atesorada se había levantado con una mirada joven. Y escarbando con manos impacientes entre los vestidos guardados en la cómoda y en el ropero se había engalanado con uno acaso lucido en un día concreto: amortajándose en una apariencia de vida.
Me da escalofríos haberlo dicho así. Pero sólo tras haberlo dicho, tras haber pegado las etiquetas de las palabras a aquel momento horrible consigo interpretarlo del todo. Entonces no sentí en torno a mí más que un ocaso de alas y lamentos; y la frescura sobrecogedora de la muerte. Ya era bastante.
La abuela, que ni siquiera en aquellos momentos estuvo loca, percibió mi evasión y se interrumpió para mirarme con un cabeceo de reproche. Muy largo. Pero pareció olvidar también lo que estaba haciendo y tornó a cerrar los ojos muy cansada, muy blanca, y se llevó una mano a las sienes y agitó la otra mano delante de sí, yo no supe si llamándome o despidiéndome.
Salí corriendo. Me crucé por pasillos con bultos de personas, pero yo no paré hasta encontrar a mamá.
Estaba cosiendo y levantó los ojos al verme llegar. Me estudió, soltó lo que tenía en las manos.
—Qué pasa. Ven, siéntate aquí.
—La abuela.
—¿Qué le ocurre?
Por una extraña incapacidad no podía decir lo único que se me ocurría: «Se ha roto».
Mamá salió vacilando. Luego le oí correr por el pasillo. Un silencio. Un portazo.
—¡Gabriel!
Más carreras. Un grito desfallecido.
—¡Gabriel, Matilde! ¡Gabriel!
—¿Qué pasa?
Hoy mataron a Dato y mañana murió la abuela. Seis o siete días después de lo que acabo de contar.
A poco de que mamá entrase en la habitación de la abuela y llamara a los demás, papá salió disparado y volvió con don Antonio. Alguien les esperaba a la puerta. Papá hizo pasar a don Antonio con cordialidad y miedo muy grandes.
—Pase usted, doctor.
Luego hubo otro apagado revuelo, alguien más salió a la calle corriendo —pero de puntillas—, más personas vinieron, todas desdibujadas en una rumor colectivo de ansiedad y respeto. Solo y asustado, yo oía desde un rincón este ir y venir.
Un silencio especial había invadido el caserón y permanecería allí aquellos días. Sin querer salir hasta que la abuela expirase. Lo subrayaban voces quedas, pisadas blandas que se desvanecían sin haber llegado a ninguna parte. Sollozos amordazados en pañuelos, que a veces no podía uno adjudicar a nadie.
Cuando venía don Antonio el silencio se tensaba como una tela a punto de rasgarse. Se oía muy bien este silencio enrarecido por la expectación. Sabía uno que don Antonio había llegado aunque no lo hubiese visto llegar. Al cabo, en efecto, alguien lloraba, y don Antonio decía «Vamos, vamos», y el tiempo, embalsado como agua contra aquel alto, volvía a fluir.
Viví aquellos días sin convivir con nadie. Se me acercaba Catalina, me ponía delante un plato de comida. Yo daba unas cucharadas.
—Come más.
Comía más, me terminaba el plato.
Eludía a todo el mundo. No levantaba la vista por no tener que reconocer nada ni a nadie. Sabía —como quizá sepan los ciegos—, herido por el frufrú de formas deslizándose a mi alrededor y por los cambios de masas y oquedades, por dónde andaba China; cómo el tío se disimulaba en segundo plano y escondía la cara, al rodear los demás a don Antonio; cómo la tía imponía su dolor a la solicitud general sin tolerar que ningún otro dolor oscureciese el suyo (pues sí, hay también una buena y una mala educación en esto del dolor, hay quienes necesitan comérselo todo, sin dar una migaja a nadie y ahogando en ayes rabiosos los menores atisbos de lamentos ajenos).
Acepté sin sorpresa el torbellino de horas en que se pusieron a girar juntos el día y la noche, diluidos ambos en la vigilia de los que se turnaban a cuidar de la abuela. Y acepté sin sorpresa la presencia constante en casa de los seres más improbablemente metidos allí. No me refiero, claro, a don Vicente, a Paco. Me refiero a la notaría, a la coronela, a la boticaria, a la secretaria y a no sé cuántas malditas señoras más, todas abnegadas y en zapatillas —delicada insinuación de cómo se disponían a hacer más llevadera su indispensable ayuda— y todas obstinadas en que mamá, la tía y China, y también papá, el tío y yo estuviésemos incesantemente acostados y bebiendo caldo.
—Con una yemita, venga.
Un día llegó don Antonio con otros dos médicos. Uno de Valencia, el otro de Cuenca. Dos eminencias, según oí. Aquello se llamaba «consulta de médicos».
De la eminencia conquense tengo recuerdos muy deshilachados. Pelirrojo, fornido. ¿Bajo? ¿Lentes? No lo sé bien. No sé ni su nombre. Quizá no lo pronunciase nadie delante de mí. O quizá sí, pero eso e infinitas cosas más circularon por mi atención sin entidad propia, meras pinceladas de fondo cuyo único objeto era dar realce a la figura central: la figura del doctor Santaclara Lara.
La víspera de su llegada Paco se había sobresaltado.
—¿Mañana? ¿Santaclara Lara?
Creí por un momento que había aprendido mi lenguaje taquigráfico.
Uno de los primeros internistas de España, nos informó Paco. Adjunto a la cátedra de Patología General en la Facultad de Medicina de Valencia y, sin duda, futuro titular de la misma. Caro, un médico muy caro. Creía Paco —se decía, él no lo juraba— que de vez en cuando lo llamaban de Madrid, desde Palacio, para que visitase, no estaba seguro de si al Rey o a la Reina.
El día de la consulta Paco se nos presentó en el caserón elegantemente vestido y con gafas. Le irritó nuestro asombro.
—No sé qué os pasa. ¿No me habéis visto nunca con gafas?
Nunca. La irritación le duró poco, sin embargo. Hasta de China se olvidó momentáneamente y, por supuesto, de la abuela. Se escapaba a la calle, volvía a excusar al famoso internista por su tardanza —nadie podía figurarse los compromisos de aquel hombre—, se asomaba al balcón.
—¡Abrid! ¡Ya está aquí!
Luego el doctor Santaclara Lara no lo miró más que a mí, por ejemplo, aunque Paco se le puso por delante muchas veces, me pareció que con hipo. No lo miró en realidad más que a nadie, ni a nadie más que a él. El doctor Santaclara Lara nos miró a todos con asco contenido por un esfuerzo profesional; como a especímenes infectos del más deleznable de los virus: el virus humano. Le enojó nuestra expectación y nos soportó en silencio los minutos indispensables. Creo que tuteó a papá. Me es imposible decir a estas alturas si mi inseguridad nació del deseo de justificar a papá por no haberle soltado una fresca o del hecho de no haberle entendido bien; de no haberle entendido si dijo «Lléveme a la enferma» o «Llévame». Era, en fin, uno de esos médicos que —estoy profundamente convencido de esto— creen en la grosería como agente terapéutico; un tipo de médico universal, al parecer (lo que no quiere decir que ése sea el tipo universal de médico).
Eso sí, fascinaba. Bien entrado en su segunda juventud, atractivo, de ojos inteligentes. Alto y casi grueso —pero sólo casi— y vestido con un traje regio y un abrigo regio. Tenía unas manos velludas, grandes y extraordinariamente limpias, y una calva absoluta y morena en la que, se pusiera él como se pusiera, le brillaba un punto luminoso, una verdadera bombilla de la ciencia.
Bien. Le dijo a papá «Llévame» o «Lléveme», pero fue don Antonio quien le mostró el camino, a él y al médico de Cuenca. Los tres se metieron en la habitación de la abuela, a cuya puerta quedó apiñada la pequeña multitud de señoras y deudos.
La tensión se hacía insufrible. Paco dijo que él estaba de acuerdo con don Antonio, que aquello era un caso claro de arterioesclerosis, y mamá, para asombro mío, porque yo no sabía nada, dijo que sí, que la abuela venía sufriendo de aquello hacía algún tiempo.
Se abrió la puerta y don Antonio hizo señas a papá de que entrase. La tía empujó también al tío hacia la puerta, pero él le dijo que se estuviese quieta, y ella le contestó que a ver si no tenía él el mismo derecho.
Pasó más rato y por fin salieron los tres médicos con papá. La pequeña multitud les abrió paso y papá condujo a los médicos al salón. En realidad era el doctor Santaclara Lara quien conducía, extraño adivinador del camino y destacado un par de pasos de sus colegas, la bombilla de la ciencia brillándole en lo alto todo el tiempo.
Como arrastrados por un profeta, aunque a distancia respetuosa, todos, olvidados de la abuela, se fueron detrás de él y de sus colegas. Mamá, desconcertada y adivinándome en la penumbra, me pidió que me quedase con la abuela.
—Un momentín, hijo. Creo que está dormida. Si necesitas algo, llama. En seguida vendrá alguien. Si necesitas algo…
Seguía hablándome cuando ya había comenzado a irse.
Entré a regañadientes. No había visto a la abuela desde el día en que me hablara en gallego. Avancé un poco, me senté en la silla que había junto a la cabecera.
Hacía mucho calor allí. Y en el aire había un olor penetrante que no me disgustó y que en días siguientes acabaría por gustarme. Aceite de alcanfor.
Cambié de postura en la silla. Bajo la lamparilla de la cabecera se veía con crudeza media cara de la abuela y media cara en sombras: la pantalla de la lamparilla cortaba el haz de luz justo a través de la cara. La abuela parecía profundamente dormida y sus greñas escasas se pegaban a la almohada. Como mojadas. La miré con infinita curiosidad que, no obstante, se me acabó pronto. Paseé la mirada por la habitación un poco impaciente. Me mareaba el calor. Deseaba que viniesen a relevarme. Cambié otra vez de postura.
En el fondo todo me parecía innecesario. Yo sabía que la abuela se moría, me parecía falso que no se hubiese muerto aún. Deseaba con el alma compartir la espera de los demás y me decía que era una bestialidad no compartirla y llamaba a gritos a mi ansiedad; pero mi ansiedad no acudía. No me quedaba de todo más que el sentimiento de que todo sobraba. Los médicos, la coronela: ¿para qué? ¿Para qué los médicos, los turnos de velas en zapatillas? ¿Qué sentido tenía aquel tiempo atravesado en el camino de mi pena, de lo único que debería haber llegado ya?
Se formó ante mis ojos cerrados el gran círculo morado. No se decidía a subir ni a bajar; flotaba como un farol meciéndose en el aire. Ni un círculo pequeñito, ni un pecado. De pronto se me ocurrió que era una tontería que aquello pudiese ser el alma. Me sorprendió la intensidad de verdad que tenía mi ocurrencia y abrí los ojos. Me escocía la ironía de Ernesto Padrón. ¿Cuántas veces me había tomado el pelo? Pero sentí un afecto inmenso por él y me dije que era de oro y le sonreí.
Y tratando de ver su cara no vi más que la de la abuela (imprecisa en la luz después de haber tenido cerrados mis ojos tan prietamente).
A continuación hice un experimento maligno. Mira que yo quería a mi abuela. Pero nada, me entraron ganas de darle un susto. Así, por no saber qué hacer en aquel regolfarse de calor y de olor a aceite alcanforado, y aun sabiendo que le quedaba muy poca vida. Un susto perfecto, por lo demás, como un minúsculo crimen perfecto, irremediablemente impune. Miré la puerta cerrada, me pareció oír pasos acercándose. Pasos, sin duda, acercándose. Como un terrible factor apremiante. A punto de atajarme para siempre. Me incliné sobre la abuela y le soplé en la cara desde muy cerca y con toda mi alma.
La abuela despertó sobresaltada y empezó a quejarse. Yo me levanté de un salto. La abuela siguió quejándose con un gimoteo cada vez más taladrante y yo estaba horrorizado de ella y de mí. Los pasos se precipitaron, se abrió la puerta, asomó el rostro demudado de mamá:
—¿Qué pasa?
Un pequeño tropel entró detrás; hasta don Antonio había acudido. La abuela no cejaba en sus ayes, y sus ayes eran de inconfundible irritación.
—Ha sido él, Gabrielito, que me ha despertado soplándome en la cara. Para asustarme.
Todos la apaciguaban como si fuese una niña, llamándome a mi malo. Algunos se reían un poquito. Mamá me acarició la cabeza con la mano, echándome los pelos a la frente y diciéndome «Qué bueno eres» y pidiéndome paciencia con la mirada. Don Antonio me dio una palmadita cariñosa en la espalda y me empujó suavemente hacia la puerta. Entonces la abuela, calmada de repente, pidió que no me fuese.
—Que no se vaya Gabrielito, que venga aquí.
Todos eran mis cómplices, todos me protegían acercándome a la abuela. Me dejé llevar hasta ella sin sentir, torpe como un madero. La abuela me tocó entonces una mano con sus manecitas y la retuvo y la apretó. Y me sonrió. Todos mis cómplices estaban enternecidos; sin saber de qué y, a la vez, clarividentes. Algunos lloraban. Sin represión alguna, con cierta felicidad. Mamá lloraba. China lloraba. La notaría también. La tía misma, sin darse cuenta; había dejado de protagonizar su llanto para sumarlo a la emoción de los demás. Y la abuela seguía sonriéndome. ¡Con una gracia, con una picardía! Estaba preciosa, tan viejecita y tan viva, cosquilleándome en el corazón con la chispa de su picardía. Yo le sonreía también. Resplandecíamos los dos en el epílogo de aquella maravillosa compenetración que nos había permitido vivir adivinándonos el uno al otro. Súbitamente comenzó a oprimirme aquella dicha irrespirable, en que también resplandecían los demás, tallas pintadas y quietas, cada una en su postura, y derramando lágrimas como en un milagro. Me arranqué de la abuela y salí aprisa.
Lloraba también. Por primera vez desde que la abuela cayese en cama. ¿De remordimiento? Qué va. ¿De pena? No, aún no de pena. De rabia, de pura rabia.
Me desconcertó oírles decir que los médicos habían dado esperanzas; que insistían en que aquello era justamente lo que ellos querían, aquella crisis que la abuela parecía atravesar sin ceder un ápice. Tenía altibajos de un día para otro, momentos de lucidez seguidos de una postración o de una laguna mental; pero se habían convencido de que aquello era «normal».
Paco era el más optimista y casi el autor de aquella teoría de la normalidad. Se escuchaba explicándolo y jamás, ni en los momentos de más enconada rivalidad con él, me irritó tanto.
—Es muy claro. Hay discontinuidad en el riego sanguíneo y alguna vez no le llega la sangre al cerebro.
—¡Qué horror!
—¿Por qué? Es algo absolutamente normal. Además, los fallos son cada vez menos frecuentes. La enferma responde.
Se había convertido en ayudante oficioso de don Antonio.
—¿Más polvos de digital, don Antonio?
Al principio don Antonio había aceptado aquella ayuda con ironía y resignación. Mas he aquí que poco a poco comenzó a hallarla útil; se le veía buscar a Paco, le encargaba gráficos de temperatura, o que esterilizase útiles. Y en una ocasión en que Paco —respetuosamente, con aquel hipo contenido que yo le había notado ante el doctor Santaclara Lara— se atrevió a insinuarle que iba a cometer un error en la dosis de una inyección, ya puesta en la jeringuilla, don Antonio se le quedó mirando. Creí que, rompiendo su paciente silencio, don Antonio iba a estallar; imaginé incluso que palidecía ligeramente. Pero lo que dijo fue muy hermoso (yo lo hallé hermoso a mi pesar):
—Paco, vas a ser un buen médico.
¿Se había equivocado don Antonio en la dosis? Tuve la convicción de que sí. Pero Paco no se envaneció, no protestó con falsa modestia; enrojeció hasta las pestañas.
Yo no sabía de aquellas lagunas mentales y de aquellos altibajos más que por oírlo comentar. Apenas si me atrevía a asomarme a la puerta de la abuela. Después de haberme despedido de ella me mataba aquella desfallecida alucinación suya de vida, aquel no irse, no ser ni dejar de ser. Pedí incluso que me cambiasen a una habitación alejada de la suya.
—Es que no me dejáis dormir con vuestras idas y venidas y con vuestras conversaciones.
Me pusieron en aquel cuarto frío, cercano al salón, que mis padres pensaban convertir en biblioteca. Mejor allí, con todo. Lo que no me dejaba dormir cerquita de la abuela era su presencia inexistente —en la que se oían, tan enteritas, las vidas de los que la velaban—, el esfumarse de su añascar ratonil y de sus zascandileos.
Y los mayores, cruzándose amagos de sonrisas, casi felicitaciones, casi sin refrenar el remontarse de sus esperanzas sobre su angustia.
Había quedado ya concertado, no obstante, que le darían el Viático a la abuela y se lo dieron. Oscurecía cuando llegó el sacerdote. Me había asomado también al balcón para verlo llegar. La gente se arrodillaba a su paso en el camino de la estación. Un monaguillo agitaba a breves intervalos la campanilla, y la calle entera —los carruajes, los niños, las mujeres con bultos a la cadera— se iba paralizando en pequeñas áreas al halo de los faroles de gas. Pasaba la minúscula procesión —otro monaguillo delante con un farol, y el cura entre los dos monaguillos arropando el copón en su seno— y, detrás de ésta, la calle iba recuperando su movilidad y sus diálogos.
Cuando entraron en casa, todos los recibimos de rodillas. La campanilla fragmentaba el dulce bisbiseo que me envolvía.
Hoy mataron a Dato y mañana murió la abuela. A él lo asesinaron el ocho de marzo y ella murió el nueve, sin llegar a enterarse del trágico atentado de Madrid.
La noticia se metió en el caserón muy de noche ya, el ocho, con un acento tal de inverosimilitud que durante unas horas desactualizó el hecho de que la abuela se hallaba en peligro de muerte. Quizá no trajo nadie concretamente la noticia, quizá se entró ella sola por puertas y ventanas, escapando de un grito de la calle y del estremecimiento que comenzaba a agitar a las gentes.
Papá, don Vicente, el tío Nicolás, don Antonio, los hombres, en suma, reunidos en el caserón y la mayoría de las mujeres dialogaban con interjecciones apagadas, fulminados por el estupor. Y en un momento escaparon casi todos a la calle.
El telégrafo había llevado la noticia al pueblo, los quince o veinte teléfonos de Alcidia la repetían desde Valencia, algunos viajeros llegados en el último correo habían traído periódicos con los titulares increíbles (escapándose casi de la «Última hora», sin espacio para comentario alguno). La gente, asustada y silenciosa, salía de las casas a encontrarse con la gente.
Poco a poco fueron regresando papá y los demás, todos preguntándose algo con palabras que no entendían. Les costaba adaptarse otra vez al pensamiento de que la abuela existía.
—¿Cómo? ¿Que está peor?
Eran de improviso parte de la nación y nada más, y comprobaban esta vida suya anónima y fuerte sin estar preparados, con la incredulidad del que comprueba a través de un dolor la existencia de un determinado órgano que, por lo demás, siempre estuvo allí.
Percibí en aquel rapidísimo levantarse del silencio el acabamiento de todo. Cuando aún estaba en la cama.
Fue Catalina quien descubrió la muerte en casa. Lo contaría luego muy bien: «Sentí que doña Clarita ya no estaba allí».
Serían las nueve de la mañana. Habían dejado sola a Catalina unos momentos con la abuela. Ésta dormía, después de una noche bastante tranquila. Mirando aquel dormir y sin saber por qué, Catalina se había sentido desfallecer: doña Clarita ya no estaba allí. Y sin osar acercarse a comprobar nada había salido.
—¡Vengan pronto! ¡Todos!
Habían entrado en tromba en la alcoba derribando cosas.
Entonces fue cuando oí los gritos desgarradores. No sabía de quién, no reconocía ninguna voz. Comencé a tiritar. Lobo, escabullándose, se vino a mí. Tiritaba como yo oyendo los gritos. Sin habla, mirándome a los ojos. Yo le miraba a los suyos.
La puerta se abrió de golpe y entró mamá. Lobo hizo ademán de agazaparse bajo la cama, pero se revolvió y escapó. Mamá se postró junto a mi cama y hundió la cara en mi pecho. Papá estaba detrás de ella, el semblante sin sangre, los ojos hundidos. Afuera seguían los gritos. Se enhebraban unos con otros y se deshacían en balbuceos, como buscando palabras.
Y se enhebraban también con voces un poco coléricas de hombres.
—Pero escucha… ¡Pero escucha!
De vez en cuando papá se inclinaba sobre mamá y extendía las manos hacia los hombres de ésta y, sin llegar a tocarlos, volvía a erguirse. Mamá lloraba, convulsa, y el estertor de su llanto se me ahogaba en el pecho. Yo tenía clavada la mirada en el techo, demasiado aterrado para poder conmoverme. Ni siquiera me conmovía el que mamá, en vez de llamar a su madre o a su mamá, dijese algo que no había dicho en su vida. Repetía y repetía y repetía «¡Ay, abuelita!».
Se tranquilizó inesperadamente. Dejó de decir palabras y sólo dejaba escapar suspiros rotos. Papá se atrevió a tocarla y le ayudó a levantarse, y ella se sentó en mi cama y durante un rato no supo que estaba allí apretando un pañuelo en las manos y mirando el suelo con ojos enrojecidos.
También en el resto del caserón habían cesado los lloros fuertes. Se oía en cambio una extraña actividad; como si arrastrasen muebles y desarmasen camas. Martillazos metálicos.
Y un ir y venir de gente sin pisadas tan blandas como antes.
Y más voces desconocidas.
Entró alguien —¿quién?— y le dio a mamá una tacita con agua de azahar. Y otra a papá, que él rechazó con cierto embarazo.
—… No, para el niño.
Yo me bebí aquello confuso y, en el último instante, sin poderlo remediar, curioso. (Nada: casi agua, aunque uno no pudiese decir de qué era el casi.) Después papá me dijo que me vistiese y salió llevándose consigo a mamá.
Me dio una aprensión indefinible quedarme solo y, mal terminado de vestir, salí a mezclarme con todos. Pero apenas lo hube hecho me sentí intimidado y traté de filtrarme hasta lo más hondo del caserón.
Comenzaba éste a llenarse de gente a la que apenas conocía o que no recordaba haber visto nunca. (¿No tendría la suerte de tropezarme con Lobo? No, imposible. Lobo estaría escondido en el centro de la tierra.) Había dos o tres campesinos en el recibidor dando vueltas a la boina entre las manos y sin decidirse a entrar del todo ni a salir. Había en el pasillo unas monjas. Y por aquí y por allá señoras, y señores que cuchicheaban sin mirarse de frente. A mi paso se abría una atención grave y apiadada. («Es el nieto») y algunas manos querían saludarme o acariciarme, y yo creía que desentendiéndome de todos por igual ninguno se ofendería, y avanzaba cada vez más velozmente. Al pasar ante la habitación de la abuela se me escapó una mirada de soslayo, pero yo, más rápido que mi mirada, quebré ésta contra el techo y sólo percibí el desorden de varias figuras en movimiento.
Me metí en el cuarto de estar y, aunque también allí había gente, decidí esperar. Me senté ante el fuego, dando la espalda a los demás tanto como me fue posible. En un rincón un grupo de visitantes se esforzaba por consolar a la tía Matilde, y ella respondía a las palabras de ánimo diciendo «gracias» y «pero».
—Gracias. Pero… ¡es tan fácil decirlo!
A veces se quedaba casi sola, porque las otras personas parecían tener que acudir con mucha prisa a otros grupos.
En otro rincón se sentaban China y Paco. Ella, triste y agotada, los ojos cerrados; él, acompañándola con modestia, sin hacerse notar.
A mis espaldas se renovaban corros, y el rumoreo de su humanidad lo llenaba todo.
—Ha muerto como una santa.
—Como una santa, vaya.
Era interesante detectar cómo el caserón y sus cosas se habían adaptado espontáneamente a aquel puñado de escenas amontonadas; cómo las cortinas, los platos de pared, los sillones, los zócalos y las lámparas y las ventanas, saliéndose con sutileza de su sitio familiar daban un decorado medido y ajustado al lento caudal de figuras.
—Ni se habrá enterado de que se moría.
Sin saber cómo me encontré agradeciendo la compañía y el leve aturdimiento que manaban de cuantos me irritaban. ¿Qué habría sido de nosotros, las dos familias de la abuela, a solas en aquellos momentos con su muerte en el aire y atravesada por nuestras atracciones y nuestras repulsiones?
Me estiraba la piel de la cara el fuego, tan próximo. La luz de los troncos correteaba avivándose o vacilando entre negros, rojos y blancos. El tiempo se quemaba allí sin dejarse atrapar. En un momento dado me di cuenta de que era mediodía. Oía hablar de comer, de que era no una flaqueza, sino una obligación comer. La tía juró que ella no probaría bocado. Llevaba yo más de una hora sin oírla. Me volví ahora a mirarla.
Ponderada sería su transformación, pero no pudo por menos de llenarme de sorpresa: iba totalmente enlutada. Con velo incluso. Pero también mamá se había vestido de negro.
Y China. Papá llevaba chaqueta negra, corbata negra y pantalón oscuro. El tío, un jersey negro y pantalón negro. Caí en la cuenta de que hacía un rato que en el aire había un olor a naftalina.
Fue don Vicente quien salió a comprar para mí aquellos zapatos negros. Muy bonitos. No me importaba que apretasen. Crujían musicalmente cuando yo andaba. Aun parado flexionaba los pies para oír mis zapatos.
También me dieron una corbata negra. Paco me hizo el nudo.
Don Vicente y Paco trabajaron de firme aquel día. El tío y papá les ayudaron, pero no podían salir tanto a la calle por evitar en los visitantes la impresión de que habían venido a perder el tiempo.
Sí, hubo que arreglar muchas cosas en la calle aquel día. El entierro, el funeral, las coronas, las misas, la esquela en «La Voz del Alcidiense». Se dice pronto.
La esquela. En el mismo número que publicaba la muerte de Dato (copiada de rotativos importantes, no totalmente coincidentes entre sí en aquella primera recopilación de detalles). «España de luto.»
Conservo aquel número de «La Voz del Alcidiense». Lo guardo en un desordenado museo sentimental con otros recuerdos que me son muy caros. Con angustia —por la valoración del tiempo pasado, lo único que pesa sin existir—, pero sin esfuerzo, atravieso con la mirada la niebla de luz amarilla que lo vela y paladeo aquella primera sorpresa ante la noticia; el hecho, la oficiosidad y la premura del gacetillero, los hombres, la imprecisión de los detalles: todo reaparece con frescura. «España de luto.»
«A las ocho de la noche salía el señor Dato del Senado, acompañado de los señores Ordóñez y vizconde de Eza. A la puerta de la Cámara conversó con ellos brevemente y tomó su automóvil, dirigiéndose a su domicilio por la Puerta del Sol y Calle de Alcalá. Al llegar el automóvil a la Plaza de la Independencia dio la vuelta a la Puerta de Alcalá por el lado izquierdo. Cuando llegaba a la altura de Serrano se acercó una moto con sidecar a unos cuatro metros del coche y se puso a la misma marcha que éste. Se pusieron en pie los ocupantes del sidecar y al mismo plano del auto dispararon 27 veces. Mientras le hacía los disparos, la motocicleta daba tremendas explosiones con el carburador, para ahogar el ruido de aquéllos. Las balas acribillaron la trasera del auto.
»Cuando, desaparecida la motocicleta agresora, el chófer paró el auto, se aproximaron las escasas personas que por allí transitaban a dicha hora. También acudieron algunas parejas de guardias de Seguridad. Abiertas las portezuelas del coche se vio que el señor Presidente se hallaba tendido y arrojando sangre en abundancia. Sin pérdida de momento el chófer se dirigió a la Casa de Socorro de Buenavista (Olózaga, esquina a Recoletos). Al ser reconocido el señor Presidente del Consejo era cadáver. En el transporte, el chófer fue auxiliado por un periodista que pasaba con su novia por la calle de Olózaga y subió con él a la Casa de Socorro.
»El lacayo del Presidente, que se llama Juan José Fernández, sufre también herida grave en la cabeza. Al señor Dato los médicos le apreciaron: herida de bala en región fronto-parietal izquierda, con salida por occipital; otra bala atravesó el sombrero de copa; otra penetró por región maxilar derecha, saliendo por la izquierda; otra en región costal izquierda sin orificio de salida. Se suponen más heridas.
»Como la noticia de la agresión había circulado con la rapidez del rayo, frente a la Casa de Socorro se congregó extraordinario gentío. Comenzaron a llegar personalidades políticas; primero, el señor Bergamín, y seguidamente los ministros de Instrucción Pública, Trabajo y Gobernación. Don Eugenio Espinosa, yerno del Presidente, acudió también.
»El cadáver fue trasladado al domicilio del ilustre finado por cuatro camilleros de la Cruz Roja, no permitiéndose que lo hicieran don Luis Mazzantini y su ayudante, que se ofrecieron.»
Pero así como las nuevas del atentado habían deslumbrado la agonía de la abuela en una curiosa improbabilidad, así también la muerte de ella convertía ahora para mí el asesinato en tópico forzado.
La esquela: «… y nietos, Marina y Gabriel»: China y yo, al final de la relación de parientes, rogando una oración por el eterno descanso del alma de la abuela. ¿Cuántos cientos de personas leerían aquel día mi nombre? Yo tomaba carrerilla un par de líneas antes y me detenía siempre allí: «Gabriel». Importante, indispensable. Mi nombre ocupando un centímetro de espacio público en el que ninguna otra palabra podía penetrar.
De repente me acordaba no de la abuela muerta, sino de la abuela viva. La abuela en el huerto, la abuela en su reclinatorio, la abuela riñéndome, la abuela mirándome por encima de sus gafas, real y penetrante como un antiguo óleo lleno de luz. Eran lanzadas de júbilo y de angustia, que rehuía refugiándome en la balumba de pequeñas y grandes novedades que me envolvían. No, por nada. Simplemente deseaba la soledad para mi tristeza. Siempre me ha ocurrido, siempre he deseado esa rara soledad. Con deliberación casi estimulante; como la de quien planea quedarse solo para ponerse a hablar. Y así, me abandonaba al halago de mi nombre llenando aquel centímetro exclusivo de espacio. A la contemplación de las coronas, especialmente de la mayor y más vistosa corona: «Tu hija Matilde no te olvida». A la percepción de la muerte (ajena también, si se me entiende, a mi sentimiento de la abuela desaparecida para siempre). A las veladas conferencias entre los mayores, que comparaban ofertas de cosas adentradas en el más allá y estudiaban papeles que parecían facturas y decían «De caoba, sí, es lo mejor», y entregaban todos los papeles a don Vicente y querían darle también un dinero que él rechazaba con su sonrisa y su balar temblequeante.
—Por Dios, no se preocupen. Ya haremos cuentas. Y tampoco importa que hagamos o no cuentas.
No, no le importaban las cuentas. ¿Qué le importaba? Estuvo todo el día con su imagen rota, borrándose y reapareciendo como un espantapájaros reflejado en el agua. ¿De qué era su horrible sonrisa? No de dicha —qué atrocidad—, no de pena: ¿de qué?
—¿Voy con usted, don Vicente? ¿Eh, le acompaño?
Él me miró con extrañeza, pero a papá le pareció muy bien mi idea y dijo que sí, que me convenía salir un poco, pero que me abrigase.
¿Por qué había propuesto yo aquello? ¿Por necesidad física, por la necesidad de refrescarme en un cambio de escenas?
Luego de atravesar el portal pretendí en un gesto haber olvidado algo.
—Siga usted, don Vicente, en seguida le adelanto.
Y sin darle tiempo a contestar volví sobre mis pasos.
—Cómo va eso, Lobo.
—Ya ves.
Estaba sentado ante su caseta.
—Ánimo, Lobo. A ver si luego subes a verme.
—No sé, hay tanta gente…
—Bueno, nos veremos como sea. Ánimo. Total, mañana todo terminado. Hasta luego.
—Hasta luego. Ah, por cierto.
—¿Qué?
—No, nada.
Un poso de resentimiento hacía inseguras sus palabras.
—Dime qué te pasa, Lobo.
—Pues eso, mañana todo terminado. Con el entierro, quieres decir.
—Sí. ¿Y qué?
—Ya sabes, no podré ir con vosotros, contigo. La gente no entendería…
Me quedé de una pieza. Era la primera vez que le oía una insensatez. Sentí violencia y, a la vez, melancolía: una melancolía inefable, porque carecía de objeto: exactamente como si se anticipase a su objeto. ¿Cómo decirle a Lobo, además, que por una vez yo coincidía bastante con la gente, que lo hallaría fuera de lugar en el entierro? Claro está, Lobo sabía lo que yo pensaba.
—Anda, ve, te espera el viejo.
—Hasta luego, Lobo.
—Anda, corre. Comprendo que tienes prisa.
Y se quedó con un aire muy sufrido.
Don Vicente se había detenido a esperarme después de haber andado un poco.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada, creí que había olvidado la bufanda.
Excusa absurda, obvia. Pero don Vicente no me atendía. Caminaba aprisa y yo tenía que forzar el paso, sin saber bien si íbamos a la funeraria o a la iglesia. No me importaba. El inesperado diálogo con Lobo me había dejado mal sabor, pero levanté la cabeza con ánimo y miré a mi alrededor.
La noche estaba fría y agradable y me parecía que el aire me mojaba la cara, y mis zapatos crujían como yo había deseado siempre que me crujiesen unos zapatos, como los de un militar, por más daño que me estuviesen haciendo. Miraba a los transeúntes, miraba las tiendas. Tenía hambre de ver cosas y todas las cosas se me ofrecían y se avenían a trabarse por sí mismas en una vivida escenificación. En el cielo, muy próximas, temblaban las estrellas, aunque yo no las veía más que cuando cruzábamos tramos oscuros, después de dejar atrás las luces de un escaparate o de un café. No era demasiado tarde y en la Calle Mayor y en la Mercería había gente, y la plaza estaba llena de hombres que hablaban en grupos; parados y acalorándose, a pesar del fresco.
La bandera del Ayuntamiento estaba a media asta. Yo oía en todas las bocas el nombre de Dato y frases que necesitaban repetirse infinitas veces para consumir el fuego de su novedad. La moto agresora había sido una «Indian». Mazzantini había tenido un gesto.
Y también frases muy difíciles de entender.
—Te aseguro que esto unirá más a los conservadores.
Todo lo percibía teñido de inestabilidad, a veces sintiéndome rozado por una onda que culebreaba entre la gente sin dejarse precisar.
—Anarquistas, me apuesto lo que quieras.
—Y que no se sabían bien ni na el camino que había de seguir Dato.
Una onda que se había salido ya del presente sin entrar aún en el pasado, haciendo también transitorios —encendiéndolos y apagándolos en un instante— los semblantes y las voces de los que hablaban. No pude por menos de recordar las escenas de la multitud, en aquel mismo marco, casi un año antes: cuando el toro mató en Talavera a Joselito. Pero había una diferencia sutil, muy sutil entre el clamoreo de aquellos corazones populares y el clamoreo de esta conciencia nacional: entonces los hombres habían dado un paso atrás, acompañándose en un angustiado duelo; ahora daban un paso adelante, actores vociferantes e indignados.
—Veintisiete balas. Una le atravesó el sombrero.
—El sombrero de copa; Dato llevaba siempre sombrero de copa.
Me sentí perdido y sin saber lo que hacía me agarré a la mano de don Vicente. Tomamos una callecita tranquila, llegamos a la funeraria. «Viuda de Jacinto Fernández.» Con letras góticas de oro en un gran rótulo de cristal negro. Le dije a don Vicente que prefería esperarle fuera y él temió haber estado a punto de cometer una falta de tacto.
—Pero claro, ¿para qué has de entrar? No tardaré.
Vi a través del escaparate cómo se dirigía a una señora enlutada y cetrina, grave y afable a la vez; con rápidos parpadeos de conmiseración y aire de pésame profesional. La viuda de Jacinto Fernández probablemente.
En el escaparate, pulcro y triste, sobre un suelo de limpia grava había un gran ángel de granito, arrodillado, y un par de lápidas también con ángeles, en bajorrelieve, de cabellera larga y ondulada como agua del mar. Y desparramados entre los ángeles algunos pensamientos, con los amarillos y los violetas y toda la delicadeza de los dibujos y el terciopelo y la lástima inmensa de los pensamientos.
A mis espaldas, por la acera, iban y venían algunos transeúntes. A veces me sentía empujado. Me volví a mirar a los que pasaban y un viejo tropezó conmigo. Un buen encontronazo, desde luego. Me apartó con desagrado y rezongó la palabra «idiota»; casi como si monologase. Dio dos o tres pasos, y yo, con un comienzo de susto, creí que allí había terminado el incidente; pero el viejo, girando bruscamente, se me encaró.
—Sí, tú, idiota. ¿Qué miras? ¿Eh?
—¿Yo? Nada.
Me puse rojo como un tomate y, a pesar de todo, reparé en la boca arqueada del viejo. Se le tensaban los gruesos labios por delante de unas encías prominentes, como conteniendo un bostezo que desentonaba en aquel enfado. Tenía grandes ojeras y canas rizosas, y se me ocurrió que había de ser mulato.
Algunos transeúntes aflojaron el paso para atender. El viejo me miró despectivamente, levantó una mano en el comienzo de una bofetada distante, bajó la mano y prosiguió su camino diciendo una cosa muy fea. «Tanta insolencia y tanta leche.» Clavé los ojos en el suelo y sentí sobre mí la mirada dura de los que casi se habían detenido.
Poco a poco terminaron de pasar. Como la corriente lenta de un río. Vinieron otros embebidos en sus pensamientos y en sus conversaciones; otros que no habían presenciado el incidente y que no se fijaban en mí. Levanté los ojos con alivio. Se me apagó el rubor. Qué agradable era verlos. Cada cual venía y desaparecía con su individualidad espontánea. Me entretenía verlos alejarse. Los miraba y los abarcaba sintiendo en mí algo nuevo; un raro poder de síntesis. De veras; saliéndome por vez primera de mí para comprender que la vida está hecha de infinitas vidas entrecruzadas, furiosamente independientes e importantes.
—Sí, tú, idiota…
Me sacudió la cercanía de aquella voz que nunca más volvería a oír.
Que la vida es un acorde interminable y alimentado de sí mismo, en manera alguna una melodía. ¿Y tenía que descubrirlo aquel día precisamente? Precisamente, viendo manar de un mismo misterio la vida y la muerte. Eso, en un profundo acto de respeto y de honor a la abuela. Me entró el deseo desesperado de contar todo aquello a alguien, me pareció esencial que no se perdiese para siempre. Y al mismo tiempo sentía que era un privilegio mío el hecho de que si yo no lo reconstruía se perdería para siempre. Nadie sabría, por ejemplo, si yo no lo contaba, con cuánta nostalgia había contemplado yo a aquella chica. Venía por la acera pegada a su novio. Despacio, apoyando de lado su cuerpo en el de él. Llevaba el abrigo suelto, y la suavidad de su figura asomaba y se ocultaba a cada paso entre un vaivén de sedas y sombras. Posaba los pies de puntillas en la acera, forzada por el alto tacón, y cada pie prolongaba en el empeine la larga línea de la pierna. Su novio le iba diciendo algo al oído y ella asentía y sonreía mirando al suelo. Caminaban los dos ajenos al frío y al tiempo, flotando en un mundo desprendido de todos los mundos.
Y cuando pasaban ante mí, aquel abrigo suelto me rozó, y la emoción de la pareja me aureoló un instante, y sin saber cómo me encontré pensando en China. Abracé realmente el aire vacío que me envolvía y bajé los brazos con desaliento. Pero inopinadamente llegó a una esquina muy cercana un vendedor de periódicos y se puso a vocear:
¡El vil asesinato
de don Eduardo Dato!
Podría tener 50 años e iba metido en un gabán pardo y demasiado grande para él, y repetía el pareado con vigor y sin saber ya lo que decía. Su voz bronca lo recortaba una y otra vez con invariable sonsonete, como titulando un romance callejero. No era él, con seguridad, el autor del pareado, que en días siguientes oiría repetir a otros vendedores de periódicos y a la chiquillería. Casi nadie le atendía, casi nadie le compraba el periódico. Él pateaba la acera, seguramente con pies fríos, y de vez en cuando se acercaba la calderilla a la nariz con una mano y la contaba con la mirada. De pronto sonó un silbido lejano. El hombre atendió, contestó con otro silbido y miró a su alrededor. Le desazonó, creo, verse observado por mí.
¿Cómo contar todo aquello? ¿A quién narrarlo? ¿Narrarlo? ¿Escribirlo? Me estremecí.
Volvieron a llamar al vendedor con un silbido, se agachó entonces, se arrancó de un tirón un zapato, escondió en éste algo —me hubiese apostado la cabeza a que era dinero—, se encasquetó el zapato a pisotones y talonazos, silbó a su vez y se lanzó calle arriba con su pareado. El vil asesinato de don Eduardo Dato se perdía por los aires con ecos cada vez más vacíos de novedad.
Tardé unos segundos en comprender que don Vicente se hallaba junto a mí disculpándose por haberse entretenido más de lo que pensaba en la funeraria. La fuerza del voceador y de su escena, no totalmente clara, tiraban de mí.
—¿Vamos, pues?
Me llevó de nuevo por entre la gente, una calle y otra, y al llegar al casino se paró bruscamente ante la gran puerta de cristal, la empujó y me dijo:
—Entremos.
El golpeteo de las fichas de dominó contra los mármoles resonaba bajo el alto techo y el aire se espesaba en el humo y en el aroma de cigarros puros. Seguí a don Vicente rodeando y evitando veladores llenos de parroquianos. La luz caía con dificultad de las arañas a través de aquel humo, el público se hacía borroso en la profundidad del salón, y esta profundidad tenía una tonalidad azulada y olía muy bien, a anís y a café y a cigarro puro, y me agradaba sentir que aún me quedaba frío de la calle para ir perdiéndolo lentamente. Llegamos al mostrador.
—¿Qué quieres tomar?
No me lo esperaba a pesar de todo.
—… Leche merengada.
—¿Cómo?
—No, un refresco de zarza.
El hombre del mostrador, de unos 45 años, era calvo y gordo, de pechos gordos estallándole bajo la blanca camisa de seda. Y al oír lo que yo pedía me sonrió y me hizo entender que don Vicente no sonreía y que su sonrisa perenne y movediza era lo que le incapacitaba para sonreír.
Sentí el cansancio de golpe. Había cerrado los ojos para paladear el burbujeo de mi zarza con sifón. El burbujeo se me había ido por la nariz arrancándome dos lagrimitas. El hombre gordo brillaba como envuelto en celofán y tornó a sonreírme, y pensé que tenía ojos de bebé. Me pareció raro que siendo calvo, y también velludo, velludo de los que nunca aciertan a ocultar el vello que les trepa hasta la nuez, tuviese aquellos ojos plácidos de bebé.
Pero ya nada me interesaba demasiado. ¿Narrarlo? Lo que yo quería era estar con mi madre.
Luché por atender a don Vicente, a su mano trémula levantando la copa.
—Mira, Gabrielito, yo quería mucho a tu abuelita. Cuando seas hombre… Pero al menos ella ya ha descansado.
Ahí se paró. Por simple desgana. Qué raro, ¿qué había dicho? Y su sonrisa no era una sonrisa. Sus palabras, engullidas por remolinos de aire azulado, se habían entrado con este aire por mis oídos como por dos agujeros de desagüe, y el aire seguía entrando y mi cerebro se iba anegando. El frío de la calle se me había evaporado dejándome embotado. Las piernas me sostenían mal, los pies me estallaban dentro de mis zapatos nuevos. ¿Cómo podía estar tan extenuado sin haber hecho nada en todo el día?
¿Y qué quería decir narrar y por qué había de ser tan importante narrar?
Pero, ¿era verdad que alguna vez llegaría hasta mi madre? De tarde en tarde parpadeaba para comprender que conocía mejor al hombre gordo con ojos de bebé, aunque el argumento de su vida me fuese desconocido, que a don Vicente; pero tampoco me atraía comprenderlo. ¿Podría yo realmente con las dos piedras que eran mis pies zambullirme en la destemplanza de la noche y llegar al caserón? Entendí también que lo que pasaba entre don Vicente y yo era que no había confianza ni el menor deseo de establecerla; que hay vidas que a despecho del más continuado contacto no prenden la una en la otra, como hay vacunas que no prenden en determinadas personas; y que don Vicente había querido mimarme un poco aquel día con su invitación y con un párrafo afectuoso, el cual no había podido terminar porque yo no le interesaba en absoluto. Simplemente.
—¿Cuándo nos vamos, don Vicente? No, no, termine, por favor. Quiero decir…
Apuró su copa y el hombre nos dijo «Con Dios, señores». De nuevo sorteando veladores para llegar a la salida. Los camareros, bandeja en alto, hendiendo la luz estancada en el humo, se doblaban y hacían pasos airosos. Ahora me daba pereza tener que dejar aquello. El golpeteo de las fichas. Los cristales empañados de los ventanales y, tras de éstos, el desfile de la calle con sus halos errabundos. ¿Y había que abrir aquella puerta, salir? Más que la apetencia de volver a mamá pesaba sobre mí el descubrimiento pavoroso de que no me quedaba otra apetencia en toda la tierra.
Por la calle pasaban fantasmas. No había vida, no había vidas individuales y entrecruzadas. No había más que fantasmas, que se hundían suavemente en la oscuridad.
Delante, siguiendo el ataúd, íbamos papá, el tío y yo. Papá a un lado, yo en medio, el tío al otro lado.
Aún me parecía oír las últimas estrofas fúnebres ascendiendo por el hueco de la escalera desde el portal. Sí, habían vuelto a depositar el ataúd en el suelo del zaguán. ¿Cuántos sacerdotes cantaban, cuántos habían venido? Hallé hermoso su canto: sobrio, a una voz, dos o tres notas arriba, dos o tres notas abajo; nada más. La escalera había estado atestada de gente, y la muchedumbre congregada ante el caserón había interrumpido el paso en el camino de la estación. Habían cesado los lloros de arriba. Definitivamente terminados, como una escena que se quedase atrás con el volver de una página. A una seña de un sacristán los cuatro mozos que bajaban el ataúd se habían inclinado de nuevo sobre éste para volver a cargarlo.
Salíamos del pueblo hacia los campos. Me arañaba los nervios lo último que había visto de la abuela. En un inconfesado forcejeo interior había pasado y vuelto a pasar cuando todo terminaba ante su habitación. Encontrando siempre fuerza para vencer la querencia de mis ojos. Las coronas, las llamas quietas de los cirios, el pequeño túmulo con el féretro encima: hasta ahí me había permitido reconocer a hurtadillas. Por fin —ya se disponían aquellos tipos impacientes de guardapolvo gris a tapar la caja, ya las mujeres, locas, sujetándose las unas a las otras en confusos racimos se volcaban sobre el túmulo y se apartaban de él— por fin había mirado. En un relámpago solo. Qué horror. La porción más imprevisible de todo el conjunto: las suelas de los zapatos señalando hacia el techo. Negras, puntiagudas, muertas, absolutamente indiferentes.
Salíamos a los campos. Oía a mis espaldas romperse contra la tierra y los guijarros el pisar de la multitud de hombres. Acompañaba aquel pisar áspero. Dejábamos atrás las últimas casas, enjalbegadas y pobres. Había a sus puertas chiquitines descalzos y con la barriga al aire, mirando el cortejo. Se pararon los mozos que llevaban el ataúd, acudieron otros cuatro a relevarlos. Aparceros e hijos de aparceros. De Alcidia, de Las Casas. Conocía a algunos. Otra vez en marcha. Cuesta arriba ahora, hacia el calvario. No tardaríamos en ver la ermita.
Era un día de mucha luz. A un lado de nuestra ruta y cada vez más hondas, las azoteas encaladas del pueblo espejeaban al sol de mediodía como charcos. Algunas ventanas llameaban, pero con un sorprendente fulgor de ocaso. Y donde más luz había era en las alpargatas blancas de los mozos que transportaban el ataúd. Salpicaban luz. Y las piedrecillas del camino parecían nuevas, recién desperdigadas a mano. Y los árboles, limpios y aún mondos de hojas, se acercaban de pronto a los ojos en el aire.
Un día de mucha luz. Y de frío[3]. Unos llevaban abrigo, capa otros, y los labradores pelliza y tapabocas. Soplaba un vientecillo sonoro; trasponía sus propios ecos, que uno veía irisar a lo ancho de los campos.
Rizándose al correr del aire, una punta de mi bufanda me tremolaba al oído.
Miré con disimulo al tío Nicolás. Le sentaba el negro; hasta más gallardo le hacía. Era, no cabe duda, muy guapo mi tío Nicolás y aquel día me pareció especialmente guapo. Se le hundían un poquitín las mejillas atezadas, levemente oscurecidas por el vientecillo. La luz le hacía entornar los ojos y fruncir el ceño. Y el corte inexplicablemente noble de su cara movía con fuerza casi irresistible a mirarle de frente. Pero él no bajaba ni alteraba la ceja, y avanzaba con ademán impasible, las manos a la espalda, alto el mentón y dura la boca.
Miré a papá. Iba doblado bajo un gran peso. Muy, muy cargado, la cabeza vencida al pecho, los hombros caídos. Parecía a veces que iba a salirse del camino, pero alzaba la mirada un punto, se orientaba y volvía a pegarse a mi lado. Respiraba sordamente y su respiración llevaba revueltas pesadumbres u oraciones, como el agua de un río lleva revueltas piedras.
Y miré a don Vicente; aprovechando que doblábamos un recodo me volví a él. Allí iba, en primera fila de la multitud, con Paco, don Antonio y varios señores importantes de Alcidia. Ni siquiera en aquella ojeada huidiza dejé de captar el centelleo de la sonrisa que no era sonrisa y los temblores. En casa, cuando oíamos los cantos fúnebres, las lágrimas habían brotado de sus párpados enrojecidos y resbalado sobre su sonrisa, extrañamente independientes de ésta, y la pregunta había vuelto a inquietarme. ¿Qué tenía, si no tenía exactamente pena? ¿De qué eran sus lágrimas y, sobre todo, su sonrisa impermeable a las lágrimas? Ahora, mirándolo desde aquel recodo, la brusca revelación me clavó en el sitio (papá y el tío tuvieron que pararse, extrañados, a esperarme): lo que don Vicente tenía era envidia de la abuela, que ya se había muerto. Recordé su desalentada interrupción de la noche anterior, en el casino. «Al menos ella ya ha descansado.» Y con enorme sorpresa aquella aguda y lejana confesión suya a la abuela, cuando contó a ésta cómo hallándose ya en la ronquera de su agonía, tan a gusto —durante su grave enfermedad— un incómodo desvelamiento lo había devuelto a la vida. ¿No se le habría quedado en su sonrisa la protesta crispada de aquel momento, para perderla sólo cuando cerrase los ojos por última vez?
Vi a Lobo a lo lejos, sobre un altozano. Contemplaba el entierro con gran atención. Volvería a ver a Lobo otras veces, siempre de lejos. Se sabía el camino y nos precedía en las revueltas. Lo diré: no me emocionó demasiado. No me irritó tampoco, claro; antes bien me dio lástima y sentí ganas de estar con él y de acariciarlo. «Allá va Lobo», me dije con tranquilo afecto, sin tener que esforzarme por impedir que su presencia perturbase mi ánimo.
Seria porque entonces o inmediatamente después llegó el tañido de las campanas. Sería que el momento había de cuajar ya. Como fuese. Brotando de aquellos cardos, por ejemplo. Pues, sí, el ataúd pasaba con su leve bamboleo ante un ribazo bordeado por unos cardos. Pero también, Dios mío, las campanas doblaban. Ding-dong. Desmayadas, muy claras, deshechas de lástima y de adiós. Habían doblado probablemente antes, pero fuera del momento, aún inaudibles. Ding-dong. A lo lejos. Tocando a muerto por la abuela. La luminosidad del día caía a plomo. Ding-dong. Adiós, abuelita. Pero, ¿íbamos a dejárnosla sola? ¿Sin remedio? ¡Ay, abuelita, ay que me muero! No te vayas, abuelita, no te vas, no te vas. Ding-dong. Mira que yo soy muy pequeño y muy ridículo, mira que no sé qué va a ser de mí, mira que tú vas a tener la culpa. Ding-dong. ¡Abuelita, no te mueras! Ding-dong. Abuelita, no me dejes solo. Bueno, pues, me emborracharé… Ding-dong. Me emborracharé muchas veces, no estudiaré. Ding-dong. Hala, no iré al colegio, no… Ding-dong. ¡Abuela!
Papá me echó una mano al hombro y siguió caminando como sosteniéndome; y eso que yo no había respingado, ni nada.
Sobrado conocéis aquella extraña condición mía que, primero haciéndome anticiparme a la verdad y luego retrasándome en una mezcla de astucia y torpeza, me llevaba a estirar con excusas muy elaboradas —intelectuales, a pesar de mis trece años— las horas y los minutos de las horas, convirtiendo el tiempo en goma. Hasta que el tiempo no podía dar más de sí y saltaba hecho pedazos. Nunca por un accidente espectacular, sino por su propia tensión, roto en un simple fenómeno físico y coincidiendo a menudo con un accidente mínimo. Como la visión de unos cardos de pelusilla morada y amarilla o el tañir de una campana. Ha sido siempre un amor maldito al tiempo, al tiempo que tantas, tantas veces me ha pagado hurtándoseme y haciéndome llegar a destiempo.
La cancela del cementerio chirrió. Entramos. Hierba amarilla y alta, como si acabase de pasar agosto. Hileras de nichos, algunos cerrados, como grandes párpados caídos, y algunos vacíos, como bocas abiertas y oscuras. Retratos de niñas y de señoras en óvalos aporcelanados; retratos de muertos que, cuando vivos, habían mirado aquellos retratos. Flores de tela ahogadas entre la lápida y el cristal. Y palabras escritas y lámparas de plata. Lo triste, lo desgarrador era que todo estuviese tan lleno no de vida artificial, sino de muerte artificial.
Bajaron el ataúd de la abuela a su fosa. Junto a las fosas del abuelo y de la tía Elvira, amparadas por cruces de piedra y de tiempo. La tierra estaba tierna, negra. Sobre la tapa sonaron muy broncos los primeros terrones. En aquel instante no pude creerme que la abuela estuviese allí. No me rebelaba; simplemente la cosa carecía de sentido.
Creo que fue Paco quien me tomó por los hombros y me apartó unos pasos. Me dejé llevar, me agradó obedecer. El aire, creo que era el aire, me abrasaba la cara. Los párpados me pesaban y era bueno no hacer nada por levantarlos.
Comenzó a pasar la fila de los pésames. Un apretón de manos a papá, otro al tío. Un nuevo apretón de manos a papá, otro al tío. Los hombres esperaban su turno, apenas si avanzaban. Y después de haber dado el pésame caminaban un poquito más aprisa, como si hubiesen tomado agua bendita.
¿Tendría fin aquello alguna vez? No, probablemente no lo tendría nunca. Era un reto al orden de la vida, un fenómeno nuevo que no cabía en la vida. Mataba uno los minutos angustiosos contando el número de nichos de aquella pared, regresaba al fenómeno y descubría que no se había producido alteración alguna. La ruta de los que aún habían de dar el pésame no se acortaba.
Todo tuvo que terminar, no obstante, porque me vi ya fuera del cementerio a punto de tomar aquel coche; es lo primero que consigo recordar después del desfile de los pésames. Paco me había llevado del brazo hasta el coche.
—Anda, sube.
Un elegante coche, tirado por un elegante caballo. Algo absolutamente inesperado. Un coche alto, de equilibrio difícil y línea frágil, todo él acharolado y con un rojo brillante en los radios de las ruedas. Vi otros tres o cuatro coches en la explanada, ante el camposanto, y tres o cuatro tartanas. La inmensa mayoría de nuestros acompañantes bajaba a pie hacia el pueblo y hormigueaba por el camino, pero algunos grupos se encaramaban a coches y tartanas. Con bastante silencio, como sin prisa y sin bullicio, pero conseguido por fuerza de voluntad pura.
En lo hondo, el mapa medieval de Alcidia y sus alrededores. Los volúmenes apiñados de las casitas, los árboles idénticos pintados en un mismo plano.
Desde mi asiento veía las ancas y las orejas del caballo. Cuando dejamos atrás a la gente el cochero hizo un sonido especial con los labios, como si le echase besos al caballo, y éste inició un trote y los árboles y los ribazos comenzaron a pasar más de prisa. El rodar de las llantas de goma sobre la tierra me hacía morder con los dientes un vibrante rataplán.
Nadie abrió la boca durante el breve trayecto. Ni el tío, ni papá, ni don Vicente, ni Paco, ni yo. Me parecía que las palabras querían salir y que tras de la primera habrían salido muchas, enredadas; pero la primera y las demás se quedaron en el cuerpo, intimidadas.
Me angustió ver que tomábamos el camino de la estación. Un minuto más, menos de un minuto más y todo habría terminado. Pero de verdad. ¿Cómo sonaría el caserón cuando subiésemos por la escalera?
De pronto, cuando ya el coche se acercaba a la acera para detenerse, oí el rodar presuroso de algo muy desvencijado. Me asomé a la ventanilla. Saltando sobre las losas de la acera bajaba a toda velocidad un triciclo. Dos chiquillos iban montados, uno al manillar y pedaleando, el otro detrás, erguido no sé cómo. Lo hicieron con un espeluznante acento de verdad, con fuerza que nadie podría igualar. Cuando ya estaban muy cerca de nosotros, el que guiaba se arengó a sí mismo:
¡El vil asesinato
de don Eduardo Dato!
Y cuando pasaban a nuestra altura, el que iba de pie, imprevisible, ineluctable, nos acribilló disparando con dos cortos palos que llevaba en las manos. ¡Pum, pum, pum! ¡Pum, pum, pum, pum, pum!
El retemblar del triciclo se perdió calle abajo, dejando dentro de nuestro coche una inmovilidad trágica.
Acercándome al caserón se me doblaban las piernas. Allí estaba, en efecto; entornando su portón tachonado de herrajes, dando de lado a la vida.
No lo creeréis, pero los días y las semanas siguieron pasando.