1

Se acercaba Navidad. Hacía un frío tremendo. En el barro de las calles las heladas nocturnas petrificaban huellas de llantas y herraduras. En los campos, en el aire de las lomas, las ramitas de los chaparros se aguzaban, negras como tizones. Sobre planicies sonrosadas y negras las cepas, dormidas en su invierno, se alineaban hacia una desbandada de reses a medio entintar en la oquedad del horizonte. Hacía ese frío seco en que las campanas dejan un retiñir de copas de agua y el quiquiriquí de la mañana suena con tiritera y con rabia. «Va a nevar», decía la gente. Y también: «Hace demasiado frío para que nieve.» Sí, para que nieve ha de haber primero una morosa vacilación tibia.

Pero aquel frío hería como un cristal astillado. Hería a las aves, escasas, que huían de él en un zig-zag enloquecido.

Y a los arroyos, congelados y ciegos, vacíos de mariposas. Y a las noches, largas y sutiles; y a los días, desconcertados atardeceres. Y hería a la gente. Quienes podían se quedaban en casa aceporrados junto a la lumbre y oyendo, traspuestos, el silbar de la savia que revienta en los sarmientos. Y quienes no tenían otro remedio se echaban a la calle «arrecios», el cuello hundido en los hombros, las orejas quebradizas y el paso prieto, como a punto de orinarse.

Día a día se notaba mayor actividad en casa. Era el tiempo de venir los arrendatarios, cada cual con su rollo de papel y su hatillo de duros. Y quién un par de capones, quién un cesto de cascajo, o una panera de quesos, o de güeña y longaniza, o una tinaja de aceite, o harina, o miel, todos traían algo. Allí no se paraba; los visiteos navideños daban verdadero trabajo. Había que aviar y distribuir demasiadas cosas, había que limpiar los trojes para convertirlos en despensa y almacén.

El trajín era tal, que todos, hasta el tío Nicolás, tenían que hacer un alto en sus recelos y trabajar en común.

Yo no participaba de este afán general. Quería, pero no lograba concentrarme ni hacer nada a derechas. Yendo de un cuarto a otro con un bulto me sorprendía clavado ante un ventanal y mirando aquel cielo rojo y negro. Algunas veces se precipitaban desde allí cuatro copos impacientes. Y la gente decía: «Quiere nevar, pero hace demasiado frío».

Así estaba mi corazón: frío, empañado en una incertidumbre fría y sin romper hacia ninguna ansiedad definida. Había transcurrido un par de semanas desde que China terminase con Paco y yo me consumía en el desconcierto. Me consumía ahora, al cabo de las dos semanas; porque antes, recién desaparecido Paco, la cosa había quedado más clara que el agua: mi prima me detestaba. En una transición que sólo duró horas, primero la había notado ausente, en seguida hastiada de mí y en seguida pavorosamente insultante. «¡Déjame en paz, muérete! ¡Me crispas, me empalagas, tú tienes la culpa de todo!» Yo tenía la culpa de que ella llorase —de que llorase tanto, tanto— y yo no sabía qué me aterrorizaba más, si la negrura de mi culpa o el espectáculo de su desconsuelo infinito.

Con todo, habían sido preferibles aquellos días a este nuevo, inverosímil desconcierto. No se puede ver dentro de la negrura, pero se puede ver a su través, como se ve el sol y los pájaros al final de una gruta. Yo me había recogido en mí mismo, creo que con bastante valentía, después de haberle suplicado una vez, una sola:

—Chinita…

Se lo había suplicado en una de sus primeras llantinas con aquella palabra recién inventada: Chinita. Y entonces había sido cuando ella, mirándome con un trémolo de desprecio en sus lágrimas, me había dicho que me muriese y todo lo demás.

Así, achicado en mí mismo, todo había sido más llevadero. Había devorado mis recientes recuerdos. ¿Eran una misma persona la China que poco antes se me abrazara y la China que abominaba de mí? Había creído enloquecer en un mundo súbitamente desobediente a todas las leyes conocidas; un mundo en el que las andaderas y las entendederas que Dios me había dado no servían para andar ni entender. China había enviado a Paco al diablo. China me había preferido. En vista de lo cual China comenzaba a odiarme y a hacer números por Paco…

Devoré mis recuerdos: no dejé que ellos me devorasen a mí. Extenuado, había dejado de cavilar y aceptado de cara mi fracaso tragándome a solas mi orgullo. Y este solo movimiento —que, por ejemplo, el abuelo Ramón no pudo jamás ejecutar— comenzó a darme una inexplicable comodidad íntima y una nueva valoración de mí mismo (en la que simplemente me veía equivocado).

No, ahora era peor. Cómo no me vería ahora la abuela para que, atosigándome, se me descarase.

—Vas a decirme qué tienes.

—¿Yo?

—Qué tienes que pareces un ánima en pena.

Me acosaba con la nariz en alto, como si fuese a picotearme; decidida a no permitirme amañar ninguna escapatoria. Un segundo más y le habría preguntado: «¿Tú crees que China está enamorada de mí?». Aquella nariz me habría sacado la pregunta igual que un alfiler saca de su concha el caracol. Pero la abuela se retiró a tiempo, siempre he creído que para que no le soltase aquella barbaridad. Tuvo que avasallarle el preámbulo de mi pausa, porque prefirió alejarse rezongando no sé si la palabra vergüenza o la palabra sinvergüenza.

Me indigné. La abuela escapaba como un ladrón que se hubiese asustado a punto de robar. ¿Qué, qué cosa mala había visto en mí? Porque en punto a pureza yo sentía que la duda de si China me amaba o no era un diamante cristalino.

2

Pero, ¿cabía la duda? ¿Cabía que bajase aún un soplo inquietante a aventar las cenizas y a alentar la duda? Mal negocio es ése de quedarse a los doce años con una duda así entre las manos. La vida te oprime como una armazón fría que te atenazase por unas alas que no tienes y que te duelen con ese dolor dilacerante de todo lo inexistente y anhelado. Resulta que tus sueños tienen las raíces al aire, fuera de ti, porque tú estás en un mundo de crueldad salvaje, hecho de tiempo; tú estás cociéndote siempre en el tiempo. A eso se reduce todo, a cocerse resignadamente, a hacerse, cada día que pase, cada segundo que pase, un poquito más viejo. Ni siquiera se comprende; se siente sólo, como se siente la compañía de la abuela o el olor de mamá. Y sin saber por qué, brotando del corazón —tiene que ser del corazón— le ruedan a uno dos lágrimas calientes por la cara. Pero tampoco esto sirve de nada.

Me limpié las lágrimas con el revés de la mano. Estaba en el recibidor. Oí a la tía Matilde que venía desde dentro cantando aquello de «En la planta del pie tengo un tomate». ¡Qué asco te tenía, tía mía! Fui a huir hacia la calle, pero oí también que por la escalera subía alguien y me escabullí hacia el salón. Cerré la puerta tras de mí y escuché: era Catalina quien acababa de entrar en casa. Cruzó unas palabras banales con la tía, ésta se marchó a la calle y ella se metió dentro. Me pregunté si también aquellas dos, la hermosa Catalina y la tonta tía, se cocerían en el tiempo. Parecióme que seguramente Catalina sí, aunque sin enterarse mucho, y que la tía Matilde se moriría un día casi cruda.

Di unos pasos por el salón, adonde no llegaban las caricias de ninguna de las chimeneas del caserón, y comprendí que allí hacía más frío que en las lomas ralas, más frío que en el caz helado y que en la vid dormida, más frío que en las ramas carbonizadas de los chaparros y más que en la cuesta de la ermita, donde, dando la vuelta al soportal, el aire lleva alfileres. Me acordé de cuando Paco nos esperó allí, a mitad de la cuesta, con la caja de bombones.

¡Oh, Paco, Paco, Paco! Me obsesionaba. Ni una vez oí pronunciar su nombre aquellos días, pero me constaba que él había sido el centro de consultas y pláticas entre la tía y el tío, entre el tío y el Levita, entre China y sus padres. Acaso, incluso, entre la abuela y el Levita.

Pasé ante Nuestra Señora del Remedio y el Niño. Seguí adelante, observado por la tía Elvira, el abuelo, el Excmo. Sr. D. José María de Beceiro. Llegué al hueco del balcón en que se ocultaban el arpa, el cojín de raso negro, el pequeño diván. Alcé una mano y deslicé los dedos por las cuerdas del arpa.

Un roce metálico se desvaneció en el aire. Se me fueron aquellos dedos al brazo del diván y comenzaron a escribir sobre el polvo de la madera: «PA…». Borré la palabra inacabada.

¡Paco, maldito Paco! El pollo había hecho cosas escandalosas. Estaba de vacaciones por la cercanía de Navidad y no iba a Valencia. Juraría que se emborrachó todos aquellos días; juraría que no estuvo en sus cabales ninguna de las numerosas veces que merodeó por los alrededores del caserón. De noche especialmente. Había andado por el pueblo con chicas, arriba y abajo, comiéndoselas. Y eso, por las noches, acompañado de otros estudiantones había rondado el caserón. Cantando todos como energúmenos —«Adiós con el corazón, que con palabras no puedo»— voceando tacos y pegándose bofetadas colosales. Desde el cuarto de estar solíamos oírlos. La tía Matilde, aturrullada, nos miraba a los ojos a todos, y cuando el tío la fulminaba con la mirada, ella mojigateaba. ¿Qué había hecho ella «ahora»? ¿Quería decírselo mamá, por ejemplo, quería decírselo papá? Pero daba la casualidad de que mamá estaba pensando que nos echábamos encima de Nochebuena.

—Matilde, que estamos encima de Nochebuena y aún no hemos decidido si pavo o si ganso, ni hemos apartado vino ni castañas…

Y papá estaba pensando en que China tenía que hacer empanadillas; papá, que se tragaba las vocalzones por gruesas, pero que olvidando un punto sus resquemores sentía piedad por su sobrina.

—China, que has de hacer empanadillas. Las del año pasado…

China, reventando en un plañido, escapaba del cuarto.

Lobo, dormido junto al hogar, levantaba la cabeza, olía el ambiente, y luego, sensitivo, apoyaba la cabeza en el suelo con los ojos abiertos.

Después todo había comenzado a rodar como si el mundo, dando otro bandazo impensado, desencajase las cosas que ya se habían acoplado a sus nuevos cauces. Hasta que la noche anterior a este día —el mismo en que la abuela huyó asustada de mí—, China, azul de ira, me había llamado «orgulloso, más que orgulloso». Y la flor de la duda había terminado de abrirse ante mí. Así, de pronto.

3

Bueno, no tan pronto. Todo había ido viniendo por sus pasos contados. Yo había detectado el instante preciso en que la situación empezara a cambiar: el domingo anterior por la mañana, al salir de Misa. ¡Qué escena, madre mía! Paco, un poco pálido, se había venido derecho a nuestro corro. Me quedé atónito. Seguramente había habido un conciliábulo o recaditos preparatorios de este atrevimiento, pero todo se me había escapado. Con forzado desenfado Paco nos había repartido unos cuantos holas y unos cuantos carambas. Los recitó como de memoria, pero al llegar a China no le salió más que un maullido. Ella, medio muerta, se limitó a no caerse.

El silencio de nuestro círculo había sonado como una nota estridente en el bullicio de la plaza. Un grupo de colegialas, llegado de no sé dónde con dos monjitas a visitar la iglesia, apagó sus risas y sus voces al pasar junto a nosotros. Mirándonos.

Todavía sin palabras, el tío había ofrecido petaca y papel a Paco. Y mientras ellos «lo liaban», la tía había roto la pausa de atontamiento general:

—No se te ve, Paquito.

Y Paquito, reviviéndose y ufanándose en nuestra incredulidad.

—Es que hay que estudiar, doña Matilde. Me espera un parcial de Farma.

—¿Qué es lo que te espera?

Y papá, en un mugido:

—Bueno, que se nos hace tarde.

Y la tía a la contra:

—¿Qué prisa tenemos?

Pero Paquito, picado:

—Vayan, vayan ustedes. Con Dios. Ah, Felices.

La tía le había preguntado con mucho susto si aquello significaba que no íbamos a verlo por casa antes de Navidad; pero Paco no le había oído: habíamos comenzado ya a retirarnos —en montón, como corderos indecisos— y él y China se estaban mirando paralizados por algún deslumbramiento.

De camino hacia casa el tío se había adelantado unos pasos llevando del brazo a China. Él había ido hablándole persuasivamente al oído y recelando de nosotros; como un peón sabio, recelando del público, hablaría a su espada. Y ella había ido empapándose con los ojos bajos, como un espada haría atendiendo a su peón sabio.

Detrás, yo, andando entre mis padres y la tía, había mirado a mi prima, más linda y soñada que nunca, con dolor y amor y despecho y furia y sumisión infinitos, todo a un tiempo, sintiendo una fiebre física de helores y llamas y un vahído de luces plateadas. Deseé verla muerta y morirme. Pero también entonces, China, alejándose de lo que le decía su padre, se había vuelto a mirarme. No por casualidad, no: lenta, disimulando y procurando volverse lo menos posible, como si tuviese tortícolis.

Papá, alargando el pescuezo y la zancada se había esforzado por cazarle dos palabras al tío. Mamá, despavorida en sus disimulos ante la tía y sofrenando de ganchete a papá, había hablado del sol y de la luna. Y la tía, con la increíble malicia de los tontos:

—La verdad es que Paco se ha hecho un real mozo.

Al día siguiente, el Levita, que aunque ya no le iba a la abuela con rifas ni empresas benéficas —las había abandonado poco después que las clases—, se pasaba las horas muertas en casa a cuenta de arreglar los contratos entre los arrendatarios y la abuela, había cuchicheado con China. Apagando balidos, la sonrisa relumbrándole furtivamente por los rincones y las manos enredándosele en un amasijo de protestas. Y ella había dicho que sí, y también que no, y también lo que pasa es que yo soy una ingenua.

Nuevas pláticas, nuevos secretos. El tío había comenzado a trascender fatuidad; los trajes se le quedaron inopinadamente estrechos. Papá estaba a punto de zozobrar. Todo se le volvía dar codazos a mamá y poner cara de «¿No te lo decía yo?».

Y China había seguido dando señales de vida, cada vez más asediadoras. Recordándolo no puedo sino pensar en los lagartos y en la escudriñadora cautela con que los lagartos asoman por su grieta fresca, se hurtan, se aventuran otro punto, vuelven a esconderse y por fin salen al sol; pues así China, tanteándome con revoloteos y fintas, había ido poniéndoseme delante. Primero fueron miradas, bajo cuya llamada yo había levantado mis ojos para ver los de ella desviándose vivísimamente. Después, sonrisas llenas de vergüenza, y roces, y minúsculas atenciones en la mesa.

Pero aquello fue breve. Pronto había entrado en una fase en la que se despojó de disimulos (yo diría que con desesperación). No, no eran ya sonrisas. Eran temblores de labios, tristeza y ternura de labios silenciosos; y miradas aciagas, de muchacha atormentada. Madre de mi alma. ¿Cuál era la verdad? Porque yo, resistiéndome a morder el anzuelo, me conservaba frígido y distante; pero mi sangre fluía acorde con aquellos signos. Como si salvando todas las distancias, salvando incluso parte de la actitud no fingida de China, nuestros corazones se entendiesen el uno al otro. Y la noche antes había sido cuando, en la mesa, viendo que yo rechazaba con gesto circunspecto una fruta que ella me ofrecía, había estallado.

—¡Eres un repugnante! ¡Orgulloso, más que orgulloso!

Cuidado: nada de tonos quejumbrosos. Estaba, ya lo dije, azul de ira. Y me había lanzado el insulto delante de todos. Tras de lo cual había salido disparada.

En un repaso de soslayo yo había leído todos los semblantes y visto una chispa de estupor y de alarma en las pupilas del tío Nicolás, y asombro en papá y en mamá, la cual tuvo que afearme por lo que le hubiese podido hacer a mi prima.

—¿Qué le has hecho a tu prima?

(Igualito que en mis actuaciones mejores con la ya olvidada táctica del grano de arroz.)

Y henchimiento en la tía, vana y pavona, hablando en clave.

—Chsss… Gabrielito no ha hecho nada en absoluto. Es la pobre, que está tan, tan excitada…

Yo me había desentendido sin esfuerzo de todo, sordo para cuanto se dijera o se callara a continuación. Sólo había oído, en ecos siempre renovados, el insulto despechado de China; el insulto adorable que venía a dejarme suspendido sobre un caos de felicidad y amargura.

4

Di un manotazo rabioso a las cuerdas del arpa. La lamparilla de la Virgen vaciló y las mariposas malvas se alocaron por el techo. La luz parpadeó, los retratos sonrieron, intrigados. Apacigüé con dos manos asustadas las cuerdas y su queja discordante se hundió en un mar de algodón. Salí de puntillas.

Catalina fingió desde la cocina que se había asustado.

—¡Jesús! ¿Qué ha sido eso?

No contesté. Sólo entonces, dejándome penetrar por el calorcillo del recibidor, descubrí que estaba temblando. Ante el ventanuco que daba al huerto pasó un copo extraviado, tan vacilante que se remontó un poco antes de caer. Me asomé por el ventanuco. Catalina repitió su pregunta, ya con voz distraída y sin esperar respuesta.

No, no nevaba. Pero, ¿quién andaba bajo el algarrobo borde? La abuela, por supuesto. Hacía tiempo que no presenciaba yo aquella escena. Veía a la abuela, nada bien, por entre el ramaje seco. Sabía que era más por haberla visto allí otras veces que por verla entonces, pero me intrigaba tanto como siempre: como si no la hubiera visto nunca. Luego alzó una mano para arreglarse la toca y este sencillo movimiento ajustó su imagen real sobre su imagen irreal y desató en mí un intenso embebecimiento; parecido al que largos años después experimentaría en el frente ante los movimientos sencillos —un pañuelo enjugando una cara, el sentarse en el suelo de un muchacho cansado— de soldados remotos observados con gemelos, quienes sólo así cobraban vida y gracia sobre su irrealidad.

Me entró verdadera comezón por estar con la abuela, y, más aún, por estar con ella junto al algarrobo borde. Me lancé escaleras abajo.

Desde la puerta del huerto pude ver que la abuela ya no estaba allí. Se me hizo muy raro. Sólo daba al huerto aquella puerta, que la abuela habría tenido que utilizar para entrar en el caserón. Y por fuerza nos habríamos tenido que cruzar entonces en la escalera. ¿Se habría ido hacia el gallinero, a la calle? ¿Se habría metido en un troje, en la bodega, en el lavadero? Sólo dejé de hacerme la única pregunta que en fecha no muy lejana me habría brotado espontánea: ¿habría desaparecido?

A continuación iba a empezar —una vez más— a ocurrirme una cosa mínima, apenas existente, apenas cosa, vacía de historia y de trama: casi pura esencia. Una de esas mínimas cosas trascendentales que a veces le ocurren al que está medio muerto de hambre, o de frío, o de miedo. Feble y clarividente, el que está así, en ese especialísimo estar, puede ver cómo se entreabren los velos de alguna gran incógnita personal suya. No pasa de ser una ensoñación fugitiva, acaso envuelta en sombras de colores o de música, que le muestra una senda breve e insospechada hacia cierto secreto al que él tendió siempre, pero alejándose por un camino errado. No es imposible que, si sigue viviendo, eso cambie y oriente su existencia; es probable que no le sirva de nada, por cobardía disfrazada de pereza y porque uno de los estupendos privilegios del hombre es hacer tonterías a sabiendas. En mi caso, sin embargo, esto que una vez más —en seguida juzgaréis— empezó a ocurrirme, no terminó aún; de manera que mis tonterías posteriores fueron simples tonterías, sin privilegio alguno.

Noté al acercarme al árbol que las algarrobillas estaban quietas. Pero el aire entró en escena al mismo tiempo que yo y se pusieron a sonar cuando yo llegué al tronco. Sonaban dulces y roncas. Se movían aprisita en el frío, menudos crótalos alegres. Era encantador. Y era… insatisfactorio; un sonido de promesa, estimulante e incompleto. Me parecía en algunos momentos que sonaban no caprichosamente, sino con un ritmo medido, muy medido y cadencioso, como el que llevan los guitarrones en la jota valenciana por las Fiestas de Alcidia.

Y por encima había un hálito diáfano, que no hubiese podido presentir sin los guitarrones, pero que los guitarrones me impedían oír. Otras veces ese rasguear se desgranaba hasta no ser sino un chisporroteo de notas sofocadas, o un fríe-fríe menudo, o un apretar y romper de hojas secas en una mano, o una lluvia sobre el mar; y el hálito, escapándose por encima.

En suma, el sonido del árbol me distraía y me impedía entender al árbol; pero gracias a ese sonido intuía que había algo que entender, y con ello entendía cuán exquisita, cuán fina era la abuela. Lo diría con vaga aproximación, ahora que sé cómo escuchaba la abuela: entre lo que yo sentía y lo que ella sentía había esa diferencia de calidad que hay entre la emoción nacida de la música descriptiva y la nacida de la música pura. Yo me iba detrás de la anécdota y de la imagen, pero la abuela, filtrando su emoción por el filtro de su infinito cansancio —en el cual entraba, sin duda, la memoria de la hija enterrada que había plantado el árbol, pero sin imponerse a ninguna otra memoria—, la abuela oía al árbol, esto es, desoía sus adornos superfluos y se desentendía de nuestras imágenes aparentes —por eso nos calaba a todos— y dejaba —suprema sabiduría— que cada cual y cada cosa fuese lo que tenía que ser: árbol, recuerdo, hombre, mujer, niño. La abuela oía lo que para mí era promesa de oír.

Pero tampoco me quejo de mi suerte. Pues hete aquí que a mis doce años, por amar y por copiar a la abuela, y también por mi pequeño cansancio, me anticipaba a mí mismo y adivinaba la existencia de una senda breve hacia mi secreto. Pero no diré más en este punto.

¿Habría llegado en aquel momento a ver desnuda mi incógnita y no sólo a entreverla? Francamente creo que no. De todos modos no tuve yo la culpa de que el momento quedase truncado tan pronto.

Había sonado un rumor cauteloso; algo así como una ventana abriéndose o cerrándose en la fachada posterior del caserón. El algarrobo borde se había callado; sentía conmigo aquella presencia. Enojado, di la vuelta al tronco y miré.

5

El cristal de aquella ventana —tenía que haber sido aquella ventana— era, como otros de la casa, esmerilado. Dejaba traslucir la silueta del tío Nicolás, que era seguramente quien había cerrado la ventana. El tío estaba hablando con alguien: movía ligeramente los hombros, echaba la cabeza para atrás.

Después, más difusa, en segundo plano, se vio una silueta femenina. Retrocedía hasta desvanecerse y volvía a acercarse, perfilándose; daba cortos paseos por la habitación.

Ahora bien, la tía había salido a la calle poco antes. Además, aquélla era la silueta de una mujer gallarda. Vista desde abajo, cuando se acercaba era, con su moño, casi tan alta como el tío. Me dije con rara exaltación que no podía ser nadie más que Catalina. «Catalina, claro.» De repente ella rodeó con los brazos el cuello del tío, y él con los suyos a ella por la cintura, y se fundieron en un beso frenético. Las manos de ella, separándose de los hombros del tío, se crisparon ante el cristal a mitad de un arabesco. Él la combaba a ella por la cintura. Catalina, claro: su moño, sus manos, su esbeltez. ¡¡¡Catalina sin duda!!!

Bajé la mirada. Me sentía muy mal. Con un frío de muerte. La tierra vacilaba ante mi vista. Entonces, y casi al mismo tiempo que sonaba un deslizarse sigiloso al otro lado del árbol, a mis espaldas, dos manos me cubrieron los ojos. Tardé unos instantes en comprender que eran dos manos y que, en efecto, aquello me estaba pasando a mí. ¿La ab…? Antes de terminar la pregunta adiviné: China. Ahuecaba la voz en mi pido.

—¿Quién soy, quién soy?

—Tú.

Se lo dije con destemplanza apartando de mis ojos sus manos.

Pausa.

—¡Asqueroso, repugnante! ¡No te vuelvo a hablar en mi vida! ¡Ahora verás adonde me voy!

Y se metió corriendo en el caserón. «China», dije, pero sólo con el alma; y eso no siempre se oye.

Caí en la cuenta de que estaba aterido. Me dolían los pies hasta no sentirlos, me dolían la cara y las manos. Pero aquél era un frío que llamaba a mi vida, en pugna con mi otro frío, el de muerte, que hubiera sentido junto al sol. Recuerdo muy bien la diferencia entre aquellos dos fríos. Miré al árbol —ahora acartonado como un árbol de tramoya—, no miré a la ventana y entré también en casa.

Al llegar al zaguán me topé con Juan y Juan Antonio, dos cosecheros de Las Casas que bajaban de ver a la abuela. (De manera que la abuela estaba en casa —adonde sin duda había subido desde una de las habitaciones bajas—, de manera que había estado en casa. Se me calentó un poco la sangre. Nada, una tibieza que no se atrevía a ser de esperanza.) Ya no llevaban Juan y Juan Antonio el hatillo de duros; sólo el rollo de papel con sus contratos renovados. La abuela los despedía desde lo alto y ellos se desbordaban en afecto desde abajo.

—¡A conservarse tan bien, doña Clarita!

Y por lo bajo le decía el uno al otro si se había fijado en cómo se estaba poniendo la niña —China, a la que acabarían de ver pasar hacia la calle— y los dos bramaban con una ira muy particular, como si aquello les pareciese otra injusticia social en favor de los ricos. Cuando me vieron se pusieron a llamarme «Gabrielito» y «mozo», pero en vista de que la abuela se retiraba me dejaron a escape.

Los vi marchar sacudido por ese dolor de la paz ajena que siente el angustiado. Juan era cojo y desmedrado, Juan Antonio era ancho. Los dos eran toscos, de frente menguada Me hubiese marchado con ellos por el mundo, por las viñas.

En casa había un gran silencio. No me atrevía a pasar del vestíbulo (la abuela, viéndome subir, había dejado la puerta abierta). De tarde en tarde sonaba en una habitación lejana el apagado arrastrar de un mueble, o un par de pasos, y el corazón me galopaba. Porque sí.

Oí a papá subiendo. Venía resoplando ópera y marcándose el compás con firmes y pausados resbalones de las suelas en los escalones. (De manera que papá no estaba en casa, de manera que no había estado en casa). Me apoyé en la pared. Nada, un ligero vértigo.

Pareció alegrarse de verme.

—Hombre, tú aquí. Mira qué me ha dado el cartero para ti.

Miré el remite: Ernesto Padrón. (Dentro de casa sonaban ruidos furtivos.) Me planté ante la entrada del pasillo, interceptándole el camino a mi padre y gritando; gritando bastante.

—Creo que es de mi amigo Ernesto. ¡Qué alegría! ¿Tú qué crees?

—¿A ver? Sí, eso dice el remite: Ernesto Padrón.

—No sé… Es raro, ¿verdad?

—¿El qué es raro, hijo? Anda, déjame pasar.

Dentro se apresuraban los rumores. Pero ya mamá salía. Traía en las manos una blusa o algo así, y aguja e hilo, como si se hubiese interrumpido en plena costura. Me miró con cierto ceño y se metió en casa con papá.

(Pero es que siempre, en esta época, me miraba con el mismo ceño. Y a papá también. Se había endurecido en una ausencia constante, se le habían endurecido la mirada y las palabras. Hablaba cortándose y solía levantarse y desaparecer con brusquedad. Había perdido toda, absolutamente toda su dulzura. ¿Habría podido contarme ahora el cuento de cuando Lobo y yo nos perdimos? Y —esto es raro— aunque yo añoraba en ella a mi madre y, por tanto, a mí mismo —pues en eso consiste la añoranza, en añorarse a uno mismo—, y aunque la pena de verla así me convertía en un pedigüeño que sólo le mendigaba un poquito de atención, aunque pasaba todo esto, cada día la encontraba más guapa, con sus rasgos afinados bajo un verdadero fulgor de acero [un fenómeno que me habría parecido increíble fuera del tío Nicolás]. Y su preciosa cabeza, cada vez más inasequible, cada vez más extraviada, flotaba en una aureola de tormento.

Yo no sé si también papá la encontraba más guapa. Sufría el pobre. Ponderaba con gesto preocupado todos sus desplantes, trataba luego de sonreír sin conseguirlo y terminaba por irse a buscarla con amorosa cachaza. Y todos los días le traía un regalito.)

Bueno. Papá venía cargado de paquetes. Y la tía llegó poco después, también cargada. En un momento se desató en casa un ajetreo descomunal. Todos, y el tío Nicolás más que nadie, como esforzándose por hacer conspicuo su enfrascamiento en aquella actividad, todos se azacanaban y entraban y salían con botellas y garrafas, aves ligadas por las patas, cestos, racimos de uva.

Entré en el cuarto de estar. Quizá mamá había estado buscándome: sus ojos vagaban, inquietos, y cuando se posaron en mí se cerraron como para que yo no viese algo. Y volvió a ignorarme.

Yo me calentaba y me aturdía ante la chimenea. De la chamarasca saltaban estrellitas rotas. Todavía con una sombra de frío en las manos y en la cara, las manos y la cara me ardían.

La tía quiso hacerme trabajar también.

—Muévete, niño. Lleva esto a la cocina. Y esto a la bodega.

Y vuelve por más.

6

Para la cocina, un cestillo de nueces, avellanas, almendras; lo puse en el banco. Para la bodega, un par de botellas.

La bodega, en lo más hondo del caserón, junto al lavadero, estaba siempre fresca, y hasta en invierno resultaba agradable aquel fresco. Era como una cueva de techo bajo, a la que se entraba bajando dos o tres escalones. Estaba revocada con cemento y apenas alumbrada por una bombilla macilenta. Al fondo había un par de grandes toneles con espita, y a ambos lados casilleros con muchas hileras de compartimientos para botellas. A veces se llenaban, a veces estaban semivacíos. Ahora estaban atestados, y en una banqueta, ante uno de los toneles, había una gran jarra llena de vino. En otras banquetas, bandejas, puestas allí por alguien que no había logrado encontrar mejor sitio; bandejas de empanadillas y de otras fruslerías que no me atrajeron ni pizca.

No, no comí. Levanté en cambio la jarra y me aticé un trago tremendo. ¡Brrr! ¿Para don José María de Beceiro? ¿Para el obispo? Pero no estaba bueno. Me dio un repelo.

Subí, regresé al cuarto de estar. China había llegado también. Y estaba visto que me tocaba recibir miradas inquietas. Sólo que cuando los ojos de mi prima se detuvieron en mí no se cerraron; yo cerré los míos.

«¡Qué hermosura!» y «¡Qué locura!», decían Catalina y la tía, como ruborizándose ante el tamaño de dos capones ya desplumados que papá, riendo, sostenía en alto.

—Para el día de Navidad.

—Y para mañana noche el cordero.

Sí, para la Nochebuena es el cordero o el cabritillo al horno, y para Navidad el pavo o el capón. Después del cordero sale el turrón, el nuégado, el montón de castañas, el montón de higos y pasas. Se pica de aquí y de allá sin gana. Llega a molestar la vista de tanta comida. Rueda el vino. «Tú, no bebas más.» «¿Que me cuentas los vasos? No me jorobes.» Se canta, se escuchan risas, risas de mujer, con un chillido arrastrado al principio y un golpe de tos al final. Uno entreabre una ventana y saca la cara a lo oscuro y nota en las sienes sudorosas la delicia de la noche.

Hablaban de ir a Misa del Gallo, aventura que tanto me excitara el año anterior, por las calles negras, encontrándonos con grupos de desconocidos que nos besaban (¿o esto de los besos era por Noche Vieja?). Podía figurármelo todo, pero sin sentir nada; sin interés ni nostalgia ni rabia. Podía con cerrar los ojos imaginar todas las escenas. Antes de cenar sacaríamos de la cocina la mesita, para unirla a la mesa del cuarto de estar. En la cabecera, empingorotada entre cojines, se sentaría la abuela. Papá le ofrecería un vasito y ella lo rechazaría diciendo «A mí con eso» o «¡Jesús!».

La tía volvió a cargarme con una bandeja llena de no sé qué.

—Lleva esto ahora a la cocina.

El caso es que fui a la bodega. Dejé la bandeja en el suelo y me aticé otro trago. ¿Cómo puede atraernos e imponérsenos algo que no nos gusta? ¡Para el Excelentísimo Señor D. José María de Beceiro! ¡Brrr! Chasqueé la lengua y bebí mucho más.

Nada, un poco de risa. Y cuando me disponía a salir vi a mi lado a Lobo.

Miraba alternativamente el suelo y a mí; a mí de reojo. ¿Chantaje? Oh, no. Lobo era demasiado hombre para eso, y aunque los demás le hubiesen podido entender, jamás me habría vendido. Era sólo complicidad y… súplica. La comprobación, súbita y honda, de que mi perrón estaba conmigo para todo, me enterneció. Los ojos se me llenaron de lágrimas y el corazón se me llenó de risa y de pena. Pero bueno: otro trago. Era algo bien simple: mi Lobo estaba conmigo; y esto inundaba, igual que un proyector puede inundar de luz la copa de un árbol, aquella puñetera tendencia mía a apiadarme de mí mismo. El suelo, las jarras, la bombilla, los toneles comenzaban a bambolearse. Y me ocurría otra cosa: yo sabía que tenía una pesadumbre mortal, pero podía ignorarla. Me sentía dueño de una astucia muy íntima, muy fina. Bueno, Lobo me suplicaba. Le acerqué la jarra. Primero se rebulló, desconcertado. Después se esforzó. ¿Qué tenía? Acercaba el límpido morro al vino, casi lo rozaba; pero el cuello se le acortaba a golpes tragándose una arcada larga como una serpiente. Elevó sus ojos humildísimos y se dispuso a beber aunque en ello le fuese la vida. Entonces fue cuando le oí que lo que él quería eran empanadillas.

—No, yo te pedía empanadillas. En fin…

¡Con una voz tan doliente!

—Ya podías haberlo dicho. Toma.

Cazó la primera empanadilla en el aire y se la zampó cerrando la boca con un «tap» de cepillo de iglesia. Sacó y escondió un relámpago de lengua y me miró con mirada aguanosa.

—Más. Muchas.

Otra empanadilla. Otra. Otra. Se atragantaba. ¡Otra! Quería decirme algo, pero las empanadillas y la risa no le dejaban lugar ni tiempo. De pronto me entró el deseo de arrojarle una furiosamente al suelo. Lo hice y escapé de la bodega.

Me invadía un calor hormigueante. Y me sentía ingrávido, como un papel a merced del viento. Detrás de una puertecilla guardaba mi pesadumbre. Podía no saber de qué se trataba, podía sujetarla, aun cuando ella se esforzaba por hacer saltar en añicos la puertecilla.

Entré en el cuarto de estar con paso vivo y, cambiándole al senador el orden de sus dignidades, dije algo de rara inspiración.

—A ver, más para don José María el Excelentísimo.

Es posible que nadie me entendiese. Estaban todos o casi todos mirando por el ventanal. Me acerqué y miré también. Casi había anochecido. Se veía una tenue capa de nieve por doquier; como si hubiese querido romper, pero parando por falta de aliento. Los tejados apiñados en torno al campanario tenían un blancor sucio, bajo el que se transparentaba un color tierra. Me pareció que habían cubierto el pueblo con una tela muy pasadita, que se clarease. Caían, lentos, perdidos, los últimos copos. De vez en cuando se oía la voz de Catalina o la voz de la tía.

—Ya no nieva.

Lo decían con una mezcla de desencanto y despecho. No, lo preguntaban:

—¿Ya no nieva?

Y todos compartían su desilusión, porque todos tenían unas ganas locas de que nevase, aunque por una vergüenza inexplicable nadie lo confesara. Catalina, sin embargo, estaba convencida de que iba a nevar de firme.

—¡Menuda cellisca se prepara!

Papá le preguntó lo que yo iba a preguntarle:

—¿Menuda qué?

—Pues eso, cellisca, nevada. Vamos, yo creo que es lo mismo.

Vi mal la palabra entre las brumas de mi mente y me prometí mirarla bien en el diccionario de Ernesto.

Me dio un pequeño sobresalto recordar que la carta de Ernesto seguía sin abrir en mi bolsillo. Fui a abrirla, pero olvidando en el acto este propósito me puse a mirar a Catalina. Era, de repente, muy importante mirar a Catalina.

Estaba guapa de verdad; encendida de tan guapa. La miré con una simpatía inmensa, se quedó un poco cortada, devolviéndome una mirada de divertida curiosidad. En lo que acababa de parecerme un prodigio de tacto y habilidad, yo había decidido sacarla al pasillo y preguntarle si le gustaba el tío Nicolás. Entonces, por alguna razón extraordinaria, mis ojos se detuvieron en su moño, repasaron su cara, bajaron por el cuello hasta el comienzo de sus pechos. Ella rápida, con una carcajada escandalizada me azoró y me obligó a salir.

Pero qué fino es, qué alma tiene el vino de La Rocha. (Sí, otra vez en la bodega.) Los hombres lo beben en la tasca muy despacio. Se ponen un poquito en la boca y, con los ojos cerrados, ladean la cabeza: como si lo oyeran. (¿A ver? No, yo no oía nada.) Un hombre llama de pronto a otro.

—Fulano.

Los dos conversan espaciando las palabras. Con el índice y el corazón extendidos en el aire recortan una soleá que no se oye con una navaja que no se ve. Entre sorbo y sorbo callan, perdido cada cual en sí mismo. El último culito de vino se lo tiran a la garganta con la boca entreabierta y se quedan indecisos ante algo.

Levanté la jarra y tomé otro traguito. «Recibe un fuerte abrazo de tu mejor amigo, Ernesto Padrón.» No comprendía una palabra. Descubrí —no lo recordé: lo descubrí— que Ernesto había olido siempre a tiza. Era lo único que veía con claridad a través de su carta. La releía, veía la palabra «Navidades» con una N muy perfilada, y la palabra «felicitación», y llegaba una y otra vez a lo del abrazo de mi mejor amigo sin haber comprendido nada. Más aún: en un papel adjunto a la carta venían unos dibujos estupendos —estupendos me parecieron días después— de un señor gordo arrojándose a un río y de un señor flaco haciendo lo mismo, bajo el título de «Principio de Pepe-Ilustraciones»; y a pesar de mis penosos esfuerzos por captar la idea de Ernesto, no lo conseguí.

Con todo lo cual el santo se me había ido al cielo. Cosas del vino. Yo había dejado de empujar contra la puertecilla y antes de que pudiera hacer nada mi pena se me había apoderado. Es como una traición. ¿No os ha pasado nunca en una borrachera? Como una sorpresa traicionera que le llega a uno desde fuera. Oí el romper de agua furiosa o de música furiosa. Creo que lo último que vi fue el moño airoso de Catalina y no supe bien de qué se trataba hasta que dije, doblado de dolor: «Mamá, mamá…». Se disiparon las brumas por un instante. Busqué a Lobo y no lo vi. Quise huir y en la puerta me topé con China, que entraba.

Pero no entró. Ni se retiró. Sin necesidad de moverse me tenía atrapado. Su misma presencia me rehízo. Volvieron las brumas y unas como banderas lacias en una atmósfera calina. Reverente, cedí el paso a mi prima, pero ella no entró.

—¿Quiere usted venir a ayudarme, señor orgulloso?

7

Se trataba de decir algo así, a todas luces amañado. Le importaba sobremanera que no le creyese. Se trataba, en suma, de romper el hielo y de hacer las paces; y cuanto más descarada y falsa la proposición, mejor. Era también importante, sin embargo, que yo fingiese haberle creído. Después ella tendría que seguir seria sólo unos minutos.

Pero no todo salió exactamente así.

—¿A… a qué he de ayudarte?

Vaciló y, echando a andar, me dijo que le siguiese.

—Ven, ¿quieres?

Subimos, la seguí hasta su habitación. China, delante de mí, caminaba con los hombros caídos, extrañamente vencida. Yo iba moviendo los labios. Como si hablase, pero sin hablar.

Y todo temblaba a mi alrededor, decorado de papel milagrosamente vertical.

Ya en su cuarto calló, sin encarárseme. Yo traté de salvar el juego.

—¿A qué te he de ayudar?

—Sí, eso es. Tenemos que arreglar esta fruta.

Recuerdo que con un paño íbamos frotando peros de invierno y naranjas, que nos pasábamos el uno al otro y colocábamos en fruteros. También colocábamos racimos de uvas tersas y opacas, como de vidrio glaseado. Los peros y las naranjas y las uvas tenían una frialdad de rocío, y daban un perfume maduro y ácido, y pesaban en la mano súbitamente, como cuando se les arranca de la rama.

—Gabrielito. Gabriel.

Me gustaba el lustre irreal que adquirían las frutas. Cera en las naranjas, bronce viejo en los peros.

—Gabriel, quiero decirte una cosa. No he ido antes a ninguna parte; no hacía falta ya. Mañana por la noche viene Paco a pedirme.

Terminé de frotar un pero y lo puse de copete en la pirámide de frutas. Estaba muy bonito.

Se angustió.

—¿No dices nada?

Volví a mover los labios sin decir palabra. China me miró con extrañeza.

—¿Qué te pasa?

Yo, que iba con retraso, contesté a su pregunta anterior.

—¿Qué quieres que te diga?

Me chocó oír con más dificultad mi voz que la de ella. Entonces comenzamos los dos a hablar a un tiempo. Ella se interrumpió para oírme.

—¿Pedirte quiere decir que os vais a casar?

—Pues sí.

Se irguió, se abatió en seguida.

—He querido que lo supieras antes que los demás… Bueno, mis padres ya lo' saben, como puedes comprender. Y creo que la abuela también. Pero he sentido el deber… Gabriel, tú siempre estarás en mi corazón.

No me decía precisamente lo que quería decirme. Hablaba a trompicones. «He sentido el deber.» Se le olvidaba el discurso preparado, pero su emoción era auténtica. Y la mía, China. Adiós, China, con toda la astucia de mi borrachera, que también me permitía sujetar la portezuela de la pena por ti. Adiós, amor mío (protegiéndome a mí mismo en aquel vaivén exagerado para no tener que decírtelo).

Me encantaba acentuar aquel vaivén y me iba a dar risa. China había comenzado a estudiarme con claro recelo.

—Oye, ¿tú has bebido?

—Sí. Vinete, vinete.

Sospeché que se sentía en ridículo.

—Pero… yo estoy loca.

—Te he… te he comprendido de lo más bien.

Me miró con rabia y ternura.

—Por qué serás tan idiota… y tan pequeño.

Dio media vuelta y me dejó.

Me desabroché de un tirón la pechera de la camisa. Resoplé.

Calor.

Fuego.

Di dos pasos vacilantes hacia la puerta para salir también. De pronto reparé en el gran fanal, el del clavelón amoratado que había sobre el pedestal. Me acerqué a él, lo tomé con ambas manos y lo alcé cuanto pude sobre mi cabeza. Lo tuve un momento en alto, balanceándolo para darle impulso y para que el estallido contra el suelo sonase como una bomba. Y apreté los dientes.

Luego aflojé los dientes y, bajándolo suavemente, lo puse con mucho cuidado sobre el pedestal.