Uno puede recordar un sueño sin acabar de entenderlo.
Es lo que me pasa con aquel día, con gran parte de lo ocurrido aquel día. Me levanté como si no estuviese totalmente despierto y continué así. Tampoco durante la noche había totalmente dormido. Me la había pasado en un duermevela febril, trasponiéndome a veces en remolinos de agua que me engullían y de los que salía braceando con terror. Entonces veía la carita de China sonriéndome con sus largos ojos semicerrados; sonriéndome con una inteligencia clarísima y con picardía y en secreto. Me rebullía jadeando de felicidad. Volvía a trasponerme. Volvía a semidespertar.
Más aún que la escena del abrazo en la habitación de China, el día anterior, me habían dejado hecho un flan las horas que vinieron después: toda una tarde rozándonos el uno al otro con miradas tímidas, hablándonos apenas y cediéndonos el paso al entrar o al salir de una habitación, con rara cortesía y una breve risita.
Me levanté, como digo, despierto a medias. Oí el tañir de una campanita, oí voces innecesariamente alarmadas:
—¡Primer toque, primer toque!
Poco después, endomingados todos, salíamos para la iglesia. Pero antes, muy aprisa, pasaron cosas que no puedo omitir.
Ya a punto de salir me acerqué a China en el recibidor.
—Dame la carta. ¿Dónde he de ver a Paco?
Debo aclarar aquí que Paco no se había atrevido a acercarse por el caserón la tarde del sábado.
China se quedó atónita ante mis palabras; pero no más que yo.
(Lo diré una vez más: no había terminado de despertarme. Cuando uno piensa, las ideas le nacen y se le ordenan desde dentro; es uno el que piensa. Cuando uno sueña, las ideas le llegan desde fuera como parte de una trama inventada y contada por otro, en la que uno, personaje sorprendido y a medio hacer, se ve envuelto. Pregunta y responde entre tinieblas, y las incógnitas se apiñan y se deshojan a su alrededor con un perfume que le va envenenando. El sueño tiene una textura específicamente artística; por eso es raro que se deje inmovilizar vivo en una realización artística.)
China estaba demasiado intrigada para callarse, pero el momento no era precisamente propicio para averiguar nada: todos o casi todos los demás andaban moviéndose alrededor de nosotros. No pudo más que darme la carta con disimulo y susurrarme que yo vería Paco en la iglesia. En cuyo momento ocurrió algo chocante. La tía quiso saber qué era aquello, pero antes de terminar su breve pregunta: —«¿Qué es eso, China?»— se tragó la voz. Tuve la seguridad de que se había arrepentido a mitad de la pregunta, me sentí cortado, sufriendo con su propia incomodidad, y no sabiendo qué hacer me metí para dentro de casa. Y según caminaba, sin saber hacia dónde, a punto de cruzar ante la habitación de mis padres me detuve. Allí había alguien. Su presencia se vaciaba por la puerta abierta, aunque no me llegase ningún sonido. Avancé de puntillas para poder escudriñar asomándome apenas.
Mamá estaba llorando. La veía de espaldas. Ni siquiera se llevaba las manos a la cara. Los hombros caídos, los brazos caídos, negaba levemente con la cabeza, que humillaba al pecho, y toda ella temblaba bajo una tensión tremenda.
He visto pasar varias veces a mi madre ya por estas páginas. Siempre la he seguido con cierta insatisfacción, distraído por alguna idea que, siempre, me apremiaba. Segundos después me he sentido enfrascado en la idea, olvidado de mi madre. No, no os he dicho apenas nada de ella, aparte del modo en que yo la percibía siendo muy niño. No he demorado adrede el momento de «verla» detenidamente. ¿Qué otra razón hay que justifique esta demora? Porque la hay, la siento, siento que no se trata de un olvido fácil de explicar.
Resulta que yo tengo un gran respeto por estos movimientos semidormidos; creo que huir de ellos o tratar de borrarlos es correr hacia una trampa de insinceridad. De manera que, sin más, en vez de volver atrás en mi borrador —algo que sería bien sencillo—, sigo.
Tenía mi madre a la sazón treinta y tres años. Era una de esas mujeres que sin ser altas dan la impresión de serlo (de aquí, más que de su talla real, tuvo que llegarle a papá el aguijonazo que le lanzó a crecer). Esa impresión descansa generalmente en un trastrueque ingenuo de cualidades —delgadez, esbeltez quizá, por altura— o en una combinación de formas y movimiento. La estatura de mamá era decididamente movimiento, ilusión dinámica de gracia y ademanes paradójicamente desprendidos de una sólida figura (que paradójicamente era lo menos conspicuo de ella). Cierto, un par de trazos físicos sugería el camino a esa ilusión. Su fino talle. Su cuello largo y siempre desnudo por la nuca, con el cabello trigueño recogido en un moño alto y ladeado. Pero uno no veía de mamá más que su acción. «Yo me enamoré del aire, del aire, del aire de una mujer.» Papá se lo cantaba alguna vez, y ella escuchaba con una sonrisa de fingida vergüenza. Halagada y violenta. Él se había enamorado del aire de mamá, de su caminar sin peso; prendido a la modesta indecisión de sus ademanes y a la sensibilidad exquisita con que se hacía comprender sin rotundidades, haciendo escapar lo original de la cadena de gestos que los demás arrastran. «Sí», levantando quizá la barbilla, en vez de bajarla. Alegría, palmoteando —pero sin llegar a entrechocar las manos— por encima de la cabeza inclinada. Aceptación de un objeto retirando más bien que alargando una mano incrédula. Y en la base de todo esto, aquella figura sólida, de hombros amplios y fuerza sorprendente: la figura que —también ocurre esto— sin la gracia de que se rodeaba hubiese podido pasar por baja. Mamá era una mujer de antítesis.
De antítesis físicas y espirituales, sentidas con tal vivacidad en todo el arco de su contraposición, que quien no la conocía bien hallaba difícil decir de qué lado estaba lo espontáneo y de cuál el mecanismo de defensa. Claro que era por naturaleza dulce como la miel, pero también en un momento dado podía mostrar una dureza cruel; ya veréis cómo durante un período tenebroso me hizo ver en ella la dureza del tío Nicolás. Mientras la abuela era seca y directa porque sí, mamá era tierna y emotiva, pero también podía adquirir una agresividad temible. Y, esto era lo desconcertante, uno no ataba las dos facetas en un contraste, y mucho menos en una idea de doblez. Uno —yo mismo, alguna vez— se sentía perdido ante dos mujeres distintas.
A lo largo de largos años me resistí a dar oídos a una voz que desde mi interior me enojaba. Por el repelente carácter de la solución socorrida, como amañada en familia, que me brindaba. «Mamá —me decía— es en esencia el tremendo sentido común de la abuela y el apasionamiento del abuelo.» «No», replicaba yo. Tozudo. «Bueno, ya te convencerás» (con un principio de habilidoso tedio).
Durante una segunda fase vino a adularme empujándome a construir algo bastante ingenioso. «Lo que te pasa y es preciso que aceptes para que veas con claridad es que de esas dos mujeres distintas la que te cautiva es la dulce, la parecida al abuelo, mientras la parecida a la abuela te inhibe y te desagrada.» Un atrevimiento que hizo saltar la puerta de mi cerrazón para dar entrada a ideas cortadas a mi medida. «La abuela era deliciosa en su sequedad y en su derechura, pero la captación en un hijo del rasgo más positivo de un padre puede ser —lo es con frecuencia— absolutamente intolerable. Mamá, por su gracia imitativa, la gracia que le permitía remedar a los personajes de los cuentos que te contaba cuando tú eras niño, copió sin esfuerzo desde su niñez a la abuela: es esa copia externa la que te ofende y te nubla la visión de la verdad envuelta en una forma obvia. Cuidado, esto es así, sin camelos. Los seres independientes, y mamá lo es en grado sumo, descansan siempre en una fortísima dependencia; sólo de ese modo pueden levantar su independencia. La gente sin carácter es la que no tiene el privilegio de imitar sin advertirlo».
Bueno, bueno, bueno. ¿Y en cuanto al abuelo? «En cuanto al reflejo en mamá del abuelo, primero, tú no conociste al abuelo, de manera que la copia es adivinada, sin original visible; y en segundo lugar sabes demasiado bien que, lejos de parecerte un rasgo positivo, esa emotividad te ha resultado siempre, en él, embarazosa cuando menos, vagamente inapropiada: femenina, en una palabra, de mamá por excelencia.»
Todo esto tiene para mí un trasfondo muy querido de añoranzas. Se mueven a través del debate siluetas angustiosamente inapresables. La mía, juvenil, las de dos o tres chicas. Mejor no detenerme. La silueta de Ernesto Padrón; la suya también. En la universidad, en mis primeros años de carrera. ¿De qué no os hablaría aquí? ¡El veneno de las primeras aguas literarias! Pero he terminado un duro día de trabajo, cansado.
Mamá. Sólo faltaba una fase, hacia la que me sentía resbalar. No tenía más que decirme: «¿Qué necedad es ésa de otra voz? Yo solo he desenmarañado la verdad». Etcétera. No llegué a decírmelo. Me pareció de un pésimo estilo posponer la cuestión por simple falta de sagacidad para aclararla, pero no me convencí con lo que no podía convencerme.
Pasaron tantos años que mamá comenzó casi a envejecer.
Y un día, cuando ya no era posible que ella se viese forzada a oscilar entre su dulzura y su agresividad —espero que comprendáis por qué al terminar de leer este subcapítulo—, vi, sin buscarla, la luz: mamá había mostrado desde luego en su dulzura la emotividad del abuelo, y en su agresividad… la emotividad del abuelo: el genio milimétrico, demoledor del abuelo.
Ya no vivía la abuela, pero la imposibilidad misma de recurrir a ella para que confirmase mi descubrimiento hizo más iluminadora mi luz. Algo perfectamente irracional, ya lo sé. Abordaría, sin embargo, la demostración de lo evidente por sí mismo, de lo indemostrable. ¿Adónde iría a parar? Sólo os diré una cosa, seguro de que esta larga digresión pide alguna justificación: en aquel perdido momento de luz está uno de los orígenes más remotos de esta historia. Vinieron luego otras cosas, y este arder final de mis ideas se parece poco a su llamarada original; pero ahí, esperándome todo este tiempo en el tiempo trágicamente perdido ya, se ha conservado esa chispa con dos o tres más. Pasó mucha agua por el río, me aparté de mi escribir, temeroso y cómodo, como un creyente ferviente y remiso se aparta de Dios, terminé cultivando setas en un paraje neblinoso del norte…
He escrito lo que antecede tratando de descansar. Rodeado de mis libros, bajo estas vigas. Oigo llover. He vendido todas mis setas; hasta las menos cuajadas.
—No importa. ¿Cuánto quiere por ellas?
—Pero, ¿no ve que están sin hacer? Les falta una semana.
—No importa. ¿Cuánto quiere por ellas?
Aún ha venido otro comprador. Y otro. Tienen que creer —¿no habrá nadie, nadie que me perdone el malísimo chiste?— que se me dan como hongos. Se trata de mayoristas; almacenistas, conserveros. Había que verlos llevándoselas a sacos. He atrancado la puerta de la granja, he desenganchado el alambre de la campanilla. Una taza de té, un bocado.
—¿Me acuesto, Gabriel?
—Sí.
Ya duerme; ella se duerme en seguida. Yo no.
Quisiera seguir oyendo llover, pero ya no llueve. Zapatillas, chimenea, una pipa. ¿No os da lucidez sentir cómo os descargáis de cansancio?
Mamá, la feminidad de mamá; la feminidad pura, sin coquetería, en la que ella tuvo una fuente de sinsabores. Acaso sin la menor posibilidad de culpar a nadie. Nos movemos entre fórmulas sociales de significados oblicuos, y la verdad suele inducir a engaño. El proceso que llevaba a mamá a sus decepcionantes descubrimientos era fatal.
Le horrorizaban el brillo y el estrépito, no podía entender la vida como salón; en reuniones de mucha gente fracasaba y se aburría miserablemente. La vida era para ella una intimidad tejida de relaciones personales que importaba diferenciar liberándolas de interferencias recíprocas. Le intimidaba saberse escuchada por más de un oyente, por más de dos a lo sumo. Dicho gráficamente: podía sentirse encantada con A o con B, pero muy a duras penas con A y con B a la vez. Llevaba este gusto por la intimidad a su gran pasión: leer. Ocultaba sus lecturas con extraño recato, como si también las relaciones con los libros fuesen relaciones personales en las que nadie sino ella y sus personajes cupiesen. (Un dato curioso. Ya entrada en años se atrevería a hablar de libros —a hablar con estupenda intuición de mujer y quizá sin sistema—, cada vez más y con mayor fruición a medida que fuese envejeciendo. Pero en su juventud, o en su segunda juventud, que es cuando vosotros la conocéis, rarísima vez interpolaba en sus conversaciones una cita' literaria; y si, venciendo un apocamiento doloroso de ver, lo hacía, en el acto se sonrojaba.) Ahora bien, metida en sus diálogos «cercados» con seres de carne y hueso, se entregaba, gozosa e incauta, y atraía sin remedio, ya fuese su interlocutor hombre o mujer. Palmoteaba, reía, cuchicheaba —siempre— tímida y recóndita, se ruborizaba y palidecía en transposiciones increíblemente fugaces de tonalidades. Y por necesidad imperiosa de dar a compartir sus efusiones, sus dudas, sus esperanzas, oprimía en apretones nerviosos de mano, ajena a lo que hacía, la mano de su interlocutor. Tenía una extraordinaria receptividad para los problemas ajenos y despertaba las confidencias. De aquí el desdichado sesgo que podían tomar sus relaciones. Súbitamente se veía escuchando la más insufrible de las confidencias: una declaración de amor. Hecha por el caballero que tenía enfrente, y hasta, en alguna ocasión, a través de la dama que hablaba en nombre del caballero.
Tales eran sus descubrimientos decepcionantes. Sé que esto no se podría hacer en una novela, pero aquí creo poder pediros que me creáis sin apoyarme en ejemplos vivos, algunos sorprendentes y oscuramente analizados por mí. Uno sangrante (que nos haría volver sobre la vocación de lectora de mamá); varios de ellos grotescos. Todo se reduce a que me urge reanudar el relato y ver las pequeñas sorpresas que a mí mismo me aguardan en el recuento de esto y aquello y lo de más allá por bien que yo crea conocerlo todo; volver a mis doce años y a la contemplación de mi madre sorprendida en su pena.
Su reacción en esos casos era tan hiriente como yo hubiese deseado —injusta, temerariamente— que lo fuese en el que está a punto de ocuparnos. No, no lo fue aquí, se complicó la reacción, se enredó en dilaciones. No sólo por delicadísimas consideraciones familiares, sino también, más en la raíz de la cuestión, porque debió ser el único caso en que mamá percibió un atentado a su honor, en el que lo esencial era salvar el honor y lo imposible salvarlo repeliendo en seco el atentado. Inevitablemente, su zaherimiento, como un rayo desviado por una dura superficie, había de fustigarnos a papá y a mí. En todos los demás casos, tengo de esto una profunda convicción, lo que sintió fue el irritante, persistente estrellarse de su inteligencia contra las fórmulas oblicuas de la sociedad; la detección de una torpe broma en que su calor humano y su honestidad eran tomados —¿por qué?, enloquecía preguntándose— por propicia disposición amorosa. Sin transición se convertía entonces —lo digo con serenidad— en una persona realmente desagradable. Carente de esa brisa humanizadora que sopla desde el halago y la compasión de cualquier mujer requerida de amores. Antipática, con antipatía gélida y desalmada, reñida con su feminidad. Hasta el posible observador se sentía sacudido. Y el solicitante huía pronto y para siempre; huía, también de esto estoy convencido, desenamorado, estupefacto ante una mujer que no guardaba parentesco alguno con la que él creía conocer (antítesis).
El secreto de un rostro no tiene fondo; siempre nos elude el aletear original que brota de los parecidos. Mamá, de facciones totalmente distintas de las de la abuela, alentaba una semejanza indefinible con ésta. Parecida al abuelo, con una sorprendente exteriorización de rasgos —la proporción y la regularidad de sus huesos, sus pómulos grandes y divergentes, sus delicadas sienes, transparentadas de azul y blanco—, no hacía pensar en él.
Tenía mamá un poquitín de miopía, y sus ojos claros, de un castaño claro, solían sonreír por sí mismos con cierta vaguedad.
Y una voz que a voluntad era llena y melodiosa o suavemente afónica.
No más.
No sé qué desvalimiento inmenso había en aquella bella figura abatida. Las manos, abandonadas, se le abrían y se le cerraban. No había visto nunca llorar a mi madre de verdad, y la necesidad de acercarme a ella para comérmela a besos era tan imperiosa que me clavaba en mi sitio, tal como la necesidad de gritar puede privaros de la voz.
La llamada de papá vino a devolvernos a los dos a la realidad (esto es, a la ficción).
—¡Segundo toque! ¿Vamos, Elisa?
Había sonado con humor bueno y natural. Nada, pues, de disgustos con papá, aparte de que me hubiese resultado inimaginable un disgusto con él que hiciese llorar a mamá.
—¿Elisa?
Tras un instante de concentración ella dejó relajar su figura.
—Ya voy, ya voy. Un momentito.
Dicho con tranquilidad absoluta.
De manera que papá no tenía que enterarse de aquel disgusto. Di un paso atrás y dejé de ver a mi madre, con un frío que barrió de mí hasta la sorpresa. Volví en silencio adonde estaban los demás. La tía sonrió al verme y, haciendo un gesto indeciso, se apartó como para dejarme pasar. ¿Por qué? Pasé, en efecto; pasé con ganas y, dejándolos a todos cuando mamá se les unía, emprendí solo el camino de la iglesia.
Iba furioso conmigo mismo. Mamá era dulce como la miel y pura como la nieve recién posada sobre la yerba. Y yo era una alimaña repugnante que quería escupir dentro de mí la sospecha de que mamá sabía fingir ante papá, que era como decir que podía no ser mamá, e incluso —Dios mío— que no podía ser mamá.
El corazón me dio un ligero vuelco cuando me vi ante la iglesia. Había llegado allí sin saber adónde iba y bajo el sencillo impulso de haberlo sabido en un momento concreto y perdido. Torciendo calles y cruzando plazoletas reconocidas con dificultad a través de su limpio vestido dominguero. Tiendas cerradas, rincones y esquinas vacíos de su escena cotidiana, de sus niños, de sus mujeres afanosas y cargadas o paralizadas en oasis de comadreo, de sus vendedores ambulantes.
El sol daba de lleno en la fachada de la iglesia, en la piedra de sus imágenes y columnas. La iglesia estaba llena de amarillo y de quietud contra un cielo de estelas rizadas, como en una de esas postales satinadas que nos dan lo nuevo de las cosas viejas.
Recordé con esfuerzo que llevaba la carta de China y atravesé el umbral del templo. Me planté en la parte de atrás, entre los hombres. Cegado por la crudeza del exterior tardé en ver otra cosa que cogotes y hombros difuminados en una lejanía de estrellitas; algo no muy distinto de las visiones del alma en que me iniciara Ernesto. Sonaba el órgano. Tremolante, colosal. A veces, generalmente en momentos adversos, me derriten emociones súbitas. No tiene sentido. En momentos adversos; sobre todo si acierto a oír música. Se me acelera la sangre con el envanecimiento de mi vida percibida inequívocamente en este caos maravilloso de la vida. No me vería nadie, pero yo me tambaleé de orgullo entre los acordes del órgano. Consciente de todos los sufrimientos que me esperaban hasta mi muerte, extrañamente fuerte para afrontarlos y gozarlos. Calló el órgano de pronto y su música vagó un largo momento sola, como luz desprendida de una luz ya apagada.
Un movimiento sigiloso a mi lado me avisó de la llegada de Paco. Se me antojó ignorarlo, me dio un codazo, le alargué la carta. Rasgó el sobre y devoró lo escrito. Para ver bien se empinaba con el papel hacia la brazada de luz que caía oblicuamente desde un vitral.
No pude evitar mirarlo. Su cabeza flotaba en aquel halo de polvillo y claror, y las aletas de la nariz y la oreja que yo le veía se le transparentaban como si fuesen de porcelana delgada, y las pestañas le brillaban con fulgor albino. Era delicioso; lo encontraba feo.
¿Suspiraba? ¿Sonreía? Me parecía a veces que el despecho y la duda le ponían una dura argolla en su nariz de carnero —daño, daño— para fruncirle el ceño. Pero también su boca abierta podía ser atontamiento de triunfo. Y emitía un gorgoreo de imposible interpretación, releyendo y estrujando sonoramente la carta.
Algunos fieles comenzaban a enfadarse.
—¡Chsss…!
Paco se guardó la carta y me dedicó una sonrisilla de complicidad.
Terminada la Misa nos reunimos todos a la puerta de la iglesia, como de costumbre, para regresar juntos a casa. Papá y el tío Nicolás saludaron al juez, al notario, al boticario. Papá, reclamado por alguno de sus clientes desde otro corro, se acercó a éste con los brazos abiertos.
—¡Ah, señores!
Mamá y la tía Matilde se besaron con la notaría, la boticaria, la coronela. Mamá sonreía forzadamente. La tía y sus distinguidas amistades hablaban por los codos y decían «Dichosos los ojos» y «¿Yo? Usted, usted que no se deja ver»; pero todas sabían que todo era mentira y que los ojos no experimentaban ninguna dicha, y luego se amenazaban recíprocamente con promesas de visitas y unas a otras se valoraban los vestidos con mirada resabiada. Lo mejorcito de Alcidia, distribuido en grupitos por la plaza, se soleaba, cambiaba impresiones semanales y reía con dominical cordialidad y alcidiense astucia.
Vi que Paco, quien andaba por algún corro próximo al nuestro, se nos acercaba. Observé a China. Llegué, plegándome al mandato de ese enemigo incontrolable que todos llevamos dentro, a intentar avisarle con una seña; pero China parecía demasiado dispuesta a no enterarse. Y cuando, en la ronda de apretones de mano que Paco repartía entre los mayores, le tocó el turno, ni ella ni él dejaron traslucir emoción alguna. Luego Paco nos informó de que estaba haciendo un solecito muy rico y se largó.
Nuestras distinguidas amistades se despedían también y nosotros nos disponíamos a volver a casa.
Mamá parecía pendiente de algo que le impedía echar a andar. Se volvió a papá:
—¿Vamos, Gabriel?
—Id delante. Os alcanzaré.
Apenas terminase con aquellos señores; un momentito sólo.
Me propuse analizar el desencanto que mamá empezaba a mostrar, pero vinieron a estorbarme dos desagradables sorpresas: el tío tomó a mamá del brazo y la tía me atrapó a mí por el mío.
Lo primero no me habría chocado de haber obrado el tío con más naturalidad. No era infrecuente que mis padres y los tíos paseasen en parejas cruzadas. Pero esta vez el tío asió a mamá con tal impaciencia, con tanta hambre —casi sin dar tiempo a que papá terminase de hablar—, que ella lo miró con espanto y, estoy seguro, trató de soltarse. La sospecha es un trozo de espejo en la oscuridad, que por fin destella cuando incide en él un rayo del pasado: un rayo también imperceptible y de pronto iluminado por la luz que le devuelve el espejo: el uno al otro se hacen visibles. Dando de lleno en lo que yo veía se agolpó el recuerdo de varios recuerdos y éstos comunicaron un nuevo sentido a lo que veía.
También traté yo de soltarme. Con tan poco éxito como mi madre. Nuestros apresadores se esperaban el tirón y aguantaron.
Antes de ponernos en marcha, la tía se me encaró. Esperé a que me preguntase qué era lo que China me había dado en casa, y, por supuesto, a que me lo preguntase delante de todos. Resultó que sólo quería arreglarme la corbata (con una mano; con la otra me aferraba).
—¡Jesús, si casi no te alcanzo! ¡Cómo crece! ¿Será bueno darle tanto Tricalcine, Elisa?
Me ajustó el lazo, me besó. Con estrépito. Reventaba de satisfacción y, esto era lo alarmante, de cordialidad hacia mí. Ya camino de casa siguió diciendo tonterías en mi elogio: que si gordo, que si alto. Me llevaba casi en volandas y yo sentía el recelo que sentiría un gusano colgando del pico de una gallina cloqueante. Una y otra vez quise consultar a China con la mirada, pero siempre ocurrió que ella estaba distraída.
Mamá caminaba con el tío unos pasos delante. La tía, retozante como nunca y ramplona como siempre, alardeó de mí.
—A buena pareja no me ganas, Elisa.
—Ea, cambiemos. Estoy celosa.
Mamá se había detenido en seco, zafándose del tío. Y después de decir aquello forzó un gesto divertido. Pero la tía tenía que seguir con su gracia.
—¡Que te crees tú eso! ¡Corre, Gabrielito!
Arrastrándome, dio un pequeño rodeo para evitar a mamá.
La cual me tendió los brazos, suplicante, cuando yo pasaba junto a ella. Entonces, con rabia angustiosa, corrí, corrí más que la tía, tirando de ésta hasta adelantarme bien.
—¡Chiquillo, para! ¡Chiquillo, que me matas!
Se soltó de mí y yo seguí corriendo solo. Por fin moderé el paso. Respiraba tumultuosamente. Y aunque quise mantenerme firme, no pude evitarlo: giré en redondo para mirar atrás. Fue media vuelta que me hizo dar el bofetón del remordimiento.
Primero venía la tía, riéndose sin voz y oprimiéndose los ijares con las manos. Seguía detrás China con aire desconcertado. Al fondo, quieta en el punto en que la habíamos adelantado, estaba mamá. El tío la vigilaba.
Levanté una mano e hice señas. No sé a quién de los cuatro. Mamá se puso en marcha lentamente, sin poder eludir el brazo que volvía a ofrecerle el tío. La tía se me unió, aun desternillándose y diciendo que ya no estaba ella para trotes. Se apoyó en mí e hizo ademán de seguir adelante, pero yo me resistí.
—No, esperemos a mamá.
Me pareció que China pasaba de largo demasiado seria. Quise llamarle o alcanzarle, pero la necesidad de ayudar a mi madre fue más fuerte. Supuse que ésta llegaría vencida y resignada, y me encontré conteniendo un puchero —a mis doce años— en el que hervía ya, a punto de desbordarse, una gravísima escena melodramática, de esas que rompen el equilibrio en tantos pedazos que no hay pegamín que lo restaure, y con estruendo tal que escapan al control de los mejores actores. Una escena de efusión materno filial, con lágrimas copiosas y posibles patadas al tío Nicolás. Pero cuando, según se iba acercando mi madre, pude leer sus facciones, vi que me equivocaba de medio a medio. La boca se le apretaba en un gesto cortante, los ojos le centelleaban.
—¡Idiota!
La tía me separó de ella. El tío se desprendió de mamá.
—¿Tú qué te has creído, sinvergüenza?
No había segundo que perder. Si la bofetada que se me venía encima llegaba a sonar, habría tantos añicos como en la escena conjurada.
—Es verdad, tía. Perdona, tía. Te he podido tirar.
Había de ser una frase así, traída por los pelos, esto es, con algún pelo que me permitiese traerla; una frase no del todo absurda, disparada con tino instintivo, que diese a mamá la respuesta y el alerta que necesitaba. Bruscamente refrenada, ella se llevó las manos a la boca, paseó la mirada por los tres.
—Desde luego, desde luego. Tú… ¿Tú qué te has creído? Claro que la has podido tirar.
Sólo un segundo más siguió la moneda en el aire. La tía se la zampó sin dejarla llegar al suelo.
—¡Chica, qué fuerza tiene! Desde luego que me tira si no me suelto.
Y empezó a reír de nuevo. Alguna vez había de serme simpática.
Cuando echamos a andar de nuevo, el tío no se movió hasta que la tía, volviéndosele, le preguntó que qué le pasaba.
—¿Te ha dado un aire o qué?
Ni mamá ni yo lo miramos. Sobre la gravilla del camino comenzaron a sonar sus pisadas indecisas.
Ya en casa, abordé a China. Quise pescarla a solas y la ocasión tardó poco en presentarse.
—¿Qué ha pasado, China? ¿Qué te ha dicho tu madre?
—¿Mi madre?
—¿No te vio darme la carta?
Juraría que me miró refrenando su irritación.
—No, no me vio. Y, oye, ¿cómo sabías tú que yo tenía una carta?
Me encogí de hombros, sonreí. Tanto la penetró esta explicación que dio un paso atrás. Aprensiva. Pero yo lo di adelante y me abracé a ella. Contento, cerré los ojos. Y os diré por qué estaba contento.
Mamá me incendiaba con su indignación. No me había dicho nada porque siempre acertó a estar alguien delante. Mejor. Yo no quería palabras. Me colmaban su actitud airada y la cólera insegura de sus hermosos ojos castaños y un poquitín miopes. Y aquella bofetada disipada un rato antes me habría dejado satisfechísimo, de haberla podido recibir sin testigos tan peligrosos. En suma, la reacción elemental y violenta de mamá frente a mi insulto, gracias a la cual pudo derretir y evaporar un vacilante complejo inicial, para atender al insulto y olvidarse de mí, me inundaba de felicidad.
De manera que en aquel abrazar a mi prima yo abrazaba también la felicidad de verme derrotado. Ah, no: esto mismo hacía mi abrazo más auténtico para China, más exclusivamente suyo. Nuestros problemas no pueden vivir sin una interdependencia íntima que los haga carne de una misma carne. ¿Quiere esto decir que mi angustia por China y mi angustia por mamá constituían una misma angustia? La verdad, sí. Hay por alguna región de mis recuerdos un gráfico en que se recogen los ascensos y los declives de ambas angustias, siempre paralelas y a veces tan unidas que sus curvas se unen en un solo trazo. Somos nosotros quienes determinamos nuestra realidad y, engañándonos o exaltando la verdad, aligeramos unos problemas con la mejoría o el agravamiento de otros (o hacemos lo contrario, si así nos conviene). Atemperamos anhelos, amarguras, temores y esperanzas en una síntesis que para unos es tensa y para otros floja, aguada, pero que a cada cual le permite conllevar su vida. Muere uno —aunque no necesariamente para que lo entierren en seguida— cuando se le rompe esa síntesis y deja de dictar su realidad.
China se desenlazó a medias de mi abrazo y me contempló con las manos puestas en mis hombros. Yo me dejé mirar, sereno. Comprendía que me estaba encontrando guapo y desconcertante (bueno, me ha parecido un matiz importante y no me lo iba a callar). Me daba una calma superior la seguridad de que mi madre se había salido sin un rasguño de mi zarzal de errores, y todas las cosas se sucedían plácidamente al abrigo de esa seguridad. El aroma de domingo que desde la cocina se esparcía por la casa. La palidez del mediodía otoñal entrándose por balcones y ventanas. La familia de que brotaban las palabras escuchadas desde otras habitaciones. Catalina le había preguntado a la abuela si quería un tomatito y la abuela le había contestado que le dejara estar de tomatitos. Papá le estaba diciendo a mamá que por la tarde se la llevaría al cine.
—Y luego a merendar.
Mamá contestó con un trino de alegría y con un beso.
Pero China no atendía a nada. Urdía algo.
—¿Quieres hacerme un favor?
Dije que sí con la cabeza. Se mordió el labio, luchando por mantenerse seria, y dijo que aquello era una locura. Nada, que no podía estar seria.
—Esto… esto es una locura: ¿me acompañarás a dar un paseo esta tarde?
Catalina le ayudó a vestirse.
—Ponte esta flor. No, así.
Tenía buen sentido Catalina, en quince minutos dejó preciosa a China. Se movía, atenta y mayor, alrededor de China, se arrodillaba para corregirle el borde de la falda, le hacía caminar unos pasos y volver. Era más bella que mi prima y, por lo que fuese —no me resultaría nada fácil concretarlo—, mucho menos incitante, y en el cuadro que componían las dos comunicaba su serenidad a mi prima. La dejó, diría, más domada; hasta peinada.
Lobo me miró con cierta sorpresa mientras yo me arreglaba. Sí, yo también me peiné con esmero, cambié varias veces de corbata.
—¿Adónde vas?
—Pues… Eso, vamos a dar una vuelta.
Apenas si le oí decir «Ya» y se retiró pensativo. Me contrarió aquello inexplicablemente. Hubiese ido detrás de él para decirle que se metiese en lo que le importaba. Pero, ¿se había metido en algo? Me salió torcido el nudo de la corbata.
Salimos a media tarde. China había necesitado citarme a mí también para su primera cita de amor. Sin saber lo que hacía, claro, y sin poder evitarlo. Los dos íbamos un poco asustados bajo el peso de esta fatalidad.
Subimos por el paseo de la estación y tomamos la senda de la ermita. El tiempo estaba hermoso y frío, penetrado del aroma amargo de pinos invisibles. De vez en cuando retemblaban en el horizonte nubecillas blancas y se oían escopetazos lejanos y las palomas huidas volaban sonoramente. El tañido de campanas perdidas por la huerta añadía frío y transparencia al aire.
Habíamos dejado atrás el bullicioso domingo pueblerino y estábamos en la desolación de los campos cuidados y desiertos, y en la belleza incomparable que da a los campos el otoño (no, el invierno es aún más tierno, y tiene cendales por los árboles y bocetos al carbón por ensueños que se desvanecen cuando llega el estallido charro de la primavera). Había por las sendas hojas descoloridas y sonoras, como de papel viejo. Había un silencio estremecido de aire y una lejanía que se desparramaba por rastrojeras y liños de chopos hacia las tierras rosa y calabaza de los viñedos.
Íbamos despacio, sin cruzarnos apenas palabra. Nos oprimía demasiado la aventura. China guiaba, adelantándose a veces un par de pasos. Yo me preguntaba dónde habríamos de reunirnos los tres. Llegamos junto a un caballo negro, medio asomado a nuestra vereda desde el borde de un campo. Casi no tengo que recordarlo; lo veo siempre con su piel nueva y espejeante, vivida. Y por un caminito cruzaron dos monjas; tampoco he de recordar el aletear de sus tocas almidonadas y blancas. Todo está ahí, inédito e incomprensible, como si aún tuviera que venir. Justamente entonces empezó a desencadenarse aquello. El caballo había levantado la cabeza al sentirnos cerca. Estaba comiendo yerba junto a una reguera. Las zarzamoras combadas sobre la reguera tocaban el cielo en el agua plomiza. El caballo masticaba con sosiego y por la boca le asomaban tallos verdes. Los tallos verdes crujían dulcemente entre sus dientes. De pronto nos llegó una ráfaga perdida de música. Música de acordeón. Venía del pueblo, difusa ya como una sombra. Quizá nos había llegado un poco antes y la habíamos tomado por silencio o por falta de luz; qué sé yo. Ahora oíamos una canción muy sencilla. Sería una ronda de mozos o de quintos. O un baile en la plaza. Sería lo que sería, pero traía y llevaba, diluidos en una nostalgia infinita —como si ya cantara cosas pasadas— el tedio y el jolgorio de un domingo pueblerino, y tenía la humildad de todo lo que, dándose, pasa para despertar lo permanente y para que nos quedemos con lo permanente. Música de acordeón escuchaba a lo lejos. Se habría dejado blandos jirones en los cañaverales de las huertas y en el verdor húmedo; la oíamos muy débil y, a veces, rota. Qué bonita era, qué sencilla. El caballo nos miraba, tímido y atento. Aunque me parece que él no escuchaba la canción. Qué bonita era. En un tono menor, bronca y dulce y sin adornos apenas, como si el que tocaba no se escuchase. Nunca la he vuelto a oír, y siempre, como un buscador de pájaros, la acecho en el aire y en los árboles, y algunas veces pienso que la oiré al final de mi obra. No quiero decir de esta obra, ni de mi vida; no sé qué quiero decir, lo confieso. Su sola evocación me arrebata en una tremolina trágica y alegre, en que sólo lo inaudito tiene sentido. Exactamente igual que entonces.
—¿Quieres ser mi novia?
Le había dado en mitad del corazón. Ahogó un grito y, volviéndoseme de espaldas, se cubrió el rostro con las manos. Todo tan aprisa que el caballo comenzó a decir que sí con la cabeza, roto algún muelle del cuello.
China casi lloraba.
—Pero… ¡Gabrielito!
Echó a andar sin rumbo. La alcancé y caminé a su lado. Los dos íbamos colorados y con la vista baja y andando con cierto brío. La canción se nos había perdido del todo, dejándonos en un silencio asombrado. Mi pregunta nos tenía impresionados a los dos por igual. No era una pregunta que hubiese saltado en busca de respuesta; ninguna respuesta habría tenido sentido y, desde luego, me desenamoro en el acto si China me llega a decir que sí. Había saltado respondiendo ella misma a nuestra opresión, como salta a la luz el borbotón rojo de una herida. Y todo, en cierto modo, por aquella música lejana de acordeón. Aún intento tararearla a veces. «No, no era así». Me desespero. ¿La oiré un día? Caería de rodillas. ¿Aquí, podría oírla en este suave rincón de Hertsfordshire?
Cuando nos encontramos con Paco pareció, aunque ya él estaba esperándonos, que llegaba tarde. Muy chocante, como cuando uno entra retrasado y desafinado en la masa de un coro.
Allá, en el altozano de la ermita estaba el pobre. Bueno, no sé por qué «el pobre». Haciéndonos señas y comenzando a descender. Nosotros fuimos a su encuentro, y cuando nos reunimos, a mitad de la cuesta, China quiso mostrar sorpresa; siquiera un poquito de sorpresa. No pudo. El pecho le temblaba en olas menudas. Sólo Paco y yo dijimos algo.
—Hola.
—Hola.
Es increíble el abismo de silencio que puede abrirse bajo la palabra «hola». Creo que yo era el más entero de los tres, el único con fuerza para decir algo.
—Hace frío.
Estas dos palabras sonaron preñadas de sentido tácito; como una contraseña que velase algún secreto de los tres. Se animaron.
—Desde luego.
—Desde luego. Vamos, vamos.
Seguimos la cuesta arriba hacia la ermita. Pesaba aquello. Me rezagué, arrastrando despacio el cuerpo y el alma. Repentinamente ablandado en una fusión de mentiras y verdades añoré mi desván y a mi Lobo. Me detuve un momento, pero luego, despreciándome, apreté con rabia el paso y di alcance a la pareja.
Llegamos por fin a la iglesuela y, rodeándola, nos metimos en el soportalillo que tenía en la fachada posterior. Observé entonces que Paco llevaba un abultado paquete embutido en un bolsillo de la gabardina.
Había un banco semicircular de piedra. Y en la pared, pintarrajeadas con tiza por algún salvaje, unas procacidades descomunales. Miré de reojo a China y a Paco y vi que ignoraban las procacidades. El semicírculo del banco era tan cerrado que nuestras seis rodillas —China en medio, Paco y yo a los lados— se rozaban.
Sin decir nada, Paco, que se había quitado la gabardina, la puso, doblada, en aquel regazo, y, encima de ella, el paquete que sacó del bolsillo.
—Anda, desenvuélvelo, China.
Los tres aprovechamos aquello para olvidamos de nosotros.
Bombones. Una preciosidad de caja, lo admito. Con bellas rosas pintadas en la tapa y, prendida a una esquina, una rosa de seda. Paco arrancó ésta y se la ofreció a China.
—Para ti. Guárdala siempre.
Las mejillas de China se encendieron de improviso. No sabía qué decir y por fin dijo:
—¡Qué romántico!
Di un respingo. Por aquel entonces, por misterios fonéticos de los que nunca me he liberado por completo, «campo de gules» me sonaba a «campo de coles azules» y «romántico» me sonaba a «maricón», Pero Paco suspiró, tan embargado como mi prima, compensó como por ensalmo su entrada tardía en el coro y empezó a sonar muy bien.
Los bombones estaban estupendos. Y eso que yo me los tragaba mezclados con la pena renovada por aquel asombroso tanto que Paco acababa de anotarse. Nos apiñábamos sobre la caja y, con la boca llena y respirando aprisa, nos mirábamos a los ojos. Las palabras nos salían a medias y olían a chocolate.
—Prueba éste. Tiene licor.
—No, el de almendra. ¡Hum!
Y había un lío de manos. Yo tenía la izquierda oculta entre los pliegues de la gabardina, ayudando a sostener la caja, y la derecha en alto, loca de la boca a los bombones. De pronto sentí cómo, primero con subrepticio garabateo y poco a poco osadamente, otra mano se apoderaba de mi izquierda. ¿Otra mano? Se me paró el bocado de pena y chocolate. Estudié con disimulo la situación: también China y Paco tenían cada uno una mano escondida en la gabardina.
El diálogo entre dos manos puede ser rico.
—Te cacé. Por fin.
—¡Qué susto!
—¿Por qué? ¡Te quiero tanto!
—¿De veras? ¿Quién eres?
—Anda, tontona, demasiado lo sabes.
—¿Yo? Te juro que no. Oye, no serás… ¡Qué asco!
—¿No ves que no?
—No, pelos no tienes. Oye, qué bien si tú fueras tú.
—¿Y si tú no fueras tú? ¿A ver? Ja, ja.
—Ji, ji.
Se enlazaban o se rehuían, coquetas y nerviosas. Se prometían cosas prohibidas con largos apretones; cosas tiernas acariciándose apenas con un roce; cosas picaras con pellizquitos y tamborileos.
Paco me preguntó si no quería más bombones.
—… Sí. Éste.
Miré abiertamente aquellas dos caras: dos caras impasibles y dos bocas masticando chocolate. Y pareciéndome que me apresaban el meñique en una llave demasiado pasional retiré la mano con brusquedad, la otra se desasió, la gabardina resbaló, los bombones rodaron por el suelo y las seis manos aparecieron en el aire, las seis tensas, llenas de culpa.
—¿Qué has hecho?
—¿Yo? ¡Si has sido tú!
—¿Qué voy a ser yo? ¿Quién ha empujado?
—Tú.
—TÚ.
—Tú.
No había sido China, no había sido Paco, no había sido yo. Los tres convinimos tácitamente en que la cosa tenía que ser graciosísima y rivalizamos por mostrar una risa desenfrenada. La vil mentira nos arrodilló en el suelo. Entonces, con fino tacto social aprovechamos la postura para ponernos a recoger los bombones.
¿Qué mano estuvo acariciando la mía y recibiendo mis caricias? Así se quedó la pregunta, como una puertecilla que diese por un lado a un huerto perfumado y fresco, y por el otro a un páramo. En el futuro, sin darme yo cuenta, giraría sobre sus goznes hacia uno u otro lado con los favores de China y con sus despegos. ¿Para qué preguntar ni preguntarme si había sido Paco queriendo acariciar a China, China queriendo acariciar a Paco, etc.? Podía haber sido la mano de China queriendo acariciar la mía, y esta verdad incierta entraba en la incertidumbre de mis amores, y todo lo demás sobraba.
Después, ya un poco hartos de chocolate, hicimos variadas tonterías. China creyó —se le vio premeditarlo— que nada realzaría tanto sus encantos como buscar flores cantando a media voz la Serenata de Schubert y comenzó a buscar flores cantando a media voz la Serenata de Schubert. Alrededor de la ermita. Paco y yo la mirábamos desde el soportalillo embelesados. Luego vino ella y nos dio un ramillete a cada uno. Las florecillas se marchitaron en seguida. De repente Paco nos comunicó que él no tenía vergüenza, que allí estaba él, tan tranquilo, y la Farma en casa, pese a que le esperaba un parcial a los pocos días; pero que así era él. Y que no sabía cómo se las arreglaba, pero que siempre aprobaba. La Micro también le preocupaba, aunque aquello vendría más tarde.
China repetía aquellas palabras clave casi narcotizada.
—Farma. Micro.
De repente también y como ausente de nosotros, Paco se tumbó en el banco con el ramillete en la boca y disponiéndose a mirar el infinito en aquella postura. Sólo que las procacidades pintarrajeadas con tiza se le cruzaron en el camino del infinito y tuvo que cerrar los ojos, carraspeando. Se quedó así unos minutos terriblemente difíciles. Optó por sentarse de nuevo.
Yo no decía nada. No podía. Vi que mi derrota estaba escrita. Cómo desaparecer sin causar extrañeza (o, lo que es igual, sin acusar de antemano mi derrota): tal era de momento mi problema más hostigante y, según puede verse, absolutamente insoluble.
El propio Paco, sin embargo, iba a dar un viraje inesperado a la situación soltando una de las mayores imbecilidades que he oído en mi vida.
—A ver, a ver si eres capaz de echar una carrera hasta el final de la cuesta y estar aquí antes de cinco minutos.
Lo miré con curiosidad. Se animó.
—¿Eh? ¿Serías capaz?
Había que irse. Para no volver, claro. Había que irse con una vergüenza que le entorpecía a uno los movimientos y le ponía fuego en la cara y le aturdía con el vacío ensordecedor de caracolas marinas en los oídos.
China me contuvo con un ademán.
—No te vayas, Gabrielito. ¿Por qué se ha de ir?
Ella sabía que mi marcha no habría tenido regreso. Me emocionó su penetración. ¿No os ha calmado nunca una emoción? Sí, puede pasar.
Paco estaba furioso.
—¿Quién ha dicho que se vaya? Además, si tanto te… Bueno, iba a decir una tontería. ¿Nos vamos? No sé qué hacemos aquí. Es tarde.
Dulce y sometida, China lo llamó cuando él echó a andar.
—No sé por qué te has de poner así. ¡Paco!
Lo alcanzó, pero con la misma dulzura me llamó a mí también.
—¿Vienes?
Bajamos la cuesta con grandes prisas, en parte por la cuesta y en parte porque Paco y yo necesitábamos desfogarnos, y porque China necesitaba seguirnos.
Había anochecido casi. Me maravillaba aquella primitiva perspectiva de Alcidia y siempre esperaba a dar un paso más, uno solo, para poder tocar con la mano sus casas (que ni aun entonces aumentarían de tamaño). Ya en el llano me volví a mirar atrás. Se veía en el horizonte un rescoldo de cobre. Como si, en efecto, el día resbalase hacia otra parte del mundo.
Y de alquerías y granjas se levantaban columnas de humo, y olía a humo, y se oían ladridos de perrillos alarmados. Las Casas, Mosquera, Las Cuevas, que de día no se habían dejado ver, ahora brillaban en la lejanía irreal de sus lucecitas. Todo lo cual me produjo una intensa alegría. El olor de la leña verde, la humedad de la tierra, los ladridos, el parpadeo de las primeras estrellas: la tierra entera mía. Y China.
Alargué una mano y le tomé la suya. Se la dejó tomar. La ahuecó y la acopló a la mía con calor. Era tan extraordinario llevar de la mano a China por la oscuridad naciente, por los campos temblorosos en un vaho de ternura y de negrura. De tarde en tarde me miraba mi prima, y yo la encontraba tan guapa, con su morenez desvaneciéndose y reapareciendo en la penumbra, y de sus ojos largos me llegaban tales aletazos, que yo perdía el compás, me salía del camino y daba traspiés.
Lo sospeché sin fundamento. Me rezagué un paso para comprobarlo, y, sí: Paco iba de la otra mano de China. Ella entendió la maniobra y tiró con fuerza de mí, y también de Paco, y nos atrajo a los dos a su pecho en un ramo.
Paco me decía «Gabriel» por delante de China, no sé si perdonándome la vida. Yo le contestaba «Paco» no sé si desafiándole. Desde los ribazos nos observaban los árboles, bajos como hombres. Me sentía lleno de las mínimas cosas ocurridas y sediento de las grandes cosas que habían de venir. Como si hubiese llegado a su final, arbitrario y hábil, un capítulo de una novela.