1

En casa comenzaban a ocurrir cosas muy raras. Papá seguía siendo el de siempre y, por ejemplo, fisgaba como de costumbre en la correspondencia de la abuela, tratando de alarmarse. Con alarma clandestina.

—Lo que me temía. Otra vez carta de don José María de Beceiro.

Pero el tío parecía haberse retirado del juego. No sabía uno si para siempre o sólo de momento. Solía meditar cuando papá pretendía inquietarle con noticias como aquélla. Luego se desperezaba, y papá se desabrochaba el cuello de la camisa en una atmósfera inexplicablemente irrespirable.

Aquel día, el primero que, después de muchos sin opinar, el tío se decidió a hacerlo, miró antes a papá con su frío monóculo.

—¿Qué quieres decir con que te lo temías?

—¿Cómo?

—Supongo que tiene derecho a escribirse con quien quiera, ¿no?

Y se alejó, altivo. Papá se quedó sacudiendo la cabeza para despertarse.

Cosas así, que chocaban como si el mundo hubiese dado un bandazo.

Otro día, ahí tenéis, llegó el Levita. Yo mismo acerté a abrirle.

—Hola, Gabrielito. ¿Está la abuelita?

Iba yo por principio a decirle que no cuando salió papá. Se plantó ante mi exmaestro y le puso una mano en el pecho.

—¿Qué desea?

—Buenos días, don Gabriel, ¿qué tal?

—Mal.

—¿Mal?

—Rematadamente mal. Al grano. Usted viene a ver a la… a doña Clarita.

—Pues…

—Pues no está. Ha salido. ¿Algo más?

—Qué raro. Me citó para hoy.

—Sí, ¿eh?

El tío Nicolás irrumpió entonces en el recibidor.

—¡Caramba, don Vicente! ¡Cuánto bueno! Adelante, adelante. ¿Qué, a ver a doña Clarita?

—Pues…

—Adelante. Esperándole está, como siempre.

Mamá salió también de improviso. Con afabilidad tan deliberada, tan «descarada», que, sin saber por qué, me ofendió.

—¡Adelante, don Vicente! Mamá se alegrará mucho de verle.

El tío se quedó mirándola. El viejo, con la sonrisa agria y quieta, como un cristal astillado de una pedrada, dejó resbalar su recelo sobre todos. Papá se pasaba las manos por la cara; igual que si se la lavase.

Tosí. Yo tenía, entre otros, ese fallo, el del prurito, primero, de cazar las cosas antes que los demás, y, segundo, de hacer notar que las había cazado. Tosí porque estaba sintiendo la obligación de señalarles a todos la presencia de la abuela, quien desde la entrada del pasillo estudiaba la escena. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Todos interpretaron bien mi tos —¿por qué?— y se volvieron a la abuela. La abuela me cegó con el centelleo de su mirada.

Petrificación de paso de procesión en el grupo.

Por fin don Vicente avanzó, reverente, la abuela dio media vuelta para precederle y los dos desaparecieron en dirección al salón. El tío se marchó también, ahuecándose las hombreras y redondeando los labios como si fuera a silbar; pero no silbó. Mamá se acercó a papá y le estampó un beso sonoro en una mejilla; un beso que, no sabiendo interpretar mejor, me pareció inoportuno y atormentado. El propio papá balbució un «Pero…» amoscado y mamá se dispuso a explicar algo; pero viendo que yo seguía allí quiso deshacerse antes de mí.

—Usted, a jugar a la calle.

Sobraba la orden; yo me disponía a largarme. Necesitaba escapar y quedarme a solas para tratar de dar sentido a un rompecabezas en el que me sobraban y me faltaban piezas. En la escena del recibidor habían confluido, aún sin estallar, las fuerzas de una trama oscura, contradictorias entre sí y consigo mismas; fuerzas que se habían ido espesando y confundiendo hasta hacer irreconocibles sus líneas individuales.

Por el camino de la estación bajaba la gente a racimos con cestas y bultos. «La Cecilia ha tenido mellizos». Hacían aspavientos. «No me mientas, tú has estado enfermo.» «Siete mil duros le han dado.» Parloteaban a gritos. «Vendrá para la matanza.»

Yo caminaba a contracorriente de la muchedumbre. La muchedumbre sonaba como un mercado. Me gustaba aquello. Se alejaron por fin de mí los recién llegados y los que habían esperado con credulidad inquebrantable el Correo de Valencia. Se perdió el enjambre de sus noticias portentosas. Me quedé envuelto en polvo. Luego, en silencio.

Me sobraban y me faltaban piezas. ¿Qué mosca le había picado al tío Nicolás? ¿A qué se debía la calurosa acogida dispensada a su enemigo de siempre? Pues, ¿y mamá? ¿De qué era el floreo que había vibrado en su voz? ¿De reto? ¿Contra quién? ¿De despecho? ¿Ante quién? ¿De entrega a todo lo que era su negación? ¿Y su beso a papá? ¿Qué encerraba? ¿Había sido un beso bueno o malo? Y luego, y antes, y por encima de todo, papá.

Había llegado a la estación y me senté en un banco del andén. Se oía el entrechocar metálico de esos vagones que, ciegos y desorientados, andan siempre por las vías de maniobras.

Papá lavándose el asombro de la cara con las manos. Papá y su puñal, aquel que blandía para ensayar el aria de Rigoletto. En la sima de la oscura trama estaba papá. ¿O no estaba? ¿•O estaba sin enterarse? Papá entero, incauto, indomable y enloquecido de vergüenza y de dolor. De la sima ascendía una oleada de sangre colérica, absolutamente incontenible. Ahogaba hasta la posibilidad de razonar. Era él quien creaba la sima, cuyo horror le venía no de sí misma, sino de que albergaba a papá. ¿Qué habría hecho él si hubiese visto, como yo vi, a mamá escribiendo la carta?

2

A lo largo de una vía avanzaba despacio un hombre con un blusón azul, seguido de un vagón cansino y sumiso. Se iban juntos a trabajar.

¿Y qué habría hecho mamá si me hubiese visto a mí cuando escribía? Por segunda vez, y bien a mi pesar, la había sorprendido en un trance inquietante. Un par de días antes; probablemente el tío Nicolás tendría ya la carta en su poder.

Escribía inclinada sobre el aparador, en el cuarto de estar, tan atenta al miedo de verse descubierta que ni me sintió llegar a la puerta. Imposible leer lo que escribía; innecesario leerlo para saber que iba destinado al tío. Me lo dijo ella con su miedo y me empapó en su miedo. Aunque el suelo hubiese descendido bajo nuestros pies habríamos seguido en el aire sin caernos.

Terminó la carta —en uno de sus papeles azules para cartas— y empezó a releer. Entré y fui hacia ella. No cabía hacer otra cosa. Su miedo, terminada la escritura, había perdido alma, y con sólo moverme para retroceder desde la puerta me habría dibujado en su atención. Entré, pues, y me acerqué al aparador. Bastante tenía con disimular mi sobresalto para pensar en el que ella tendría al tiempo de doblar la carta y guardársela en el seno. Extendí la mano para coger una manzana de un frutero, pero la mano me temblaba de tal modo que mamá se asustó.

—¿Qué tienes, qué te pasa?

Me sentí atrapado. ¡Atrapado yo! Me encorvé y apoyé la frente en el mármol del aparador.

—¡Gabrielito! ¿Qué te pasa, Gabrielito?

—Nada. Es Lobo.

—¿Qué le pasa a Lobo?

El frío del mármol contra la frente me daba una claridad singular, en la que podía ver mi propia perplejidad. Pues ocurría que lo de Lobo era verdad y que la excusa improvisada tenía una cruel autenticidad; ocurría que yo vivía aquellos días rehuyendo a Lobo. Y a mi remordimiento, que aún era peor. Pero Lobo: es que no me dejaban hacer otra cosa.

—Yo creo que está enfermo.

Y lo creía. Hasta más delgado me parecía. Y resignado con una tristeza inmensa a mi rehuirle.

—¿Lobo enfermo?

Lo preguntó con un alivio en el que temblaba la risa.

Me dejé consolar. Mamá decía «Qué va» y me daba besos. Me dejé levantar la cabeza y besar y enjugar las lágrimas. Muy raro. No lloraba por Lobo ni por mamá. Me parece que lloraba porque me gustaba. Una avilantez de lágrimas, en suma. Bueno.

El hombre del blusón azul se detuvo al tiempo que su vagón se detenía, y se volvió y apoyó un codo en los topes de éste. Como si lo apoyase en el testuz de su buey.

Me pregunté qué sabría la abuela y hasta qué punto habría penetrado lo que yo no conseguí penetrar, y me maldije por haber entorpecido su observación en el vestíbulo de casa.

Pero, ¿qué tenía China que ver con todo ello? Esto es, ¿por qué tenía que ver en ello cuando yo no descubría ninguna razón que la enredase en los manejos de los mayores? Lo diré al revés: yo no descubría razones, pero percibía la esencia de China envolviéndolo todo, así como el hecho de que ella, China, no nombrada por nadie, era, sin embargo, una especie de objeto en litigio que permitía a todas aquellas fuerzas desarrollarse, crecer, oscurecer en su ramaje la luz.

Llegué a su habitación, abrí la puerta y asomé la cabeza.

—¿Quién es? Ah, tú. ¿No te he dicho que llames siempre?

3

Había regresado de la estación a casa de un salto. Ésa es mi impresión, que fue un solo salto, y que lo di ardiendo en el pensamiento de mi prima. Porque un chico arde mejor que la estopa.

Cuando mi prima me dijo aquello yo cerré la puerta detrás de mí. Ella hizo un mohín de fastidio y me volvió la espalda. Estaba tumbada cerca del balcón, con la cabeza apoyada en el brazo del diván, y el pelo, recién lavado, colgándole hacia atrás. Descalza, con los pies al aire. Pasándose un peine a lo largo del largo cabello húmedo y entornando los ojos al sol, que arrancaba destellos rojos al pelo.

Me apetecía morirme mirándola y sintiendo cómo se refrescaba mi incendio. Y siempre la veía así: envuelta en una luz tierna y cruenta, flotando como una aparición (es decir, como algo invisible para los demás). Se impacientó.

—Bueno, ¿qué quieres ahora?

«Ahora». De nada servía darle vueltas. Paco era su novio, no yo. Farma, apretones y manotazos de hombre, manos de hombre. No había nada que hacer. Venía viéndolo muchos días con harta claridad (hoy mismo que resultaban apenas concebibles los altibajos que aún habían de ilusionarme de nuevo y hundirme más hondo, para volver a empezar y a no terminar de terminar). ¿Qué era lo que, a pesar de todos los indicios adversos, me mantenía cerca de China? Porque lo repetiré en mi honor: en seguida creí ver que nada podría contra Paco, que me había quedado compuesto y sin novia. Y aunque no me resignaba a «descomponerme», quería resignarme. Hay una distinción. Por más que le diese las largas que dan a una operación grave todos los que posponen la operación —cuanto más largas mejor—, yo quería aceptar la irremediable evasión de China.

(Además, ¿qué brutalidad es ésa de «querer»? ¿Y el corazón? ¿Y los miedos y los amores del corazón? ¿Es que la vida se resuelve en anestesia? Pero no, no es tan fácil responder con un indignado «no».)

Creo que habría terminado por resignarme. Me conozco bien. Yo soy lento, aunque me irrite mucho admitirlo. Lentísimo. Necesito tiempo, porque amo el tiempo y siempre me entretengo con él en el camino. Necesito seguramente más tiempo que la gran mayoría de los hombres; pero si tengo la fortuna de encontrarlo —a menudo no lo he encontrado—, encajo el golpe que sea y llego a algunas partes. Fijaos bien, no es vanagloria, es lo contrario (creo). ¿Qué ahogaba aquella madura decisión? Me parece que lo sé: la propia actitud de China. Si hubiese sido una actitud compasiva o burlona, un día no muy distante de aquello me habría levantado decidido a hacer de tripas corazón; a convencerme de que había perdido. Pero China me encadenaba con su odio (verdadero odio).

Obraba así con un conservadurismo instintivo, reservándome porque le hacía falta, porque me amaba ya, y yo sentía —sin alegría— que mi deseo de resignación no contaba para nada.

Pero estaba contándoos lo que pasó aquel día. Di un rodeo para acercarme a ella y, al pasar entre el diván y el balcón, tropecé con un pedestal. Estuve a punto de tirar un fanal que descansaba en el pedestal. Un fanal grande y redondo, de cristal gordo, con un clavelazo morado dentro. Feo, la verdad.

—Tíralo, hombre.

—Venía a ver qué hacíamos mañana.

—¿Mañana? Ah, sí, mañana es sábado.

Se avivó:

—¿Vamos al cine? ¿Qué echan?

—La diez y siete jornada de «El Gong del Mandarín».

—¡Estupendo!

Le tenían sin cuidado el gong y el mandarín, pero lo había dicho con enorme sinceridad. Yo me callé. La vi ya en la oscuridad sofocante del cine, atenazada por Paco en posturas incómodas, pero seguramente compensadoras, y dándome a mí la mano que le quedaba libre; una mano casi suelta de ella, en la que mis conatos de comunicación naufragaban en simple sudor. ¿Por qué había tocado yo mismo el tema? Por diluir en un gozo el malestar que le causaba mi asedio.

Me callé, digo. Le miraba los pies desnudos. Ella cavilaba.

—Sacaremos las entradas por la mañana.

El fanal había quedado, por mi empujón al pedestal, bajo el sol oblicuo y bañaba los pies de China en un agua de luces. No moradas, como el clavel, sino rosa y blancas y azules. Ella seguía cavilando y animándose.

—Y luego saldremos al tren a esperar a Paco. Y a ver si por la tarde pescamos buen sitio en el cine. Que no nos pase lo del sábado pasado. ¿Qué miras?

—¿Eh? Nada. Tus pies.

Los recogió bajo la bata y, sonriéndome, volvió a asomarlos. Los recogió y los asomó un par de veces más. Movía los dedos como si mi mirada o las luces le hiciesen cosquillas, se rió un poquito y luego se puso seria y suave.

—¿Me quieres poner las zapatillas?

Me arrodillé ante ella y todo se hizo desconcertante. Me turbó yerme tan cerca de aquellos pies diminutos y sonrosados. Parecía que China me hacía una concesión pecaminosa dejándome vérselos. O, más pecaminoso aún, que se los miraba sin que ella lo supiese. Levanté del suelo las zapatillas —mullidas, sin peso— y le puse una con mano insegura. Se me cayó la otra. China movió hábilmente el pie semicalzado y dejó resbalar también aquella zapatilla hasta el suelo. Movió de nuevo los dos pies en el agua de luces. Era sorprendente, no se le mojaban.

Esperé oírselo. «No sirves ni para calzarme». Pero no. Lo que le oí fue mucho peor. Aunque no de momento. De momento se limitó a hundir su mano en mi pelo, igual que hacía con Lobo. Me desmadejé sobre sus piernas. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo le había dado ya muchos, muchos besos en los pies. Me parecía imposible tanta felicidad.

—¡China, China, cuánto te quiero!

Cerré los ojos, la mejilla apoyada en sus pies.

Entonces, sin ira, casi en un suspiro de aburrimiento, comenzó a decírmelo:

—Lo que te pasa es que eres un…

—¡No lo digas! ¡No es verdad!

Le había sujetado la mano en el aire, por la muñeca, y no pudo más que colocarme a medias el bien calculado trallazo.

—Suéltame. ¡Suéltame! ¡Ay!

La solté. Salí al balcón. Miré hacia abajo. No sé qué agónico pájaro herido me revoloteaba por la caja del pecho.

Me volví a China y vi que con una mano se frotaba la muñeca dolorida. Yo me asfixiaba en mi mente vacía de todo. Estaba en ese trance en que, digas lo que digas —y eso que siempre dices lo más auténtico—, no suena a nada.

—Me mataría por ti.

No, no prestó demasiado atención; cualquiera la abstraía a ella de su aire de víctima. Me enfureció demasiado.

—¿Me mato? ¿Eh? ¿Quieres que me mate? ¿Eh? ¿Eh? ¿Quieres verlo?

Me enardecían mis interrogantes estentóreos; me llevaban al aniquilamiento por la sordera. Encaramado a la barandilla del balcón levanté una pierna y saqué medio cuerpo fuera. China, desbordada, se plantó junto a mí de un brinco.

(Siempre que me recuerdo en aquella escena altisonante, peligrosa y sorprendentemente estéril, a cuyo fondo oigo un apremiante tronar, como el de los timbales que en el circo anuncian un salto mortal, veo a mi abuelo Ramón y aun a mi bisabuelo Armando antes que a mí mismo.)

China, trémula, me arrastró adentro.

—No hagas tonterías, Gabrielito.

Nos sentamos en el diván, rígidos como palos, y tratamos de serenar el silencio agitado por nuestro jadear.

—Mira, Gabrielito. Esto es idiota.

—¿Idiota?

Miró al balcón.

—No, hombre. Quiero decir…

Sonreí a mi pesar.

—Sí, es idiota.

—Quiero decir… ¿no comprendes?

Asentí con la cabeza. Lo comprendía. Yo no era más que un chico absurdo. Pero —me encogí de hombros—, ¿qué le iba a hacer?

Es difícil transcribir aquel silente diálogo, tendido sobre ademanes de sordomudos. Como no éramos sordomudos no terminamos de entendernos. ¿Llegó a decirme que estaba enamorada de Paco? ¿O que no lo sabía? ¿Llegó a entender que, si lo estaba, y aunque la noticia me matase, el hecho no tenía nada que ver conmigo? Pero, ¿llegó ella a entenderse a sí misma y yo a entenderme a mí?

Sin embargo, por debajo de aquella inteligencia imperfecta conseguimos acoplarlos el uno al otro en esa dulce quietud, llena de ironía consciente, que puede suceder al paroxismo. Mi aire era de nuevo calmo. Sin duda, porque China se atrevió a bromear.

—No te matas si te llegas a tirar, pero una pata sí que te hubieses podido romper.

Con una entrerrisa. No pude por menos de sonreír también. En efecto: un tejadillo en voladizo reducía la caída a no más de tres metros. Pero se me ocurrieron, rápidas, como un tiro y su eco, dos cosas bastante efectistas.

—No importa. Yo no quería romperme una pata, sino matarme. Eso es lo único que deberías pensar. ¿Crees que yo había calculado…?

Me corté porque se me estaba imponiendo la segunda cosa: el recuerdo de mi aventura en el tejado; el tejado, al cual me había subido para matarme y justamente después de que ella me pegase de lleno el trallazo.

—¡Si tú supieras!

Desviando la cara, apelando con desesperación a su curiosidad. Me levanté, me paseé perdido en un terreno sólo mío.

—¡Si tú supieras! En fin, para qué hablar.

—¿Qué quieres decir?

Pero es un hecho que el enamorado en desgracia se afana siempre en vano contra un viento aciago que abate hasta su última esperanza. Sus trucos y su teatro —legítimos— no tienen más que dos sinos: o son descubiertos, y entonces resultan ridículos, o no llegan a nacer plenamente. Hasta el tiempo y el espacio reales, dominados por aquel viento aciago, se concitan en contra suya. Y así ocurrió que cuando mi magistral pausa comenzaba a remover un puntito de verdadero interés en China, de alguna parte del caserón nos llegaron voces en las que se percibía el rumor quejumbroso de don Vicente. China atendió sin disimular cierta ansiedad.

—¿Oyes? ¿Quién está ahí?

—Maldita sea su estampa: el Levita.

China se puso de pie. Se le había endurecido la expresión.

—No quiero volver a oírte decir nada parecido. Don Vicente es un señor muy bueno. ¿Te enteras?

Boqueé. China calculó un momento.

—¿Cuándo ha venido?

—No sé.

—¿Está con la abuela?

—¿Con quién, si no? Pero escucha, China.

Qué escucha ni qué diablos. Se recogió de cualquier manera un moño, se ajustó la bata. Hice un esfuerzo angustioso por recomponer la situación.

—¡Si tú supieras!

Se calzó a toda prisa. Me acerqué otra vez al balcón, saqué medio cuerpo fuera.

—¿Quieres que me mate? ¿Eh? Pero escucha… ¿Adónde vas?

Salí en pos de ella. Corrió, se me perdió como una idea a medio comprender. Deambulé a la deriva por los pasillos, cada vez más despacito.

Las voces de la abuela y del viejo, sin duda ya fuera del salón, se oían mejor.

4

Alguien me chistaba. Me volví: papá; papá en su cuarto, agazapado tras la puerta entornada. Valiente oportunidad. ¿Qué querría? Decidí pasar de largo.

—¡Gabrielito!

Había que acercarse.

Me entró de un tirón. Una sorpresa alarmante me aguardaba para empezar: mamá estaba también allí. Blanca como la cera, sentada al borde de la cama e iniciando una protesta con las manos levantadas.

—Te digo…

Papá le interrumpió con gesto conminatorio. A pesar de lo cual ella insistió:

—Te digo que es una inmoralidad meter al niño en estas cosas. ¿Qué ha de saber él, qué entiende él?

—Tú calla; yo sólo quiero preguntarle un par de cosas. Vamos a ver, Gabrielito: ¿tú sabes algo?

—¿Algo?

El puñal de Rigoletto. La sima.

Mamá traslucía en su rigidez de hielo. Papá —¿puede parecemos alguien justo y cruel a la vez?— hacía caso omiso de aquella rigidez. ¿Qué pregunta aterradora me iba a hacer?

—Vamos a ver: ¿no has notado nada en China?

Me entró una risa amarga y floja. De viejo. Mamá se levantó y fue a la ventana y la abrió y sacó la cara al aire. Papá me estudió con asombro.

—¿Qué te pasa?

—¿A mí?

Me senté en una silla y apoyé los codos en las rodillas y la barbilla en las manos, dejando que la sonrisa de viejo se me decantase en una sonrisa plácida. Esperé.

—Tú estás chalao, niño.

—Pero, ¿qué quieres que diga?

Forcejeó con su bochorno.

—¿Qué hay entre China y Paco?

—¿Qué ha de haber?

—Claro está que tú no comprendes, pero, ¿no sabes si se ven regularmente, si se escriben…?

—Quieres decir si son novios.

—… Eso.

—No, no lo son.

Había que mentir para hacer la verdad.

—¿No salen juntos cuando Paco vienen de Valencia, no van de la mano, no has notado ningún cambio en ellos?

—No.

Había que mentir para sacarlos a todos, comenzando por China, de su brutal equivocación.

Mamá, que necesitaba indignarse y estallar —para no llorar, seguramente—, se apoyó en el tema como en una muleta:

—Y aunque fueran novios, ¿qué importaría? ¿Qué importa? Esto es vergonzoso. No pasa nada.

Y mirándome sólo a mí, con lágrimas en la voz:

—¡No pasa nada!

Cuidado, mamá. Por favor.

Papá se iba ofuscando, silencioso. Paseaba arriba y abajo, y yo me moría por oírle decir algo. Por fin se encaró con mamá.

—Pero, ¿no te das cuenta? Ese canalla se me ha pasado al otro bando. ¿Calculas lo que eso significa?

—Y qué, Gabriel.

—¿Cómo que y qué? ¡Se lo van a comer todo entre los dos!

—Y qué, Gabriel.

—¿Cómo que y qué? Claro, tú no has visto cómo ha recibido al viejo. ¡Pase, don Vicente! ¡Qué alegría de verle! Pero si está como el agua: esa boda les haría el juego.

Volvió a pasearse, volvió a encarársele.

—Y tú misma: se diría que también tú estás en contra mía.

—¡Gabriel!

—Sí, también con zalamerías y bienvenidas al viejo, cuando sabes demasiado bien cómo pienso.

Silencio peligrosísimo.

—Pero… Yo me he limitado a ser cortés, como siempre.

—¿Como siempre?

Es seguro que yo habría metido la pata con una vehemente protesta en favor de ella si la honradez elemental de mi padre no se me hubiese adelantado.

—Perdona, Elisa. Ya lo sé, Elisa. Sólo que quisiera que tuvieses más vista.

Estaba tan avergonzado de su ataque y me dolió tanto su vergüenza, que me encendí contra mi madre. Tuvo que ser lacerante para ella comprender que a mí no me había engañado y, mucho más aún, comprender que yo sabía que acababa de engañar a mi padre; pero esta compleja reflexión sólo ahora se me ocurre. De momento mi ira era tanta, que yo creo que mamá se quemaba en ella. Necesitaba más que nunca alejarme. Retrocedió a la ventana, dejó de mirarnos.

—¿Se puede ir el niño?

Papá, ausente en una repentina frustración, volvió en sí al oír la pregunta.

—Pero claro. Anda, hijo, anda.

Me fui. Una tenue claridad penetraba en mi confusión. Tenue, porque mi mundo era, a pesar de todo, el mundo aniñado de un niño; sería un grave error no verlo así. Carecía yo de los moldes de la experiencia (que son los que permiten a los adultos, aun a los más brutos, entender aprisa). Los moldes donde encajar la actitud real de mi madre y, desviándose de ella —¿voluntariamente?—, las aprensiones de mi padre. Y la boda: un concepto oscuro en el que, al parecer, había hueco para las cartas de que yo había sido correo entre China y Paco, su musitar enardecido en la penumbra del cine, la espinosa reacción de mi prima cuando yo había hablado del Levita, todos los recuerdos, viejos y recientes, que me apretaban el corazón. El dinero, el dinero de la abuela. El tío y don Vicente, China y Paco, mamá y… ¿quién? La boda, el «juego», y papá sufriendo (¿cómo, con su honradez elemental?). Y el beso de mamá. La bienvenida al viejo. La carta en su papel azul de cartas. «No pasa nada», con lágrimas en la voz.

Me estallaba la cabeza. Había llegado a la habitación de la abuela, cuya puerta cerraba ella desde dentro. Vi desaparecer hacia la escalera a China y al Levita. Cuchicheaban. Bajé detrás de ellos oyendo sus palabras quedas y sus pisadas. Cazaba algo de lo que decían, pero nada me ayudaba, nada tenía sentido. «No, para ti.» «Sin embargo.»

Llegaron al portal. Yo me detuve en el zaguán, esperando a que se despidieran. Pero China iba a olvidarse del viejo y de Paco, y yo iba a olvidarme de China, y todos íbamos a perdernos en una negrura abierta a nuestros pies. Ante el caserón estaba Lobo, flaco y horrendo, mirándonos. Se oía un lejano griterío de chiquillos. Llegó rodando una piedra que Lobo no trató de esquivar. Y llegaron también estas palabras:

—¡Está rabioso!