1

Escribo esto en Londres, adonde llegué esta mañana en uno de esos ramalazos de añoranza por la ciudad que me entran. A mí, que adoro el campo. Es un ramalazo insufrible, intolerable. Me lo dejo todo revuelto, me hago el nudo de la corbata con manos impacientes.

—Vámonos, Mana.

A la ciudad. A la «única fuente de inspiración para un arte auténticamente moderno, contemporáneo».

Ocurre esto de repente un día cualquiera, sólo especial por su morriña. Nuestro viejo Anglia nos transporta en un ratito. A veces nos quedamos aquí tres o cuatro días y nunca menos de dos.

Aparte de estas imprevisibles escapadas —y aparte, claro, de mis breves vacaciones veraniegas en España— nunca me alejo de la granja.

Había esta mañana un poco de niebla en Londres. Nos metimos, como siempre hacemos, en un hotel de una callecita que baja del Strand hacia el Támesis. Un hotelito limpio y viejo, sin nombre siquiera. Nos conocen, procuran darnos «nuestra» habitación. «Bed and breakfast.» Ideal, para no tener que regresar a comer.

Vemos una exposición de pintura, vamos a un concierto, al teatro, compramos un libro viejo, nos perdemos, compartimos con el anciano Anglia el susto del tráfico, comemos en un restaurante chino, o en un restaurante indio, nos paramos entre la gente a oír a los oradores de Hyde Park. Inocente.

A poco de regresar al hotel, María comienza a reñirme.

Es una escena que se repite en casi todos nuestros viajes.

—¿Ya estás escribiendo? ¿No puedes dejarlo?

No puedo dejarlo. Si no termino esto no seguiré adelante. Tiene que pasar este bloque para que mi sangre pueda seguir circulando. Parecido a lo que mató a mi abuelo.

Más que nunca necesitaba escribir precisamente aquí. No, no está bien dicho: precisamente fuera de la granja. De momento, se entiende. He revivido allí con demasiada crudeza lo contado en los dos últimos capítulos y he visto que empezaba a hundirme con igual realismo en la extraña laxitud que sucedió a todos esos hechos en el caserón. Fue aquello como el alto de silencio que en una sinfonía antecede al desencadenarse del último tiempo. No podía, quedándome en la granja —en el caserón—, más que pasar en silencio el silencio; para verlo desde fuera, para aprovecharlo y meter en él todos los reajustes necesarios tenía que salirme de él.

¿Manía de viejo, ésta de los reajustes? Creo que no. Aunque, sí, me siento viejo. Es la primera vez que lo digo con un desagradable flaquear de piernas. Siempre lo he dicho echando mano de la renta que le queda al hombre que en el fondo se siente joven. Presumiendo. Acabo de comprender que, diga yo lo que quiera, dentro de nada estaré en el pórtico de mi vejez. La mejor edad, me dice María. Ausencia de ambiciones, madurez mental. Etcétera. Ya, ya.

Viejo. ¿Qué me puse a decir el otro día de las motos? ¿Por qué? ¿Frivolidad senil? Me alarma. Los viejos, como los niños, creemos que tenemos derecho… ¿Creemos?

Al diablo. Laxitud, alto de silencio. O, más llanamente, aburrimiento, el aburrimiento que a la vez experimentamos los tres hombres de la casa.

2

Los hombres se aburren de las cosas. Los hombres viven de problemas y no de soluciones; más que resolver sus problemas lo que necesitan es renovarlos para renovarse. (Hay quienes llegan a odiar las soluciones; necesitan rechazarlas para que los problemas sigan alentando.) Y muchos despropósitos y muchas inconsecuencias aparentes resultan, a la luz de esas necesidades vitales, cargados de un profundo sentido.

Papá estaba cantando en el cuarto de baño mientras se enjabonaba para afeitarse. Tralaralá, tralaralá. Feliz. Fígaro por aquí, brochazo por allá, brochazo en la nariz, ¡ja, ja, ja, já!

—Elisa.

Pausa.

—Elisa.

—Qué.

Mamá estaba leyendo. Casi podía adivinarlo uno sin verla oyéndole aquellos «qués» y aquellos «síes». Decía «qué» o decía «sí» pero no decía nada. Aquellas dos palabras eran dos sirvientes aleccionados que entretenían a la puerta a las palabras visitantes mientras mamá saboreaba un poco más de vida con su lectura. A veces alejaban del todo a los visitantes sin que mamá hubiese tenido que enterarse.

Ahora se trataba de visitantes tenaces, de los que no se van así como así.

—¡Ja, ja, ja, já! Toreadoor, trá lará lará… ¡Elisa!

—¡Qué!

—¿Te acuerdas de cuando debuté en Alcidia?

Un día papá había descubierto con espanto que el juego de su tácita alianza con el tío Nicolás, frente a la supuesta evasión del dinero de la abuela en la asociación de ésta con don Vicente, se estrellaba con otra alianza inconcebible: la del tío con la abuela. A través de un puente maquiavélico: el proyecto de boda entre el hijo de don Vicente y la hija del tío; el proyecto que, sin que ella lo supiese, llevaba a la abuela a pactar con el tío. Era como la historia de las relaciones entre países, más determinadas a veces —para indignación del estudioso cándido— por pactos oscuros que por principios transparentes. También los países se aburren de las cosas y esencialmente de su «cosa política», ni más ni menos necesitada de renovación que la onda de las modas.

Pero volvamos a mi padre, quien a renglón seguido había descubierto que su problema, el que durante años le había tenido en vilo, al acecho de un jaque mate, ya no le servía para vivir. Le aburría. Lo único que contaba era que su mujer se le estaba esfumando de entre las manos. Del modo más incomprensible. Sin una riña, sin una incompatilidad. No adivinó por fortuna con qué otro pacto se le había querido hacer entrar en posesión, si no de ella, de un statu quo en que ella hubiera podido pasar por ella, y del viejo, pero reverdecido problema (por la disolución del proyecto). Su mujer se le esfumaba en un proceso maléfico: como un ser al que de día en día conociese menos. Y el vacío de ese desconocimiento progresivo comenzó a llenarse de un mar frío, cada vez más alto, en el que todo lo demás fue sumergiéndose.

Vivió aquel período mortecinamente. Sin optimismo ni retórica, desinflado el pecho; agrisándose y desmedrando como una planta falta de sol. Tuvo, sin embargo, el gran talento de no preguntar ni indagar nada; con seguridad comprendió que por aterradora que fuese la amenaza pendiente sobre su cabeza —porque lo más característico de la situación fue, en efecto, un aire de amenaza indefinida y creciente— de nada hubiese valido tratar de forzar las cosas. Sencillamente supo esperar. Hubo de pasar muchas noches fingiéndose dormido, aterrado pero aguantando junto al también fingido dormir de su mujer.

Y este saber amordazar su miedo y su impaciencia en momentos que llevarían a los más de los hombres, enloquecidos, a oponer una actitud racional a lo irracional, es lo que, más que ningún otro trazo, me hace verlo hoy como un hombre selecto.

De pronto otro día presenció cómo el frío mar en que su mundo se había sumergido comenzaba a descender. Vertiginosamente, secándose o evaporándose en unas horas.

(—Bueno, ¿vas a convidarme a merendar por fin o qué? Está visto que a ti hay que pedirte las cosas.

Un día o dos después del encuentro en el desván con el tío Nicolás. Papá había cerrado los ojos un momento. Nada más. Su voz iba a sonar tan esforzada y tan falsa como la de mamá.

—A mí con descaros… ¿Vale esta tarde? ¿A que no?

Se fueron del brazo, tardaron, volvieron del brazo.)

Ni una palabra tampoco, ni una pregunta. ¿Para qué, cuando una simple, incontaminada luz de alegría invadía el nuevo vacío? ¿Adónde quieren llegar los jueces morbosos que apabullados por la verdad se empeñan en seguir interrogando?

Parecería aquí que todas las islas anegadas deberían haber vuelto a dibujarse. Lo cierto es que se habían desdibujado para siempre. Temo ‘haber presentado a mi padre, en la escena de Nochebuena descrita hace tres capítulos, como haciendo de tripas corazón y felicitando al tío y a China y a Paco con la gallardía del que sabe encajar un golpe. Ni hablar. Ya por entonces el problema le aburría. Papá había felicitado a sus vencedores yo diría que con pereza, yo diría exactamente que buceando con pereza por el mar inesperado que le ahogaba todas las cosas.

Ahora el aburrimiento era mortal. Ahora rehuía el problema con la desgana del que rehuye hasta el recuerdo de una empresa dejada a medio hacer o de una vocación abandonada.

Mamá, sentada cerca del cuarto de baño, sin ver a papá, había levantado del libro una mirada seria y había cerrado el libro. Era muy importante lo que estaba mirando, le hacía asentir levemente con la cabeza y semicerrar los ojos para que no se le escapase nada.

—Cantaste muy bien aquel día, Gabriel.

—¿Tú crees?

—Maravillosamente.

—Ah, ya no tengo aquellas facultades.

—Vaya. ¿Por qué, tonto?

Me sonreí. Como si tuviese muchos más años que ellos. ¿A qué nuevos problemas se aferraría mi padre para poder seguir viviendo, ahora que el de mamá, también desvanecido, le autorizaba a seguir viviendo?

3

Pero, ¿cuál era el «problema» a que hasta entonces se había aferrado? ¿El de cómo manipular para hacerse con el dinero de la abuela? No. El de cómo manipular; a secas. No el fin, sino la trama. Importa revisar aquí algo. Papá no ambicionaba el dinero de la abuela, de igual modo que no era cantante; su instinto fabulador —poderoso, veraz— le hacía creer y hacía creer a los demás que ambicionaba lo uno y que era lo otro.

De igual modo que no era cantante. Fue el amor al complot por el complot, de tan propicias resonancias en su concepción operística de la vida, lo que le metió en el enredo. Torvos parlamentos, torvas alarmas. «Cuidado, Nicolás.» Apartes junto a los bastidores, cartas fatigosamente tocadas de misterio, clandestinidad. Confabulado todo el tiempo como un tenor en una mazmorra.

«Cuidado, Nicolás» y, cierto, «Cuidado, Gabriel». ¡Cuán fácil me sería culpar al tío Nicolás, cuán fácil convencerme de que así obraría yo de buena fe! Me apoyaría en hechos como si no me apoyase en prejuicios. Cuando papá llegó al caserón, ya el tío había llegado. Justamente siguiendo el rastro a sus propios cálculos. Supondría correctamente que el tío trataría de hallar un aliado en papá —es casi seguro que lo hizo—, vería a mi padre envenenado por la codicia de otro. Pero yo tengo la flaqueza de creer en la originalidad de mi padre. Culpar al tío sería llamarle tonto a mi padre. Mentir.

Culpo —hay que emplear un verbo— a aquel instinto fabulador que hacía vencerse lo que no llegaba a ser hacia lo que debería ser, lo que no era hacia lo que podía ser. «Como usted dice», aunque usted no hubiese dicho una palabra. «Afettuosamente, a Gabriel Sanjuán. Titta Ruffo.»

Pero tanto como el complot por el complot… Con dinero de por medio… Esta «lógica fundamentada en impresiones» es, lo sé, la más arriesgada. Es como un sombrero puesto a un monigote de nieve. Se derrite el monigote, se cae el sombrero.

Os iba a hablar de otro hombre, de otro hombre también decente que de la noche a la mañana se vio convertido en espía. Lo conocí bien. Tenía que espiar a un infeliz y se enardeció en su papel. Durante la guerra. No os lo cuento (y eso que el caso aclararía, creo, por qué papá no dejó de ser cantante, tal como dejó de codiciar el dinero de la abuela, cuando surgió y se desvaneció el problema de mamá). No es sólo que me dé lástima (el espía, no el espiado); es que al final no habría dado un paso en mi esfuerzo por alcanzar lo inalcanzable: establecer una relación científica entre la lógica y las impresiones.

Os contaré otra cosa en cambio. En realidad ya os la he contado. Muchas páginas atrás, cuando bosquejaba la figura de mi padre. No podía volver sobre ello hasta haber llegado a este punto. Nos encontramos en aquel bosquejo con un contrasentido aparente («enigma» lo llamé entonces): la falta de interés de mi padre por el dinero que con trabajo mínimo le brindaban sus descuidadas operaciones de corretaje. ¿Es que las pesetas de sus clientes tenían menos céntimos que las de la abuela? No, ni hay contrasentido. Tampoco le interesaban las de la abuela. Sólo que al conjuro de éstas entraba en escena, mientras que para atender las otras tenía que salir de escena, quitarse la cuerda y el toldo, cortar sus ensayos.

Y aún os contaría más, pero la verdad es una diosa casta que no se casa ni con el biógrafo.

4

Vi, según me acercaba a la salita que hacía de antecámara junto al dormitorio de los tíos, un reflejo resbalando sobre los muebles. Anunciaba la aparición de alguien y, en efecto, un instante después se dejó ver Catalina, quien, cruzando furtivamente la salita, llegó a la puerta del dormitorio y, sin llamar, aguardó un momento.

Catalina, envuelta en una blanca toalla de baño, iba descalza y, adiviné, desnuda, los hombros al aíre y el rubio pelo suelto. ¿Dónde se había desnudado? ¿Había querido ir al cuarto de baño y viendo que papá estaba allí había retrocedido? No es probable, por razones con las que no quiero cansaros. Esta divagación os parecerá estéril, pero para mí aquel retazo semiinteligible ha sido siempre como el reto de un acertijo que, puesto a luchar con la razón, deja de ser banal. Se abrió la puerta de la alcoba, asomó el tío, entró Catalina. La puerta se cerró. Poca novedad encerraría esto racionalmente, pero yo me clavé en el sitio mirando la puerta.

Pasó cierto tiempo; no menos de tres o cuatro minutos pasaron. Y se abrió de nuevo la puerta y asomó por ésta la tía Matilde; y la tía, tras decir algo en voz baja al tío y a Catalina, salió. No me vio porque, entreteniéndose a hacer algo en la salita, me dio ocasión para alejarme.

Por repugnante que fuese el misterio entrevisto en todos estos movimientos —tan repugnante que siempre me he echado para atrás ante la tentación de pedirle una aclaración a Catalina— en aquel instante mi valoración de la tía se tiñó de admiración. El hecho de que ella hubiese podido participar con discreción y sin fallos en un juego tan denso, desarrollado en mis narices, pero que sin la casualidad en mi favor yo no habría llegado a descubrir, me sumió en un inconsolable sentimiento de fracaso. Durante los últimos meses el caserón se había convertido para mí en un laboratorio maravilloso, donde, excitado y temeroso como un aprendiz de brujo, tomando, aislando y combinando porciones de pasiones ajenas y propias, me había socarrado en llamaradas y atufado en humaredas. Iniciado —creía yo— en la magia de las llamadas contradicciones humanas y conocedor —creía yo— de que lo más específicamente humano y egregio es el disimulo, no el hervir; la vida soñada, no los sueños.

Y de repente, la tía que sale por una puerta como una inesperada señora gordita brotando de la nada, en el colofón de un truco de escenario. Revelándome que yo no sabía ni lo que creía saber.

Me dejó sin oídos la carcajada apagada de las cosas.

Yo era la víctima de un escamoteo ultrajante.

Más que el hecho en sí me absorbió el cinismo impecable, raramente superior de la tía. Los cimientos de la admiración están hechos de sorpresa (aunque el culto a lo éticamente admirable puede no tener nada que ver con esto). Ahora bien, la tía me había dejado estupefacto, y yo tardaría semanas en reajustar su verdadera figura dentro de mi mundo. La miraba tan pasmado que ella comenzó a sentirse ofendida.

—Oye, tú, ¿tengo monos en la cara?

Me daba sustos cuando estallaba así y, lo confieso, consolidaba mi admiración. Pero, ¿cómo decirle que la hallaba interesante?

5

Más interesante, más serenamente interesante, sin sacudidas que perturbasen el análisis era el caso del tío Nicolás.

Sólo una ligera sacudida al principio. ¿Lo había lanzado hacia la hospitalaria Catalina la fuerza de su despecho respecto a mamá?, ¿estaba maniobrando en una forzada pirueta para revitalizar su problema? Eso, el «consuelo» de que había alardeado en su diálogo del desván; estudiados achares a mamá.

Tentador, perturbador. Pero falso. Con su simplicidad, con lo simplemente coordinada que se ofrecía esta posibilidad, algo definitivo me hacía repelerla. En efecto, aparte de que sus relaciones con Catalina no eran nuevas, también el tío se había aburrido de su problema; también él había sentido un miedo pavoroso, apenas disimulado en los días siguientes al encuentro del desván.

Papá había llegado a comentarlo con la tía.

—¿Qué le pasa a Nicolás? Parece como si tuviese hormiguillo.

—¿Verdad? Nunca lo he visto así.

Y con mamá:

—Oye, ¿qué le pasa a tu cuñado? Estoy asombrado. Él, precisamente él, con ese hormiguillo…

—¿Hormiguillo? No sé, yo lo encuentro igual que siempre. Por cierto, una cosa que siempre se me olvida. Tenemos libros por todas partes. ¿Por qué no comenzamos a hacer una biblioteca?

En la habitación de delante, junto al salón, siempre desocupada. Se enfrascaban, papá olvidado del hormiguillo, mamá casi olvidada.

Luego, en el devenir de los días transcurridos sin acontecimientos alarmantes, el hormiguillo había ido cediendo el paso a la acostumbrada frialdad. ¿Qué otra cosa habría podido ocurrir? Como decía Lobo, mi tío era un canalla, pero un canalla perfectamente definido, protegido por un don especial contra toda posible adulteración.

Sólo en una última mirada cansina volvería mi tío a contemplar el ya desactualizado problema. Seguía existiendo el objeto problemático, pero esto era totalmente distinto; el disuasivo del miedo había barrido hasta los menores estímulos y había dado entrada a una pesada niebla de aburrimiento. Consecuencia fatal, en que la cobardía se disfraza de pereza (interesante transformación que ya rocé en un punto distante de esta historia).

¿A qué nuevos problemas se aferraría él para poder seguir viviendo? No pasaría mucho tiempo —ya veréis— para que yo descubriese que me había equivocado de medio a medio al temer la revancha desde su fracaso y que nunca fue él menos temible que en aquellos momentos justamente, vacío de problemas. Y hoy sé que todo el daño que después había de llegarnos de él no podía llegarnos hasta que la muerte de su problema dejase de posponer el daño. No, tampoco eran soluciones lo que él necesitaba para seguir viviendo y lastimando.

6

Yo tenía gran empeño en hablaros también de Catalina. Pero me distrae este trozo de calle que se ve desde mi ventana. No sé cuándo se despejó la niebla. Es de noche, muy tarde. Llovizna. Baja alguna vez desde el Strand un automóvil lento. Espejea el asfalto mojado a la luz de sus faros, la lluvia raya la luz. Se oye un claxon algodonado en la distancia. Dos breves clarinazos. Alentar de prisas y de vidas a la vuelta de las esquinas; como si se estuviese vaciando un saco sin fondo de vidrios o de palabras rotas entre una polvareda de vida. Madrid; Madrid, Dios mío. ¿Desde qué remota noche madrileña he contemplado mi estampa actual oyendo esos dos breves clarinazos dulces, adivinando esta misma llovizna? Me ha dado pena ver a ese joven. También él me ha reconocido. Le ha subido una soflama a la cara. Pero se lo llevaba la multitud, hemos dejado de vernos en seguida, perdidos y emocionados.

Ni una palabra más de mí. Se acabó para siempre. (Cuando María lea esto dirá: «Que te crees tú eso».)

Catalina. Me está resultando realmente difícil esto. Aquí estoy yo dando vueltas alrededor de recuerdos escabrosos. Desde lejos, para no espantarlos; pertrechándome y avanzando pasito a pasito, para que no me falle el tiro.

Esto es un desatino. Pertrechándome… ¿de qué? Figuraos: de la hipotética profilaxis de mi filosofía. Para proteger a mi querida, a mi hermosa Catalina contra el veneno del tío Nicolás. Cae uno en las trampas propias mejor que en las ajenas.

Venga, fuera la careta; va a ser lo mejor para Catalina. ¿No se parece esto un poco a la explicación que, por innecesaria, tampoco pude darle aquel día, a mis doce años, en que me abracé a ella? Porque esto iba a ser sobre todo una explicación ofrecida a ella en una página bien pensada. Llegaré algo más lejos en mi asombro: ¿no he estado a punto de castigar con un perdón magnánimo la imagen de Catalina por envidia, por envidia tardía del tío Nicolás? ¿No? ¿Por qué bisagra recóndita me he doblado hacia esa evocación de mi Madrid y de mi juventud perdidos? Qué descanso, muchacha; de qué página (bien pensada) me he librado.

7

Pero, ¿a qué nuevos problemas me aferraría yo?

Pobre China. Pobre, porque también me encontró aburrido.

Lo curioso es que yo no admití mi aburrimiento hasta que ella comenzó a percibirlo; se diría que me había hecho falta esta prueba para convencerme. Recuerdo muy bien la génesis de todo ello; recuerdo hasta mis lagunas de entonces.

Al principio, todavía insultando a mi prima ante la puerta cerrada del salón, sentí que me hundía. «No podré superar esto», me habría dicho si hubiese sabido decírmelo. Imposible reaccionar en ningún sentido; hasta de dolor me había privado el brutal descubrimiento. Mugía, sin embargo, y silbaba como una caldera a punto de estallar, y entre los vapores de este ánimo comprimido bailaban fragmentos de cosas. La carita de China, los suspiros de China, sus risas embobadas en mí, la enloquecedora falta de nexo entre su encadenamiento a mí y su entrega a Paco. A pedazos todo. Me golpeaba con los puños la frente, impotente para dibujar un solo pensamiento concreto y terminado.

En suma, un cuadro ajustado al del vehemente enamorado burlado, pero delator de algo diferente. Como uno de esos cuadros iniciales que para tortura de los médicos desembocan no en la enfermedad legítimamente esperada, sino en otra, impregnada en su aparente falta de lógica clínica. Resoplaba, me golpeaba, mugía, pero sólo de ira contra mí mismo.

Cuando llegué a esta conclusión experimenté un alivio súbito e inmenso. Se me salió aquella ira como una espina que estuviera atravesándome. El pensamiento de China lo había envuelto todo en un pesado maleficio durante días interminables. Las asociaciones más enfermizas me la traían al corazón: desde esta ventana suele mirar ella lo mismo que yo estoy mirando, ahora respiro aire que habrá respirado ella, si bebo de este vaso rodeando a sorbos el borde, pondré los labios donde ella los ha puesto.

Entre aquellos días finales de febrero hubo de deslizarse el veintisiete, en el que, según cuentas infalibles, cumplí trece años. Cuentas infalibles y también abstractas, porque lo que es recordar no recuerdo nada que señalase la fecha esperada con anhelo desde mi cumpleaños anterior. Recibiría regalos y la felicitación de todos, incluida China; pero los de ella y los de los demás se colaron por un agujero sin fondo de mi receptividad. A tal punto me tenía hechizado el pensamiento de mi prima.

Éste era el fenómeno, para interpretar el cual me faltó finura. Acabo de decirlo: era el pensamiento de mi prima lo que me hechizaba; China, China en sí, revoloteando en torno a mí con aire mojigato, me tenía en absoluto sin cuidado. Era por las noches, sin ningún contacto con ella, cuando, repentinamente despierto y tras unos momentos con la mente en blanco, más vivamente me herían sus apariciones. Llegaba a ser un maligno deber de conciencia. Con la mente en blanco, tan tranquilo, ya oía a la conciencia ordenándome: «Hala, a pensar en ella». Y un recuerdo se desleía en otro y cada recriminación —por mi cortedad pasada, por mi pasividad casi femenina— era menos dura que la siguiente.

Fue a una de estas sartas de recriminaciones adonde —naturalmente— se prendió la revelación salvadora. Agotado una noche de perseguir mis ideas, huyendo luego de ellas y sometido por fin a su flotar autónomo bajo el umbráculo de mi desvelamiento, oí la voz de la abuela*. Me pasmó oírla. Así, de improviso, distinta y absurda entre las demás ideas; como un pájaro extraviado que por error se hubiese guarecido bajo el mismo umbráculo. «Vanidad, hijo, vanidad.» Me llevó la voz a una vieja escena, en que la abuela había epitomado en esas palabras la vida, la muerte y la trombosis del abuelo Ramón. «Vanidad, hijo, vanidad.» No recordé la escena, mucho más reciente, en que me había prevenido contra mi propia vanidad y contra mi tozudez. Pero de aquella otra y hasta de la abuela me olvidé en el acto para no atender sino a las palabras que acababa de oír, dichas exclusivamente para mí y en relación con mi angustia y en aquel justo instante.

Manoteé en la oscuridad, me senté en la cama aturdido. Me quedé muy quieto, incrédulo. Estaba viendo mi figura de enamorado en toda su falta de inocencia, la verdadera condena de mi niñez. Estaba viendo mi maniquí animado por un ventriloquismo diabólico y hablando con mis palabras, moviéndose con mis ademanes y sintiendo por mí. Localicé su nacimiento: inmediatamente después de la primera reconciliación entre China y Paco, cuando ella, ya en el vaivén que le haría oscilar durante muchos años, regresó a mí; localicé ese nacimiento, en el que un puntito de vanidad había fecundado un universo de incertidumbre, y repasé el crecimiento pavoroso de mi maniquí, en el que finalmente un puntito de incertidumbre fecundaba un universo de vanidad.

Cierto, todo esto lo había visto yo antes. Y aludido. ¿Cuántas veces me había despedido de mi niñez? Fingiendo sinceridad, que es la más astuta de las ficciones, la que más nos adula y con mayor facundia nos da la bendición para que sigamos mintiendo. ¿Cuántas veces podemos decir de una cosa que la comprendemos negándonos a comprenderla? De súbito, no obstante, la comprensión se nos impondrá y nos empapará en ella y, lo queramos o no, nos transformará. La visión que por sí misma se desplegaba ante mí era una visión monstruosa, clara como la película de un sueño que me presentaba en el pasado un futuro repulsivo: mi maniquí endurecido en estatua de hombre. No había más que un modo de huir de este sueño. Dormir. Arrebujarse en las sábanas y dormir con el ánimo desvencijado y poco a poco calmado en la clarividencia del que, despertando, aparta de sí el mal sueño (¿con cierto temor a que vuelva?).

No volvió. A la mañana siguiente entré en una singular sensación de aligeramiento, en la que permanecería varios días; exactamente hasta el día en que China me dijo aquello.

—Aras an argallasa. ¿Na ma pardanas?

Estaba desesperada.

Durante aquellos últimos días el recuerdo de mis tribulaciones no había pasado de asombrarme brevemente y de hacerme sonreír. Había sentido premura en la sangre y un movimiento interior carente de objeto; un movimiento estéril, como una rociada de polen perdida en las alturas. ¿No habéis experimentado nunca el deseo de enamoraros sin saber de quién?

Y de repente, adormecido en la diafanidad de aquella cumbre…

—Aras an argallasa. ¿No ma pardanas?

Estaba desesperada, me asustó. ¿De qué tenía que perdonarla, Dios mío? El fracaso de su voz trémula me hizo ver que aquellas tímidas palabras eran irremediablemente las primeras que había de dirigirme.

Lo que es la costumbre: tuve el impulso de seguir el juego, mi maniquí trató de rehacerse en una frase ingeniosa. Pero a punto de abrir la boca levanté dos manos lentas y con aquellas dos manos levanté en el aire una tonelada de aburrimiento que quise lanzar fuera de mí —sin conseguirlo—, gritando, gritando:

—¡No, no, no!

China cerró los ojos y se encogió instintivamente, y después abrió los ojos sin terminar de erguirse, asombrada de que no le hubiese caído nada encima.

—Óyeme, China.

«No estoy enamorado de ti.» No; luego. Sería un peligrosísimo principio.

—Óyeme, China; me gustas tanto… Quiero que lo sepas siempre.

Peor aún. ¿Cómo había podido decirlo? ¡Brrr…!

—No no te dejaré marchar así. ¿Has visto hoy a Paco? Paco es un muchacho magnífico.

¿Por qué Paco ahora? Pero me apetecía seguir hablando de él.

—Estoy convencido. ¿Cuánto le falta para terminar la carrera? Pero, ¿no comprendes que soy un idiota? Vámonos al huerto.

Necesitaba de pronto aire libre donde gritar y perder mis palabras. Me parecía que todos los demás estaban oyéndome y no habría podido sofocar en voz baja aquella exaltación.

China estaba tan anulada que aceptó sin sorpresa. Bajó decidida las escaleras a mi lado, como acudiendo a una tarea urgente. Hasta llegar a la puerta del huerto no reaccionó.

—Pero, ¿qué tontería es ésta?

Obediente a la suave maduración del invierno, el huerto era ahora un trozo de marzo temprano. Arriba, enredado en el ramaje de los frutales, el sol se apagaba, pero abajo, recogido en el cuerpo de la tierra, escribiendo en la tierra con tiznajos azules, era un sol casi tibio. Todo el tiempo y todo el espacio eran aún de frío, pero vibraban por doquier estremecimientos tenues, sin orígenes, como si la naturaleza comenzara a cobrar conciencia de sí misma y a oírse en el fluir de sus savias y en el chasquido, desfallecido en su propia osadía, de unos élitros impacientes. Hacinadas en el cobertizo, las gallinas formaban un solo montón de plumas blancas y ocre y de motas escarlata, estrujándose en la primera ilusión de calor. Las zarzamoras de las vallas querían negrear y brillar bajo la piel fina de sus tallos.

Me detuve, sobresaltado. Había estado embarrancado, sin pasar con el tiempo, y este emerger me desorientaba. El cielo, más diáfano. Y los pájaros zambulléndose con desconfianza en el cielo, avisándose a gritos unos a otros.

No se me ocurría ni una sola de aquellas palabras que había necesitado perder en el espacio abierto. Me irritaba la irritación de China, cerré los ojos, negué con desesperanza. ¡Qué aburrimiento, Dios mío!

—No, no te vayas, China. ¿No comprendes?

—¿Quieres decirme qué he de comprender? Eres tú quien ha de comprender. Soy despreciable, no tengo perdón. Odio a Paco. No es eso lo que quería decirte.

Lloraba.

Me daban ganas de abrazarla, pero sólo en un gesto de desesperación, muriéndome en la necesidad de decirle que me dejase en paz, pero en paz de verdad, como un ser querido que continuase queriéndome y sin perturbarme con su rencor y sin perturbarme con sus exigencias; un ser con la generosidad indispensable para dejarme desprenderme y arrancar. La miré con repentina curiosidad, preguntándome si aquello sería posible alguna vez.

—¿Será posible, China?

—Será posible qué. No tienes derecho.

—No, claro. Perdona. Mira, es difícil… Yo no era yo.

—¿Estás loco?

¿Lo estaba?

—Eres odioso.

No tuve fuerzas para retenerla más. La vi desaparecer con la molestísima sensación de que no se había ido, de que seguiría siempre allí, siempre allí y nunca allí. Su cólera y su tristeza llenaban el hueco que ella había ocupado.

—No eres como tu madre.

8

Me complació extraordinariamente oírme decir aquello de modo tan espontáneo, tan desgajado de razones.

—Qué vas a ser tu madre.

Me puse a pasear por el huerto muy tranquilo y muy seguro, sintiendo que la vida acababa de devolverme algo importante; alegre con la incomunicable alegría del buscador tenaz que por fin llega adonde quería llegar, al punto cuya existencia él adivinaba a despecho de todas las pistas falsas que le habían tentado a extraviarse. Se me vino a la cabeza aquel apesadumbrado dictamen de la abuela cuando, un día, oyendo al tío presumir de que China era «como su padre», ella, la abuela, había apostillado: «Y como su madre». Recordé, en fin, el dictamen que me había negado a recordar.

A lo largo de todo aquel tiempo un diálogo de dudas se había desenvuelto dentro de mí. Con encono, pero veladamente, sin que yo me enterase. El temor de llegar a la misma conclusión que la abuela me había taponado los oídos; esto habría invalidado mi enamoramiento y mi ficción de enamoramiento y, temo, me habría dejado para siempre las manos sucias de fracaso.

Para ayudarme a mí mismo a huir de China por vez primera no había tenido más que decirme: «Hasta la voz gazmoña de su madre se le ha puesto». Pero era últimamente cuando las pistas engañosas se me habían ofrecido con más especial habilidad, con una invitación casi irresistible hacia el extravío. La risa estúpida de China ante mis «gracias», sólo existentes en el estado de gracia en que ella me tenía. ¿Cómo no recelar de aquella risa que goteaba en mis tímpanos como la risa de su madre? Y la pasmosa falta de sensibilidad, la casi absoluta ceguera de China para aliar la intimidad y la soledad imprescindibles^ con las manifestaciones de amor físico; su aptitud para rozarse y enzarzarse en frío, donde fuese, no con la ayuda mágica de un corazón asustado, sino por la ausencia de ese susto. (Siempre me he figurado a la tía Matilde impasible en el despacho de su involuntario suegro, unos diecisiete años antes de lo que cuento, mientras el tío Nicolás resollaba aupándose al primer peldaño de sus ambiciones; impasible después, viendo cómo se le llenaba la cintura, y yéndose un día a la abuela para decirle: «Sorpresa, mamá»; sólo enojada ante la consternación del abuelo cuando éste terminase de valorar exactamente lo que pasaba.)

Seguí paseando, apenas atento al sol y a las demás cosas que me rodeaban. Azoté con una ramita la brazada de una zarzamora, se levantó en el aire una nubecita de polvo. Mis pasos me habían acercado tanto al montón de plumas que éste se estaba deshaciendo en un cloquear de protestas.

—No, qué vas a ser tu madre.

Aún me satisface darme la razón. Y eso que ahora sé más que entonces. Algunas de las cosas que sé ahora hacen bambolearse a veces de tal modo mi convicción que no me queda sino asirme a ella con los ojos cerrados y una sonrisa obstinada, tal como se ase un borracho a la botella que ve bambolearse. China, por ejemplo, hubo de casarse igual que su madre, antes y con tiempo y no bien transcurrido un año desde aquel día en que el sol temprano de marzo se apagaba en el ramaje de mi huerto. El arpa de la tía Elvira guarda probablemente en sus cuerdas dormidas el secreto de las entregas de mi prima.

Y a mí me gusta estar seguro —con una fe sencilla, de niño— de que si vibrasen hablarían de una entrega irremediable, incompatible con el ser de mi tía, y de que lo único difícil de creer es que una hija suya, con sangre suya, pudiese haber llegado a aquello[2].

Lobo apareció por la puerta del huerto. Me vio, trotó hacia mí, pero yo lo llamé para apresurar su llegada.

—¡Lobo, Lobo!

Nos abrazamos con ganas, nos pusimos a jugar con ganas. Con exageradas ganas; aún nos avergonzaba haber tenido que reconciliarnos.

No habíamos comentado nuestra separación, no la comentaríamos nunca. Ni habíamos comentado mis sentimientos y mis atolladeros con respecto a China; Lobo tenía un tacto exquisito para olvidarse de lo que mejor sabía. Ni siquiera había querido que le enseñase el idioma taquigráfico. Yo se lo había propuesto con dudosa oportunidad, pero él me había librado de aquel avispero de recuerdos.

—Más adelante. Dentro de unas semanas.

Me miró ahora con fijeza, cortándose en su juguetear.

—Gabriel, no tienes ganas de jugar.

—¿No?

—Oye, vámonos de aquí; vámonos a dar una vuelta.

—Sí, hace muy buen día.

—Eso es. Hace muy buen día.

Henos aquí, pues, a los tres hombres de la casa, a mi padre, a mi tío y a mí, sobreviviendo a nuestros problemas respectivos. Es angustioso. Trata uno de divisar una posición nueva que tomar, pero se siente uno tan grotesco en su derrota, desconfía tanto de todo…

No sabíamos ninguno de los tres, ni mi padre ni mi tío ni yo, qué tremendos problemas, los tres nacidos de un mismo hecho, iban a hacernos vivir con dolorosa intensidad. En seguida.