De vez en cuando yo miraba también por el balcón. China, nerviosa, me había puesto nervioso. Como ella y llevado de sus prisas, me había preparado para salir mucho antes de que fuera necesario.
La tía, fisgando como de costumbre:
—¿Qué vais a ver?
A China se le antojó no contestar y tuve que hacerlo yo:
—«El Caíd.»
—¡No! ¿Ya lo ponen? Nicolás, mañana me llevas.
El tío la miró aburridamente, sin el vigor indispensable para abrir la boca y decir «No».
La tía nos riñó de antemano por si se nos ocurría contarle la película.
—¿Oís? No resisto que me cuenten una película que voy a ver yo.
Una vez la hubiese visto, huelga decirlo, nadie podría escapar a su necesidad de hacerse oír.
«El Caíd.» Rodolfo Valentino. Nada menos.
Me excitaba siempre la idea de ir al cine. Desvelar desde la oscuridad el prodigio luminoso de la pantalla. Me excitaba la perspectiva de un mero documental en el «Museo» de Academo y me daba un hormiguillo de impaciencia la de ir al Teatro Nuevo. Con Valentino, además, recién descubierto por el mundo como una droga embriagadora —pero legal—, la pasión y el embebecimiento estaban asegurados. Uno habría de transportarse hasta dejar de oír el exaltado acompañamiento del piano, pero sólo porque la música terminaría por convertirse en imagen, y ésta en aquélla, y las dos en la sangre de uno. Con todo…
La verdad, hubo un momento en que conseguí decirme que no deseaba ir con la pareja al cine; un momento trascendental en que oí a mi alma y a mi cuerpo pidiéndome a gritos salir de aquel atolladero. Para correr hasta agotarse por una senda nueva. Sólo que yo no pasaba de ventear la presencia de esta senda, sin poder verla. Era cuanto podía hacer desde el final de mi niñez, frustrado, como todos los finales de niñez (porque se les superpone el comienzo de algo alucinante que lo deja a medio olvidar y a medio morir, con brotes y yemas condenados a querer reverdecer a lo largo de una vida en la que ya no hallarán la sazón propicia). Me llamaba la senda… ¿desde dónde? ¿Hacia dónde lanzar aquella empujante energía?
—Arréglate, Gabriel. Paco no tardará en llegar.
Éste había sido el momento. Sin comprender bien a mi prima yo había empezado por quitarme las zapatillas y me había agachado a atarme una bota. Como a punto de tomar la salida en una carrera. ¿Hacia dónde dar la zancada?
Y en esta vacilación había terminado de vestirme, lento primero, luego intoxicado por las prisas de mi prima. Pues en aquel ceder mío, arrastrado por la necesidad de seguir andando, no cabía más que una cosa: las prisas, el acabemos de una vez.
China me preguntó —ya lo había preguntado muchas veces— qué hora era, pero no me dio tiempo a contestar.
—¡Ya está ahí!
Me asomé. En efecto, ya estaba allí. Saludándonos con una mano en alto y metiéndose en el portal. China corrió a la escalera. Yo fui detrás sin apresurarme.
Paco no llegó a entrar en casa: se había detenido en un rellano semiabrazando a China. Ésta se le escurrió y se volvió a mí:
—¿Vamos?
A Paco no se le ocurrió nada, manera perfecta de subrayar su disgusto.
Salimos a la calle. Nos chistaban desde una ventana del caserón. La tía, que nos decía algo. A China le ponía esto siempre de mal humor. A mí también.
—¡Qué quieres!
—Que eres una avariciosa. A ver si cuando venís podemos ver un poco a Paco.
Rió éste, halagado, y se rebeló contra China y le prometió a su futura suegra que subiría a verla.
—¡Se lo prometo! ¿Qué se ha creído ésta?
Teníamos un buen trecho hasta el Teatro Nuevo y China fue parloteando todo el camino entre los dos. Pero no se había detenido el tiempo ni aquello se parecía a ninguna de nuestras primeras salidas.
Apretaba el frío de nuevo. Un frío raso, sin agua, sin viento. Lo traía el sol de aquella tarde de enero —de un veintitantos de enero— y enfriaba con él calles y plazoletas. Estimulaba atravesarlo y sabía bien. Y me permitía olvidarme de la pareja. Me rezagaba mirando a lo largo de calles desparramadas hacia los campos y al horizonte azul que recortaban los campos.
Hicimos un poco de cola. Dolía ahora el frío, aguantando a pie firme en la acera. Paco nos hizo entrar en el vestíbulo mientras él se quedaba fuera. Se lo agradecí a mi pesar. Se nos unió por fin y los tres entramos en la sala, a trompicones con el acomodador.
Poco a poco, ya adaptado a la falta de oxígeno y a la oscuridad, comencé a sentirme bien, hundido al ladito de China en una pausa de resignación y confort. Ni siquiera presté demasiada atención a Rodolfo Valentino, más airoso que nunca en sus ropajes orientales. A veces me sorprendían los cambios de la pantalla. El caracolear de un caballo. Los primeros planos de Rodolfo, todo ojeras y brillantina. El paulatino cerrarse de un óvalo que en general terminaba de ennegrecer la pantalla a tiempo de cortar un beso.
También a veces un vibrante despertar del piano me recordaba dónde estaba. Y cuando callaba el piano se oía el «rrrr» del proyector y el rebullirse y el vivir del público, y la escena parecía dolorosamente artificial: sostenida porque sí en un vacío, sin alma. Un vacío que me desazonaba con desazón estética, esto es, vital, y que ahora me llevaría —adivino— a pensar hasta en el coro griego, pero que sólo me plantearé a vuelapluma. ¿Cuán esencial no le fue al cine mudo desde su nacimiento ampararse en la música, cuán esencial no le fue no ser mudo? Cuando la pista de sonido quedó incorporada a la cinta —con la espantosa falta de gracia de todo lo sincronizado mecánicamente— ¿qué se hizo, por lo que respecta al fondo musical, más que confirmar la personalísima intuición de aquellos primeros pianistas y de aquellos primeros tríos?
Pero a lo que iba. Me plegué a la voluntad de China y, lastimándome contra el barrote que partía nuestras butacas, comencé a plegarme también a su cuerpo. Me enrosqué a su brazo y se lo sobé con perseverancia. Me encontraba al bajar la mano con la pulsera de pedida, y la mano subía, huyendo.
Y me entró tortícolis por prolongar sobre mí cara la áspera caricia de su melena y la caricia aterciopelada de su mejilla. ¿Qué dirían de aquella compacta trinidad de cabezas los espectadores de atrás? Porque, claro, Paco achuchaba también cuanto podía por su parte. Pero yo conseguí olvidarme de él hasta percibirlo sólo como un espectador ligeramente más molesto que los demás.
Cuando salimos, la bofetada de la noche me hizo hundir la cabeza en los hombros. Paco se alzó el cuello del gabán y encendió un cigarrillo. ¿Triste? China, la cara blanqueada bajo las luces del vestíbulo, se envolvió en un chal.
—Abrígate, Gabriel.
Me cubrí con la bufanda hasta los ojos antes de zambullirme en la calle. Pues sabido es que a las puertas de los cines gustan de congregarse miríadas de microbios aviesos, que allí flotan prestos a colarse por bocas y narices desprevenidas.
Sorpresa: lo que flotaban eran miríadas de copos. La calle estaba blanca ya. Nos arrastró la riada de gente que se desbordaba desde el cine. Las pisadas rompían la nieve en crujidos ásperos. Y donde más parecía nevar era en torno a las farolas de gas. Los copos tenían allí tonos verdes y azules y caían a canastos vaciados desde muy cerca. ¿Desde qué balcones?
Y en la oscuridad del centro de la calle alguien volaba abriéndose paso por una arcada de cortinillas.
Me plegué a su voluntad; no hay mejor manera de decirlo. Sí, quizá: me plegué a su necesidad. China me necesitaba. Había crecido condicionada a mí y sólo muchos años después me haría ver con asombro que yo era el más fuerte de los dos. Pero, ¿habrá nada que esclavice tanto como la propia fortaleza?
Paco le satisfacía, pero no le inquietaba. Yo sí; quiero decir que yo no le satisfacía —nunca le satisfice—, pero le inquietaba. Paco era inocente y reverenciaba su sociedad y su época —se le había declarado por carta— y estaba realmente enamorado y vacío de riesgos. Todo en él, comenzando por sus conmovedores desplantes de novio, auguraba el marido entregado que después iba a ser. Yo, imposible, inexistente como «proposición» y apostado en el quicio de mi pubertad como un limosnero, yo era el embrión de la aventura que también es la vida. La celada tendida entre Paco y yo era demasiado perfecta para la señorita pueblerina que era China.
Pronto, y esto solo bastaría para probar mi despiste, me desentendí de Paco. Lo ignoré como un factor molesto; uno de esos factores que invalidan de antemano tantas teorías por el mero hecho de que están ahí, pero que el teorizador necesita olvidar a todo trance (porque el imperativo de terminar algo, «terminar de una vez» puede ser más fuerte y aún más cierto que el de atenerse a la verdad). En suma, llegué a resignarme a él como a un estorbo, como a un abrigo feo que China se empeñase en ponerse sábados y domingos. Y así se lo diría a ella un día. No, no exactamente así; ya veréis cómo se lo dije.
Me preguntaba de vez en cuando adónde iba yo. «¿Adónde voy?» Pero me tragaba el regusto de amargura que me dejaba la pregunta y seguía adelante, seguía explorando los misterios escalofriantes del cuerpo de mi prima. Estábamos, por ejemplo, anudados en un abrazo, metidos en un rincón, y alguien —su madre, la mía— nos llamaba a Uno de los dos. Nos desatábamos. Me tambaleaba en una extraña calentura. «¿Adónde voy?» Pero me encogía de hombros y volvía a buscar a China.
La primera vez que le di un beso —cierta tarde anodina, en la que no nos habíamos cruzado cuatro palabras— no supe exactamente qué estaba pasando. Fue algo inesperado para mí. Subíamos la escalera precedidos de mamá y de la tía, de regreso los cuatro de hacer alguna compra y pateando con fuerza en los escalones para desprendernos la nieve que traíamos de la calle. China se detuvo en un descansillo, y yo, que la seguía, me detuve también. Los dos nos quedamos mirando a mamá y a la tía, que iban enfrascadas en la ponderación de sus compras.
—El canesú es de sedita lavable.
—¿No perderá?
—Eso es lo que me preocupa.
(Ya veis, mamá viviendo otra vez una vida apacible y normal. Leyendo, incluso, con su vieja pasión, después de no haber abierto un libro en dos meses. Pero de todo esto hablaremos un poco más adelante.)
En el preciso instante en que se metían en casa me planté de un salto junto a China, la agarré por los hombros y le di el beso. Largo y fácil. Sus labios se vinieron a los míos sin sorpresa, y fui yo quien primero se separó. Atónito, con la impresión de haber ejecutado una orden.
Siguieron a esto días llenos de escarceos turbulentos. A veces minuciosos, de tenaz tanteo; a veces fugaces, y tan atrevidos que sólo lo inverosímil de la situación los ocultaba a los demás (quienes quizá nos rodeaban, sentándonos todos a la mesa o ante el fuego). Un día, como si hubiese pasado mucho tiempo —en efecto, sintiendo la resaca de aquella larga evolución apretada en unas semanas—, me pasmó sin venir a qué el recuerdo de mis infinitas vacilaciones ante mi soñada China, mi adivinación incesante en pos de ella, la agitación que podía llegarme de una mirada suya, de una palabra, o del recuerdo de una mirada o de una palabra. ¿Cuántos años habían pasado en unas semanas? ¿Qué había ocurrido?
Me sentí desangrado, sin vista para fijar aquellas dulces sombras que se me iban. Brisillas y canciones que me habían acariciado siendo yo muy pequeño. Eso, venas de luz atravesando una tristeza súbitamente no inspirada ya en China: imágenes jóvenes de mis seres queridos; el aturdimiento de reuniones que presencié sin contar para nadie, viendo temblar un rubí en cada vaso de vino y oyendo carnosas palabras incomprensibles; moscas pegadizas antes de una tormenta, y después el asordinado trepidar de truenos seguido de un susurrante llover, y de una inestabilidad nerviosa en plantas y animales, y de sombras y claridades fugitivas. Soledad, terca soledad. ¿Cómo había podido sobrevivir tan solo, tan pequeño?
Pero corté aquel placentero autoapiadamiento, en el que yo creo que busqué siempre lo más insólito del universo, algo así como el mimo de Dios.
—Ya está bien de gazmoñerías.
Levanté también en el aire un vasito invisible de vino invisible, complaciente como un adulto con otro adulto.
Sería que no podía hacer otra cosa.
Mis relaciones con China comenzaron a destilar odio a mí mismo. Seguí con los ojos cerrados a todos los recuerdos, alejándome de ellos como de un niño a quien temiese contaminar.
Me asustaba el tío. Justamente en los momentos en que hubiese querido adularle, sacarle del pozo en que le tenía hundido su fracaso frente a mamá, me acometió la sospecha de que había detectado el nuevo sesgo de mis andanzas con China. Justamente entonces; cuando, intentando el milagro de enredar su atención en la telaraña de nuestro parentesco, me atrevía a interpelarle insuflando en mis palabras un aire de interés.
—Una cosa, tío.
—¿…?
—Por lo que decías el otro día. Yo creo que estoy engordando.
—¡¡…!!
—¿No te parece?
—¿Y a mí qué me importa?
Lo terrible era no poder encontrar un tema consistente. He aquí el sondeo más audaz:
—Tío.
—¿…?
—Me parece que la abuela ha tenido hoy carta del senador. De don José María de Beceiro.
—Oye, rico…
¿Por qué sospechaba yo que se olía algo? Quizá lo que yo tenía en el fondo era, más que pruebas de esto, temor a que llegase a descubrirlo, temor a espesar más aún su humillación con aquella burla de propina. Lo cierto es que me sentía vigilado por él, por su moroso salir de un cuarto en que estuviésemos China y yo, para girar bruscamente sobre sus talones y quedarse sopesando —nada me parecía más indudable— nuestro mudo diálogo.
Por extraño que parezca, quien me tranquilizaba con su actitud era China. Se conducía con tal aplomo que llegaba a hacerme pensar no ya que ni su padre ni nadie se figuraban nada, sino que, dado que todo se descubriese carecería de importancia. Oía yo pasos de alguien, o creía oírlos, o me sentía vigilado por ojos invisibles, y me separaba de ella preparando cara de pensador distraído. China se me quejaba; como acusándome de haberla despertado.
—Pero, ¿qué te pasa, hombre?
Hasta con la mirada me lo decía aun cuando yo tuviese razón y, en efecto, un segundo después apareciese alguien. Jamás se apartó ella, y sólo mi alerta constante nos salvó de varias desagradables sorpresas.
Aparte de esto, y aparte de que el contacto con China me enviscaba en una ligazón aletargadora, de la que no diré que deseaba liberarme, yo sufría bastante más que gozaba. China no hablaba, no se movía. Se sentía a gusto oprimida por mi avidez contra una pared o tronchada sobre un sillón. Me analizaba, paciente y expectante, y a mí me pasaba algo muy malo: cada detallado descubrimiento conseguido en mi exploración me dejaba temblando. Tras una eternidad de tanteos, la misma mano que, remisa, lentísima, se me había ido hacia un nuevo contorno —siempre más suave y caliente de lo esperado—, retrocedía como un animal asustado. China no pasaba de estremecerse levemente. Sin esquivez, analizándome con sus largos ojos tranquilos. Sólo que, a veces, cuando se me abrazaba, creía oírla sollozar.
Me cruzaba con Catalina por pasillos o la sentía cerca de mí en alguna parte y me estremecía el pensamiento de que había estado abrazado a ella. Tan hecha, tan desencantada. Y la evitaba, pero obligándome a caldear mis redeos con sonrisas de cortesía. Hasta que su indiferente jovialidad me convenció de que mis sonrisas no eran corteses, sino miserablemente presumidas: Catalina no esperaba nada de mí, ni probablemente tenía prevención alguna contra mí. Podía bostezar viéndome pasar, o bien mostrarse concentrada en un problema insospechado.
—Quince de patatas, tres cincuenta de filetes… Gabrielito, ayúdame a echar esta cuenta. Quince de patatas, tres cincuenta de filetes, ochenta de pan… ¿Qué pasa? ¿Por qué te sonríes así?
Nada. Era la plácida promesa que ella era y como por ensalmo dejó de parecerme hecha o desencantada.
Pero la atracción ejercida por China era demasiado fuerte. No, Catalina no contó para nada, y en realidad el tío contó bien poco. Quien oscureció con la sombra de su desaprobación aquellos días fue Lobo. Sin oírle decir palabra llegó a hacérseme insoportable. Y se me antojó que mi presencia le desagradaba a él también. Nos eludíamos. Dejamos de hablarnos. Muchos habéis sentido alguna vez esa ráfaga que «sin que haya ocurrido nada» acartona nuestras relaciones con el único amigo verdadero. El amigo condena en el fondo de su corazón lo que juzga un error trascendental nuestro. Nosotros creemos que el amigo no puede entender, o bien que entiende con envidia. Apenas si se roza el tema un día, acaso no llega a ser tocado. De repente comprende uno que aquel desacuerdo ha convertido en hielo todo cuanto había entre los dos. Los recuerdos, las angustias compartidas, los juegos: todo congelado, como en uno de esos lagos árticos que sólo esperan una agitación brusca para petrificarse.
Sin que entre Lobo y yo hubiese pasado de quedar rozado el tema un par de veces, nuestras posiciones habían quedado claramente definidas. Los dos sabíamos que el tema era irreplanteable entre nosotros. Ahora, en aquella pendiente de acontecimientos que yo podía disimular ante quien fuese, pero no ante Lobo, la ruptura fue inevitable. Sin palabras, pretendiendo que ni el uno ni el otro sabíamos nada de la ruptura. Entraba él donde yo estuviese y me iba, entraba yo y se iba él.
No, yo fui más duro que él. Hubo momentos en que le oí remolonear a mi zaga. Los hubo incluso en que le oí carraspear, como disponiéndose a decir algo; pero mi atiesamiento auguraba respuestas que él, alejándose con ágil correteo, prefirió no oír nunca. Entonces era cuando más lo detestaba. Porque me hacía odiarme a mí mismo más aún que mis recuerdos aherrojados.
Si por azar yo acertaba a estar con China en alguno de aquellos momentos, una densa torpeza me embotaba oyendo la presencia indecisa de Lobo. China venteaba algo intranquilizador en el aire.
—Bueno, ¿qué te pasa ahora?
—¿A mí? Nada. ¿Por qué?
Sin la intromisión de Lobo se lo habría dicho en mi nuevo idioma taquigráfico: «¿A ma? Nada. ¿Par ca?»
El mismo raro sortilegio que un día aojara y desgraciara todo cuanto yo dijese o hiciese ante China, ahora, cargado de un signo contrario, llenaba de acierto cuanto le dijese o hiciese.
China se encontraba a cada paso con mis gracias. Las veía a su alrededor como si fuesen hongos, o carambolas, o fuegos de artificio; como algo generado sin esfuerzo, efímero, incomprensible y cautivador. Casi aprovechable para sus bordados.
La verdad es que aquella fuerza de prestidigitación que comenzando a poseerme me permitía sacarme de la manga las sorpresas que tenían en vilo a mi prima, aquella fuerza era fenomenal. Como ocurre con las grandes facultades, con el poder procreador, por ejemplo, yo me sentía dueño de ella sin comprenderla. Yo, además, la explotaba con un poco de chulería: toma, otro desplante, y otro, muérete.
Y China se moría. Me resultaba difícil no hacerle reír. ¿Qué tenía mi cara, qué tenían mis palabras? No era sólo cuando me lo proponía, remedando a alguien o haciendo visajes; aunque no pasara de hacer un gesto de asco o de pedir agua, China soltaba o contenía una carcajada. Llegaba a sorprenderme que los demás no se desternillasen también. Y años después habría de herirme la expresión atónita de otras chicas, ante las que ensayé las mismas genialidades.
—Esta noche, a las doce, dirás tres veces «¡Oh, Gabriel!».
China intentaba indignarse. Cautivada, luchando por mantenerse seria. Luego acechaba la llegada de la medianoche para no decirlo, esto es, para decirlo.
—Conste que anoche no dije «¡Oh, Gabriel!».
—Es igual, lo dirás ésta.
—¿Cómo? ¿Habrase visto?
Era muy reveladora aquella dualidad mía que me llevaba a compensar con un exceso de labia la cortedad de obras. Un día me di cuenta de que mi desparpajo comenzaba a producirme un interés con el que pagar los momentos más caros, los momentos de agarrotamiento emocional entre los brazos de China. Un gesto, una palabra que le recordasen mi otro yo en aquellos momentos la sumían en una felicidad rarísima, alejaban su alma y me dejaban a solas con su belleza, y mi sangre fluía libremente unos instantes y mis manos acariciaban sin sentirse sentidas. Era una prueba delirante. Observando a China, acechando su regreso.
De esto a meter en escena a mi otro yo, a servirme en aquellos momentos del desparpajo y no del interés producido no había más que un paso; un paso tímido y cínico que no tardé en dar.
Debo sobre todo a mi lenguaje taquigráfico la ejecución limpia de aquella suplantación.
Ni siquiera me interesó el libro; ni siquiera averigüé si era de mi padre, de mi abuelo, de mi tía. Sí, un libro, un viejo método de taquigrafía que encontré en el desván y en cuya primera página creía entender que nos sobran muchas letras y que, para empezar, podríamos reducir todas la vocales a una, a la «a». «Hambra —me dije— ása as ana adaa brallanta.»
Cerré el libro de golpe, ya olvidado de él. Me entró esa comezón que seguramente entra a los investigadores afortunados, ansiosos de experimentar con el milagroso hallazgo que acaba de venírsele a las manos. «Cabaza.» «Balcán, ralaj.» «Asta as astapanda.» Era inquietante, era como un juguete constituido por infinitos juguetes: como cuando aprendí a hablar con Ra y con Milenio, quizá como cuando aprendí a hablar. «¡Astas as magnáfaca! ¡Vava!» Las aes me tiraban de las comisuras de los labios.
—Tá aras Chana, ya say Gabraal.
—¿Cómo?
Tardé en hacérselo comprender.
—Está visto que no se te dan bien los idiomas. Mira, por ejemplo: par ajampla.
Lo semiaprendió por fin y comenzó a hacerme reír también con sus bocazas.
—Aras an laca.
Nos proporcionaba, además, una cortina de humo tras la que podíamos soltarnos a media voz impunes desvergüenzas aunque hubiese alguien delante, sobre todo si ese alguien era la tía Matilde.
—Chana.
—Ca.
—Apañas astamas salas ma has da dar an basa.
—Astás frasca.
A los demás les entraba, oyéndonos, una molestia indefinible, pero a la tía le entraba furia, la furia del desorientado por un mosquito de trompetilla amenazante que nunca se deja atrapar.
—¡Basta ya, idiotas! ¡Os creéis que tenéis mucha gracia!
—Sá.
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera, he dicho! ¡Nicolás!
¿Cuándo aprendería que su recurrir al tío era forzosamente estéril?
No sé si sin aquella magia de las aes me habría atrevido a tanto. A tanto, por ejemplo, como a decirle a China que Paco no era más que un abrigo, «an abraga faa», y que cuándo pensaba arrinconarlo.
Tras una llamada al deber de sentirse ultrajada, que el deber había desoído, China se había compadecido de Paco.
—No te burles del pobre, por favor.
Y también me había dicho que si Paco era un abrigo, yo sería una bufanda, y yo le había respondido que sí, que su bufanda, y varias barbaridades más, adjudicándome la función de liguero y otras. China las había ido encajando con expectación, chillidos y carcajadas —en ese orden, expectación, chillido y carcajada—, y mamá y la tía habían tenido que venir a ver qué nos pasaba. (Y la abuela también, manteniéndose al fondo.)
La magia de las aes, la magia con que mis palabras penetraban a China. Le llegaban al corazón antes que a los oídos, y cuando, tras una minúscula pausa, sus oídos entendían, ya las palabras le habían estallado en el corazón. ¿Cómo, de no ser así, habría llegado a la desfachatez de decirle que la tenía en el bote?
—Ta tanga an al bata.
Fue la única vez que no se rió. Se me volvió casi de espaldas, humilló la cabeza al pecho. Estas fases de vuelta en los viajes —siempre de ida y vuelta— que hacemos por la vida son las que definen exactamente quiénes somos, es decir, adonde vamos y de dónde venimos. Pude haberme acordado de cuando China alardeaba de que yo estaba enamorado de ella; pero no me acordé. La abracé por detrás. Trató de desasirse sin empeño.
—China, China…
¿Era la primera vez que la abrazaba? ¿Qué me estaba pasando?
A la abuela le desagradó nuestro lenguaje taquigráfico.
—No me gusta oíros decir esas cosas.
—Pero si son tonterías, abuela.
—No son tonterías; las entendería. Son porquerías.
Al pan, pan.
China y yo guardábamos un silencio resentido. La abuela callaba también, dejaba que nuestro silencio nos comprometiera sin remedio. Y ya yéndose se volvía a nosotros:
—¿A que no habláis así delante de Paco?
¿Cómo lo sabía? Pero esto era lo de menos. Durante un rato errábamos China y yo rehuyéndonos. Paco me podría tener sin cuidado, pero la adivinación de la abuela me dejaba indefenso; como una mariposa ensartada, pataleando. «¿A que no habláis así delante de Paco?» Todo mi fracaso comprimido en una píldora. Lo que en fecha no muy lejana me habría avergonzado hubiese sido tener que ocultar nada a Paco.
Pero venía China al cabo; porque era ella la que venía, silenciosa y mohína. ¿Qué aguas de vergüenzas removía en China la adivinación de la abuela? Yo le miraba a los ojos, preguntándole, y la verdad es que no veía más que un recelo animal. China me parecía entonces, rozándome, una gata asustada; asustada, pero una gata. Me veía otra vez enredado con ella. Sentía que se me deshacía en las manos y que volvía a hacerse, como una llama.
—China, China…
Ella me decía algo que yo comprendía sin comprender las palabras.
—Hazme lo que quieras.
La inminencia de algo grave y oscuro, de un momento inexplicable y, sin embargo, ya casi tangible, me hacía flaquear las piernas.
Comencé a sospechar que Lobo quería hacer las paces conmigo. Pretendía estar distraído cuando yo entraba donde él estuviese, de modo que no tuviese que irse. Alguna vez le oí reír bajito cuando yo bromeaba con China; me parecía incluso que se reía a la fuerza, adulándome. Y cuando le miraba como pidiéndole una explicación —que es el mayor acto de cobardía que he cometido en mi vida— él apagaba la mirada y huía con patas de algodón.
Un día… Me moriré de lo que sea, pero no de pena, después de no haberme muerto de pena aquel día. Iba yo, al volver de clase, a entrar en el cuarto de estar, que me figuraba vacío, cuando creí oír a alguien hablando dentro. Me detuve junto a la puerta. Era la voz de Lobo; no cabía duda.
—Ba la. Ba la la ba ta.
Estaba practicando el idioma taquigráfico. ¿Cuántas veces lo habría hecho ya? ¿Hasta qué punto no le fascinaba aquel nuevo juego, del que yo no le había hecho partícipe?
No le salían más que sílabas tontas, no sabía cómo servirse de aquella maravilla, que aun así le parecía una maravilla.
—Ba ta ta la ba.
Entré muy despacito. Siguió practicando un par de segundos. Pero me oyó o me olió. Se me quedó mirando con sorpresa y azoramiento infinitos y, no sabiendo qué hacer, casi atropellándome —porque yo le cerraba la salida—, escapó.
Fui detrás de él. Lo vi ya al final del pasillo lanzándose hacia la escalera.
—¡Lobo!
Bajé a brincos, salí como un loco del caserón, vi a Lobo corriendo como alma que llevase el diablo por el camino de la estación, corrí detrás.
—¡Lobo!
Cruzó a los campos, se me perdió en una hondonada, reapareció en un alto, siempre corriendo.
—¡Lobo!
Cada vez estaba más lejos. Iba hacia la ermita, dejó atrás la ermita.
Yo corría como en una pesadilla.
—¡Lobo, Lobito!
Como en una pesadilla, naufragando en un esfuerzo por momentos inútil. Ya no era mi Lobo más que una mota casi perdida. El aire me atronaba los oídos y me contenía oponiéndome su masa acolchada. Tropecé en un pedrusco, caí de bruces en el camino.
Me hormigueaban las manos del arrastrón, me escocía la tierra en las rodillas desolladas. Pero aguanté allí, caído. No quería levantarme, sacudirme el polvo, regresar solo y cojeando; mientras aquello no terminase de ocurrir seguiría ocurriendo, y Lobo aún no se habría ido porque se estaría yendo.
… No había más remedio que levantarse. Eso sí, serenamente, con la misma extraña serenidad con que iba a volver a casa. Era esencial que Lobo no se hubiese marchado. «No puede ser». Y no era. En la medida en que la aterradora posibilidad no penetrase la apariencia de las cosas, no pasaba de ser posibilidad. Nada, paso a paso hacia el caserón. Así me iría. Interesándome en las cosas que veía a mi alrededor, sofocando aquel reventón de pena.
Silbaremos un poquito. Va a anochecer. Es que en invierno anochece antes. Aunque ya los días comienzan a alargar. Me duelen las rodillas. Las manos. Bueno, es que el batacazo… Por culpa tuya. Te lo tengo dicho, no me gusta que juguemos así, un día nos vamos a lastimar de verdad.
¿Lágrimas? Tiene gracia. Un poco de polvo en los ojos.
Eso es, silbemos. Está bonito el cielo. (Lo recuerdo. Pálido, temblando hacia el oscurecimiento en su palidez de perla. Apenas si eran perceptibles las primeras estrellas.) Suenan esquilas lejanas y ladridos lejanos. Los campos se borran, los árboles se deshacen en la noche. Se van encendiendo las luces de Alcidia. Y las hogueras anaranjadas de los pastores, por el Remedio.
«Hola.» «Sí, me fui a dar una vuelta.» «No, no tengo hambre.» «No, no tengo frío, dejadme en paz.»
El cielo se diluye en una tinta oscura. Veo cómo la tinta se adensa. Casi no se distinguen desde aquí, desde mi ventanal, los árboles de la calle, las casas, los manchones de nieve sucia que aún quedan. Sólo en el resplandor de los faroles se dibujan las cosas crudamente.
No, no estoy mirando hacia el camino de la estación. ¿Para qué había de mirar? «¡Ya voy!» «No, estoy haciendo los deberes.» Eso, mañana es sábado, y los sábados hay que llevar más deberes preparados. Después, a la una, se vuelve a casa. Hasta el lunes.
Mira, todo se reduce a utilizar sólo la «a». No seas burro. Na saas barra. Tá aras Laba, ya…
Dame fuerza, Dios mío.
Faltaban unos minutos para salir de clase. Algunos chicos recogían. Yo ya lo había hecho y me preparaba para ser el primero en escapar. ¡Qué mañana!
Qué mañana de pensar en Lobo. Había vuelto, sí. Cuando estábamos cenando. No lo vi; lo oí sólo, con oído de tísico. Supe cuándo entraba en el portal, cuándo se metía en la caseta. No sé, quizás hiciese algún ruido, resoplase, se enredara en su cadena. Yo supe exactamente cuándo había entrado.
El tenedor se me había caído al plato con estrépito y yo había cerrado los ojos y me había llevado las manos a la garganta y había bebido un gran sorbo de agua antes de que nadie supiese si reñirme o auxiliarme. Después, comenzando a toser, me había restregado las lágrimas en los ojos. Anticipándose a todos la tía había acudido a mí y había comenzado a pegarme tremendos golpes en la espalda, ordenándome que mirase al techo.
—¡Mira al techo!
Yo había seguido tosiendo y restregándome los ojos y apartando a codazos a la maldita tía (cuyos golpes, no obstante, me hicieron reaccionar de aquel inspirado rapto de histerismo).
Y papá se había reído con susto.
—No pasa nada, se ha atragantado.
Mamá había intervenido también, interponiéndose entre la tía y yo y secándome las lágrimas. Yo había sonreído por fin a todos, y China me había mirado casi con lágrimas también, porque yo llevaba dos o tres horas sin hacerle ningún caso.
Terminó el cántico del Ave María, empezaron los «Que usted lo pase bien», salimos a la calle de estampía.
Me acuciaba tanto la perspectiva del encuentro con Lobo que no veía nada más. Tropezaba con hombres y mujeres, las calles no terminaban nunca. No llevaba ningún plan, ninguna frase preparada (yo sólo he preparado frases en esta vida ante las situaciones en que no he sabido qué partido tomar; para, llegado el momento, soltar indefectiblemente una frase distinta). Sólo de un modo confuso sabía que todo el problema iba a quedar resuelto con jovialidad y violencia, sin duda revoleándonos Lobo y yo en un abrazo y haciéndonos daño.
La noche anterior había estado a punto de intentarlo. Después de cenar, ya muy tarde —a punto de acostarnos—, me había filtrado con disimulo hacia la puerta de la escalera, cuyo pestillo había descorrido con tacto de ladrón manipulando en una caja fuerte. En vano. Es posible que nunca me haya oído a la vez tanta gente en un momento en que no ser oído por nadie era importante.
—¿Quién es?
Papá primero, la tía después, y todos o casi todos.
—¿Quién es, qué pasa?
—¿Eh? ¿Quién ha abierto la puerta?
Apreté los dientes, di un portazo.
—Soy yo. Estaba cerrando la puerta.
—¿Cómo? ¿Estaba abierta?
—Yo estoy segura de haberla cerrado.
Lobo se había atolondrado abajo al oír mi voz.
Habíamos regresado a nuestras respectivas habitaciones. Una tras otra las llaves de la luz habían hecho «clic» para dejar entrar la noche en el caserón; la noche larga, de sueños y miedos y descanso. ¿Cómo habría podido bajar hasta Lobo, afrontar el riesgo de verme sorprendido por segunda vez maniobrando con la puerta? ¿Quién habría entendido que Lobo y yo llevábamos sin hablarnos una temporada? Lo más sencillo del mundo, bajar y abrazarlo, estaba al otro lado de una barrera infranqueable de absurdos. Me había liado a puñetazos con la almohada y, por fin, hábilmente, me había dormido con impaciencia para que la noche pasara aprisa. Raro, pero cierto.
Por la mañana, al salir para el colegio, no había visto a Lobo en el zaguán. Lo había buscado con la mirada por el camino de la estación, por los campos próximos. Estaba seguro de haberle oído entre sueños rebullirse cuando la abuela se iba a misa. ¿Seguro? Estaba seguro también de que la noche anterior lo había oído en su caseta mientras cenábamos. ¡Seguro!
En vista de lo cual me había ido deshecho a clase.
Me paré ante el caserón. Me paré para respirar. Respira uno hondo y eso le ayuda a serenarse.
Entré en el zaguán: vacío. Miré la caseta: vacía.
¿Qué haremos ahora, abuela, qué le habrá pasado? ¡Abuela!
Lloraba con lágrimas tan grandes que no veía dónde ponía cada pie al subir. Sin fuerza, verdaderamente herido.
Entré en casa, me volví sin causa alguna hacia el lado del salón: allí estaba. El idiota. Agazapado ante la puerta del salón. Me miraba un segundo y desviaba la cabeza. Volvía a mirarme y a apartar la mirada. La cola tenía ganas de azotar el suelo. Se me cayeron los libros. Di unos pasos hacia él. Ya no se atrevía a mirarme, pero la cola se le iba en un molinete jubiloso.
Todo comenzó de un modo apenas definible. Sin atender a ello y a la vez vagamente distraído por ello, me di cuenta al acercarme a Lobo de que la puerta del salón estaba entornada. Por primera vez Lobo me miró de cara. Se levantó, se alarmó.
—No entres.
Le pregunté, mirándole, pregunté a la puerta.
—Anda, no entres. Vente conmigo.
Y echando a andar pretendió que me uniese a sus pasos.
En un segundo, en menos de un segundo Lobo había dejado de contar para nada. Así de brutalmente, así de cruelmente (para mí, claro; Lobo estaba compadeciéndome demasiado para poder ofenderse). Al tiempo que yo entraba en el salón volvió a pedírmelo.
—¡No entres, Gabriel!
Empujé la puerta con suavidad detrás de mí y, como si supiera exactamente lo que tenía que hacer, me deslicé hasta el hueco del primer balcón. Allí me quedé, conteniendo la respiración.
Nada durante un largo instante.
Los ruidos del exterior —pasos de hombres y de caballerías, bordoneo de conversaciones, vida bullente— pasaban rodeando aquella punta del caserón en que el salón se salía hacia afuera; pasaban como un agua lenta y rumorosa en torno a una isla de silencio.
Lo primero que me llegó desde el hueco del otro balcón fue un temblor metálico del arpa. Ni siquiera habían rasgado sus cuerdas; una mano, un hombro tal vez había chocado con el instrumento. Luego, un susurro de ropas o de respiraciones.
—Ahí hay alguien —dijo China.
—Seguro —dijo Paco—. Un fantasma.
—Que sí, que te digo que he notado algo.
Susurros de ropas o de gemidos.
—Espera, Paco. No estoy tranquila. ¿Está la puerta cerrada?
—Está tal como la dejamos. Asómate, mira.
—¿Por qué no la cierras?
—… Mejor. No se nos vaya a colar tu simpático primito.
—No te burles del pobre, por favor.
Y encima tuve que encogerme detrás de una alta silla enfundada mientras Paco iba de puntillas a la puerta, la cerraba con sigilo y regresaba a China. Me erguí de nuevo.
No se hablaban y, sin embargo, mordían medias palabras. Una vez China hizo un trino, uno solo, liberado de su risa amordazada. Sonó como un cristal.
Yo tenía la boca seca. Me dolía aquella tensión, me tiraba de las puntas de las manos. Era demasiado inverosímil y demasiado ultrajante la trampa en que me había metido. No terminaba de abarcarla; los minúsculos accidentes del drama desarrollado a tres metros de mí se sucedían en una rueda loca de sorpresas, todas desconcertantes y todas, a mi pesar, sojuzgadoras. Crujía el pequeño diván contiguo al arpa, se tensaba la música sofocada del arpa, Paco hervía en un jadear sórdido. Había allí la magia de un relato renovado en su propia inspiración; un relato maléfico que yo escuchaba sin parpadear, en vilo sobre mi carne y odiándolo como al hecho vivo que era, pero encadenado a él. China se quejaba y el corazón se me partía en pedazos, porque nunca he oído una voz tan dulce y porque aquellos gemidos me pertenecían; pero no podía más que robarlos acechándolos.
¿Cómo escapar de aquello? Temía morir de humillación si ellos me descubrían a mí, y, a la vez, me molestaba imaginarlos sorprendidos, despavoridos como niños con su intimidad rota por mi intromisión. Pero todo iba a desenvolverse de un modo que iba a forzarme a actuar sin dejarme otra opción.
El pomo de la puerta chirrió y entró la abuela. Me agazapé de nuevo tras la silla, al tiempo que la abuela se volvía a cerrar. Iba a estar agazapado un rato interminable, como un conejo asustado por un tiro. En cierto modo esta irrupción venía a resultarme más inesperada que todo lo demás.
China y Paco se habían petrificado.
La abuela dio unos pasos por el salón, acercó su reclinatorio a la Virgen del Remedio, se puso a rezar. Rezó mucho. Grave y sumisa, absolutamente empapada en su adoración. Levantándome poco a poco, hasta quedar semiincorporado por detrás del respaldo, comencé a verla. No sé por qué viéndola de espaldas y arrodillada se me vino el pensamiento preciso de que era el ser más perfecto que me sería dado conocer en la tierra. Ni por qué viéndola tan pequeña se me antojó inmensa. Parecía que nada de esto guardaba relación alguna con mis sentimientos de siempre para con la abuela, parecía que era algo nuevo.
Y olvidando todo lo demás un momento cerré los ojos y sentí una brisa sencilla acariciándome la cara, y una alegría diáfana.
Pero un momento sólo. Del silencio de la pareja me llegaba toda su ansiedad. Y una idea me invadió: la idea de que era absolutamente imprescindible que la abuela no sorprendiese a China y a Paco. Con nada nos identificamos tanto como con el peligro corrido por otros. Es una identificación irracional, irremediable, que pisotea nuestra lógica y nuestra conveniencia y que nos hace anhelar que el criminal acosado escape. (Es algo que sin siquiera hablar bien ni mal de la casta humana explica cómo el romanticismo fue un descubrimiento, no una invención. En suma, no quisiera haber presentado esta reacción como un rasgo de nobleza y como un rasgo justamente mío; todo esto perdería entonces su autenticidad.)
¿Con qué miradas de terror no estarían dialogando Paco y China? ¿Con qué morosidad no se estaría aquietando el tiempo en su terror?
La abuela terminó sus preces. Se levantó, arrastró el reclinatorio para atrás. Me encogí una vez más y la oí moverse de acá para allá, seguramente revisando su vitrina, sus tapices, la lamparita de la Virgen y el Niño. Se me acercó tanto una vez que creí que iba a meter la mano por detrás de mi silla para sacarme del pelo. Luego oí cómo marchaba hacia la puerta. Tal vez, si la abuela hubiese llegado a salir, hubiese dado yo un suspiro que Paco y China habrían oído. Pero no. Giró en redondo y se encaminó con alarmante deliberación al fondo del salón. Cerré los ojos.
La abuela estaba con toda probabilidad examinando o desempolvando los retratos de sus difuntos. Esto le tendría de espaldas o casi de espaldas al hueco del segundo balcón: sólo así podía seguir sin ver a los que allí se escondían. Pero la situación no iba a prolongarse mucho, no iba a prolongarse apenas.
Era muy viejecita la abuela y todo había que perdonárselo. Total, que eructó un poquito. Rápido, haciendo caso omiso del relámpago en que entreví a la pareja oyéndome también —es decir, sintiéndose descubierta por mí—, me reí. Fuerte, con risa atiplada y larga, con un alarido.
No me meto. No quiero saber si sin mi insólita complicidad con la pareja me habría reído también, o si sin el pretexto que la abuela acababa de darme yo habría buscado otro. Me reí, y ése es el hecho crudo.
Tras una pausa en que la abuela, creo, me comunicó el sobresalto que le había dado mi espeluznante carcajada, vino hacia mí.
—Sal de ahí.
Desfallecida.
Salí. Rojo. Con una pesadumbre que ni la abuela habría sabido medir. ¡Qué bochorno, Dios mío, qué llamarazo de humillación y de pena!
La abuela se sentó en la silla que me había servido para ocultarme. Temblaba toda ella. Las manos le revoloteaban en un aire azorado, y yo no sabía si ella quería comenzar a llorar o a hablar.
—¿Cómo?
Eso fue lo primero que me dijo, mirándome sin enfado. Me asustó ligeramente la pregunta.
—No he dicho nada, abuela. No he dicho nada, abuela.
La segunda vez con cariño.
Si, como yo había esperado, hubiese empezado a reñirme, acre y destemplada, acaso matando una sonrisa de regocijo en un momento dado, yo habría sabido qué hacer. Pero aquel humilde desmoronarse de la abuela, del que yo era causa inmediata, me angustió demasiado. Hubo una vez un niño que lloró mucho al descubrir que los medallones y las insignias con que su abuelo solía maravillarle eran falsos, de hojalata recortada y pintarrajeada; pero no lloró porque los medallones fuesen falsos, sino por su abuelo, que temblaba ante él y a quien desde entonces quiso con una nueva adoración.
Sin saber qué hacer tomé una mano de la abuela entre las mías. Le habría dado un beso, me moría de ganas de dárselo y de decirle cuánto la quería. Ya veis qué simple. Pero una timidez terrible me lo impedía. Al cabo las únicas palabras que pudieron filtrarse por aquella cerrazón fueron palabras convencionales.
—Perdóname, abuela.
Apagaba la voz, me insultaba saber que China y Paco la oían también.
La abuela me miraba, ahora con sonrisa animadilla.
—Si no es nada, hijo. Creo que me hago vieja.
Quería burlarse de sí misma. El tremendo susto que se había llevado le impedía captar con claridad lo ocurrido. Probablemente le resultaba ya difícil recordarlo.
—Vete, Gabrielito. Estoy muy bien.
Me desasosegué con la pareja oyendo aquella proposición.
—No, abuela. Tú te vienes conmigo.
Así, con rotundidad. Ya no tenía que desatrancar mi corazón con una confesión sincera de cariño; ya no tenía más que fingir, y las palabras se me salían de la boca solas, auténticas.
—Anda, levántate.
—Que no, que estoy bien.
—Sí, muy bien. Anda, te llevo a tu cuarto.
Aún quiso protestar, pero yo la obligué a levantarse tirando de sus brazos. Fuimos despacio hasta la puerta, salimos y yo cerré con cuidado desde fuera. Entonces, cerrando, vi la llave. Allí estaba, en la cerradura. Una llave de fuego, lo único visible e importante del mundo. Una ligera torsión a la izquierda y… Parecerá racional, pero era una pura necesidad hipnótica. Una ligera torsión a la izquierda y la pareja quedaría a buen recaudo. No podría salir sin convocar a toda la familia aporreando la puerta. Se me levantó la mano hacia la llave. Pero era la abuela quien ahora tiraba de mí; yo habría tenido que hacer una maniobra muy forzada, la abuela se habría asombrado. Tuve que dejarlo para unos minutos después.
Me mataba la impaciencia, apuraba a la abuela para que caminase aprisa, sentía la necesidad de dejármela plantada y retroceder. Antes de que fuese tarde. El impulso no podía ser más contradictorio con mi reacción protectora: justamente, de ahí su fuerza.
La abuela se quejaba con una risita irritante. Ya no me necesitaba, se recostaba en mí sólo por mimo.
—¡Pero Gabrielito, me llevas en volandas!
Me desprendí de ella. Bruscamente; casi se cayó.
—Perdona, abuela. ¡Vas tan despacio!
—Mira, a mí no me vengas con trucos.
Aflojé el paso. ¿Trucos? Cuidado. De repente lo esencial volvía a ser proteger a la pareja.
Llegamos al cuarto de la abuela.
—Bien, te saliste con la tuya. Y ahora querrás que me acueste un poquito, ¿no es cierto?
—¿Yo?
—Y me voy a acostar. Anda, vete.
Me miró con regocijo y cerró la puerta en mis narices.
Me desmadejé. Sentía un verdadero mareo físico y buscaba con' mirada débil un sitio donde sentarme. Pero me dirigí al salón. Tenía que hacerlo o no sería hombre en toda mi vida.
—En seguidita estará —dijo mamá desde la cocina.
Antes, desde alguna parte, papá había hablado, aunque a mí sólo me había llegado el zumbido grave de su voz.
Quizá sin su incoherencia la vida habría tenido que sucumbir a su tristeza miles de años antes de que yo naciese.
Envolví con mí mano la llave de fuego, le di la media vuelta, me alejé de la puerta (como un hombre). Volví en el acto y deshice, la trampa haciendo girar la llave a la derecha.
La puerta. Detrás de la puerta estaba China. Hablando en voz baja. ¿Era su voz, era la voz del aire? De una cosa me sentía seguro: estaba pensando en mí. ¿Burlándose? ¿Arrasados los ojos en lágrimas? ¿Cómo pensaba en mí, qué pensaba?
—¡Puta!
Dije la palabra inventándola, como si no la hubiese visto nunca en el diccionario de Ernesto ni la hubiese oído a hombres ni pudiese antes de esto calar su sentido.
—¡Es una puta!
Pero no lo era.