En días como el de hoy trato de huir de aquí enfrascándome en la clasificación de mis simientes, preparando mis pedidos y considerando nuevas posibilidades en mi producción de hongos. Y leyendo y escribiendo. En mi ático, mientras María lee también o cose.
—María, cierra la ventana, por favor.
En días así no piso la granja más que un par de veces, para salir a «The Woodman» a comprar un botellón de cerveza. Quiero decir que es domingo y que esto se llena de seres molestos. Seres que pretenden anhelar el campo, pero que no pueden dejar de anhelar la ciudad desde aquí y que se traen de la ciudad cuanto pueden: sus radios a transistor, sus motos, sus periódicos.
—Pero, ¿quieres cerrar la ventana?
—Lo que necesitas ahora es algodón para los oídos. La ventana está cerrada.
La radio a transistor y los programas invariablemente elegidos de jóvenes melenudos que se acompañan con horrísonos guitarrones y se esfuerzan en cantar como chicas, pero como si fuesen chicos. Les gusta y dan gusto. Bueno. Esa radio y la insolencia de su dueño, decidido a ignorar que el oído ajeno es un bien privado cuya protección descansa sobre todo en la sensibilidad propia.
Calma. ¿Qué iba a decir? Eso, que las posibilidades de nuevos cultivos de hongos son riquísimas. Ya he hecho algunos experimentos alentadores. Me gustaría, por ejemplo, introducir en el mercado el humilde boleto común, que parece cuajar bien en mis cajones de estiércol y que es cien veces más sabroso que el champiñón, tan solicitado. Aunque, cuidado; cuidado con esto de los hongos. Nada tan parecido a ese boleto como el «mataparientes» (los mata, ¿eh? Todos los de Juanito Parra, un chico de Sinarcas, se llevó entre retortijones al otro mundo, mientras él, Parra, se estaba examinando en Cuenca de cuarto curso de Bachiller). Los hongos, como los artefactos eléctricos, pueden matar, y lo mejor, si no se les conoce bien, es no tocarlos.
Aunque también son cautivadores. Tienen una textura delicada; a veces, al tacto, de terciopelo, y de agua de montaña al paladar. Y colorines tan bien pintados como las mariposas. ¡Y una de latines! Boletus edulis se llama el boleto comestible o robellón, que ya en los montes de Alcidia aprendí a distinguir del Boletus flavus y de otras variedades ladinas, contra cuyo aspecto apetitoso es difícil precaverse (la del piperatus, por ejemplo, o la del felleus). Carnosas, de tonalidades cobrizas y forma aparasolada inocente, sin una mota chillona que señale peligro alguno. En cambio, la rosona, la Russula virescens, minúsculo paraguas vuelto del revés, minúsculo paraguas azulado mohoso, a menudo salpicado de manchas blanquecinas; o la rojiza Peziza aurantia, laberinto de pliegues y cavidades que parece acechar en un letargo de voracidad; esa Russula y esa Pe sisa dan platos deliciosos.
Diré, sin embargo, que lo que me encanta son sus nombres populares. Eso, mataparientes. Rodellón. Mizcalo o Robellón. Matacandil (riquísimo, tal como lo hacía Catalina, rehogándolo en vino blanco con cebolla picada y pedacitos de jamón). Clavaria, hongo pimentero, oreja de gato, colmenillas, cantarela, mojardón, cabrito, cogomelo.
Sí, llevo ya algún tiempo estudiando hongos. Comencé con escepticismo, protegiéndome del tema con gesto de mírame y no me toques, para perderme pronto en un mundo de ensueño y de ciencia ingenua y de palabras que se me llevan a romances y a leyendas populares. Alguna vez, cuando voy a España, rebusco en los pinares…
—¡Oh…!
Iba a decir «¡Oh, cierra la ventana!».
La motocicleta y su estela de atronadora vulgaridad. He leído que un enorme porcentaje de los accidentes en carretera se nutre de las motos. Convencido de que sólo en proporción ínfima este vehículo se aplica a fines útiles, yo resolvería el problema haciendo obligatorio el empleo de silenciadores eficaces en las motos; yo creo que al día siguiente no se vendía ni una, que en cuanto se negase al motorista la posibilidad de romper los tímpanos al propio viento con el trompetazo de su matonería, desaparecía el motorista. Me dicen que hay una dificultad técnica implicada, que el silenciador resta potencia a la moto. Pero justamente. Dejaría sin silenciador las motos de la Policía y las de los repartidores comerciales, y reduciría a menos de la mitad la trágica cifra de los accidentes. Aunque también quisiera saber cuál sería mi opinión si yo fuese fabricante de motos.
Y el periódico y la revista, que todos se traen también de la ciudad. (Confesaré ya, no obstante, que, a pesar de mi amor al campo, me entran ramalazos de añoranza por la ciudad; fuertes ramalazos, que me hacen largarme de repente a Londres. Ya os hablaré de esto.)
Claro que no voy a atacar el periódico tan a ciegas. Si se me entiende, no he atacado la maravilla del transistor ni el extraño logro de la motocicleta. Ni voy a atacar de la literatura periodística que más desprovista de maravillosidad y más repetitiva y fatigosa me resulta, su objeto: el cohete y la nave espacial y el satélite artificial. Me interesa todo esto mucho más de lo que podría mostrar en este repaso superficial, pero me atosiga y me ofende el reportaje a que da lugar. Los articulistas enloquecen añadiendo ceros a las cadenas de sus récords y entre todos apagan el vértigo de la eternidad y del infinito, porque dan a entender que los comprenden, aunque no osan decirlo, y con tanto escribir jamás se asoman a la ciencia ni a la ficción, y —ésta es la más inesperable de las consecuencias— ganan dinero así. Me parecen siempre más originales y más frescos la Biblia o el Quijote. No hablo ya de calidad literaria —me avergonzaría, jugando con tal ventaja, fingir que pienso—, sino de novedad, de las cosas nuevas que, como cuenta Rubén Darío que le pasa a Azorín, halla uno en los libros viejos.
Azorín. Muchas noches, antes de acostarme, leo una de sus páginas viejas. Como si me bebiese un vaso de agua clara para serenarme de las cosas del día. Azorín y sus reflexiones sobre el Lazarillo. Y el Lazarillo.
De una lectura del Lazarillo, esta mañana dominguera, nació todo este inciso que llamo «Capítulo IX». La verdad es que había comenzado ya el siguiente, el que ahora habrá de ser «Capítulo X»; pero una fuerza extraña sujetaba mi mano y me impedía escribir. Mi historia se desenvolvía normalmente, los recuerdos se desplegaban ante mí. Claros, casi ya ordenados por su propia fuerza. Pero me distraía y buscaba cosas «importantes» que me impidiesen escribir. Arrancar la hoja del almanaque. El café, que aún no me he tomado el café. Lista de cartas que debo.
Sin saber muy bien lo que hacía comencé a leer. Me detuve al llegar a cierto punto; pronto veréis cuál. Me reconocí en el acto o reconocí mi caso. Estaba yo, sin saberlo, inquieto por el capítulo anterior, escrito anoche y en noches pasadas. He llegado a ese punto, he releído; he puesto a un lado el libro abierto; he cerrado los ojos, divagando, y he aceptado el viraje espontáneo de mi cansancio, que me llevaba a pensar en mis setas. El que luego haya comenzado hablándoos de ellas y de transistores no es más que producto del deseo de daros con la máxima fidelidad posible esta desilusionada divagación; me tentaba detenerme, hacer ensayo, pero me he obligado a seguir mi propio hilo, a través de esto y de aquello, hasta llegar adonde quería.
Bueno, de pronto, leyendo, he descubierto, primero, que estaba preocupado, y, segundo, qué cosas me preocupaban. Por una parte, ese reciente diálogo mío, esto es, de Gabrielito, con China, después de haberme librado de Paco en la escalera. Siento ahora la necesidad de hacer hincapié en el hecho de que hasta aquí no ha habido otra huella directa y consciente del humor de mi Gabrielito que la posiblemente dejada en esa escena. Cierto que es una huella muy parecida a las posiblemente dejadas a lo largo de esta historia por mi humor (que no exhibo como buen humor y que no hace sino subrayar a contrapelo mi frecuente mal humor, cada vez más semejante al humoracho de mi padre, aunque menos castizo); pero eso era inevitable. Hago la observación para permitirme señalar de una vez y para siempre que esto no es la autobiografía de un niño, sino, entre otras cosas, lo que de un niño cuenta un hombre que a estas alturas tiene tan poco que ver con aquél como tú, lector. Pero quizás era obvia la observación. Si lo era, perdona —francamente—, lector.
Por qué fue aquí y no antes cuando surgió esa primera muestra consciente es ya otra y más importante cuestión. El humor tiene un mecanismo muy elaborado, en rigor opuesto al espontáneo de la gracia. Un niño suele tener gracia, pero no suele tener humor: es el humor lo que le permite al adulto ver la gracia del niño. Despertamos al humor de un modo doloroso y reflexivo, como a una luz consoladora, sólo alcanzable a través de amarguras y de errores. Es ése un despertar entrecortado y con recaídas en el sueño, como lo son todos los pasos balbucientes desde el borde de la niñez. Aquí es donde sobre todo quería venir a parar, al por qué de mi avistar por vez primera dicha luz aquel día' y no ningún otro anterior. Me desazonaba esa abrupta innovación de mi Gabrielito con su humor deliberado, como si él hubiese dejado de ser él. Pero es que, en efecto, comenzaba a dejar de ser él. Lo he visto así gracias a no sé qué oscuro olfatear de recuerdos que me ha llevado a releer un pasaje sin cuya ayuda me habría quedado quizá para siempre con mi desazón. En suma, tal como Lazarillo recuerda el instante preciso —tras la dolorosa calabazada que el ciego le da contra el toro de piedra— en que despierta «de la simpleza en que como niño dormido estaba», yo sé que el emerger del abismo en que me sumiera la supuesta rabia de Lobo, y también el hallazgo de una China desconocida —dolor y auténtico amor, de diálogo—, me maduró súbitamente y me hizo dar aquel estirón de medio palmo (me asombra haber empleado ya, antes de haberme hecho estas reflexiones, la imagen de mi crecimiento).
Ya no me atrevo a decir nada, pero me parece que María no ha cerrado la ventana.
En fin, sigamos.