1

Aún en la cama supe que había nevado. Lo supe antes de abrir los ojos, sintiendo sobre los párpados y la frente un juguetear de destellos mates. Me quedé así un momento y luego abrí los ojos. El aire resplandecía por la ventana en un estallido de silencio y de blancura. A su través se veía el cielo amorfo bullendo en un vapor de masas movedizas. Miré, intrigado, acodándome en la almohada. «¿Qué pasa? ¿Qué pasa hoy?»

Las festividades influyen en la naturaleza. La luz, las horas tienen entonces una plenitud especial, en la que lo más íntimo de nosotros se sumerge con cándida avidez, tratando de adivinar.

Por fin comprendí: Nochebuena. Claro. Y un dolor me vino de dentro; como un puro dolor físico, de esos que tras haber sido engullidos por el sueño nos vuelven al alma y al cuerpo con el despertar. Simplemente, la consciencia de la fecha hacía irremediable la realidad de que la vida, más amenazante que nunca, seguía. Y por debajo de esto, roto como un espejo roto, estaba el recuerdo de unas náuseas horrorosas mezcladas a una especie de fragor wagneriano que no pudo por menos de desconcertarme.

Pero la llamada de la nieve era imperiosa. Fui en camisón y chancletas a la ventana. Me sentía flojo y nebuloso y tuve que apoyarme de pechos en el alféizar, porque me dio un ligero vahído. Me rehíce al poco. Miré. ¿Palmo y medio de nieve? No nevaba ya, pero de vez en cuando se estremecía el árbol y dejaba copos en el aire. O llegaba un pajarillo al árbol y arrancaba un espolvoreo. Cuajado de nieve virgen, el camino de la estación subía a lo lejos hasta el cielo.

Pues vaya gracia: otra vez el vahído.

El pueblo estaba blanco y olvidado, sin aristas ni esquinas. El palomar de Jimeno, la vista escorzada de las Ánimas, las bardas de la alhóndiga, las moles del ayuntamiento y de la iglesia perdían su individualidad en un paisaje de dunas suaves.

Y otra vez el vahído. ¿O era el vahído de antes, que no terminaba de irse?

Allí, el pueblo estaba allí, bajo el paisaje blanco. Blanco de vellones, blanco de nieve. Arena de azúcar, blanco dulce, blanco espejeante. Blanco estepario, noche nevada. Blanco dormido. Volutas blancas. Blanco sueño, penachos de algodón en las veletas, rubios cervatillos de blandos morros blancos por los tejados. Blanco de paloma, tímido blanco. Tímidas barbas del viento, deshilachadas guedejas blancas.

(Me desvanecía perdiendo fuerza y vista, pero hacia lo alto, perdiendo peso.)

Blanco de la rueca de guedejas blancas, manos de marfil y dedal de plata.

La plata del lirio y cuchillos de agua.

Sumergida angustia sin bocas, sin lágrimas. Agua de cuchillos, fugas alunadas —¿peces, lirios, filos?— de sueños con máscara por simas sin fondo. Bajo un mar en calma, bajo un mar de vidas sin sueños: soñadas.

(Arriba, aprisa, pero más arriba, más aprisa, huyendo hacia ese despertar de mentiras equilibradas, hacia la vida soñada.)

De sol es el mar, de resol la playa con sus crespas olas como crines blancas. El blanco velero, la vela lejana. La blanca salina, la gaviota rauda. Y las crespas olas: como crines blancas.

(Pero más aprisa, más, más alto aún, en la evasión final.)

Caballito blanco de las crines blancas, empapado en luz y en sudor y en ansia: ¿adónde te lleva tu batir de alas? Si vas a las cumbres donde el aire es aura y llueven luceros en celajes de alba; donde sube un vaho de dulces campanas (pero el vaho sólo, sin son de campanas); si vas a las cumbres que recortan calas de cielo, vitrales de azul, ascua y nácar; las cumbres sin vida y sin añoranza de vida, sin alma (no más que una espuma de nieve rozada por el pie de un ángel, y nada más, nada); si vas a esas cumbres, préndeme a tus alas porque yo no sienta sino nieve y nada, nieve, nada, nieve, nada, nieve y nada.

Se desprendió de un alero un terrón de nieve, se deshizo sin sonar contra el suelo. Parpadeé. Por el camino virgen de la estación subían hasta perderse las huellas repetidas e infinitas de los cascos de un caballo. Seguro de que no estaban antes, me estremeció la estela vacía de lo que, invisible y ya indescifrable, acababa de pasar ante mis ojos. Sentí un desencanto muy hondo y me parece que comencé a agitar una mano diciendo adiós.

Me miré los pies en chancletas y me asombró vérmelos. ¿Qué hacía yo allí? No tenía la impresión de haber llegado a la ventana yendo desde la cama (lo de menos era que recordase haber ido).

Volví sobre mis pasos y me senté en la cama. Entendí con cierta perplejidad que había de ponerme un calcetín y luego el otro, y una bota y la otra. Me los puse; igual que si alguien me fuese dictando. Fui al baño, me lavé, oriné, regresé a mi cuarto, terminé de vestirme. Con ira impotente. Era como cuando uno, aun muriéndose, tiene que respirar u oír o ver.

Los vi desde la puerta, reacio a entrar. Ya estaban terminando de desayunar. Qué desaliento. Dios mío, qué infinito desmayo. Allí estaba la vida amenazante, una encrucijada de estrellas fatídicas a la que había que regresar. Diciendo buenos días. La mirada de China esperándome y recortándome en la puerta. El moño de Catalina, impúdico y candoroso, airoso y vacilante en el ir y venir de la muchacha por el comedor. El moño de mamá, cada vez más cimero en lo alto de su limpia nuca desnuda. El tío y la mano del tío mezclando con una cucharilla de plata café negro y azúcar blanco (pero todo se resolvía en negro). La tía. Papá. Lobo tumbado y azotando el suelo como un idiota… de gusto que le daba verme aparecer.

¿Cómo podían soportarlo todo con aquella pasividad?

—Buenos días.

2

China no me quitaba ojo. La miré también y ella me indicó de soslayo a los demás. ¿Qué quería decirme? Mirándola y desentendiéndome de sus señas comprendí en toda su desnudez lo que la noche anterior le oyera entre brumas: Paco venía hoy «a pedirla». Desapareció de mi vista todo lo demás. Me penetró como un balazo —cegador, ineluctable— la conciencia de mi niñez en fuga, ahuyentada por mi amor triste e imposible. Era más brutal que si me fueran a quitar a China ya muerta. Pero ella misma, también ajena a lo que quería señalarme, tuvo que sentir el arrancamiento de su propia despedida, porque bajó sus ojos largos con lágrimas enredadas en las pestañas.

Para que me pasara el nudo sorbí un poco de café con leche. Un poco más. Me esponjé a mi pesar en un calorcillo bueno y a mi pesar descubrí que tenía un hambre atroz. Un mordisco a la tostada. Otro, con desesperación, y otro trago colosal, para abrir paso en mi atragantamiento. Mordía también bebiendo, y creo que el café con leche me chorreaba por la barbilla. Me serví más de la cafetera, ataqué una nueva tostada con la boca aún atiborrada, bebí con esa rara avaricia con que beben los que están ahogándose.

En un momento que me resultaría difícil precisar empecé a percibir cosas a mi alrededor. Las orlas de los platos, el oro aceitoso de las tostadas, la urdimbre del mantel, las gotas de vapor en la plata de la cafetera: todo salía de un limbo impreciso para definirse con tanta nitidez como las lucecillas y las piedrecitas y las burbujas de un acuario; un acuario en que el agua que me permitía ver, solidificada como un bloque de cristal, era la petrificación de los que habían dejado de comer para mirarme.

Me sumé a su petrificación. Hasta dejé de masticar, con la boca llena. Esperé. Esperaron. Contuve esa sonrisa comprometedora con que aún suele violentarme en situaciones embarazosas cierta insensata ironía. Sonó una breve carcajada de la tía Matilde, y otra, desenfadada, de Catalina.

Papá se puso en pie y tras mascullar en vano un latiguillo para las candilejas me ordenó que le siguiese.

—Usted, venga conmigo. Tenemos que hablar.

Empecé a levantarme. Intercedió mamá (venciendo una sombra de indecisión).

—Gabriel, que es Nochebuena.

Por extraño que parezca esto iba a centrar a papá en escena. Miró con intensa alegría a mamá, pero ésta, turbada, volvió a perderse en su ausencia. Lo cual impacientó tanto a mi padre que le hizo estallar.

—¡Ja! ¡Claro! ¿Qué esperar de un bergante a quien su madre, ¡su propia madre!, da alas? Sí, hijo: come como un bárbaro, hoza, rebuzna… ¡Es Nochebuena! Tu mamá…

La tía copió el tonillo que había empleado mamá:

—Pero Gabriel…

—¡Tú te callas! ¡Tu mamaíta! ¡Ja, ja!

Rió con aspereza y luego, blanco y sonriente, hizo un desplante. Y fue a retirarse por el foro, pero volvió a los pocos pasos: cansado, sincero y tremendamente cansado. Se sentó. Paseó su mirada por todos.

—Sí, es Nochebuena. Quisiera que este día marcase el comienzo de una nueva era en esta casa. Quisiera que hoy comenzase una era de paz.

La tía no terminaba de comprender aquello.

—Espera, espera. ¿Por qué dices eso?

Papá se encogió de hombros, repentinamente ensimismado. Yo, por ver de concitar otra vez el estupor general que nos aliviase, le hinqué el diente a otra tostada. La tía me siguió:

—Pero, Gabrielito, se diría que no cenaste anoche.

Antes de que yo tuviese ocasión de hablar, China se metió.

Me dejó de una pieza.

—Sí que cenó, y mucho, que lo vi yo.

¿Por qué decía aquello mi prima? Y de aquel modo, con tanta alma, rompiendo una lanza en mi favor. Pero, bueno, ¿había cenado yo o no? Y al margen de esto, ¿iba a convencer a alguien la explicación de China?

—Lo que pasa es que con todo el jaleo de ayer y con la mesa sin poner en todo el día, nadie os disteis cuenta.

Me volvió la opresión de unas horas vacías de tiempo y llenas de imágenes inconexas. Se me agolpó en el estómago el sabor del vino y sólo a duras penas pude refrenar las arcadas.

Y de un modo apenas perceptible, pero comunicando cierto orden a aquel caos, brilló como una luz clave el eco del fragor wagneriano que me había desconcertado al despertar. Una sensación muy elaborada que arrastraba un recuerdo muy cándido: el recuerdo del wáter. Sí, del primer wáter de Alcidia, del wáter que el abuelo, pionero del progreso y desdeñoso de la pacatería y la alarma alcidienses, mandara instalar muchos años atrás en el caserón. El inmenso depósito de este wáter guardaba, presta a desencadenarse al primer tirón de cadena, una catarata de timbales, platillos, furias vibrantes: era lo que estaba escuchando. ¿Con cánticos, risas y lloros, apoyando la cara en un hombro de China? Sí, y debatiéndome entre mis bascas y la solicitud de mi prima, y tragándome el amargo recuelo que la abuela me hacía tragar. Y entre boqueadas y estertores, resonancias walkirianas.

Y luego me recordé tumbado en mi cama, atravesando uno de los peores momentos vividos: con vértigo hacia un techo que se desplomaba sin caer. Mientras la abuela me quitaba las botas…

De estas inauditas revelaciones me sacó mi susto cuando oí a mamá llamarme «Tricalcine». Al menos musitó esa palabra fijando los ojos en mí con una mezcla de hostilidad, despecho y, temo, desesperanza. Ésta fue su única reacción a una frase de la tía que, si no me equivoco, envolvía una sutil sugerencia; algo así como que a lo mejor el Tricalcine se me estaba comiendo lo que me hacía comer.

Llamaron a la puerta. Catalina salió a abrir. Parecería que todos deberíamos haber atendido, y, en efecto, permanecimos callados. Pero tal vez sólo la tía atendió. Papá seguía absorto, mamá pendía de esto a despecho suyo, yo sufría por los dos, China sufría por mí, el tío nos espiaba a todos. Sin que nadie mirase ahora a nadie.

Regresó Catalina.

—Es el sereno.

Y puso sobre la mesa un tarjetón navideño. Un tarjetón policromado, con azules y verdes de azufre. La tía se apoderó de él, lo examinó, admirada, y comenzó a leer para sí y luego para los demás.

—«¿Quién en las noches oscuras, de valor…»

Mamá le interrumpió para decirle que el sereno estaría esperando, fundado temor que Catalina corroboró.

—Claro que está.

El tío puso una pieza de dos realitos en la mesa. Papá, copiándole automáticamente, puso otra. Catalina fue a tomar las monedas, pero papá se le adelantó.

—No, yo iré.

Cualquier excusa era buena para huir. Y huyó.

La tía, casi arremangándose, decidió que ahora no la hacía callar nadie.

—«¿Quién en las noches oscuras, de valor…»

Pero tuvo que pararse otra vez en «de valor»: rompiendo el susurro de su breve charla con el sereno, papá había exclamado «¡Caramba!», y dos o tres voces femeninas, adentrándose en el recibidor desde la escalera, le estaban deseando Felices Pascuas. La tía soltó el maldito tarjetón y salió como una centella. Y se le oyó gritar desde el pasillo a las visitantes —¿la coronela, la boticaria…? —«¡Adelante!» y «¡Tanto bueno!» y «¡Felices!».

Catalina y China, espoleadas también, marcharon tras ella.

De manera que nos quedamos solos mamá, el tío Nicolás y yo. Y el tío suspiró y miró al techo con extraña resignación.

—El caso es que podría empezar esa nueva era de paz. Yo aún podría evitar esa boda y… Creo que me explico.

Mamá se desmadejó sin fuerzas en su silla. Luego se envaró, tensa. Y yo… Bueno, lo mío fue como si me hallara en una de esas escenas forzadas, pero convincentes, que el cine ha llevado a sus últimos extremos (el novio de la chica, distraído por algo, deja resbalar la mirada sobre su temida y futura suegra, sin reconocer a ésta: la reconoce un segundo después, recordando esa visión y ya con cara de terror antes de volverse por segunda vez a ella). Sólo en el silencio que siguió a las palabras del tío, repitiéndomelas, las entendí. «El caso es que podría empezar…» ¡De modo que no había empezado nada nuevo, que todo seguía igual que antes!

Hubiera gritado. De emoción, de locura. Acaso comencé el grito, porque mamá, suplicándome con los ojos y llevándose una mano a la boca, negó con un temblor de cabeza. Después se levantó y salió sofocando su deseo de correr.

No sé si yo quería abrazar al tío porque era él o porque no tenía a nadie más a mano. Pero quería. Decidió nuestro sino, no obstante, que los dos nos ahorrásemos tan insólito experimento. Pues levantándose también, el tío se dirigió hacia la puerta. Desperezándose, muy pálido, muy convulso, y bostezando a medias, sin ganas y sin poderlo evitar.

El tropel de los que entraban le hizo recular. La coronela, la notaria, la alcaldesa, la boticaria. Alguna más también quizá; qué sé yo. Hasta seis de ellas creo que conté. Estaba demasiado aturdido. Me embriagaban, como en otras ocasiones —más, porque nunca la duda se había resuelto tanto en la negrura—, la felicidad de ver a mamá reivindicada sin explicaciones y el delicioso remordimiento que sacaba mi mezquindad al aire. Hasta lo de China se transmutaba ahora bajo un halo heroico de renunciación y era algo bello y, de momento, paladeable entre suspiros de autoadmiracíón.

Las recién llegadas, todas agitadas y gordas, traían lágrimas de frío y de risa, y nieve sucia en las botas. Componían un agradable conjunto otoñal, desprovisto de inteligencia y pictórico de rímel, cejas imposibles, lunares y boquitas de corazón. No hablaban: disparaban granizadas de palabras entre chorros de vapor. Y alrededor de las botas se les iban formando charquitos de agua.

—¡Bueno, a ver qué dais!

Pero ya Catalina y China entraban con licores y bandejas de dulces. Papá preguntó al conjunto otoñal que cómo tan tempranito y el conjunto dijo que si las diez y pico de la mañana era tan tempranito, y la tía repuso que bueno, que según como se mirase. Exclamando: «¡Oh, no, yo no me podría tomar eso!» con unanimidad y ardor que hacían pensar si sería cierto, el conjunto creó en un santiamén el vacío perfecto en botellas y bandejas. Mamá dijo a Catalina en tono quedo y apremiante que sacara más cosas. Las visitantes oscilaron un penoso instante entre el deber de protestar por aquella orden y el deber de ignorarla, pero como la boticaria acertase a encontrar a papá muy bien conservado, las demás se enfrascaron sin esfuerzo en este interesante tema. También encontraban muy bien al tío. Tal vez estaban el uno ligeramente más grueso y el otro ligeramente más flaco; tal vez ocurría lo contrario. Todas venían a decir lo mismo, pero guiando sus ponderaciones con ese tino que sólo puede dar el halago de las papilas gustativas, de manera que todas parecían decir cosas originales y distintas. El tema, además, les permitía mirar con impunidad y detenimiento al tío, que era lo que todas querían.

Alguien me encontró a mí hecho un pollo. Desaparecí.

3

Catalina entraba en la cocina. Seguí automáticamente sus pasos. Se reía, desembarazándose de bandejas.

—¿Has visto en tu vida tanta hambre junta?

Dije que no. Simpática, guapísima Catalina. Una ola de gratitud me levantó del suelo y me lanzó hacia ella. Se asustó, me rechazó con fuerza. Miró a la puerta, en la puerta no había nadie, sonrió, intrigada, la abracé.

—Pero muchacho…

Su fácil, suelto regocijo, la incredulidad y una especie de sensualidad dócil, tan a flor que era como una cama ya revuelta, se la repartían por entero.

—Pero qué tienes, muchacho… Pero hombre. Yo nunca…

Balbucía cosas así, admirada y compadecida. Yo la apretaba, también incrédulo. Deseaba justificarme ante ella, explicarle; pero esto era tan abstruso y tan ofensivo que no sabía cómo empezar. Me iba embotando por momentos, casi no entendía lo que en voz bajita me decía.

—Me haces cosquillas…

Es posible, pues que mi cuerpo —mi tacto, mi aliento— hubiese empezado a comprender antes que mi espíritu. Esto ocurre a veces. Aflojé mi abrazo para meditar en lo que Catalina había dicho. Se me revelaba, retardada y clara, la verdad de que no tenía nada que explicar, de que estaba en la posición fantástica de quien pugnase por elaborar una solución para un problema que no existía.

(Con lo cual quiero en cierto modo decir que Catalina era una gran persona. Ni siquiera le habría ofendido mi gratitud: no la habría entendido. Catalina estaba dotada de esa ubérrima espontaneidad que sólo se da en algunas campesinas y jamás —creo— en una mujer de ciudad, especialmente en la mujer de ciudad que, viviendo en antros de bohemia y pedantería, cada noche cree haber roto con una conveniencia social más. Ella no tenía que romper con nada. Era montaraz, con naturalidad, y sin salacidad. Ya había adivinado yo que se cocería en el tiempo sin apenas sentirlo, y hoy se me ofrece la confirmación de aquel presagio como la decantación de una larga, tranquila amistad con una persona realmente encantadora. Catalina era, más que ningún otro ser vivo que yo haya conocido, la vida, el NO redondo de la vida que desmiente en su misterio real los misterios y las aventuras trabajosamente forjados por los seres vivos.

Jamás la tuvimos por criada y yo no podría pensar en ella como tal. No es que fuésemos especialmente democráticos; es que la dignidad y la libertad de Catalina hacían imposible esa valoración. A menudo me he detenido en el cruce de dos pensamientos paradójicos: Paco, de origen rural, sin perder nunca del todo su rusticidad, y, a pesar del unte universitario, de su título profesional y de su voluntarioso desenfado, moviéndose con movimientos cortos, atado a una soga muy corta; Catalina, rural, siempre graciosa y delicada —aun amasando pan o lavando— y siempre sin esfuerzo, dueña de un raro talento que cerraba el paso a lo inelegante o violento.)

Mis cavilaciones la habían dejado vagamente desairada.

—¿Qué te pasa?

No, no era capaz de explicarse aquel súbito aflojamiento mío. Cerré los ojos y me resigné a seguir apretando. Pero aquello no tenía ya pies ni cabeza. Ella podía haber sentido cosquillas y mi cuerpo podía haber comenzado a entender lo que quisiera, pero yo me veía de hoz y coz en la más ingrata de las situaciones: tratando de fingir sin saber qué tenía que fingir (algo amargamente posible). Noté que se atiesaba y que me separaba de ella.

—Claro, pero si eres tan pequeño…

Con dulzura. Por segunda vez me lo oía llamar en dos días. Pequeño. Con dulzura. Si hubiera sido un insulto le habría pegado una patada en la espinilla a Catalina. Si hubiera sido un añagaza no la habría comprendido. Pero era, por su afecto y objetividad maternales, un reto de la vida, de Catalina; un reto que se me metió por debajo de la piel y por debajo de mi honrilla de chico hasta un fuego tan inédito que mucho después me tendría aún estremecido de asombro. Me abracé rabiosamente a Catalina y la encajoné contra la pared. No sabía lo que hacía. Me parecía que, escapando de mí, trataba de subirme a un árbol, pero un árbol animado y perverso, caliente y escurridizo que me hacía resbalar hasta el suelo una y otra vez con su ondular. Catalina se reía con ganas, y me decía «Chiquillo, pero tú estás loco, chiquillo», y las orejas se me encendían, blanco de papirotazos invisibles.

Se desató de mí repentinamente. Sujetándome los brazos atendió a algo y me forzó a atender también. Nada oí, pero ella se zafó del todo y, apoderándose de una bandeja y vasos, y componiéndose el moño, la blusa, el delantal, salió. Fresca como una lechuga. Canturreando.

La necesidad instintiva de ocultarme cuanto pudiese me arrodilló bajo el banco de la cocina, donde me puse a buscar microbios (me parece; siquiera algún microbio en aquel rincón espejeante de vacío y limpieza). Con minucia de miope, casi olfateando.

Vi llegar junto a mí los pequeños pies de China metidos en sus zapatillas; vi llegar también las patas de Lobo; vi que pies y patas se disponían a esperar lo que fuera necesario.

Seguí olfateando, pero, claro, hube de terminar por levantarme y lanzar exclamaciones de sorpresa (muchas).

4

China no dijo nada al pronto. Noté con ira que las orejas seguían ardiéndome y, me temí, titilando como luces indicadoras, y que ella las vigilaba con amarga delectación. ¿Qué efluvio delator no habría detectado, además, al cruzarse con Catalina? Su expresión se renovaba bajo impulsos diversos y, a veces, superpuestos; impulsos cuya exteriorización habría tenido que comenzar con una carcajada despectiva o con una bofetada. Pero no. Optó por asombrarme.

—Sepas que anoche no cenaste. Y que te emborrachaste.

Midió con cabeceante desdén mi silencio.

—Y que gracias a mí no diste el espectáculo. Gracias a mí y a la pobre abuela. Pobre abuela… ¡Qué disgusto!

Se tapó la cara con las manos sin convencerme de que lloraba por la pobre abuela. Después, tragándose las lágrimas y sin mirarme, fría, permitió que su magnanimidad derrotase a su asco.

—Creí que debía decírtelo. Para que no metas la pata. Nadie lo sabe y no tienes por qué dar explicaciones. Y ahora, sigue emborrachándote.

Cabría esperar que tras esto se hubiese marchado majestuosamente. No. Una resaca invencible la inmovilizaba contra aquella ola.

La encontré maravillosa, de tan niña, dentro de su vacilar. Estuve a punto de abrazarla. No sé cómo me habría sentido sin la huella, tan reciente, de aquel debatirme mío en la plenitud de Catalina. Pero la verdad es que mi sentimiento era sucio y que si la hubiese abrazado lo habría hecho buscando con certidumbre ciega —es decir, sin ingenuidad y sin susto por no saber cómo hacerlo— el fruto agridulce que era mi prima.

Me contuvo su propia estampa. Estaba enajenada bajo la mortificación de lo que la retenía allí. Me entró vergüenza; como si me descubriese a punto de tocar a China dormida.

Y después me entró emoción, porque vi, pero muy suavemente, como si en torno a China se hiciese más luz, que ella era mía y de nadie más, a pesar de ella, y que jamás sería totalmente mía, a mi pesar, y que ninguno de los dos podríamos nunca remediar lo uno ni lo otro. La claridad deslumbrante de esta anunciación íntima me dejó perplejo. De suerte que aunque hubiera podido entenderle, lo que no pude fue atenderle cuando al cabo, con sonrisa insegura me llamó Don Juan.

—Lo que no sabía es que fueras un Don Juan.

¿Qué?

—¿Qué quiere decir Don Juan?

—¡Pregúntaselo a Catalina!

Y dándose aquí la media vuelta majestuosa, desapareció.

Me henchí en una onda dulcísima, irracional de adulación.

Pero iba a desinflarme: Lobo, meditabundo, comentó:

—Cualquier cosa menos eso.

Y se alejó con un clac-clac lento de pezuñas.

5

La abuela me abordó casi con las mismas palabras que China.

—Sepas que anoche te emborrachaste.

No la había oído llegar. Estaba yo sentado, de codos sobre la mesa, solo y tratando de descansar de todo permitiendo que mi atención divagase entre los colorines del tarjetón y el guirigay del conjunto otoñal que se despedía en el recibidor. La abuela se sentó frente a mí. Me estudió un momento, se caló las gafas, se las quitó.

—Dime, ¿te gustó?

—El qué.

—El vino. Que si te gustó el vino.

«¿Quién en las noches oscuras, de valor y arrojo lleno, protege a las criaturas? ¿Quién va a ser más que el sereno?»

—No sé si me gustó, abuela.

—Guárdate de esas cosas, Gabrielito.

—¿De qué cosas?

—De las cosas y también de las gentes que se te meten dentro cuando aún no te gustan, a fuerza de cabezonería. Te esclavizan más y se te meten más adentro que las que empiezan gustándote. Echan raíces a contrapelo.

A contrapelo. ¿Me estaba hablando de China?

Lobo entró silenciosamente. Sospeché que le violentó ver que yo había advertido su llegada. Se enroscó en un rincón, fingió dormirse en él acto. ¿Se estaba haciendo indiscreto?

Qué tristeza, abuela. Me apretó el corazón el esfuerzo deliberado que te llevaba a hablarme. (Había una viñeta policromada de pavos y botellas. En el centro, en un callejón alumbrado por un farol de gas, el sereno disparaba a bocajarro sobre un ladrón enmascarado.) ¿Estabas por fin sentada al final de tu larga espera, condenando mi amor y haciéndome la gracia de no decírmelo, a fin de que pudiese conservarte intacta para mis dudas, sin vergüenzas ante ti? (La verdad, el ladrón enmascarado era cien veces más apuesto que el sereno.) Pero al margen de todo, al margen de bodas, apaños y consecuencias prácticas —porque a ti no te asustaron nunca las consecuencias prácticas—; en sí mismo, en su cogollo, ¿era tan irremediablemente descabellado mi amor?

—Pero no tienes por qué apenarte tanto, Gabrielito.

—¿No?

Qué candor el mío, tratando de despistarte con tus propias ideas y con mi pena:

—¿Tú no quieres que vuelva a beber, abuela?

Me estudió de nuevo, ahora con una curiosidad que me ofendió.

—Pero eso ha de estar en ti, hijo. ¿Qué autoridad tendría yo para pedirte nada semejante? Sería como sí te prohibiese que te hicieras aparejador. [Quizá la abuela no dijese precisamente «aparejador». Pero da igual, ¿no?] La autoridad está o no está en uno; y quienes la esperan de otros no hacen nunca nada, ni bueno ni malo. Cuanto puedo pedirte es que lleves cuidado. Que es como decirte que pienso que puedes llevarlo. Otros son más desgraciados.

Se le había oscurecido el semblante. Se levantó para irse.

—Te emborracharás más veces. Tienes ahora doce años.

—Casi trece.

—Casi trece. Seguirás bebiendo y creciendo. Guárdate de tu cabezonería y de tu vanidad, y de esas cosas y de esas personas… que no son necesariamente malas.

Había querido consolarme. No pude evitar mirarla con rabia.

—Entonces, ¿por qué me estás diciendo todo esto?

—Porque… Pero sería demasiado esperar que también entendieses esto. Bástete con recordar que tu abuela confiaba en ti.

—No, por favor, explícame eso.

Volvían los mayores del recibidor. La abuela, preocupada y dispuesta a evitarlos, comenzó a salir.

—Lo malo es que el demonio de niño tiene ángel.

Preocupada.

Lobo, olvidando que estaba «dormido», carraspeó. Con escepticismo y pitorreo. Se asustó de sí mismo, volvió a cerrar los ojos.

6

La tía Matilde bamboleó en el aire media pierna de cordero ensartada en el trinchante.

—Un poquito más, don Vicente.

—Por favor, no. ¡No!

El viejo piaba escudando el plato con manos tan resueltas como si se tratase de escudar su castidad o su vida.

—Imposible comer más. Esto es imposible.

Tuve la sospecha, irracional y fuerte, de que el segundo «imposible» no se refería a la comida, y poco después la certeza de que se refería a los sabañones que le incendiaban los pies. (No quiero que se me olvide esto de los sabañones: luego hablaremos de ello.)

No había visto nunca a don Vicente comiendo y me resultaba muy interesante verlo ahora. Me parecía un insecto gigantesco que manejase el cuchillo y el tenedor como antenas. Con laxitud y torpeza. No probaba bocado durante largos intervalos, que aprovechaba para contemplar el plato con quietud vegetativa. De pronto, en un movimiento espasmódico se metía un buen trozo y comenzaba a masticar con lento mandibuleo, fijos los ojos en la nada.

La tía desvió el trinchante cargado hacia el plato de Paco.

—¡Oh, no!

Paco comprendió al punto que lo había dicho con disgusto demasiado notorio y se apresuró a enmendar:

—Muchas gracias, doña Matilde. La verdad es que esto está riquísimo.

Todo, pues, se había ido encauzando con normalidad fatal. Me fascina tomar la escena aquí, por ejemplo, tras cerrar los ojos a sus comienzos. Y observar desde tan lejos cómo las ansias de vida de todos los reunidos —de todos, excepto, quizá, la abuela, y excepto Lobo, quizá—, prietas ya en un nudo común que sólo cabría cortar con unas tijeras, habían aceptado dócilmente el compás de espera impuesto por la Nochebuena. Me fascina —alguna vez he experimentado lo mismo mirando, en los ropajes y ademanes que debieron desaparecer momentos después de quedar reflejados, lo permanente de un cuadro antiguo—, me fascina ver cómo todos, desde papá hasta mí, nos habíamos tragado nuestro drama para engalanarnos antes de la cena especial, preparar el muelle montón de cojines en que se apoltronaría la abuela, escoger vinos, vigilar los asados.

Paco, lo admito, se estaba conduciendo del modo más atractivo. Sin su desparpajo habitual; antes bien, apocado, entreverando sonrisillas de cumplido a la abuela con un esforzado interés por cuanto se le decía. Incluso ahora, tratando de dar cima a la ímproba tarea con que se enfrentan quienes necesitan transformar media pierna de cordero en residuos desdeñables sin apenas probar el cordero, obraba con respetuosa técnica. Una fibrita para allá, un huesecito al borde del plato, mucha disección, mucho sorbito de vino, mucho tenedorazo de salsa.

Casi no miraba a China. Por recato de prometido oficial recién designado; por nada más. Era como si después de hacer burradas en el caserón durante años, de pronto se hubiese encontrado allí con nuevos inquilinos.

Tampoco China lo miraba a él. Ni a mí, la verdad. Estaba refulgente de excitación, atropellándose al escanciar vino y escanciándolo con profusión para que la pulsera de pedida irisara y sonajease a gusto entre jarras, luces, porcelanas.

La pulsera; una barbaridad de pulsera. Grande, de oro macizo con pedrería engarzada y no sé qué colgantes. Al presentarla el Levita, la tía Matilde la había tomado al peso, cerrando los ojos en una sensitiva valoración mientras la frente se le transparentaba y ensombrecía a intervalos, igual que un cuadrante iluminable de balanza. Así: ¿Un cuarto de kilo? (Apagón, parpadeo, apagón.) No tanto. (Parpadeo.) ¿Doscientos gramos? (Parpadeo alucinado, incandescencia.) Por ahí.

Para China no contábamos de momento ni Paco ni yo ni nadie. Unas alas oportunísimas la habían sublimado a una región rara, deslumbrada de presente y sin pasado ni consecuencias. Su papel de prometida —no de nadie específicamente ni para nada específico— le permitía vibrar en ráfagas de otra vida; como una actriz puede vibrar en esa encarnación sin que el hombre que es el actor le preocupe en absoluto.

¿Habré de comentar la liberación y el descanso, por más provisionales que fuesen, que todo esto me dio?

Antes del ofrecimiento de la pulsera sí que había parecido acorralada China. Tratando desesperadamente de no estar allí. Me atrevería a afirmarlo. Por las especialísimas circunstancias y pasara después lo que tenía que pasar. Pero se levantó el Levita de su silla, baló «Tengo el honor», se calló, se agitó, sacó la pulsera y cual si hubiera sacado un talismán todo se transformó en el acto. Posiblemente don Vicente hizo saber que Paco y China se querían, añadiendo reflexiones evangélicas. Posiblemente la abuela elevó manos y ojos al Cielo con palidez de pergamino y musitó «Señor, Señor», y el tío cabeceó como asintiendo a un prometedor contrato, y la tía alargó dos manos ya convertidas en platillos de balanza hacia aquel portento. Posiblemente. El rutilar del talismán deslavazó en un nimbo de quinqué las expresiones, y aun los comentarios, y me es difícil fijar lo que pasó. De todos modos China aparecería a partir de aquí atolondrándose en la fuga desde su encierro interior, sin avanzar más que una mariposa en sus círculos, pero conservando el equilibrio con un meneo incesante.

Aquí fue también, coincidiendo con el refulgir que nos pescara desprevenidos a todos, cuando Catalina, boquiabierta, derramó sobre la alfombra, sin que nadie se enterase más que a medias, la jarra con que iba sirviendo a los comensales. Aquí fue cuando papá hizo desaparecer, no sé si con una vocalzone, el primer vaso de vino; un vaso de los de agua, canalizando directamente y sin respirar hacia su ánimo. Y aquí fue cuando comprendí que lo que le ocurría a mi exmaestro era que tenía sabañones en los pies, en un pie por lo menos. La pureza de la tirada con que pidió para su hijo la mano de mi prima se vio cruelmente envilecida por una agitación que desbordaba sus temblores tradicionales y, erguido y parado como estaba, inverosímilmente, por un renquear rarísimo. Yo venía observando su desazón. Miré ahora por debajo de la mesa y, en efecto: con un pie calzado se atizaba de vez en cuando sañudos pisotones en el dedo gordo del otro, descalzo.

7

Pero papá y su vino. Tras aquel primer vaso vinieron el segundo y el tercero, y en la larga sucesión así iniciada una singular metamorfosis fue operándose en su persona. Con serena valentía, sin permitir que la exageración hiciera sospechosas sus manifestaciones, felicitó a Paco y a don Vicente, besó a China y a la tía, estrechó la mano al tío. Después…

Había pasado un buen rato; estábamos ya con el turrón y las pasas y los licores. Repentinamente me di cuenta de que lo único que de papá teníamos allí era su masa física. Me parecería un expediente torpe declarar que descubrí que estaba borracho. Fue exactamente esta sensación de verle disipándose hacia algún lugar remoto la que tuve cuando, después de no haber reparado en él durante un largo paréntesis, le oí cantar muy bajito. No con su voz de barítono, sino con otra, de tenor, y, ¡oh, prodigio!, afinadísimo. Lo tenía cerca y era un deleite escucharle bajo aquel techo de conversaciones animadas y vajillas alegres. Acertaba, por fin, como el mal poeta acierta un día de tristeza y de derrota con un bello poema (que él no llega a valorar).

A veces reía apagadamente.

—¡Qué dulce es la melopeya!

Guiñando un ojo.

—¡La melopeya!

Con un humoracho y una amargura empapados en espíritu de vino que eran una maravilla. Se interrumpía en su risa y en sus melodías para beber más, para suspirar, para hablar a interlocutores casi corpóreos —con palabra inaudible, muy vocalizada, muy vehemente—, para mirar en la caída de sus miradas errabundas el espejismo tierno y angustioso de sus recuerdos. En suma, estaba en su Madrid y en sus provincias y en sus mocedades, espectador de su propio farandulear ante públicos irascibles y por pensiones frías. Huyendo y avanzando en vagones de tercera con un coro de entes exaltados y desnutridos. Comentando con la soprano pechugona o con el violín rascatripas o con el tramoyista aquel do con gallo del tenor, aquel pateo, aquel éxito, aquel viaje, aquella aventura, y la otra, y la de más allá; robándose a sí mismo la palabra bajo el asalto de cada nueva evocación, gesticulando con suficiencia, denostando, riendo. Y cantando entre las interrupciones con sordina dulce y pastosa.

Me pareció muy hombre. Me emocionó la hombría que le llevaba a asirse al pasado y no a esperanzas —el solo asidero del fracasado—, y aprendí entonces para siempre que nada encierra tanta promesa como el recuerdo.

Sentí la necesidad de mirar a mamá. Mamá estaba embobada contemplándolo: enamorada o, mejor, enamorándose sin saberlo de la aureola tumultuosa, ahora atravesada por un rayo de maravillosa actualización, del novio que el mundo en su oscuridad le había reservado. Había en el trance de mamá esa chispa de envidia que sojuzga al amante descubridor del pasado no compartido —por un pérfido acierto del destino— y había en sus manos el temblor de unas manos hundidas en el surco húmedo, recién abierto en el tiempo hacia atrás, para palpar la promesa de un recuerdo ajeno y, a la vez, irremediablemente propio.

De súbito, irguiéndose bajo la fuerza de un impulso incontenible y levantando en el aire un vasito de vino, papá miró sin pestañear a la abuela y, dominando con voz estentórea todos los sonidos, la ordenó que bebiese.

—Ahora se va a beber usted este vasito de vino. Porque lo digo yo. Ya está bien de gazmoñerías.

Todas las caras se llenaron de terror o de asombro, salvo la del tío Nicolás, que se llenó de indignación; de escandalizada indignación, demandante entre las demás caras de una coalición reprobatoria. Pero la abuela se levantó con ligereza sorprendente y tomó el vasito que papá sostenía.

—Claro que sí, hijo. Y mucho que te lo agradezco.

Y bebió sin esfuerzo, y papá se sentó y golpeó la mesa con ambas manos para afirmar su autoridad, fiero y complacido.

—¡Porque lo digo yo!

Después reclinó la cabeza en el respaldo de la silla, los ojos cerrados y sudoroso, e invocó a su madre de un modo muy particular:

—Madre mía de mi almona…

Pero la abuela, aún de pié y con un poquitín de vino en su vaso, iba a hacernos levantar a todos, incluido papá. Pues he aquí que la abuela sabía brindar.

—Por todos vosotros.

Bebimos todos un sorbito y don Vicente dijo:

—Por doña Clarita.

Bebimos todos otro sorbito y don Vicente añadió:

—Por los novios.

Bebimos todos otro sorbito y papá dijo:

—¡Por mi novia! ¡Por mi Elisa!

—Gabriel…

Mamá se quejaba, abrasada de emoción, mientras la tía y Paco y don Vicente y Catalina y China reían. El tío sonreía. Papá sacaba el pecho y miraba a derecha e izquierda, aguantando en el aire con su efluvio un telón de escenario y la entrega de una multitud invisible.

Pero la tía tenía que ñoñear.

—¿Y por mí no brinda nadie?

Paco lo hizo con fino oportunismo, en vista de que el tío se había distraído.

Se sentó la abuela con fatigada sonrisa. Poco a poco nos fuimos sentando los demás. Nevaba otra vez y los copos, rápidos y enormes, se arremolinaban tras el cuadrado oscuro del ventanal. Me parecía irreal que no sonase una rueda de campanillas en aquel girar de viento y de nieve (pero hoy sigue pareciéndome sobrecogedoramente irreal el silencio perfecto que acompaña a las nevadas). Fumaba el tío Nicolás, fumaban Paco y su padre, hablaban casi todos a la vez, la tía rió chillando «¡Ay, que me troncho!», hacía un calor agobiante, me perecía por abrir el ventanal para refrescarme en el silencio de los copos. Nos llegaban retazos amortiguados de algazara y coplas callejeras. Una mano de papá y una mano de mamá se buscaron por encima del mantel, se encontraron, se entrelazaron. No reconciliándose, sino reencontrándose, que es más puro; porque no había habido ruptura, sino un extravío (que podría seguir hasta que sus manos no necesitasen reencontrarse).

La abuela se puso en pie y todos la imitamos, comprendiendo esta vez que se disponía a retirarse. Parecía turbada al salir entre los que le ayudaban y le abrían paso; vacilando bajo cierta ansiedad que nos desorientó a todos. Entonces, eligiéndolo con clara determinación estudió muy de cerca al tío Nicolás. Con un cabeceo de conmiseración infinita. Y lo abrazó y le dio un beso en la frente.

El tío se rompió en pedazos y apareció balbuciente en el centro de una fría soledad. Como el ser más desamparado e indefenso del mundo.