1

El año de 1921 —el del Desastre de Annual, el de la muerte de Dato— se destapó en Alcidia con unos aguaceros formidables, que con pocas interrupciones prosiguieron durante más de dos semanas. Diluvió día y noche, y la nieve desapareció aprisa tras desmoronarse en una masa esponjosa, llena de boquetes y rodales embarrados. Las aceras de las calles adquirieron esa pátina musgosa que sólo da el lavar y el relavar de la lluvia. Se anegaron vegas y caminos, se habló de graves inundaciones en Las Cuevas, en Las Casas, las hubo en la parte baja de Alcidia —en San Antón— y los desbordamientos del Cabriel causaron daños sin cuento. La ropa y el calzado estaban mojados, el pan, la sal, la leña, el aire estaban mojados, la cal de las paredes rezumaba humedad, los cristales no se desempañaban. Pájaros resignados se desplumaban en rociadas estremecidas. Cuando, en los raros claros, dejaba de llover, las ramas empapadas de los árboles y los canalones goteaban su propia, acumulada lluvia. Ahíta de agua, la tierra recibía en el dulce bulle-bulle de sus charcos más, más, más agua.

Y había momentos en que las casas se envaguecían en el rayado tembloroso del aire, y uno creía que terminarían por diluirse.

Amainó ligeramente el frío —«Claro, por la lluvia», decía la gente, convencida de que lo comprendía— y arreció la gripe. Unos de pie y otros tumbados, en casa la tuvimos todos. Casi a la vez. Un enérgico régimen de antipirina y coñac nos sostuvo a flote por un océano de calenturones, del que fuimos saliendo flacos y arropados. Y tullidos.

Recuerdo aquellos días con singular nostalgia. Cuando le oí decir a mamá «Este niño está enfermo» me pareció que toda mi tristeza era al fin comprendida y compartida. Había salido poco a la calle. Me había eternizado viendo llover detrás de los cristales. Observando el paso presuroso de los transeúntes con sus paraguas tersos y brillantes, y por la noche las perlas de la lluvia a la luz de una puerta que se abría o del farol de un carro que pasaba.

Me sentía presa de una terrible depresión que no podía asociar a ninguno de mis problemas. Tenía escalofríos y una desgana inmensa por todo. Coleaba el final de las vacaciones, por otra parte, y de vez en cuando me hería el pensamiento del inminente regreso al colegio; también duele el acabamiento de un vacío detrás de los cristales, viendo llover y llover. De pronto le oigo decir a mamá que estoy enfermo y me pongo muy blando.

Me dejé meter en la cama dando diente con diente. Oyendo llover. Qué gusto, Dios mío. Sintiendo entornarse sobre mí sus hermosos ojos preocupados y un poquitín miopes.

Tisanas. Un traguito de coñac. ¡Brrr…! Un sorbo de agua, que después del coñac sabía a hierro frío. Y luego, durante períodos cortos y muy distraídos —hasta que mis cabales y el deseo de atender ardían en la calentura—, las carreras del termómetro.

Acometí estas carreras con espíritu deportivo. Yo sabía que de 42 grados es prácticamente imposible pasar; pero mis escaladas por la columnita de mercurio, cuando cesaban los efectos de la antipirina o de la flor de malva con leche caliente, fueron alimentando en mí la esperanza del récord inaudito. Treinta y ocho dos. Treinta y ocho seis. Treinta y ocho ocho. Treinta y nueve. Treinta y nueve dos. Treinta y nueve y medio. Letargo.

Pocas caras vi al comienzo de mi enfermedad. La de mamá. La de la abuela. La de Lobo, claro. Algunas veces, al levantarme para ir al baño me crucé también por los pasillos con la figura tronchada de papá, envuelto hasta los ojos en alarmantes manteos, o con la gemebunda tía Matilde, a quien parece que el trancazo se le había asentado de mala manera. Incluso vi una vez a China, pero los dos íbamos enfoscados en nuestras respectivas tiritonas y apenas si nos reconocimos en la mueca de una sonrisa.

Yo creo que Lobo pasó también su poco de gripe, pero que por modestia disimuló. Nada le inhibía tanto como atraerse la atención de nadie, y yo pensaba que, dado que le fuera posible, a la hora de la muerte preferiría hacerse pasar por dormido. Me acompañaba muchos ratos y atendía con aire consternado cuando mamá, quitándome el termómetro, le decía a la abuela: «Treinta y ocho nueve». Luego, cuando nos quedábamos solos, ponía la cabeza en el embozo de mi sábana y se limitaba a mirarme con pena. Yo sacaba una mano y le acariciaba entre las orejas, y por debajo de mi fiebre creía sentir la suya.

—Lobo, tú estás malo.

—¿Yo? Calla, hombre.

—Que sí.

—Que te digo que no. Anda, cierra los ojos.

Me abandonaba el ánimo; imposible insistir. Y acariciando a Lobo nos transponíamos los dos. Al rato nos sobresaltaba un repicar de campanas o el estruendo de un carro. O un cuchichear sobre nuestras cabezas.

—Treinta y nueve ocho, mamá. ¿Llamamos al médico?

—Quita allá. Todo lo arregláis con el médico; os alivia oír bautizar a los microbios.

—¿Qué dice? ¿Cómo puede decir eso?

—Diciéndolo y sabiendo lo que me digo. Nada, el muchacho va a hacer unos vahos de eucaliptus y se va a tomar una buena taza de yerbas.

Yo gemía, tratando de protestar, y mamá y la abuela bajaban aún más la voz, y Lobo me lamía la mano.

—Y tú mejor estarías echada.

—No insista. Me he tomado dos tabletas y me voy despejando. Usted, usted es la que se debería acostar.

—¿Yo? Vamos, déjame. ¿Tenemos hojas de eucaliptus?

Sobria hasta para la gripe, la abuela no pasaría de haber enronquecido un poquito. Una tisana, medio sellito de antipirina, y hala, a cuidar a los demás (ayudada por mamá y por Catalina, también malucha pero no tanto como para no hacer todos los recados a la botica).

Mamá estaba realmente postrada. Recuerdo que al levantar yo la cara de la vaharada de eucaliptus en busca de aire frío, envuelta en la misma bruma veía la suya con los ojos cerrados. ¿Dormida de pie? O bien se petrificaba junto a mí espiándome, hasta que su presencia se me perdía en la fiebre.

Saliendo de uno de aquellos sopores vi inclinado sobre mí a don Antonio, el médico.

—De qué te asustas, hombre. Anda, abre la boca y saca la lengua. Y di «A». Más. «Aaaa.»

Qué alegría, ver que mamá había insistido hasta salirse con la suya, saber que había pensado en mí.

Hablaba poco don Antonio, evitaba toda conversación innecesaria. Casi no tenía que contestar a ninguna majadería que se le dijese para aislarla como majadería. La tía Matilde se empeñaba siempre en que a ella la viese otro médico.

Pero don Antonio era afable en su silencio, y sus manos sabias te palpaban el cuerpo adivinándole cómo era por dentro, y el cuerpo reconocía con gratitud aquel moldear amigo.

2

Luego de navegar por atroncamientos y sopores, tránsfuga de horas que ningún reloj podría medir, vino el tiempo. Tiempo lleno, alimentado de sí mismo, puro tiempo.

De aquí me viene la nostalgia. El privilegio de poder estar tranquilamente enfermo es de los que se van con la infancia. Lo que le falta al hombre, y de modo especial al hombre pobre, no es dinero, sino tiempo.

Muy tempranito, casi de noche, pasaba el carrillo del lechero. Las cántaras entrechocaban con apagado son de cencerros, los menudos cascos de la jaquita arañaban la tierra. Y sobre los tejados intercambiaban sus mensajes los gallos. El primero en cantar era uno lejanísimo; después gargareante y avinagrado, otro muy próximo; después otros, desperdigados y fijos en sus azoteas como banderas. Se desgañitaban siguiendo un turno bastante regular y pujando por una afonía que terminaba por hacerlos enmudecer a todos. Luego, desde la estación, topetazos secos y seguiditos de vagones; como si sonara uno solo, pero arrastrando una larga cadena de ecos. Un silbido estridente, una pausa, el alejarse de una locomotora con sus bocanadas jadeantes. Todos los días igual: el traqueteo del carrillo, el turno de quiquiriquíes, el despertar en la estación. Y también abajo, en el pueblo. La luz se tamizaba por entre la mañanita invernal y se abrían puertas de casas y la vida salía a la calle. Se desgranaba un hormigueo de lluvia y de gente ajena a su papel de gente, y me encantaba sentir esta existencia recién descubierta al oído. Había que auscultarla entera con el nacer y el morir de un día y otro y otro para captar toda su entidad. Yo había oído antes, claro, muchos de aquellos signos aislados, muchos gallos, campanas, pregones lejanos, pero desgajados del ciclo de su tiempo, estúpidamente espontáneos. Ahora se me revelaban trabados y dosificados dentro de un orden que ninguno de ellos podría alterar. No podría el cojo de los periódicos salmodiar su «teré, teré, teré» —ya cerca del mediodía, bajando por el camino de la estación delante del enjambre de viajeros llegados en el correo— antes de que, cuesta arriba, en dirección opuesta, hubiese pasado la tartana de Blas, vieja para cargar con viajeros pero buena para baúles y maletas. El yunque de Baltasar, el herrero, el yunque de una sola nota y variadas cadencias, callaba en la punta de acá del pueblo cuando el reloj de la iglesia daba las doce. Al comienzo de la tarde se oía el pregón de la ropavejera increpando por su miseria a la humanidad. La palabra gastada e indescifrable se enfilaba por esquinas abiertas y se arrastraba en su estela justa de tiempo; y la ropavejera no sabía esto ni que sus trueques de baratijas por botellas y trapos no contaban para nada. Yo me dejaba llevar sin voluntad del dormir al velar y del velar al dormir, y cuando salía del sueño, al instante un signo me daba el pulso de Alcidia. Declinaba el día tal vez, y por mi ventana entornada asomaba el rumoreo del pueblo, roto en silencios cada vez más largos; hasta que sonaba algún portazo remoto y ya no se oía más que el silencio. La vida había vuelto a meterse en casa. Tal vez pasaban más tarde bajo mi ventana, ya muy de noche, dos o tres transeúntes. Caminaban con brío, acalorados en el secreteo de su conversación, y se dejaban unas palabras retumbando entre las paredes de mi habitación.

Y aunque algunas veces no le oyera cantar la hora al sereno o se me escapase la del campanario, los pasos del sereno y el golpeteo de su chuzo y la calma de sus rondas, bajo la lluvia o atravesando claros, medían con misteriosa precisión la lejanía o la proximidad del alba. Cierto, tampoco es imposible que de pronto hubiese de preguntarme si estaba soñando u oyendo de verdad el entrechocar de las cántaras de leche y el trote de la jaquita.

Y esta sencilla evocación me hace caer en la cuenta de que estaría mintiendo sin enterarme sí, no habiendo sentido de aquel modo a Alcidia, pretendiese que viví en ella.

3

—¿Cuánta fiebre he llegado a tener, mamá?

—Demasiada. No me lo recuerdes.

—Pero, ¿cuánta?

—Cuarenta y uno y medio tuviste una noche.

Me hubiera gustado ponerme el termómetro en aquel preciso instante: el corazón me había dado un vuelco y la sangre comenzaba a bullirme de placer. Mamá estaba diciéndome algo, pero una idea inaplazable me asaltó.

—Claro, no tuve puesto el termómetro constantemente.

—No, claro.

—Entonces… Entonces es posible que llegase a cuarenta y dos sin que nadie lo notase. ¿Eh? ¿Eh?

—Hombre, es posible.

—Y hasta a cuarenta y tres, ¿eh?

Mamá sonrió con fatiga y me dijo que no faltaba más, que a lo mejor yo era un fenómeno. Y prosiguió con la frase que yo le había cortado; simplemente, que al día siguiente me levantaría un poco, porque ya estaba casi bueno. Simplemente. Pero aquí mismo un ominoso augurio me descorazonó. Fue algo bien sencillo y triste. Durante mi enfermedad había recuperado a mamá tan naturalmente que ni me había apercibido del cambio. Había gozado con su protección de un modo perfecto: sin darme cuenta. Ahora, viéndome ella sin duda en el umbral de mi regreso a la normalidad, para decirme aquella pequeñez desvió de mí una mirada insegura y, tras vacilar un punto, salió aprisa del cuarto.

Se había equivocado mi madre. Es probable que durante mi enfermedad hubiese pasado algo, y que ella, como suele ocurrir a los que viven muriéndose en un problema, que no discriminan hasta dónde llega la participación de los demás en ese problema, se creyese obligada a apurar hasta las heces la amargura de su reivindicación. ¡Pero si todo estaba ya claro como el agua! Tan claro, que después de este lamentable retroceso yo preví con horror lo que iba a suceder (no en sus detalles, por supuesto, pero sí en su esencia).

Me entró una gran ira. Todo había venido siendo tan apacible, tan suave. Parecía que la vida convalecía conmigo. Mi paladar y mi olfato despertaban y descubrían con gratitud y sin hambre los alimentos que me daban; las frutas cocidas, los caldos, las rodajas de naranja, la carne asada con unas gotas de limón. Hasta el Tricalcine. Los caramelos mentolados me llenaban de frescura la cabeza. Y mi tiempo puro, destilando en el fluir de sus horas, me ayudaba dándome un marco donde encajar sin premuras retazos del otro tiempo, del agitado por los demás. Poco a poco iban haciendo apariciones por mi cuarto. No para que les hablase demasiado, sino para que, pensando en ellos y reconociéndolos, me preparase. Se asomaba papá y se marchaba, China y Catalina se asomaban y se marchaban, la tía estuvo a punto de asomarse y corrió a meterse en la cama, irritada ante el hecho de que nadie pudiera estar más enfermo o más tiempo enfermo que ella. Todos se iban, y su visión bajaba como un poso en el remanso de una campanada o de una calma. Luego, el conocimiento de que las clases se habían reanudado hacía varios días subrayaba el contento de verme fuera de un mundo que avanzaba sin esperarme. Y de repente, el tremendo error de mamá.

A medida que iba creciendo mi furia desaparecía de mí y de mis alrededores aquel fino equilibrio, y en unos momentos no quedó de él ni rastro. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo me hallaba a medio vestir; me pregunto adonde habría ido a parar si ya hubiese estado vestido para empezar.

Traté de meditar. Frío y débil como estaba, no me apetecía volver a meterme en la cama. Terminé de vestirme, salí al pasillo, di unos pasos, toqué las paredes sin reconocerlas. Me movía desorientado en aquellas dimensiones. El techo me pareció demasiado alto y angosto. Oí al cojo de los periódicos, pero no me penetró su sonsonete ni supe bien qué significaba. En suma, el cambio de mi postura horizontal de tantos días por la vertical me había desencajado de todo.

Mamá se enfadó muchísimo cuando me vio aparecer en el cuarto de estar.

—Te he dicho que te levantarías mañana, no hoy.

Me desentendí de ella con tanta hosquedad que no se atrevió a rechistar.

Papá me acogió iluminado de júbilo.

—¡Nada, ha hecho muy bien el chico!

Una tos de trueno le retumbaba por el pechazo mientras me acercaba un sillón a la chimenea.

—¡Basta de…!

La tos le ahogaba la frase.

—¡Basta de cama! ¡Ha hecho muy requetebién!

Mamá lo miraba con resentimiento.

—No ha hecho muy requetebién.

Y salió.

Papá transformó en resoplido de paciencia alguna pujante necesidad y se volvió a sonreírme, encantado. Y en un segundo entendí que, en efecto, él y mamá seguían a ciegas por su extravío.

Al verme aparecer, China, sentada también junto a la lumbre, había levantado de lo que estaba bordando una mirada atónita (con la que después, durante la sorda pugna de mis padres, no había sabido qué hacer). El bastidor le resbaló hasta el suelo y ella se inclinó para dejarlo en un rincón. Y aunque no había visto yo la cara de China momentos antes, tuve la certeza de que aquel rojo era un rojo súbito, encendido para mí.

4

Desvanecido el rojo se me mostró descolorida y ojerosa. Cuando me preguntó si unos días después podría acompañarle al cine, con Paco, dije que sí, que le acompañaría. Cuando suspiró, como descansando de una gran incertidumbre, suspiré como descansando de otra. Los dos nos quedamos mirando al fuego. Un tarugo a medio consumir se desmoronó en ascuas.

Descolorida y ojerosa, marchita y despeinada. Pero en la medida justa, combinando espiritualidad y morenez en unas proporciones cuyo principal encanto era la falsedad. Se sentía uno en posesión de la verdad creyendo que China aprovechaba la falta de glóbulos rojos para maquillarse.

Fue ella, sin embargo, la que me encontró a mí mal.

—Estás muy pálido, Gabriel.

Me costaba gran esfuerzo pensar. Me había agradado reconocer la habitación. Tan limpia, tan caliente. Los grandes platos de pared con su metálico esmaltado azul. El reloj de pesas y sus números romanos y su tic-tac. Lo hacía muy bien: tic-tac. El aparador, su vasto mármol y sus fuentes de frutas. Los sillones viejos y acogedores. El incipiente deshilachado de la alfombra en aquel borde precisamente, ante el ventanal. Pero todo me desplazaba; las cosas no estaban exactamente en su sitio, o bien tenían un tamaño y una conformación inesperados.

Papá había salido a la calle. Mamá hubiese querido protestar, pero sólo le ayudó con brusquedad a envolverse en bufandas. Tosiendo y diciendo que no con la cabeza, papá había dado portazo.

De vez en cuando entraba mamá y me estudiaba con disimulo. Hasta que se atrevió a acercarse a la chimenea con una botella de jarabe para la tos.

—Venga, una cucharada cada uno.

Se la dio primero a China, quien cerró los ojos en un aspaviento de asco. A mí me provocaron una sacudida de risa el frío de la cuchara y el ácido del jarabe, y mamá apretó los labios para no reírse, aunque yo supe esto sin mirarla.

Ráfagas de una lluvia floja tamborileaban en los cristales. Los golpes del viento impulsaban chimenea abajo nubecitas de humo. Llegó de la calle Catalina, rubia, mojada y feliz, trayéndonos la lluvia y el aire y hablándome con simpatía.

—¡Hombre, ya estás bueno!

Llegó el tío Nicolás.

—Hombre, ya está bueno.

La tía no llegó porque, como dije, había decidido resistir en la cama, pero su voz gangosa llamó a China.

—¡Pero China! ¿No me oyes? ¡Ay!

—¡Ya, ya voy!

La vi salir y me levanté también. Despertando a los gritos irritados de las dos me sentí inquieto. Di pasos, di vueltas y de pronto comprendí que lo que me costaba esfuerzo no era pensar, sino lo contrario: no pensar. En lo más hondo de mí había una evidencia de luz molesta, que me hacía cerrar los ojos y me impedía ver fuera de mí: el tío, los gimoteos de la tía, la languidez de China.

Me incomodaba profundamente, además, la proximidad del tío, arrellanado en un sillón y sorbiendo con aire distraído una copa de coñac. Me acerqué al ventanal. En vano. De los tejados subían columnas de humo gris quietas, pintadas en la lluvia. La lejanía. El pueblo brumoso, el cielo negro y agrietado en fisuras luminosas. Todo estaba allí, pero nada satisfacía mi mirada.

Acorralado, me dejé caer en mi propia trampa. Como si mi evidencia interior fuese un ser animado al que hubiese que acallar de algún modo, fingí afrontarla. Con un ojo abierto y el otro cerrado. Un expediente tranquilizador —algunos lo sabéis—, cuyos efectos sobre la conciencia —algunos lo sabéis— son tan efímeros como los de una limosna dada por cálculo. En suma, me impuse el deber de sentir dolor ante el pensamiento de que China y Paco se casarían un día.

El error mío. Semejante al que mamá estaba cometiendo; también nacía de la obstinación. Incluso en este rebasamiento del presente, que situaba ya inexorablemente el desenlace en un pasado muerto, había de atenazarme el paralelismo de mis dos problemas.

¿Por qué me había pedido China que los acompañase?

Ya no era como antes, ya eran novios «oficiales» y a ella no le hacía falta carabina alguna. (Por cierto, apenas si habían cultivado su nuevo estado: China, en cama desde poco después de Navidad, no había podido recibir de Paco casi más que epístolas; y cuando se puso buena las vacaciones habían terminado y él se hallaba de nuevo en Valencia.) ¿Significaba esto que China me necesitaba pese a todo, que realmente lo más insobornable de sus sentimientos era mío? Mi corazón me repitió una vez más: sí.

Oí los pasos de China acercándose por el pasillo y me entró susto. No había tiempo de razonar por qué. Si al menos se marchara el tío… No, mejor que se quedase. (¿Mejor? ¿No me estaba fastidiando su proximidad?)

No eran los pasos de China, sino los de mamá. Por fortuna. ¿Por fortuna?

La había reconocido sin volverme porque ella había tosido ligeramente al entrar. Seguí mirando por los cristales. Oí a mis espaldas, en la habitación, una calma forzada. Hasta el reloj se paró. Estuve a punto de volverme. Entonces fue cuando mamá le dio la cita al tío.

—Mañana. A las cinco. En el desván.

En voz baja, pero no demasiado baja. No podía haberle escapado la posibilidad de que yo la oyese.

—¡Elisa!

Creo que el tío lo dijo con un comienzo de terror.

Las uñas se me clavaron en las palmas de las manos. Nada más. Se puede reaccionar contra la sorpresa, pero no contra lo previsto.

El reloj volvió a ponerse en marcha.

5

Me dio por pensar en cosas anodinas. Hasta las cinco de la tarde del día siguiente no tenía nada que hacer. Nada en absoluto. Como si me hallase en una estación de ferrocarril para cambiar de tren, obligado a esperar horas y horas. Todo, hasta lo más acuciante, se ve interceptado entonces por un bloque de tiempo amorfo. No tiene uno más remedio que disponerse a cometer ese grave crimen que consiste en matar al tiempo; hay que deshacerse de él como sea, para que por el hueco que deje llegue el tren que nos ha de llevar a lo acuciante. Pero, ¿cómo?

A mí me dio sobre todo por pensar en lo estúpidos que son los relojes. Algo rarísimo. Y, sin embargo, para mí, para mí personalmente aquella espera en una estación de segunda es parte esencial de esta historia.

Hacía ya largo rato que habíamos comido. Cerca de mí, en las palabras y en los movimientos de los demás había vida, pero una suerte de vida que yo no podía percibir más que imaginándola; perteneciente, en efecto, a ese curioso reino de adivinaciones del viajero. (¿De qué estarán hablando ahora? ¿Qué estarán haciendo?)

El tío Nicolás había abordado a papá con torpe naturalidad.

—¿Qué, cómo van esos asuntos, Gabriel?

A papá le había dado un golpe de tos. Muy largo, porque hacía falta tiempo para recuperarse de aquella sorpresa.

—Bien… muy bien.

Los relojes. Siempre avanzando para no llegar nunca a ninguna parte. Sólo los que se paran parecen haber hecho algo. ¿Adonde llegan los relojes que se paran?

En otro momento el tío se acercó a papá asumiendo su ya olvidado papel de conspirador.

—Oye. Carta del obispo. Y ayer otra del senador.

—¿Qué?

—Como lo oyes. Del Excelentísimo Señor.

Papá comprendió por fin. Sólo de verlos, a mamá, que no podía oírlos bien —ella estaba a la puerta de la cocina, ellos estaban al principio del pasillo, cerca del salón—, se le cayó una jarra al suelo. La jarra se hizo añicos. El tío fue presuroso a recoger vidrios. Papá se rascó la cabeza.

Los relojes. Únicamente los que se paran señalan la hora exacta dos veces al día. Los que giran sin cesar, lentos insectos acechantes bajo un cristal, ésos no atrapan jamás al tiempo; una fracción mínima, cuando menos, se les escapa y les impide ser veraces. Los que se paran o se rompen, ésos señalan una pura verdad dos veces cada veinticuatro horas.

Me espoleó esta idea. Sentí un movimiento fustigante, exigente; y a la vez entrañado. No lo podría explicar bien; no podría contar de ello más que manifestaciones exteriores. Sentí, en fin, por vez primera —que yo recuerde— el mismo movimiento fustigante que aún me tiene, transcurridos cuarenta y tantos años, escribiendo en el ático de mi granjita inglesa.

Catalina llamó desde la escalera:

—¡China, carta de Paco!

China se puso encarnada, porque estaba yo delante. Cuando hubo salido, el tío Nicolás murmuró como para sí, porque papá estaba delante:

—Paco… ¡Imbécil!

Volvió China. Intentó varias veces trabar conmigo una conversación en la que de pronto me veía perdido, impotente para atender. Me hacía la ilusión de que todo lo resolvería mostrándome muy cortés, muy deferente.

—Tienes que cuidarte, has adelgazado.

Frases así, que yo no había utilizado antes y cuya resonancia de fórmula social oía fuera de mis pensamientos escondidos.

—¿No te convendría acostarte?

Ella se iba poniendo melancólica, con melancolía que primero fue un recurso y finalmente melancolía. Se enfurruñó en su sillón, terminó por hacerse la dormida. Con la carta sin abrir entre las manos.

Faltaba una hora menos, dos, tres horas menos hasta las cinco de la tarde del día siguiente. Me recorrían de vez en cuando ramalazos de ansiedad, pero no me resultaba difícil contenerlos.

Los relojes. Algunos, los chiquitines, emiten apenas un tremor de actividad; como de mandíbulas o élitros diminutos. De noche se les deja en la mesilla, junto a la cabecera. Arriba, Fulana, que son las siete. Fulano, que son las ocho. También los despertadores se ponen en la mesilla, y vibran a brincos contenidos, como si se les fuesen rompiendo muelles; asustados del timbrazo que llevan dentro. Rrrrrr… ¡Arriba, Fulano! Día y noche, noche y día, todos, los de pulsera, los de bolsillo, los de mesa, los de péndulo, los de pesas, los de pared, los de torre, todos giran, obsesionados y obsesionantes, enmarcando en su círculo infinitamente repetido y vario la vida, infinitamente repetida y varia. Se muere y se nace a hora fija. El tiempo hace al reloj y el reloj hace al tiempo. Falleció a las tres.

No sé en qué momento me abordó el tío Nicolás a mí. Ni importa. En cualquier otra ocasión me habría asombrado la novedad. Ahora no. Ahora escuché a mi tío con tenue curiosidad. Al igual que todo lo demás, sus palabras me llegaban como imaginadas por mí en un argumento improbable. Aburrido. Mucho más real era mi tejer y destejer de ideas en torno a los estúpidos relojes.

Para estúpido el reloj de cuco.

—Tienes que engordar, Gabrielito. Gabriel, este chico ha de engordar. ¿Te das cuenta del estirón que ha pegado? Edad peligrosa, Gabriel. Cuidado.

Previsto. Desechado de antemano como algo que no le va a ir bien al desenlace.

No obstante, calando mi propio distanciamiento yo entreveía con una sombra de pesar irreprimible los burdos esfuerzos del tío. Nos puede invadir de súbito un sentimiento que no hayamos tenido nunca; pero la afabilidad no es un sentimiento, es una costumbre. No es posible improvisarla y el tío no podía improvisarla. Menos dolorosa que aquella euforia de cadete habría sido su ducho, acostumbrado silencio.

El silencio. El reloj de sol. Sin campanadas, sin tic-tac. Tiene el reloj de sol un silente, diáfano engranaje astronómico que se evade por el firmamento cuando cae la tarde, para regresar con los primeros rayos de la mañana. Llega, se recoge en su sitio, se pone a trabajar. En las noches de luna el reloj de sol sueña y señala unas horas muy graciosas y muy ridículas que no sirven, porque son de sueño y no de tiempo.

También papá hubiese preferido el silencio del tío a aquel insólito latazo. Se le veía incómodo, deseoso de largarse.

—Gabriel, no te oigo cantar estos días. ¿Qué te pasa?

—¿Eh? Nada. La garganta. La gripe.

Papá, además, estaba sobre ascuas. Una aprensión irracional movía su dignidad, cuyas manifestaciones instintivas son las mejores, y le hacía negarse a tomar aquella moneda deleznable con que se le quería pagar por adelantado. Un poco más, unas horas más de adulación y habría mandado sin contemplaciones al tío al infierno.

Pero nada podría compararse con el susto de muerte que se llevó Lobo cuando el tío quiso pactar con él. También con él. Hablándole de usted.

—¿Cómo está usted, señor Lobo?

Lobo, ovillado junto a la chimenea, levantó una cara inexpresiva, de persona que despertase a un sueño. Me miró, le sonreí, comenzó a temblar.

—¿Eh, señor Lobo, cómo va eso?

Y quiso acariciarlo. Pero la piel de Lobo y Lobo entero se escurrieron bajo aquella mano. Se rebullía el pobre sin atreverse a erguirse del todo y escapar. Ni al tío hubiese querido desairar. Desaparecer inadvertida, suavemente, sin que se notase que el aire y la luz llenaban su hueco: eso era lo que anhelaba.

—Oye, tío, ¿por qué dices que he crecido?

—… Porque sí. Ya lo creo. No creas que exagero, Gabriel: edad peligrosa.

—¿Y por qué es una edad peligrosa, tío?

—Porque…

Lobo había podido salir a tirones y pisando huevos, con la cabeza hundida en las paletillas, el rabo entre las piernas y mirando hacia atrás (pero volviendo para ello los ojos, no la cabeza).

«¡Oh, relojes, corazones metálicos del mundo…!»

Lo taché, nervioso. Había tachado ya muchas frases, todas días con signos de admiración y puntos suspensivos. Me habían venido a las manos un papel y un lápiz. Sin saber cómo. Todo el tema del tiempo y de su extraña, monótona inspiración estaba en mí, pero una mano férrea atenazaba la mía. Nada de lo que sentía me llegaba a la mano, nada daba un reflejo válido. Experimentaba por vez primera la angustia de comprobar que las ideas no son palabras y que, sin embargo, no pueden ser expresadas más que con palabras, como después aprendí de un poeta (sólo un poeta podía descubrir eso) que las ideas no sirven para escribir. Y que es un milagro el hallazgo de las palabras justas, transparentes, que el lector no vea al leer (porque si las ve, su opacidad oscurecerá la desnudez de la idea).

Me sobresaltó ver a mamá viniendo hacia mí.

—¿Qué escribes?

—¿Eh?

Como si alguien me hubiera sorprendido en cueros.

La tenía ya encima. Rápido, sin darle tiempo a ver, arrugué el papel en una bola y lo arrojé al fuego.

—¿Qué era eso?

—Nada.

—¡Qué era eso!

—Estaba escribiendo sobre los relojes.

Demasiado absurdo. Me dio una maligna alegría verla desmoronarse en el desconcierto.

—Ponte… ponte el termómetro.

—¡Qué más da!

Lo dije con estoicismo y salí. Aplomado, satisfecho de un modo salvaje. Sin volverme a mirarla supe que se quedaba retorciéndose las manos.

6

Cosa de una hora antes de la cita me entró pánico. Lo sentí dentro de mí como un cuerpo grande que se tensara despertando y desperezándose, llenándome. Me estiré también, distendido por él. Me sudaban las manos. Tenía frío y fuego.

¿Y si había oído a mamá citar al tío sólo por descuido de ella? ¿Y si yo sólo estaba creyendo lo que quería creer?

Me asombraba la tranquilidad que por espacio de más de 24 horas me había venido gobernando. ¿Qué extraño egoísmo me había atrincherado frente a la realidad? ¿Cuál era el verdadero significado de mi incursión por la abstracción literaria de los relojes? ¿No debería haber sido menos despreciablemente hábil, no debería haber tirado de la manta y armado el escándalo?

Aún estaba a tiempo de hacer algo. Era lo más espantoso: aún estaba a tiempo.

Por otra parte… No, quizás había obrado acertadamente.

Pero, ¿y si…? Pero… ¡Pero!

Papá me miraba con preocupación.

—¿Te encuentras bien? A ver si te has levantado demasiado pronto.

Mamá no me prestaba atención. Sin hostilidad. Despachando sus quehaceres de mejor talante que desde hacía muchas semanas, yendo a lo suyo tranquila y animada, canturreando a veces.

Creí que me faltaba la vida cuando papá empezó a embufandarse para salir a la calle.

—De veras que no saldría, Elisa, pero tengo que ver a esos pesados.

Mamá no había preguntado ni protestaba.

—¿Dónde está mi paraguas?

Sí, llovía una vez más (¿o era la misma vez, la misma llovizna fina y dulce de tantos y tantos días, antes y después de los chaparrones fuertes?).

Mamá acudió con el paraguas de papá. No, no parecía molesta como el día anterior porque papá saliera. Al contrario: lo arropó, solícita; casi lo empujó hacia la puerta. Antes de salir, papá le dijo que me diese una tisana.

Sonó el portazo.

Tic-tac, tic-tac.

¡Papá! Pero ya me encargué yo de que mi grito no saliese de mí.

La abuela estaba encerrada en su habitación. Bisbiseando, ratoneando.

Catalina estaba en la calle.

China estaba en el cuarto de su madre, sojuzgada a la quejumbre de ésta.

¿Y el tío? ¿Dónde estaba el tío?

Lobo andaba poniéndose como una sopa por esos mundos. ¡Cuánto, cuán desesperadamente lo necesitaba! Dentro de mi miedo cuajó repentinamente un pensamiento malo; uno de esos pensamientos que ya estaban antes en uno, pero que no se identifican hasta que cuajan, como ocurre con algunos males. Lobo me había hablado bien de mi padre cuantas veces él creyó que necesitaba su defensa. De mi madre, nunca. Ni bien, ni mal. Ni siquiera en mis peores momentos de duda. Y eso que él la amaba de veras. ¿Significaba esto algo, no significaba nada?

Se me acercó ella titubeando, con la tisana y un sello o una tableta, pero volvió sobre sus pasos y salió sin decirme nada.

Tic-tac, tic-tac. Me dolía el nudo aquel de la garganta. La lumbre estaba mortecina. El ventanal retemblaba suavemente al viento y a la lluvia. Yo estaba solo y horrorizado. Rodeado de un atardecer sin luz.

¿Y si, simplemente, no acudiese yo al desván? ¿Y si obrase como un niño no obligado a entender nada y dejase que el destino —el mío, el de todos— se hiciera a sí mismo? Pero diciéndomelo me levanté. Eran ya casi las cinco. Salí del cuarto de estar, atravesé el largo pasillo —nada, nadie— abrí la puerta, comencé a subir. Dentro de mí retrocedía alguien empavorecido, pero como si lo hiciera sobre la cubierta de un barco que avanzase a despecho de todo.

7

La lluvia sonaba aumentada y hueca en el desván, como en una caja de resonancia; y no con continuidad de lluvia, sino desgranada en gotas precisas. Rebotaba en rociones sobre la techumbre, paraba un instante, se desmelenaba en blandas brazadas, se iba —se le oía alejarse—, volvía. Era tan absorbente que llegué a olvidar a qué había subido. No estaba escuchando la fuerza suelta de elementos naturales, sino algo personal y concreto y mucho más violento, como la impotencia de un animal obsesionado por entrar en la semioscuridad del desván.

A tal punto me distraje que sólo oí pasos cuando casi era ya tarde para esconderse. Me escabullí como una exhalación hasta el final del recodo que hacía el desván. (Tanto hablar del desván y nunca os he dicho que, en efecto, hacía un recodo, una especie de L. Sólo desde el vértice de ésta, junto al cual estaba la portezuela del palomar, se dominaban plenamente los dos lados. Se llegaba allí por un pasillito y la luz entraba por un ventanuco, y acaso también, muy débil, por el pasillito, desde la escalera). Me pegué al rincón semiocultándome entre cachivaches.

Estoy seguro de que hice mucho ruido y de que sólo el encantamiento de la lluvia me protegió: también el recién llegado se había quedado maravillado. La penumbra, cada vez más espesa, iba a ser mi otro aliado.

Sin verlo supe que era él. Percibí el aroma de su cigarrillo mezclado con el aroma de colonia y ron quina. Muy agradable. Se había estado perfumando, como hacía los sábados antes de marcharse a Valencia. Venía preparado para la escena del sofá (aunque el que allí había estaba muy roto).

Oí, despavorido, que se ponía a pasear. ¿Vendría hacia mi rincón? Me vi en peligro de muerte, y aún hoy me parece que lo único lógico, si me hubiese descubierto, hubiera sido que me matase. De rabia, de un solo golpe.

Cada seis u ocho pasos, con regularidad anonadante, cada seis u ocho pasos veía asomar parte de su figura borrosa y la chispita de su cigarrillo. Cada seis u ocho pasos. Se detenía, vacilaba en un intento de venir a mi rincón. Desandaba su corto paseo.

No sé si avergonzarme. Lo único que experimenté cuando llegó mamá fue alivio. Cerré los ojos, respiré a pulmón lleno.

Oí muy bien las primeras palabras que se cruzaron, pero no las entendí. ¿No? ¿Qué sortilegio volvía a escamotearme la realidad? Comencé a atender disimulando ante mí mismo, soltando las palabras como si fuesen brasas. Reteniéndolas un poquito más cada vez. No, no quemaban.

Había obrado acertadamente. Había esperado acertadamente en mi estación, matando con serenidad a un tiempo que, vivo, hubiera sido demasiado peligroso. Mamá me había citado a mí; a mí sobre todo.

—Te equivocas, Nicolás. Esto tiene que acabar aquí y ahora mismo.

—¿Para eso me has citado?

Mamá calló un momento. El tío estaba inmóvil.

—Para eso te he citado; contaba con tu pregunta. No, déjame hablar. No te estoy haciendo perder el tiempo, no vas a tener la menor posibilidad de insistir, no he venido a escucharte, sino a que me escuches.

—Elisa, no tienes derecho.

—Cállate, por favor. ¿A qué no tengo derecho? Esto es monstruoso. ¿Es que verdaderamente crees que tú tienes algún derecho?

Pausa, una pausa aplastante que el tío recortó muy bien.

—La verdad, creía que sí. ¿No te parece que con motivo?

De repente le perjudicaba a mamá saber que yo estaba allí.

Con tino cruel, como si también él lo supiese, el tío había acertado soltando aquella desvergüenza. Mamá jadeó y no supo más que murmurar «Cínico, cínico, cínico». Repitiendo la palabra llegó a no saber lo que decía.

Yo hubiese querido gritar. Me moría de ganas de salir de mi escondrijo para ordenarle a mamá que no hablase más, que se fuera, para decirle que ella era mamá sin tener que esforzarse para volver a serlo. (Es malo, en la vida como en arte, agotar las demostraciones aclaratorias. Se paga ese error, el error cometido por mamá que me había hecho presagiar este intolerable final. La verdad es una diosa casta que frunce el ceño y nos repele ante la menor posibilidad de verse manoseada. Con qué pena, con qué pan amargo me iba yo tragando ese final, subrayado por las observaciones confiadas del tío.)

—Cálmate, Elisa. Todo se resolverá. Sé valiente y no te preocupes de nada más.

—Pero, ¿de qué hablas?

Sollozaba, espantada.

—Me destroza verte llorar. Cálmate, esto no tiene sentido.

—¡No me toques! ¿Estás loco?

Yo no quería saber que tenía un tío guapo que se perfumaba con ron quina y que levantaba una ceja impertinente para mirar. No quería saber que tenía la mamá más guapa del mundo, mortalmente sitiada en aquel momento. No quería saber que aquello estaba pasando, que la lluvia caía sobre aquel diálogo envenenado. Yo sólo quería salir y abrazar a mamá, pero sin que ella supiese que yo había estado escuchando y sin que yo mismo lo supiese, sin que ni ella ni yo hubiésemos vivido aquello, sin que la verdad hubiese tenido ocasión de irritarse y esquivarnos.

—Además —dijo el tío con suavidad—, yo tengo una carta.

Menos mal que lo dijo.

Al pronto me quedé hueco. Mamá enmudeció. La lluvia se detuvo en el aire.

Menos mal que lo dijo. «Yo tengo una carta.» Era la meta sin regreso posible. Era lo único no previsto por mamá y lo que naturalmente iba a salvarle con fresca, no estudiada naturalidad.

—Voy a hablarle a mi marido de esa carta apenas lo vea.

Fue un golpe de genio superior a ella misma.

El tío tardó en convencerse a sí mismo de que quizás aquello no fuese cierto y en sacudirse el pavor para poder seguir hablando.

—¿Por qué dices eso? No me has comprendido.

—Voy a hablarle a mi marido apenas llegue él a casa.

Probablemente el tío movió la cabeza en la oscuridad, dolido de tanta incomprensión.

—Que no, que no me has comprendido. He querido decir que…

—Qué.

—Que en esa carta hay cosas que… que podrían haberme ilusionado.

—No has querido decir eso, porque nada de esa carta podría haberte ilusionado. A ti menos que a nadie. Sabías demasiado bien lo que te decía.

—Elisa, por favor, recuerda. «No me atormentes más…»

—Me lo sé de memoria. «Cortemos de una vez.»

—No, «terminemos esto de una vez». ¿Te das cuenta? ¿Cómo se podría terminar con lo inexistente?

—Quieres decir que después de leer eso nadie podría creer…

—Mujer, juzga tú misma.

—Ya lo creo que juzgo. Eres un miserable.

—¡Elisa!

—Bueno, ¿qué hago yo aquí, tratando de convencerte de que eres un miserable?

—¡No es cierto!

—Sin el coraje suficiente para chantajear abiertamente. Adiós.

—Elisa, escucha. Toda mi vida, desde que te vi por vez primera… Desde ese mismo momento fuiste tú, tú y no tu hermana…

—Y creerás que no lo he sabido siempre.

Hola, esto era nuevo para mí.

—Claro que has tenido que saberlo. No te vayas, no te me vayas.

—Me obligas a hacer lo que sólo Dios sabe con cuánto empeño he intentado no hacer.

—Por ti: no lo hagas.

Mamá meditó un momento.

—Conque por mí, ¿eh?

—… No te entiendo.

—Me entiendes demasiado. Trataré de que mi marido interprete esas frases en el mismo sentido que yo les di: asco a ti…

—Oye, tú.

—Asco a ti y respeto a él.

Meditó otro momento.

—Y respeto a mi hijo. Es lo único que me ha impedido resolver la situación. Es lo que me ha tenido loca todo este tiempo, extraviada de ellos dos, hiriéndoles antes que fingir felicidad ante ellos.

—Ya. Y piensas que ahora tu marido va a creer…

—Qué voy a pensarlo. Me parece imposible convencerle. Pero esa horrorosa perspectiva me parece menos horrorosa que la de ceder ante ti.

Tenía que pasar. Eran demasiadas estocadas en el meollo de aquella maldad. Cambió de pronto el tío (no, venía cambiando).

—Bueno, rica. Ya has dicho bastante. A mí no me faltará consuelo, pero tú… Aunque, la verdad, ya estás acostumbrada a tu… marido.

—Eres un…

No, no lo dijo. Una pena. Hay un momento que sin la palabra se queda a medio hacer. Entraña una vacilante falta de respeto a la propia persona no decirla.

Le pegó, en lugar de ello, una bofetada; no la bofetada que tanto tiempo yo había esperado. Otra. Algo es algo. La mejilla de mi tío sonó bastante bien. Chaf.

—Te acordarás de esto —dijo él.

—Ya lo creo —dijo ella.

Al diablo la diosa ceñuda, y yo, y el mundo entero. Mamá no estaba ya queriendo demostrar nada. Era lo importante.

Me sorprendió oír su voz un poco más alejada.

—Suéltame.

—Elisa, por favor.

Sin pensar si era o no prudente salir, salí. Estaban muy cerca de la escalera, al comienzo del pasillito, detenida mamá por el tío.

—¿Me sueltas? ¡Gabriel!

Me acerqué a ellos tanto, temblando tanto, que no comprendo cómo no me vieron. O quizá lo de menos para ellos era ya verme o no.

Me sobrecogía ver a mi madre tan desmedida, tan irrevocablemente abocada a la tragedia. Porque claro está que ella había llamado a mi padre con una cólera pura, ajena al hecho de que mi padre pudiese estar o no en casa y de que pudiese oiría o no. Pero antes de que yo llegase a ella —para abrazarme a ella, para taparle la boca—, el tío hizo algo que nos inmovilizó a los dos.

El tío se arrodilló. Primero una rodilla, luego las dos. Braceaba, espumarajeaba. Bajo la luz moribunda de la claraboya, su figura, grande y delgada y rota, era el epítome de toda la abyección humana.

—¿Ves? Mira lo que hago con tu carta. ¿Ves? Mira lo que hago.

La había sacado de un bolsillo y cada vez la rasgaba en pedazos más pequeños y cada vez sonaba más ronco.

—¿Ves? Esto es lo que yo hago con tu carta.

Arrojó al suelo con furia los fragmentos de papel.

—Esto. ¿Te convences ahora de que estabas equivocada, de que no quería tu carta para nada de lo que te figurabas?

—Ahora menos que nunca.

Al tiempo que el tío comenzaba a levantarse yo retrocedí hacia el recodo. Vi cómo hacía el gesto final de mártir, las aspas de los brazos renunciando a lo imposible, el no de la cabeza cerrándose a nuevas ofertas de entrega. Y cómo, despeinado, la chaqueta suelta y bailándole por detrás, se dejaba engullir por la negrura de la escalera, que bajó de cuatro en cuatro.

Volví a esconderme del todo. Pasó un poco de tiempo; un poquito de tiempo que se resistió mucho a pasar.

8

—Gabrielito.

Nos encontramos bajo el ventanuco, reconociéndonos más al tacto que viéndonos. Mi madre tiró de mí suavemente.

—Ven, siéntate.

Fui a sentarme a su lado en el sofá roto, pero ella me obligó a sentarme en su regazo. Un poco incómodo al pronto, con los pies rozando el suelo sin descansar en él. Me envolvió con sus brazos, puso su mejilla junto a la mía. Noté que estaba llorando.

—Lloro de alegría, hijo.

Pero nadie llora de alegría, sino de la pena agazapada en su esencia y de la consciencia de su efimereidad.

Había dejado de llover y ya no volvería a llover en mucho tiempo. Como si la lluvia hubiese tenido que durar justamente lo necesario para cerrar aquel capítulo borrascoso, como si ya no tuviese nada que hacer después en Alcidia.

La portezuela desvencijada dejaba filtrarse un aire limpio y un tiempo recreado. Mamá suspiró entrecortadamente. Con hondura y con paz. Yo sentía en mi cara su cara grande y suave, de grandes pómulos separados. Sus pestañas me acariciaban la piel. Y el corazón. Me comió de un beso con sus labios grandes y puros. Volvió a descansar su mejilla en la mía. Ya no lloraba. Tuvo que ser aquélla la última vez que me apeteció rascarle un poquito la espalda y la primera que no se lo dije. Recordé la bofetada al tío, levanté la mano también.

—¿Estás contento?

—¿Yo? ¿Yo qué sé? ¡Claro!

¿Para qué teníamos que hablar? ¿No había más remedio?

—¿Me perdonas, hijo?

—¿Yo? ¡Claro!

¡Qué rabia! ¡Con el aire tan limpio que nos rodeaba, con el tiempo tan nuevo que respirábamos!

—Necesitaba que lo supieses todo, Gabrielito. Nunca sabrás cómo lo necesitaba y cuánto me torturó esa necesidad.

—¿Qué quiere decir eso?

—Nada. Necesitaba que lo supieses todo porque sabías algo. La verdad es que tú sabes demasiado, sinvergüenza.

Se rió descansando más y envanecida de mí y me dio otro beso. Separó su cara para contemplarme y me pareció que me veía en la oscuridad y sentí que su mirada era de dulce inquina.

—A veces pienso que sabes más que nadie.

—¿Como si fuera la abuela?

Volvió a reírse.

—Todo va a ser distinto ahora; no ha pasado nada, no podía pasar nada ni tú tienes que pensar en nada.

—¿Ya no me tendrás rabia?

—¡Hijo de mi alma!

—¿Ni a papá?

Lloró otro poquito, me apretó más.

—¿Tú crees que os he tenido rabia?

—Sí.

—¿Sí?

—Sí, mucha.

—Mucha. ¿Por qué? ¿Por qué?

—¿Yo qué sé?

Pensó un momento.

—Porque os quiero demasiado: tiene que ser por eso.

—Pues no lo entiendo.

—Ni yo. Pero siento que no puede ser más que por eso. Permanecimos un ratito callados y quietos. Estaba cómodo, los pies me llegaban al suelo, estaba caliente. Calentito.

—Me pesas, hijo.

—No.

—Oye, en seguida al colegio, ¿eh?

—Aún no estoy bien del todo.

—¿Cómo que no, sinvergüenza?

—Verás cómo aún tengo fiebre.

Me enrosqué a su cuello, cerré los ojos. Me hubiera dormido. Aquélla era mi mamá y aquél fue uno de esos momentos de felicidad que no se pueden recordar más que con tristeza.

—Anda, vamos, hijo.

Sentí frío al apartarme de ella. Me hubiese gustado proponerle que nos quedásemos allí más rato.

—Estás helado. Vamos a la lumbre.

Según nos acercábamos a la escalera, seguramente al pasar por el punto en que la tragedia hubiera podido desencadenarse me asaltó un temor repentino.

—No le vas a decir nada a papá, ¿verdad?

—… No.

—No, tienes que prometérmelo.

—Pero claro, bobo. ¿Qué sentido tendría ya?

Lo que yo quería. Justo, que ya no tuviese sentido. Me quedé pensando, no obstante.

La enlacé por el talle y continuamos. Pero ya a punto de salir me dijo:

—Espera.

Y se agachó y, a tientas, se puso a recoger laboriosamente los pedacitos de su carta.

No sé, creo que me habría gustado más que se olvidase de aquello.