1

Una fuerza irresistible me impulsó hacia Lobo. China retrocedió y quiso detenerme, horripilada.

—¡No te acerques, Gabrielito!

Los muchachos me gritaban también.

—¡No te acerques, Gabrielito!

Don Vicente había desaparecido, no sé cómo ni por dónde.

Pasito a pasito, hablándole amorosamente, me llegué a Lobo.

—Hola, Lobito. Toma, toma. ¿Qué te pasa, pobrecito?

Tenía los ojos de vidrio, tiritaba. Le acaricié el cuello.

—Qué malos son todos, ¿verdad? Vamos, Lobito. ¿Qué se han creído?

Gruñó con un fulgor de colmillos. Para ver de meterlo en su caseta me dirigí al zaguán.

—Toma, Lobito, toma.

Me seguía lentísimamente. A trompicones. Como una máquina rota.

—Toma, Lobito.

Venía dejando errar sobre mí su mirada loca; como torturándose —mi pobre, mi hermano— por reconocerme. Entró después de una eternidad. Le puse la cadena, ya anclada a un gran clavo hundido en el piso y, sin perderle la cara, retrocedí unos pasos.

China, que lo había contemplado todo desde el primer descansillo, bajó corriendo y, muda y frenética, me abrazó. Ya veis: me abrazó. Todo llega tarde en esta vida. Ni me inmuté. Traté de consolarla con unas palmaditas.

—¿Tendrán que matarlo, Gabrielito?

No se me ocurrió nada en absoluto. Ella se apretó más contra mí y rompió a llorar con un desconsuelo inmenso; creo que por pena de Lobo y creo que porque yo no le contestaba. Todo llega tarde. Dios mío. Me estorbabas, China; me cargabas. Mi corazón estaba sólo con Lobo, que gemía entrecortadamente, muy bajito, y cerraba los ojos, deslumbrado por un sol invisible.

Algo hubo de percibir China. Se arrancó de mí y echó a correr escaleras arriba. ¿Qué iba a hacer?

—¡No digas nada! ¿Me oyes? ¡China!

¿Y había de aceptar yo aquel horror? ¿Por qué no volverme a una llamita de esperanza? Porque no. Porque mi perro se quejaba sordamente. Porque le caía un hilo de baba.

Sentí el impulso de acercarme otra vez a él y, al mismo tiempo, mi propio alerta; el alerta que antes, al verlo suelto, había desoído. No, Gabriel, quieto. Quieto, pero sacudido por una descarga de angustia. Me cubrí el rostro con las manos. «Tendrán que matarlo.» Se me atropellaban en la mente las leyendas pueblerinas sobre perros rabiosos, sobre mujeres rabiosas, sobre locos rabiosos y encadenados, a los que había que acercar con un palo un mendrugo envenenado.

Oí ruido de muchos pasos arriba.

—Ya bajan, Lobito.

Los pasos se precipitaban y caían como pedruscos por los escalones. Entonces, como quien se abraza a un cadáver adorado, me abracé a Lobo.

—No te matarán, Lobito. No te matarán, no te matarán, no te matarán, perro mío, perrito mío.

Yo no sabía lo que decía. Yo tenía doce años y me comía a besos a mi perro. Él tiritaba.

—Pero no te asustes, Lobito. Aquí estoy yo, siempre estaremos juntos.

Nos fundíamos los dos en el escalofrío de su fiebre. Él abría los ojos una raya, y aullaba casi sin voz. Su piel fláccida se me escurría de entre las manos.

En la escalera había un silencio macizo. Volví la cabeza despacio. Allí estaban, apiñados en los primeros peldaños, sin osar acercarse. Papá y mamá, el tío Nicolás y la tía Matilde, China y Catalina y, en lo alto del grupo, la abuela. Sus rostros se acartonaban en máscaras de pánico. Ni siquiera se atrevían a gritarme; me veían al borde de un barranco y temían despeñarme con sus voces.

Al fin la abuela compuso un temblor de sonrisa y me llamó con una seña. Pero yo no fui a la abuela, ni fui a mamá, ni fui a papá: yo me fui al tío Nicolás y me aferré a su cintura y le imploré.

—¡No lo matéis, no lo matéis!

Se crisparon aún más en su silencio. China sollozó. Todos, descansando con este llanto, empezaron a moverse y a respirar sonoramente. Catalina sollozó también. Papá se puso de cara a la pared tosiendo mucho. Hizo un gesto extraño al tío, y éste, separándome de él con fuerza, se lanzó como una bala a la calle.

—¿Adónde va? ¡Tío!

Nadie hubiera deseado oírme. Mamá y la abuela me recogieron. Mamá lloraba; la abuela no. Mamá quiso hacerme subir a casa.

—Ven, hijo.

—No. No me moveré de aquí.

Pero la abuela sabía demasiado.

—Claro que no te moverás de aquí.

Comprendí que iba a conseguir llevárseme y me volví para despedirme de Lobo. Se había tumbado. Gemía a intervalos largos con un hondo estertor. Estaba acostado de lado, y la cabeza, abatida, parecía colgarle del cuerpo.

La tía se sintió obligada a consolarme.

—La verdad es que ya estaba viejo.

—¡Vete a la mierda!

Nadie me riñó. Al contrario, en vez de exclamar «¡Gabrielito!», la abuela exclamó «¡Matilde!».

—¡Matilde!

Y aprovechando el brío de su disgusto tiró de mi mano y me hizo subir con ella.

«Ya estaba viejo.» ¿Ni siquiera «está»? ¿Ya lo habían matado? Pero la estúpida tía Matilde tenía razón después de todo. No lo vería más. No me hablaría más. Lo recordaba ya con una pena que me iba desgarrando por dentro como una mano lenta y deliberada. Mi amigo se iba. Dios mío. Mi amigo inocente, grandón, simpático, burrote y bueno como el pan. Puro sin impurezas humanas, sin saberlo; generoso sin esperar recompensas, valiente sin esforzarse y humilde como la hierbecilla que vive con que no la pisen.

Estábamos sentados la abuela y yo en sendas sillas. Muy calladitos. Ella me tenía una mano entre las suyas. El reloj de pesas troceaba con morosidad el momento. Tic-tac, tic-tac.

Las sombras se iban espesando, y los muebles y las figuras se envaguecían. Papá encendió la luz: un relámpago a cuyo crudo claror vi que China, inmóvil cerca de mí, me miraba con ojos enrojecidos. La abuela dijo sólo:

—No.

Papá apagó al punto. Mejor. En la penumbra sentía que la abuela me acompañaba y que del hormigueo de sus manecitas me llegaba toda su dulzura y casi toda su entereza.

Mamá andaba por allí retorciéndose las manos. Y papá, de pie y petrificado. Y la tía, sin atreverse a decir nada. No hubiera dejado en ninguna otra ocasión de encaramar su vulgaridad ultrajada a mi exabrupto. Pero tocaba doblegarse. La tragedia de Lobo había desdibujado por completo a Lobo y me iluminaba a mí con un resplandor de privilegio. La conformidad de la tía tenía el mismo origen que la repentina sumisión de China. Todo era, pues —no quisiera tener que decirlo—, perfectamente detestable.

Ahora bien, la tía se sofocaba en el silencio como en humo.

—La verdad es que vaya desgracia.

Pero nadie le contestaba.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac.

Del zaguán subió un murmullo de voces. Me levanté. Mamá se me acercó.

—Por lo que más quieras, Gabrielito, no vayas.

Pero la abuela no hacía por retenerme. Me había soltado la mano. Me flaquearon las piernas. ¿Por qué me quería dejar ir?

Papá salió y comenzó a bajar. Entonces la abuela quiso dejar las cosas claras.

—Yo no te digo que vayas. Tú has de decidir.

«Pero tú me has hecho subir.» No llegué a decírselo de acobardado que me sentía. ¿Era indispensable que ella insistiese? Sí:

—Conviene que decidas tú ahora.

Se metió la tía:

—Yo de ti no iría.

Fui.

Bajando oí la explicación del tío a mi padre.

—No está el veterinario en el pueblo. No vuelve hasta mañana. Entonces me han hablado de estos dos hombres, que podrían hacerlo.

Los dos extraños nos desearon las buenas noches. La polvorienta bombilla del zaguán no alumbraba bien, pero pude ver que no los conocía; eran forasteros. Llevaban blusa larga, de gitano, con el faldón anudado por delante de las rodillas. Chalanes de ganado, quizá. Llevaban botas y garrote. Eran feos y grandes, de manazas cuarteadas, y eran, los dos, porque la vida es así y lo quería así, bizcos. Inocultable e idénticamente bizcos, la niña del ojo izquierdo escapándose hacia la nariz.

A una seña del tío se acercaron medrosamente, presto el garrote, a mi perro, que ahora yacía en silencio. ¿Por qué habían de esperanzarme aquellas dos miradas cruzadas? No, no, no; si acaso otra horrible, súbita esperanza: la de que Lobo estuviese ya muerto y no hubieran de hacerle nada. ¿Y cómo, si volvía a oírse y a oírse su jadear?

Se le acercaron más los dos hombres, se agacharon para examinarlo.

—¿Qué te parece?

—¿Qué te parece a ti?

Hablaban en un castellano andaluzado y con parsimonia cruel. «Aprisa, por favor. ¿Qué es lo que creéis?» Pareció que los dos me habían entendido.

—Pues lo que yo creo es que no está rabioso.

—Eso creo yo.

Madre de mi alma. Me así al pasamanos y apoyé la mejilla en su hierro fresco. Se me vino a la garganta un dulce borbotón de vida.

De muerte tuvo que ser el que atragantó al tío.

—¡Qué tontería! ¡Claro que lo está!

Papá se le revolvió:

—¿Por qué, vamos a ver? ¿Por qué? ¿No dicen estos Señores que no?

Había hablado con un encono raro, que de momento apabulló al tío. Y los dos señores hincharon el pecho. Qué guapos eran, qué apuestos. Llevaban coraza y lanza, y, bueno, yo no sé si puede haber una cara más bondadosa y amiga que la de un bizco.

Se inclinaron de nuevo sobre Lobo y uno se atrevió a tomarle la cabeza entre las manos.

—¿Ves? Lo que tiene el animal es moquillo. Y na más.

(He pensado algunas veces preguntar a un veterinario, dándole los síntomas de Lobo, si realmente aquello debería llamarse «moquillo» o de otro modo. No quiero preguntarlo, pensándolo mejor. ¿Qué ganaría? El hecho rigurosamente cierto es que los dos hombres lo llamaron así y que en esencia intervinieron como voy a contar.)

El tío dijo que «qué ridiculez» y que a ver si Lobo era una gallina y que de dónde se sacaba el chalán aquello.

—¿De dónde se saca usted eso?

—A la vista está. Y a mí con chungas no, ¿eh? Que me voy por donde he venido.

Papá lo retuvo por un brazo.

—No haga caso, por favor. Dígame, eso del moquillo… ¿es muy malo? ¿No podría hacerse nada?

Consideraron silenciosamente los desconocidos a Lobo.

—Muy pasao está el animal.

—¡Digo!

—Pero, ¿qué podría hacerse? Yo pagaría lo que dijesen.

Carraspearon los chalanes.

—Hombre, como poderse hacer…

El tío Nicolás, desesperado, veía que se le escapaba… ¿qué? Creo francamente que por una vez no calculaba, que en la inesperada perspectiva de matar a Lobo había creído atrapar la posibilidad de matar —en vano, en un espejismo— todo lo que odiaba en esta vida, y creo también que la disipación de esa perspectiva lo derrotaba patéticamente. Se dirigía con aspavientos a unos, se dirigía a otros, se dirigió hasta a mí.

—¡Esto es grotesco 1 i Esperemos, esperad, por favor, esperemos a que mañana lo vea el veterinario!

Sin darse cuenta de su acierto, papá vio casi perfectamente lo que le ocurría al tío.

—¡Pero qué puñetas te pasa, qué demonio se te ha metido dentro, adonde vas a parar, estás loco!

—No te pongas así, Gabriel. ¿Qué entienden estos hombres?

Entonces fue cuando habló mamá:

—¿Que qué entienden? Tú los has traído.

Había bajado casi hasta el zaguán con las demás mujeres. La abuela nos miraba a todos desde un escalón alto. El tío, demasiado sorprendido por la intervención de mamá, se calló. Sobre los propios chalanes pesó la cargazón de la atmósfera, y con el deseo no razonado de despejarla, uno, conciliatorio, comenzó a hablar.

—Na, ni veterinario ni na. Se meten ustés en gastos y en inyecciones y píldoras, y al final el perro muerto. Ustés déjennos a nosotros. Ahora que…

Pausa. Papá les animó.

—Un duro les pago.

Más carraspeos de los chalanes. Ya era dinero un duro. Pero, ¿qué valía un duro sin labia ni regateo ni tira y afloja? Les hubiese parecido que perdían un duro.

—Hombre, mire usté que es mucho animal.

—Y que tié mucha boca.

—Digo, cualquiera le mete mano. Porque hay que cortar, sabe usté.

—¿Cortar? ¿Cortar qué?

Esto último lo dije yo. Los dos se echaron a reír.

—No t’apures, chaval, que tiés perro pa rato. Na, cortarle como un gusaniyo que tendrá bajo la lengua.

—No un gusaniyo, chaval, ya comprendes. Un nervio.

Papá vio la cosa hecha:

—Ea: seis pesetas. Y no me digan que no.

Figuraos el salto del tío:

—¡Tú estás loco!

Se oyó la voz de la abuela:

—Cinco duros.

El tío retrocedió como un demonio ante un hisopazo. Los dos hombres dieron un paso adelante.

Sí, la abuela lo había dicho. Estaba en la escalera, sola y alta. Un polvo de luz plateaba sus hombros y su carita y sus greñas. Era el hada del cuento que nunca me había contado, venida a cerrarlo con aquella fórmula infantil, de magia irrebatible y, a la vez, estremecida de tristeza: «Cinco duros». Para mi Lobo, para mí.

Los chalanes tartamudeaban.

—Cinco duros, señora…

No reaccionaban.

—Vamos, empiecen.

Se miraron. No, no hubiesen podido en aquel momento.

—Mañana, señora; mañana, con el día. Ahora no hay buena luz. Esto quiere buena luz.

—¿No le pasará nada al perro esta noche?

—Descuide la señora. El perro, con perdón (mirada al perro, mirada a la abuela), el perro tié más vida que la señora.

—Digo. Y que no tié buena estampa.

Les volvía la camisa al cuerpo y la picaresca a la sangre. Hacían méritos y reverencias. Gesticulaban cerca de Lobo, lo palpaban y se decían «Tú déjame a mí» y «Na».

La abuela les aguó la escena:

—Hasta mañana, pues. ¿A qué hora?

—Tempranito, señora. Contra más temprano, mejor. Y ya verá la señora y tós los presentes si hay perro o no hay perro.

—Hasta mañana, pues.

—… Con Dios, señora.

Salieron. Se les vio, ya fuera del caserón, robándose a manotazos el uno al otro la palabra, parándose un punto y echando a andar de nuevo.

Y allí nos quedamos todos. Lobo y papá y mamá y los tíos y China y Catalina y yo. Cada cual con su emoción y con sus miserias; todos a los pies de la abuela, como un coro de angustias.

Pero la abuela sólo me miraba a mí y me preguntaba con su mirada atenta y limpia: «¿Contento?». Incluso ladeó la cara para estudiarme mejor. Y yo sentía un mareíllo y un rubor y un bajar de ojos. Igual que si estuviese enamorado de ella.

2

Desde mi cama escuché los zascandileos matutinos de la abuela preparándose para ir a Misa. Larga se me hizo la espera, pero al fin le oí abrir y cerrar cuidadosamente la puerta del piso, descender hasta el zaguán, abrir y cerrar el portal, taconear sobre la acera alejándose. Salté de la cama, me vestí en un periquete y bajé de puntillas. Hubiera deseado no separarme de Lobo en toda la noche; pero sabiendo de antemano que en el sentido común de los mayores no caben arrebatos de ese volumen, me había abstenido de plantearlo.

Otra más peliaguda desproporción entre continente y contenido había tratado yo de remediar (y remediado). Como un pecador pertinaz podría esforzarse por concentrar en un solo y sañudo golpe de pecho todo su arrepentimiento tardío, así quería yo embutir en unas horas toda la pena por Lobo que durante días y días había refrenado. Mi terror —la noche antes, después de que se fuesen los dos chalanes— había cesado, al menos de momento, para dar paso a la imagen del pobre Lobo, del pobre, mustio y vagante Lobo, encogido por los rincones y suplicándome compañía con una súplica que yo había apartado una y otra vez a manotazos de mi conciencia. El comienzo de esto fue un movimiento voluntarioso, en el que me castigué a mí mismo no tolerando que la sombra de ninguna otra idea se interpusiese ante aquella imagen; un verdadero atracón de contrición. Después, por gracia y obra de Lobo, fue una pena sencilla y espontánea. Ya veis, más honda que si no la hubiese refrenado antes. Oculta en ese lugar común de que nunca es tarde para arrepentirse hay una generosidad prístina que hasta el más remolón puede sentir palpitar en sus manos. De los más diversos modos puede percibir cómo el pasado perdido se le transfigura en un presente milagroso y cobra una autenticidad que no tendría si no se hubiese perdido. Lobo me lo hizo percibir a lametones.

Ya solos —la noche anterior, como digo—, me había inclinado sobre él con embarazo, sin saber qué decirle. Él se había rebullido, esponjándose en su ovillo de fiebre. Primer lametón (tímido, de tanteo). ¿Por qué no un gruñido de reproche, maldición? Pero no iba a serme el camino tan fácil, ¿verdad? Mi cara se había desviado ensombrecida de vergüenza. Segundo lametón, más confiado. Me había hecho sentar a su lado y había sido el primero en hablar.

—Siéntate aquí, Gabriel.

Diluvio de lametones cuando me vio sentado. Me había hervido dentro un llanto que no podía salir. Lobo debió lastimarse un poco en su desbordamiento, porque ahogó un quejido.

—Bueno, dime, ¿cómo estás?

Él a mí: me había preguntado él a mí…

—Yo estoy muy bien, Lobo. ¿Y tú? ¿Te duele eso?

—Hombre… Sí.

—¿Mucho?

—Hombre… Tiene que ser un demonio de «gusaniyo». Aunque, mientras no sea más que eso… Qué susto, ¿eh? Y, oye, qué canalla es tu tío, ¿eh?

Lo había abrazado por el cuello.

—Na, que he visto que me quitaba de en medio.

—Olvídalo, Lobo. Se ha fastidiado. Y perdóname. Nunca más me separaré de ti. He sido muy malo contigo, pero seré bueno. ¡Si supieras cuánto he sufrido!

Lobo, agotado, había puesto la cabeza en mi regazo, aún con resuello para murmurar algo extraordinario:

—Ya lo sé. Cuidado. ¿Qué haces? No sé si me entiendes…

Le entendía demasiado bien: China y mi locura por China.

Me irritó. Todo pasó como una ráfaga de aire; en mucho menos tiempo del que me lleva contarlo. Se abre una ventana empujada por el viento, corres, la cierras. No pasa nada. Es raro. Ni siquiera el viento que entró sigue siendo viento.

La propia China vino a cerrar la ventana con su aparición. Se nos acercaba, indecisa. Lobo calló. Había notado mi irritación (ya lo creo). Nunca más volveríamos a hablar con claridad del tema; todo, en rigor, estaba dicho ya.

El caso es que también China me irritaba, por más que le agradeciese su llegada, que hacía imposible seguir con una conversación imposible (y no sólo porque China fuese el delicado objeto de la conversación, sino también porque es un hecho que jamás pude hablar con mi perro en presencia de nadie —aunque sí le oí a veces lo que él decía a otros—, como jamás, siendo aún más niño, pude hablar con Ra o con Milenio sino a solas).

China se había detenido con mucha cortedad. Dijo, no obstante, algo que me pareció oportuno:

—¿No crees que deberíamos hacerle comer algo?

Hasta el recuerdo de la ráfaga desapareció. Tenía que salvar a mi Lobo.

China traía ya un plato con migas empapadas en leche. Se había agachado junto a nosotros y entre ella y yo tratamos de convencer a Lobo. Éste olisqueó con hambre, dio un par de lengüetazos, gimió y cerró la boca con decisión.

China había propuesto otros manjares:

—Espera: huevo batido con azúcar. Le ha de gustar.

Y bizcochos.

Hasta uvas había propuesto. Cuánta zalema, cuánta tontería. Empalagado —porque en todo ello había más deseo de congraciarse conmigo que piedad por Lobo—, había estado a punto de mandarla al diablo; pero pensando que mi disgusto personal nada tenía que ver con lo que podía ser bueno para Lobo, había accedido a todo y subido con ella a casa, a preparar nuevas golosinas, y bajado con ella. Hasta la voz de su madre se le había puesto.

—Si te callas, a lo mejor come.

No había tenido más remedio que decírselo. Ella se había mordido el labio, resignándose el resto del tiempo a ir y venir detrás de mí. En aquel trajín se nos habían unido papá y mamá y Catalina y la tía. Creo que fue a Catalina a quien se le ocurrió que convendría una cataplasma a Lobo; una cataplasma caliente, de linaza, que cuando él sintió bajo la garganta rechazó con un alarido y una dentellada rabiosa al aire.

Papá había puesto fin a aquello.

—A la cama todos. Nada más podemos hacer ahora. Total faltan unas horas para que lo curen. Hale, a la cama.

Y habíamos desfilado hacia arriba, dejando a Lobo rodeado de cacharros y mejunjes.

Bajé, pues, cuando la abuela se hubo marchado. Sintiéndome junto a él, Lobo se levantó con patas trémulas. Lo abracé, ronroneó como un gato. Cuanto le habíamos dejado estaba intacto; sólo la cataplasma, de sabor probablemente más original, estaba hociqueada y revuelta. Me reí de un modo raro, con el fresco de la mañana y con nervios en la barriga.

—Pronto podrás comer. ¡Qué tripa te vas a poner!

—¿Tú crees?

No terminaba de convencerse.

Sonaron dos aldabonazos en el portalón. Como dos tiros. Lobo me miró intensamente y se escabulló hasta lo más hondo de su caseta. Yo me hubiera metido con él, pero mis piernas me llevaron hasta la puerta, que abrí sin ganas. Sí, los dos chalanes.

—Hola, chaval. Mucho madrugas.

Pasaron sin prestarme ninguna atención.

—¿Dónde está el perro?

Conseguí que Lobo asomase el hocico. Se agacharon a verlo. Traían un jadear de vino y ojos de sueño. Seguro que se habían bebido la noche antes buena parte de los cinco duros aún no cobrados.

3

China bajó la primera, todavía abrochándose la bata. Detrás venía papá domándose la melena con la mano, y detrás Catalina, mamá y la tía, también a medio componer. Todos bajaban; todos, menos el tío, que se quedó en su cama.

Se enredaban suavemente entre sí los «Buenos días» de unos y otros como en un rezo a coro. Después papá se acercó a Lobo con los dos hombres. Uno sacó petaca y papel y los ofreció a papá.

—Líelo.

—No… no fumo.

Apuntó a su garganta; en situación menos dramática habría explicado que era cantante.

Los hombres enrollaban despacio sus cigarros. Se les pegaban pedacitos de tabaco a los callos de las manos. Papá les metió prisa:

—¿Dispuestos?

—Manos a la obra.

Dijeron que para tener mejor luz convendría sacar el perro a la calle. Pero a mí me repugnaba la idea de posibles mirones.

—¿Por qué no vamos al huerto?

Papá aplaudió mi proposición.

—Ésa es una gran idea. Mira, nosotros vamos delante; tú solo traerás mejor a Lobo. ¿Nos llevará mucho tiempo?

—Cosa de na, señor.

Cruzando los bajos del caserón se dirigieron a la puerta trasera. El tío voceó desde la escalera:

—¡Matilde, China! ¡Arriba!

La tía obedeció, lo cual le agradecí al tío, pero China siguió hacia el huerto con los demás. Yo desaté a Lobo con manos heladas.

—Cosa de na, Lobito.

Él se limitaba a temblar. Eché a andar y me siguió con buena voluntad. Yo iba tan despacio que alguna vez él tuvo que empujarme a blandos morrazos.

Llegados al huerto se detuvo a observar a China, a Catalina, a papá, a mamá, a los dos hombres; a todos los estudió en una mirada remolona. Finalmente como el reo que ha agotado hasta la última dilación para retrasar lo irremediable, él solito se fue derecho al algarrobo borde y se enroscó junto a su tronco. Y los chalanes dijeron que aquél era el sitio perfecto. ¿Por qué?

—Ahí está cabal.

Del árbol voló un pájaro concreto en recta; como una piedra lanzada. Otro pájaro revolaba, invisible, entre la sonajería de las algarrobas. Al fondo del huerto, por el cobertizo, se movían los manchones pardos y blancos de las gallinas. Estábamos bien metidos en diciembre y hacía un día claro y frío, y las copas leñosas del peral, del guindo, del granado, del manzano se estremecían al airecillo. El algarrobo borde apagó hasta su último bisbiseo. Esperando. Esperando más. Del mundo entero no llegaba más que silencio. Y retrasada en el cielo inmenso flotaba, pez ahogado y rosa, media luna.

El pájaro, la luna, el árbol; el día, el cielo; el pez, el aire, el silencio: lo que fuera; lo que fuera para extraviarse y no pensar y no ver a aquellos dos miserables. Sus miradas oblicuas huían de este mundo. ¿Qué iban a hacer? El uno había sacado una soga, el otro una lezna.

—Tú, chaval, vete de cara al animal, que a ti te conoce.

… Y me fui de cara al animal. Con una mano levantada, como si le llevase algo.

El de la soga se le acercaba con sigilosos compases por detrás. El de la lezna venía a mi zaga, disimulándose en mí.

Cuando Lobo me notó cerca alzó la cabeza. En aquel mismo instante, presintiendo también al extraño que tenía detrás, se le revolvió con la boca abierta. El hombre, como si esperase esto, en un movimiento rápido le encayó entre las dos mandíbulas la cuerda, que tensaba con ambas manos. Lobo quiso erguirse, pero el hombre, a horcajadas sobre él, le atenazó el costillar con las rodillas.

No vi más. El de la lezna me quitó de en medio empujándome. Quedé de espaldas, oyendo un sordo bramar y unos espolonazos secos en la tierra. Luego, una calma larga, en que las panderetas del algarrobo borde sonaron suavísimamente.

Y de pronto un grito de mi Lobo; un grito lento y articulado, casi una palabra.

Los dos hombres se avisaron con voces nerviosas.

—¡Suelta ya!

—¡Aparta! ¡Ya!

Lobo caracoleó en el aire despedido por su propia tensión y cayó pesadamente. Estornudó una y otra vez. Le ensuciaba la boca una leve mancha de sangre. Hozaba en la tierra y se arañaba con las manos el morro. Y luego, más enfadado y más niño que nadie, encarándose a lo alto y riñendo a alguien, dio dos alaridos, atiplados, con lágrimas. Y embraveciéndose y recogiendo sus escasas fuerzas se lanzó al fondo del huerto y allí levantó al sol una luminaria de monedas áureas, plumas, cacareos, pasmos.

Las gallinas chillaban como mujeres.

Estábamos tan asombrados que no acertábamos a decir palabra. Sólo los chalanes parecían comprender. Puestos en cuclillas jaleaban el correteto de Lobo en un tonillo quedo y envanecido.

—Anda, anda, míralo…

—Casi na… ¡Duro!

A los demás nos iba naciendo una sonrisa de incredulidad. Mamá, desafinando de emoción, llamó a Lobo.

—¡Lobo, Lobo!

Catalina y China lo llamaron también.

Lobo se paró y alargó el pescuezo hacia nosotros y, cerrando los ojos, movió la cola. Despacio y con vanidad, a un lado y a otro. Encaramadas en sus perchas las gallinas se desatinaban comadreando lo ocurrido. Era una pintura de fábula, elemental y plana; como si el crispamiento de todos los miedos pasados se hubiese aquietado en un remanso.

Los dos hombres prorrumpieron en carcajadas melladas, con mucho raspar de tráquea.

—Pero qué cachondeo…

Entre golpe y golpe de tos. Tenían los dientes negros y roídos y disfrutaban con desahogo, cómodo y, de improviso, tan viejos en el seno de la familia que se reían de nosotros sin ofendernos. «¡Qué cachondeo!» Mirándolos, papá rió también, aunque sólo con una risa refleja, de satélite. A mí me abría la boca un embobamiento especial, y cuando me fijé en el de la lezna y vi que de la punta de la herramienta pendía como un cordelillo sanguinolento, me estremecí y huí hacia Lobo.

Él vino también a mi encuentro. Estaba extenuado y caminaba a tumbos. Llevaba la lengua fuera. De vez en cuando la engullía aprisa y volvía a sacarla, dejándola colgar. Por fin nos encontramos y me topó mimosamente; con turbación de chiquillo, moviéndose todo.

—¡Métele comida, chaval!

Se iban ya. ¿Por qué habían de irse? Despacio, conscientes de que se iban para siempre. Qué daño. Papá caminaba entre los dos. Fui a gritarles que se quedaran. No llegué a hacerlo, pero los dos se volvieron de repente. Papá me mostró entonces a ellos con los brazos muy abiertos; creo que me estaba presentando. Incliné la cabeza; ellos la echaron para atrás, admirándome mucho. Sus corazones refulgían, sus miradas rectas y limpias me acariciaban. Llegaron a la puerta. Dentro esperaba la abuela, borrosa en la penumbra. Aún me miraron una vez más los dos chalanes y me dijeron adiós con sus manazas. Se metieron todos dentro y sólo quedó el rectángulo oscuro de la puerta.

Me oprimí la frente con las manos.

4

Cuando el alma, invadida de horror y de angustia —pero totalmente invadida, apretada como una esponja en su última partícula y sin resquicio por el que asomarse a través de las fuerzas opresoras—, siente que sus invasores se le vierten en una bocanada hacia afuera, tarda un poco en henchirse y volver a su ser. «No sé lo que tengo», decimos, oprimiéndonos la frente en el vacío agotador del gran descanso. Pues lo que tenemos entonces es un no tener; es un hueco muy preciso, en el que cabe justo una palabra inaudible e invisible: «nada». Luego, despacito, empapándose en sí misma el alma recobra su plenitud. Es como el día naciente, que también se nutre de sí mismo; como cuando el alba tiembla en el desvanecerse de la noche y un vaho translúcido se filtra en otro y yerra a rodales por las sombras.

Caí en la cuenta de que a mis pies se había echado Lobo y de que China había venido y se había arrodillado junto a él. Le estaba pasando una mano por encima. Había tal amor en su tacto que Lobo se derretía en un llanto bajito. Y desde aquella nueva aurora que lavaba mi alma de tristezas me puse a pensar que lo que hacía China iba más conmigo que con Lobo; que se había arrodillado más bien ante mí que junto a él. Lo pensaba sin sorpresa, casi como si lo hubiese previsto. Y con un agrado desconocido y excitante. China, con su crencha caída por la cara, obstinaba los ojos hacia abajo y vibraba toda. La novedad de mi deleite estaba en que era un deleite insolente. Yo era de pronto un hombre hecho y vagamente hastiado que podía dar aceptando. ¿Cómo decirlo? Sentí que hubiese podido comerme a China como un pedacito de pan sabroso.

Todo muy aprisa, Lobo aguzó una oreja, se incorporó y nos dejó solos. Antes de volverme a mirar oí el cloqueo halagado de mamá y las risas de Catalina. Después las vi depositando en el suelo cacharros con leche o papillas, entre los que Lobo no supo cómo repartir su avaricia.

Aquella marcha inesperada dejó a China en la situación imposible en que se quedaría una imagen a la que quitasen la nubecita que le servía de peana. ¿Qué hacer sin nubecita? Cuesta cambiar de postura cuando se está así, en el aire, y no se sabe volar. China se limitó a obstinar aún más la mirada en la tierra, magnetizada en su ridículo. Pero aquello mismo me lastimó. Mucho. Y, doblándome, le ofrecí una mano. Ella la tomó y se puso en pie.

—Gracias, Gabriel.

No Gabrielito.

Comencé a sentirme placenteramente en calma junto a ella (algo que no me había ocurrido jamás y que, pasada aquella breve oleada de bonanza, no volvería a ocurrirme; ni siquiera años después, en nuestros increíbles encuentros de adultos).

Yo no sé si mi delicia insolente de un momento antes había sido efecto del deseo de vengarme de China por la quina que me había hecho tragar; el de humillarla con una caricia y una burla. Probablemente fue tal efecto, pero yo no recuerdo haber experimentado el deseo. Ahora bien, la fuerza de un ridículo —revulsivo fenomenal al que el mundo debe grandes cosas— vino a trastocarlo todo. Ahuyentó el hastío de mi «hombre hecho» y ajustó mi estatura. Yo diría que medía entonces cosa de medio palmo más que antes de haber pasado el horror que pasé por Lobo.

Con la mano de China descansando en la mía, ambas en lo alto, hice un paso de minué para cargar con un poco de ridículo y volatilizar tanta violencia. Pero China se me arrimó de frente con suave terquedad. Tenía una sonrisa melancólica y aún no levantaba la mirada.

No podría olvidar la dulzura de aquella mañana en el huerto, apresado en la suave terquedad de mi prima. Una lluvia de sol doraba las cortezas de los árboles y encendía el aire sin calentarlo. (Estábamos, ya lo he dicho, bien metidos en diciembre, en el pórtico de esa sazón magra en rotundidades y rica en sueños sugeridos, que la primavera termina por espantar con sus tartas de margaritas y con los cánticos insensatos que la maestra —doña Paquita, en mi tiempo— entona cada año capitaneando a sus párvulos por valles y laderas.) Debatiéndome entre el imperativo, infuso en mi emoción, de besar a China, y la comprensión de que nunca me atrevería, le pellizcaba, nervioso, una mano. China —pobre— cerraba los ojos y esperaba lo inesperable. De repente, hurtándose, señaló a mi madre ahogando un grito de susto.

—¡Tu madre!

A mi madre se le caía la baba con Lobo; no veía nada. Pero aquel aguijonazo de secreteo y aquel esquivar de China me electrizaron con otro estímulo inaudito. Fui a abrazarla, se me escabulló, insistí, ciego, y corrió escapándose de su risa.

De árbol a árbol, virando y flexionándome ante cada amago de China, rozando a veces su tentación con las puntas de los dedos para encontrarme siempre con aire entre las manos, yo me iba encalabrinando. Como un fauno inmaturo. Hasta bramaba.

Entonces me llamó mamá.

—¡Gabrielito! ¡Oye una cosa, Gabrielito!

Vaya. ¿Por qué? Pero estaba visto que todas las brisas soplaban a favor de mis velas, llevándoselas hasta un horizonte azul y plata, de luz ahogadora.

—Oye una cosa, Gabrielito. Tenías razón. Lo estoy pensando. Lobo estaba muy malito. Pero ya está bueno.

Y repitiendo «ya está bueno, ya está bueno», dio palmadas cariñosas a Lobo, demasiado enfoscado en su hambre para prestar atención a nada. Después, mamá, sorprendiéndome, me abrazó. ¿Qué murmuraba?

—Todo está resuelto ya. Todo está resuelto ya.

La carta. La carta en que, sin duda, había puesto las peras a cuarto al tío Nicolás. (Jamás se me ocurrió pensar que lo escrito por mamá aquel día no fuese una carta, ni que ésta fuera destinada a nadie sino al tío. Porque, claro, esa explicación insincera, sobre no haberme satisfecho habría cerrado la puerta a este desenlace noble.)

Oí, sentí más bien que China se nos acercaba. Y así estaba yo, en la cúspide levantada por aquel tríptico de zozobras —mamá, China, Lobo—, cuando por la puerta del huerto apareció el tío.

—¡China!

Ella se quedó quieta.

—¡Te prohíbo terminantemente que te acerques a ese perro!

Lobo se recogió junto a mamá como un hijo. Y el tío añadió algo en un tono que nos dejó perplejos; como si lo viésemos enfermos. Dirigiéndose a mamá.

—A ti y a tu marido os hago responsables de lo que a mí o a los míos pueda ocasionarnos ese perro.

No sabíamos aún cuán auténticamente suyo era todo lo que estaba diciendo. Sólo vimos cómo el equilibrio de la maldad se rompe en la cursilería solemne. Mamá, apiadada de él, le dijo «Pero Nicolás…».

—Pero Nicolás…

—¡Lo que oyes!

He aquí que papá acertó a aparecer también. Desafiando.

—¿Qué pasa aquí?

—Que si ese perro, que me consta que está rabioso…

Se atragantó de ira. China se sonrojó.

—Papá…

—Ya me habéis oído todos.

Dicho con mirada huida, naufragando en el desprecio de su hija. Un golpe de mamá iba a hundirle sin remisión:

—Me obligas a decirlo, Nicolás. ¿Por qué no te quejas a mamá?

A papá le encantó la ocurrencia.

—Eso, ¿por qué no se lo dices a ella?

China ganó la puerta y desapareció, yo salí detrás de ella y Lobo salió detrás de mí. China voló escaleras arriba. La llamé, no me contestó. Subí también seguido de Lobo. En un descansillo nos cruzamos con la abuela. ¿Me estaba aguardando? Había expectación en su actitud. Paseaba su mirada de Lobo a mí y de mí a Lobo. La levanté en el aire, le di un beso fuerte, pataleó, gimoteó, feliz; pero no pude evitar separarme de ella y, gritándole que luego le vería, seguí. Lobo, llenando el hueco de mi ingratitud, se quedó con ella intercambiando arrumacos.

Llegué al cuarto de China. Infeliz: llorando, caída de bruces en el diván.

—Vamos, China, ¿qué te pasa?

—Déjame. Es malo, malo…

Le salía una voz pequeñita por la nariz.

—Ea, mujer, no es nada.

Consintió en sentarse conmigo. Se sonó apenas en un rumor. Le dio un poquito de risa. Qué ojos, qué lágrimas más preciosas. Al diablo todo: la abracé apretando de firme. Qué bien olía. A flores frescas y tronchadas. Apreté más. Mi prima era tierna como el agua y adormecedora como el agua. Sin huesos, sin peso y, a la vez, dura. Se vencía por aquí, se vencía por allá, infinitamente lánguida y prieta. Me empapaba en una flojera húmeda y me pidió que no la apretase tanto.

—Me ahogas.

Yo, yo me ahogaba. Me separé de ella. Se levantó, se tambaleó hacia el balcón. Fui a su lado, tropecé con el pedestal y casi tiré el fanal del clavelón.

—¿Te has hecho daño?

Sonreí y los dos miramos al cielo. Contra el azul volaban dos palomas blancas en dos arcos paralelos: en verso. Pero como si me desviaran la cabeza de un cachete bajé los ojos hacia la calle.

—¡Atiza!

—¿Qué es?

Paco paseaba, nervioso, volviéndose cada dos zancadas a observar el caserón.

5

China se dio una bofetada que me dolió y se echó a reír.

—¡Olvidamos salir a la estación!

Seguía riéndose, más confundida que regocijada. Yo la espiaba. Se engalló mirando a Paco.

—Bueno, ¿y qué? Yo hago lo que me da la gana.

Yo la espiaba y ella me preguntó o se preguntó si Paco estaría enfadado.

—¿Estará enfadado?

—¿Te importaría?

—¿A mí?

Paco dio media vuelta y empezó a alejarse. ¿Ah, sí? Por ella podía irse a la porra.

—¡Para siempre!

Paco frenó y con gesto indeciso se encaminó de nuevo hacia el caserón. Llegó al portal, lo dudó un momento y entró.

—¡Va a subir! ¿Qué le voy a decir? ¡Corre, detenlo, haz que se vaya!

Fui a salir, aturdido por la orden, pero desde la puerta me volví.

—¿De verdad quieres que se vaya?

Esperé sus palabras como si de ellas dependiese mi vida. Pero la única palabra que pronunció fue bien singular: «Bobo». La pronunció rodeándome con ambas manos la nuca y apoyando su frente en la mía. Me sentí levitar en el espacio, sin suelos ni techos limitadores. De manera que cuando, segundos después, salí a la escalera, comencé a descender planeando como un ave.

Me detuve cuando Paco aún subía. Nada, para poder hablarle de arriba abajo. Se sorprendió mucho.

—Hombre, tú…

—Yo.

—… Lobo. Eso es: ¿cómo está Lobo? Me ha dicho mi padre que estaba… rabioso.

—Qué tontería. Está formidable.

—¿Sí? Me alegro. De veras. Vaya, vaya. Entonces… Mi padre me dijo…

—Ya sé. No, no está rabioso.

—Me alegro mucho, figúrate. Bueno, hombre. Y tú, ¿qué tal?

—Formidable.

—Vaya, vaya.

No es que necesitase que yo le invitara a entrar, pero le cerraba el paso tan desvergonzadamente que él no se atrevía a pasar. Todo su desconcierto se polarizaba en los crueles pellizcos que se atizaba a un pequeño grano que tenía en la barbilla.

—¿Y… y tu prima?

—En la cama.

—¿Qué dices? ¿Qué tiene?

—¿Que ha de tener? Nada, que aún no se ha levantado.

Casi se arrancó el grano. Comprendí que la sangre le mugía.

—¡Pero si son más de las doce! ¿No sabíais que llegaba yo hoy, que teníais que esperarme en la estación?

—Arrea, es verdad. Perdona, chico.

—¿Cómo perdona?

—Hombre, a mí se me olvidó. Y seguro que China tampoco ha vuelto a acordarse.

—Sí, ¿eh? ¡Pues le dices de mi parte que se vaya a hacer puñetas!

—¡Oye, tú!

Lo repitió una vez más ya saliendo en tromba hacia la calle.

—¡A hacer puñetas!

—¡Y tú también!

Entré en casa despacio, tranquilo y echando cuentas. Sin darme tiempo a llegar a su cuarto China me salió al encuentro.

—¿Qué ha pasado, qué ha dicho? Lo he visto salir hecho una furia.

Primero puse cara de incredulidad; después, de asco.

—Oye: tiene un grano.

—¿Cómo?

—¡Huí! Aquí, así… Blandito y amarillo.

Los dos hicimos que conteníamos una arcada.

—Oye, China, no es casi nada.

—¡Huf!

—Que no, que no es nada. A lo mejor se le nota poco esta tarde. Ya sabes, muchas veces tiene un grano y luego se le va.

—¿Sí? Sí, creo que sí…

—Bueno, ¿qué le va a hacer?

Se le congeló un mohín de repugnancia. Paseó por la habitación, desazonada. Me miraba, quería romper a reír, cerraba los ojos con asco.

—Bueno, ¿qué le has dicho?

—Espera, qué le he dicho… Ah, antes de que se me olvide: nada, empeñado en que Lobo está rabioso.

—¡Rabioso! ¡Él, él es el que está rabioso! Pero, ¿de dónde sabe…? ¡El Levita se lo ha dicho! Claro.

—Claro.

Siguió paseando. Repetía, furiosa, la palabra «rabioso».

Me pareció de pronto que volvía a pensar en su padre. Se le habían llenado los ojos de lágrimas.

—Vamos, China, tú sabes que no es cierto. Anda, ya ha pasado todo. Ven, siéntate.

Flores frescas y tronchadas. Sabía yo —sin verlo, porque la tenía abrazada— que entre las lágrimas le resplandecía una sonrisa. Y también que se le iba a apagar de un momento a otro.

En efecto, me separó. Vuelta a empezar.

—Bueno, ¿qué le has dicho a Paco?

—Qué le he dicho, qué le he dicho… Ah, sí, que estabas acostada.

—Pero, ¿cómo se te ha…?

—Algo le tenía que decir, ¿no?

—… Sí, claro. ¿Y qué ha dicho él?

—Espera. Que era… Eso, que ya eran más de las doce.

—¡…!

—Sí. Y que se iba.

—¿Enfadado?

—… No creo. ¿Por qué? Es tan pacífico… Ha puesto esa cara mustia que pone… ¿Comprendes?

—Sí. No. ¿Mustia?

—Sí, mujer.

Ilustré lo que decía dejando caer el labio inferior y los párpados. Una expresión que nunca habíamos visto en Paco, pero que sin duda China vio en aquel momento. Seguí:

—Y se ha ido… ¡porque eran más de las doce!

—Pero, ¡qué malo eres!

Pura admiración.

—Que me muera si es mentira, China.

Yo aguantaba, serio, y ella se ahogaba la risa con los puños en la boca.

6

Se oyó trajín de cubiertos y platos en la cocina.

—A comer, prima. ¡Qué hambre tengo!

Ni pizca de hambre, por supuesto. Pero me urgía bajar de la cuerda floja que era aquel diálogo, desde donde una pregunta, un silencio, una recapacitación inesperada me podían hacer caer; me urgía robar tiempo al tiempo para que fraguase la nueva situación y para que la atención de China se prendiese sin pausa a cualquier otra cosa, aunque fuese un plato de cocido.

Fue una comida más bien abstracta, en la que nadie abrió apenas la boca para comer o para hablar. Del leve entrechocar de cuchillos y tenedores saltaban chispas. De las manos del tío y de su monóculo manaba un frío que helaba su plato y los demás. Papá, atento a un enconado monólogo interior, daba resoplidos de paciencia y de impaciencia. Mamá se pasó el tiempo acercando a unos y otros salseras, vinajeras y cestillos con tanta cautela como si se tratara de alimentar a seres dormidos, los cuales hubiesen de comer sin despertarse.

La tía se arrancó en cierto momento:

—Pues yo creo que Lobo…

Estos tres puntos suspensivos gravitaron torvamente sobre una contracción general de cuellos aterrados y terminaron por ir a posarse, como moscas, en una oreja de Lobo, que estaba amodorrado en un rincón con la panza a reventar. Lobo movió la oreja, molesto, y los espantó.

El extenuante silencio fue sumiéndonos a todos en una honda pasividad. Me desperecé con placer y disimulo en ese tránsito de la tensión muda a la calma muda. La tarde naciente, madurando en fuegos amarillos, ponía un borde de oro en los vasos. Sobre el mantel blanco irisaba, rojo y pálido, el vino herido por la luz. China, pendiente de mí, me encandilaba con el aleteo de sus ojos largos y adormidos. Eran unas ondas íntimas e hipnóticas, en las que no cabía sino trasponerse. Comprendí de repente que estaba absolutamente agotado y que me estaba durmiendo y que era irremediable que acabase dormido. Habían servido el café, cuyo grato aroma flotaba. El tío fumaba y su cigarro tenía una contera de ceniza gris que él rompió en un platito. En el aire ondulaban los anillos de humo plomizo. Los anillos tintineaban, no, no, las cucharillas tintineaban en las tazas. China seguía alelándome con su encender y apagar de ojos.

Papá dijo en voz baja que iba por una manta —comprendí que para mí— y salió de puntillas. La tía, China y Catalina levantaron manteles y cubiertos y salieron también. Entonces el tío murmuró como para sí una cosa difícil de entender.

—El caso es que todo se podría arreglar.

A mamá se le cayó un cuchillo estridente al suelo. Se me apresuró el corazón con susto y con daño.

Alguien —¿papá?— me estaba arrastrando a un sillón y me arropaba con una manta. Entró China, vino a mí y me dio un beso en los labios. Me supo a delicia incompleta que me transportaba sin llevarme a lugar alguno y que, ya acabada, parecía no haber empezado. ¿Cómo se había atrevido China delante de todos? ¿Qué pena no estaría pasando mamá? ¿O sería que ya estaba dormido y que no había pasado nada? Al diablo las malditas preguntas. «Vamos a ver, China, hazme eso otra vez, que me da mucho gusto.» Aparté la manta de mi boca, pero en seguida olvidé para qué lo había hecho.

7

Desperté con sobresalto. Seguía sentado en el sillón del comedor, envuelto en la manta. Nadie a mi alrededor. Estaba entresudado, fresco, lúcido. Por el ventanal entraba el claror del crepúsculo. Hubiese jurado que sólo un segundo antes el sol había estado luciendo y me hallé trastocado en el tiempo, seguro de haber perdido un retazo esencial de vida.

Ascendió súbitamente de la calle un halo difuso y un «¡Viva!», de la chiquillería. Acababan, pues, de encenderse las farolas en el camino de la estación, por donde todo el mundo pasea el sábado al anochecer. Esto, sin más, me acució a levantarme y a salir. Y bajando escuché las voces de China y de Paco. Sofoqué mis pisadas. Por la alta claraboya de la escalera se desvanecía en violetas el primer cielo de la noche. Miré sin querer y desvié la mirada queriendo.

Conseguí por fin entender algo de lo que decía China, y luego lo que decían los dos.

—… porque me da la gana, ¿te enteras, presumido?

—Muy bien. Ya me buscarás.

—¡Ja! ¡ja! Espera sentado.

Menos mal: reñían. Se hablaban con saña, se despreciaban. Todo iba bien para mí.

No me daba la gana mirar hacia la claraboya.

—Ahí te quedas, rica. Te enviaré tus retratos.

—¡Y yo a ti los tuyos, idiota! ¡Vete de una vez!

¿Retratos?

No miré hacia arriba, cerré los ojos, pero aun así vi la noche insondable que temblaba en lo alto.