Yo no sé, me parece que las madres tienen razón sin necesidad de descender a razonar cuando se trata de convencer a los hijos de que hagan lo que ellas quieren.
—Ya verás qué alegría más grande te da después de haberlo hecho.
Comprendí que estaba vencido. ¿A qué seguir discutiendo? Lo que yo había de hacer para gozar de aquella gran alegría era pedirle perdón a mi padre. Por haberme subido la tarde anterior al tejado. No era improbable, a juzgar por la descripción de mamá, que él se hubiese pasado la noche tomando vocalzones. Pero ni yo creía haberle ofendido ni, en consecuencia, me nacía pedirle perdón. Me resultaba tan extemporánea esta idea como la de felicitarle. Pero es verdad, uno cede ante las campañas maternas de persuasión igual que una cerradura, agotada, cede a una llave equivocada y tenaz.
Lo encontré en el cuarto de estar. No pareció notar que yo hubiese entrado, aunque se echaba de ver que me estaba esperando. Se había apostado junto al ventanal, el hombro apoyado en el marco de éste, los brazos cruzados sobre el pecho y una pierna adelantada. Dispuesto a escucharme bajo un contraluz y de perfil.
Pronto comprendí que no iba a servirme de nada carraspear. La misión de mi padre al comienzo de la escena había de ser ignorarme, con independencia de lo que yo hiciese. No carraspeé, pues. En lugar de esto sofoqué un amago de risa no deseada en absoluto. Luego, súbitamente avergonzado de mi papelón, opté por marcharme. Pero en la puerta estaba mamá cerrándome el paso.
Me acerqué de nuevo a él.
—Perdona, papá. Perdóname. Anda, ¿me perdonas?
Un sutil soplo pareció animar su estatua. Mas no pasó de esto. Ni habló, ni me miró.
Me volví con aire de fracaso a mi madre. Ella sonreía, radiante, y me decía algo moviendo mucho los labios, sin emitir sonidos. Le pregunté que qué del mismo modo y ella me recordó que yo estaba arrepentido.
Papá debió oírlo mejor que yo. Volví a la carga:
—Estoy arrepentido.
La estatua cobraba vida. Bajó los brazos y abrió la boca. Pero en esto entró la tía Matilde. Venía resoplando, cargada con la cesta de la compra.
Temblé. No en vano: la tía dejó la cesta y el monedero en el aparador y aumentó los resoplidos mientras me estudiaba.
—¿Contento? Mírenlo, miren al monigote que tuvo en jaque a toda la familia.
Tornó papá a inmovilizarse, pero ahora en tensión y sorprendido, ya fuera de su papel. ¡Y la tía no había hecho más que empezar!
—No, si en su vida ha roto un plato. Pero a mí no me la das, guapo. Yo te conozco. Vamos, di algo. Claro, qué vas a decir, ¿verdad? Ahora toca hacer el mosquita muerta. Pero el ataque de hígado que ha tenido tu madre, y el que he tenido yo…
—Déjalo, Matilde.
—¿Ah, sí? ¿De manera que…?
—Ya está bien. No se hable más del asunto. El muchacho también lo siente.
—¡Qué bonito, qué educación!
—¡Ya está bien, he dicho!
La tía, ultrajada y con ambas manos sobre el hígado, retrocedió de espaldas hacia la puerta. Allí la atrapó mamá y se la llevó.
Fui a mi padre con emoción y, cosa curiosa, con sincero y profundo arrepentimiento. Él me contempló y, no sabiendo qué hacer, me alborotó el pelo con la mano. Y se echó a reír con jovialidad forzada. Después pareció que se quedaba cortado y se fue bruscamente.
Liquidadas la escena y sus complicaciones, hubiera sido natural que experimentase alivio y aun quizá la alegría vaticinada por mamá. Pero no experimenté nada de esto. Pues, tía mía, te tenía demasiado asco y de momento este asco suplantó a todo otro sentimiento. ¡Qué masa ominosa ocupó en el cuarto de estar el inmenso hueco de tu vulgaridad, tras de tu salida con las manos apoyadas en el hígado!
Vividos esos instantes que no duran, sino que pesan —como el plomo—, del embotamiento en que nos sumerge lo incomprensible de algunas situaciones, y acaso en busca de un estímulo, abrí el monedero de la tía, que seguía junto a la cesta. Pesetas, duros, calderilla. ¿Le robaría una peseta? No. El embarazoso poder adquisitivo de una peseta podría transformar mi venganza en tortura. Una perra chica era la medida justa; ni siquiera quedaría registrada en la contabilidad de mi conciencia. La tomé, cerré el monedero y me largué.
Toda la historia del tejado pasó al olvido en seguida. No había ocurrido nada. Así tenía que ser. Sin matarme, sin que me diese la medianoche junto al palomar, sin anécdotas falsas.
Casi sin constituir anécdota alguna. Yo tenía una pena auténtica y grande y, más honda, una sensación de aguda irritación contra mí mismo. Os hablaré de la primera, pero me interesa detenerme un momento en la segunda.
Ya me habéis visto antes presa de ese resquemor; volveréis a verme, temo. A fin de que me entendáis con claridad os diré que el recuerdo de mis trapisondas por el tejado me hería más que la proximidad de la tía Matilde; quiero decir, pues, que me hacía sentir un profundo asco de mí mismo. El reconocimiento de que una humillación —no otra cosa— disfrazada de arrebato poético me había llevado al borde del suicidio me sonrojaba como un fallo vergonzoso y, sobre todo, superfluo. No lo razonaba de modo tan elaborado, claro; el fallo me sonrojaba y me hacía maldecirme, que ya es bastante.
No muy seguro de que sean obvias las razones que hacen de mi Gabrielito el personaje más difícil de cuantos manejo, las resumiré. En primer lugar me es en rigor imposible salirme de él (al paso que todos los demás comienzan por ser vistos desde fuera). En segundo lugar, para escoger los datos, demasiado abundantes, que sobre él tengo, y separar los que revelan algo de los que no hacen más que estorbar, he de moverme entre motivaciones y reacciones muy confusas: de un lado vanidad y cariño de, digamos, hermano mayor; de otro —consciente de esa flaqueza— propósito de ser duro con él (bajo este riesgo constante: ¿hasta dónde no va a llevarme ese propósito a deformar su imagen?). Pues bien, nada me ayuda tanto en mi papel de biógrafo cuando él es sujeto y objeto a la vez como esa tendencia suya a entregarse sin mesura al ensueño, para repelerse luego. Una y otra vez.
Lo he situado espontáneamente en tercera persona.
Me parece que es buena ocasión —así, desprendido de él— para decir ya unas palabras sobre mi yo y mi vida actuales. Venga, un atisbo siquiera:
Mi bisabuelo se sentiría probablemente orgulloso de mí. Vivo, con mi mujer, en una granjita próxima a Londres, dedicado en gran parte al cultivo de setas. Pensaría uno que las setas se dan sólo en las pinadas, después de una serie de aguaceros. Lo cierto es que su mejor promesa está en el cultivo mecanizado. Es algo intensamente agradable (y, lo confesaré, remunerador). Nada de campos: grandes cajones apilados —con espaciadores intermedios, claro— en cobertizos de humedad y temperatura reguladas; un transportador de correa que traslada los cajones entre los distintos cobertizos, según aconseje la fase de crecimiento en que se hallen las setas; una carretilla de horquilla elevadora, que yo mismo manejo, para apilar los cajones (los cuales contienen básicamente estiércol cubierto por una capa de carbonato cálcico y turba: en esta masa es donde se espolvorean los micelios fungosos).
Vivimos rodeados de granjas corrientes. Castaños. Manzanos. Aves de corral. Montones de leña troceada. En un verde paraje ondulado de Hertfordshire, a seis o siete kilómetros de la carretera que va a Cambridge. Frente a una taberna rural, The Woodman, donde dan una cerveza óptima y siempre hay silencio al amor de la lumbre.
El mundo da vueltas. Licenciado en Letras, llegado hace una veintena de años como lector de español para un colegio universitario cercano a Londres… Tenía aún, hasta hace poco, dos clases de español en institutos nocturnos de St. Albans y de Hertford. Acudía a ellas tres veces por semana, al atardecer, en mi viejo Ford Anglia; una distancia de sólo 25 ó 30 km. (claro que mi Anglia se atrevería con muchos más). Pero no os hablaré de mis clases. Igual que le ocurrió al Levita con las suyas —única coincidencia entre nuestras vidas— llegó un momento en que se me hicieron intolerables, y apenas pude me las dejé.
Sigo aún, en cambio, haciendo algunas traducciones. Me encanta traducir y creo que ese plegarse del pensamiento propio al ajeno, pero presentando éste con tanta ilusión como si fuese propio —Dios nos guarde de todo, absolutamente de todo lo que huela a traducción— constituye una excelente disciplina para la sensibilidad y para la voluntad.
Un día, hace de esto siete años largos, traduciendo un estudio sobre la mecanización en el cultivo de las setas sentí como el aguijonazo de una avispa. No más aprisa habría saltado. «Por fin», me dije. Y luego: «¿Por qué por fin?». Quiero decir que las setas, que no me disgustan, no me han estimulado nunca de un modo especial. Pero yo seguía sintiendo el aguijonazo por dentro de mi perplejidad. Y María, quien me conoce desde hace veinticinco años, me estudió con serenidad y convino conmigo: «Creo que sí, que aciertas». Sin la garantía del conocimiento que de mí tiene no me habría atrevido a dar el paso.
Lo dimos, cerrando los ojos. Claro, es más fácil cerrar los ojos cuando no se tienen hijos.
Sí, María es mi mujer.
Vendimos nuestra casita de Londres, buscamos una pequeña propiedad campestre, encontramos esta granjita recién deshabitada para nosotros (siempre he creído que ocurrió así). En una suave hondonada de Hertfordshire, frente a The Woodman.
Todo va saliendo bien. Me entrampé en una hipoteca, pero todo va saliendo bien. Mi cultivo de setas me ha dado tiempo. Por fin, tiempo. Y paz a raudales. Para meditar, leer, añorar, escribir. Tengo un ático de vigas bajas, con una acogedora chimenea. Se me hace más llevadera la vida con la compañía de una lumbre. ¿Quizá porque desde niño la tuve en el caserón?
Las paredes del ático están tapadas por mis estanterías de libros. ¿He ido toda mi vida detrás de otro caserón, con este olor a papeles y a cosechas secas? Alguna vez me emociona un poco tontamente este pensamiento. ¿He terminado ya el periplo de mi vida? Veo desde la ventana el caer de los días, la distancia y la claridad de los pastos, el humo perezoso que se levanta de las granjas vecinas. El sabio, inconmensurable aburrimiento del campo. ¿Dónde está mi Alcidia, Dios mío, dónde estoy yo?
Me apetece, probablemente para matar este ramalazo de tristeza, hablaros del interesantísimo cultivo de mis setas. Desde que uno entierra los micelios hasta el brotar de las tiernas setas, blancas o sonrosadas. Diríase que es un brotar repentino, aunque de nada sirve ponerse a acechar; siempre salen cuando uno no mira. Y luego, el crujir de los tallos, cuando uno los quiebra por la raíz.
Pero me pasa que no estoy seguro de si voy a aburriros o no.
Intentaré llevar de nuevo la primera persona a mi Gabrielito. Me había quedado en lo de mi tendencia al ensueño y a la autorrepulsión, y quería deciros que esta tendencia, de la que participo con otros mortales, me ha permitido verme mejor y ver a las únicas personas que me interesan: las que viven de su inseguridad y de su insatisfacción. El móvil que lanza a dar el bandazo de ida es una apetencia tardía e irreprimida de afirmación, manifestada en un ensueño delator de fallos y limitaciones; el que lanza al bandazo de vuelta es un móvil de honradez. Tal es el péndulo a que todos estamos asidos —todos, menos los que viven de su propia satisfacción— y que puede conducir a la esterilidad si no se tiene temple e ingenuidad, mucha ingenuidad. El artista destrozado por un exceso de autocrítica ha de entenderme. Pero no me estoy refiriendo tanto a la esterilidad en el arte como a la esterilidad en la obra humana.
El secreto del equilibrio interior está en hacer que esos bandazos sean decrecientes, que se distancien cada vez menos del centro de uno mismo; en pasar del «¡Sí, no!» al «Sí, no» y de aquí al «Quizá, quizá». Y la tragedia está en no lograr el ajuste, en no sacar la exaltación y la autorrepulsión de los signos admirativos; entonces el péndulo suena un día como un «¡bang!» de un gong que le rompe a uno el alma para siempre.
Es el paso del tiempo lo que da el temple y, más sorprendentemente, la ingenuidad necesarios para sonreír entre los propios extremismos; y prudencia para prevenir esos extremismos. De esto último, con un par de razones más, le viene su aislamiento al hombre con inquietudes y sensibilidades. La soledad mana del deseo ardiente de exprimir al máximo el tiempo miserablemente corto que nos es dado sufrir en esta vida; de la intuición de que sólo en la soledad cabe buscar la verdad; y del terror a las situaciones embarazosas —esto es, mortificantes, suscitadoras de autocrítica— brotadas de la convivencia con una promiscuidad de semejantes. En este sentido el aislamiento del hombre sensible es una técnica, no rara vez desarrollada conscientemente, para reducir al mínimo la posibilidad de cometer pifias. (Por discreto que seas, por exquisito que tu tacto sea: un día meterás la pata; pues ya no se trata de ti, sino de las heridas insospechadas de tu prójimo, en las que el más candoroso de tus comentarios va a echar sal.) Pero acaso con haber dicho que quien es incapaz de estar a solas es incapaz de ser libre lo habría dicho todo.
A duras penas y tan a la larga que dentro de esta historia sólo se verán débiles fulgores de ello, yo tuve la fortuna de conseguir ese decrecimiento o ajuste. Y es un alivio, sí, poder localizar mi propio blanco, trabajando como biógrafo, entre los extremos de mis bandazos.
Yo no lo sabía, pero con no haberme matado arrojándome del tejado seguía librándome de una existencia peligrosamente falsa. Envuelta en el hastío de una rutina implacable: así era como mi vida íntima había de adentrarse en su propia oscuridad.
Con la perra chica robada a la tía compré un dulce para China. Estudié largo rato el escaparate de la pastelería, me decidí a entrar. ¿De dónde sacan sus cosas los pasteleros? Seguramente no las hace nadie. Ellos velan y las invocan levantando en el aire bandejas que se van llenando y que luego colocan en anaqueles de cristal. Escarchas, nieves, carnes titilantes de flan. No se pueden tocar esas cosas con las manos; han de pasar directamente de la lengua al alma. Perlas de almíbares, hojas crujientes de nada. ¿Y de dónde sacan sus palabras los pasteleros? Huesos de santo y lenguas de gato, lágrimas, cabello de ángel. Uno se toma las palabras también. Despacio, procurando identificar la emoción de cada sabor; pero la emoción se diluye sin dejar apenas huella y uno se queda desencantado.
Había dos chicas comiéndose así, despacio y pensativas, sendos pasteles (¿de nata?). Miraban con disimulo los sabores que las rodeaban por todas partes. Frente al mostrador había una fuente de mármol con un vaso de plata. Tras paladear y prolongar su emoción, uno se bebía medio vaso de agua fría y salía a la calle con cierta ira. Se estaba tan bien en la pastelería, dentro de aquel silencio y de aquella turbación perfumada. Allí, a la vuelta de la Mercería, en una callecita muy tranquila. Para entrar se tenía que desenredar uno de una cortinilla de juncos, siempre conteniendo un movimiento de adivinación.
La pastelera me preguntó con una mirada. Señalé algo, aturdido.
—Ése. El de color de rosa.
—¿Te lo vas a comer aquí?
Negué cerrando los ojos y moviendo una mano; negándomelo a mí mismo. Las dos chicas cerraron también los ojos sin cesar de masticar, ajenas a la pena que mi negativa les daba.
Un panecillo sonrosado de mazapán. Lo más bonito, me pareció, dentro de mis posibilidades. Me lo eché al bolsillo, envuelto en un papel de seda, y emprendí el camino de casa bastante animadillo.
Luego no pude darle el panecillo a mi prima. Me faltó coraje.
Era demasiado, en efecto, lo que yo pretendía. Uno compra a los doce años un trozo de mazapán y piensa que es muy listo; cree que se ha burlado a sí mismo. Como si pudiese uno no enterarse de lo que está haciendo. Porque lo peor viene luego: hay que dar el mazapán dándose uno en él: declararse. No, acobarda. Y con la mano en el bolsillo, primero sobando el papel y luego el dulce, se me fueron horas infinitas buscando y rehuyendo a China.
Ella estaba sobre ascuas con aquel ir y venir mío. Se atiesaba cuando me veía llegar y me miraba con recelo. La mano se me removía, casi se me escapaba para ofrecerle el dulce; pero la empresa era superior a mis fuerzas. Y la esquivez de China llegaba a dolerme tanto, que terminaba por irme. Y al rato, vuelta a empezar: arriba, abajo, arrastrando las botas en pos de China, huyendo de ella.
No comía, dormía a saltos, no existía más que para jugar al escondite con mi angustia. Comenzaba a sentirme bien creyendo que me sentiría del todo bien junto a China, y la buscaba. Entonces comenzaba a sentirme bien pensando que me sentiría mejor apartándome de ella. Y sin haber terminado de huir volvía a ella, porque ya me sentía mal.
El amanecer me hallaba despierto y malhumorado como un viejo. Me irritaban el zascandilear de la abuela y las salutaciones matinales de Lobo. Y hala, arriba bien tempranito, porque en la cama no había sitio para mí y para mi angustia.
Los mayores, tras meditar en mis ojeras y en mi palidez, y después de medir a apretones el calibre de mis brazos, igual que harían con un pavo, llegaron a una importante conclusión.
—Este chico está creciendo.
Conque empezaron a darme Tricalcine.
Así tenía que ser, envuelta mi vida en la monotonía exterior. El Levita seguiría viniendo a visitar a la abuela. Papá seguiría desairando al viejo y bramando ópera. Yo tendría que seguir yendo al colegio con desgana, con más desgana que nunca. El tío seguiría desperezándose por los sillones o tentando avances y retrocesos con ágil ademán, buscándole las vueltas a su laberinto interior. Paco seguiría plantándose en casa los fines de semana.
—Nada, a recoger a mi padre.
—¿Tu padre? No está. Pero pasa. Anda, quédate un poco.
Repetido hasta la saciedad; un juego de tiras y aflojas que ya no irritaba porque había adquirido carácter de ceremonia, insensiblemente aceptada por todos y sin liquidar la cual no habrían podido entrar en funciones. Pero yo no resistiría la presencia de Paco junto a China ni un segundo, y apenas lo viese aparecer me esfumaría.
Sólo el viento frío del Remedio parecía pugnar por alentar las cosas desde aquel embalse hacia una pendiente. Es un viento, ése que en la segunda quincena de noviembre sopla desde allí a rachas perdidas, renovado cada año con una sombra de acontecimiento fijo en el calendario. Llega para hacerle «recordar» a uno con anticipada excitación el invierno que se avecina.
Pasé muchos días hundido en una mezcla poco verosímil de esperanza y desesperanza. El primer incidente que vino a sacarme de ella fue tan brutal que en un destello de lucidez vi cuán vanidoso era yo creyéndome desgraciado.
Ocurrió un día al regresar yo del colegio. Recuerdo que me metí en el zaguán del caserón de un salto, huyendo del frío. Subí, entré en casa, avancé por el pasillo y antes de alcanzar un recodo de éste oí al tío Nicolás.
—En tu mano está, Elisa. ¿Qué más pruebas quieres?
Me detuve. La voz había sonado con acento suplicante.
—Tú estás loco.
—¡Y cómo!
—Por favor, Nicolás. No sé qué palabras emplear ya. Me vas a forzar a…
Mi sorpresa, la tirantez del aire que me envolvía debía tener alguna calidad sonora: mamá se había cortado, escuchando. Retrocedí dos pasos de puntillas, «seguí» canturreando desde muy lejos y fui con decisión hacia el recodo.
Casi se me cayó mamá encima.
—¡Gabrielito!
—¡Ay!
Sin fingir, realmente asustado.
—¿De dónde sales, Gabrielito?
—¡Caray, qué susto! ¿Yo? Vengo de clase. ¿Qué pasa?
Mamá se me volvió de espaldas. El tío se desvaneció sin mover apenas el aire; no lo habría movido más el pliegue de un cortinaje deshaciéndose solo. Yo continué andando.
Me dolía demasiado que mamá estuviese sufriendo.
—¿Dónde está mi…?
Cuidado, podía notármelo en la voz.
—¿Dónde está mi cuaderno nuevo?
Acudió a buscarlo, solícita, y durante unos minutos espantosos se preguntó con vibraciones extrañamente altas, a punto de gritar, dónde estaría el cuaderno nuevo, juró que ella lo había visto en alguna parte y dijo que le daría mucha rabia que se perdiese el cuaderno nuevo, con lo bueno que era aquel cuaderno nuevo.
Me encerré en el cuarto de baño, pasé el pestillo. Quería decirle desde allí que no se preocupase del cuaderno nuevo, no, que no se preocupase de mí, porque yo no había oído nada en absoluto, pues yo había entrado en casa de un tirón, desde la calle y canturreando, no, aquello hubiese sido absurdo, lo que yo quería decirle era que lo había oído todo, pero que, bueno, qué importancia tenía, mamá, el tío Nicolás era repugnante, pero tú te habías puesto en tu sitio, aunque qué ocasión para la bofetada, siquiera por papá, sólo por papá. Pero ocurre que uno abre los dos grifos del lavabo a un tiempo, y el agua sale tan abundante y con tanta fuerza y tan ruidosa, y uno empieza a lavarse la cara, así, de pronto, igual que si quisiera lavarse, y mete la cabeza bajo los chorros y le parece que se está ahogando, o atragantándose en un llanto furioso, y claro, no puede hablar, ni oír, y espera astutamente a que la turbulencia de los chorros y el ruido se lo lleve todo por el desagüe y deje limpia la memoria.
He aquí lo asombroso: limpia quedó la memoria. Cuantas veces he intentado analizar por qué olvidé de momento el incidente he concluido con una cómoda apetencia de descanso que, puesto que estaba obsesionado con China, esta obsesión no dejó lugar en mi conciencia para que se grabase el principio —el principio para mí —de aquella extraordinaria relación. Pero llega el momento de escribir para otros, que es un momento mucho más entrañado que el de monologar, porque en él ha de confesarse uno con hombres y no a solas, que es tan convencional; llega ese momento y tiene uno que ser honrado o que no serlo. No hay escapatoria. Y así, ahora mismo he de preguntarme: ¿de veras que fue la ceguera de mi enamoramiento, ella, por sí misma, la que me impidió seguir viendo y sintiendo el rebelde deseo de identificación con mi padre y el dolor de ver a mi madre resistiendo frente a algo tan sucio? Nada hay más difícil que cortar de lo auténtico las estupendas justificaciones que suele brindar lo auténtico: el luto más sincero, de la bella capa negra que puede prestar a la vanidad; el enamoramiento de un chico de doce años, del puente de plata que tiende a la huida del dolor de ver a su madre resistiéndose (¿por qué resistiéndose, ella que era la pureza misma, en torno a la cual sería inconcebible un cerco de suciedad?).
Bueno, ya está, corto de lo auténtico sus justificaciones. En este mismo instante. Qué fácil, qué agradable. Como si acabase de extirparme una verruga a cuya existencia o, más bien, pretendida inexistencia me había acostumbrado con los años, y como si ese acostumbrarme hubiese nacido de mi negligencia, no de mi miedo.
No cabe duda: aquel miedo inicial se quedó dentro de mí y ha sobrevivido a todo lo que le sucedió, incluido el desentrañamiento —llegado hace largo tiempo— del pavoroso problema. Mi amor por China me sirvió de refugio. Me guarecí en él como un esquimal se guarece del frío en un igloo de hielo. No es que la desesperanza de mi amor me nublase la visión de lo demás: es que yo me arropé en ella para no ver lo demás.
Por otra parte, los dos problemas, cuyas primeras, tenues raicillas, de mera sospecha de problema estaban escondidas en una singular coincidencia cronológica, quedaban así anudados para siempre (un anudamiento sobre el que habré de volver más adelante).
Era un buen refugio: sólido, bien terminado, con su techo y su penumbra de atardecida esteparia. Real. Ya dentro de él, sin esfuerzo uno se sentía empapado en su tristeza y defendido de la tristeza exterior. China seguía paralizándome a distancia. Sin un atisbo de elegancia, sin permitirme explicarle que mi pecado no era tan sucio como ella se figuraba, que con los cinco céntimos robados a su madre le había comprado un panecillo de mazapán, que con una sonrisa suya yo me contentaría y que no quería más que adorarla de aquel modo, a distancia, pero sin el daño que me causaba verla tan, tan ofendida.
Precisamente por aquellas fechas robé para China por segunda vez, con más impudicia que la primera. Fue en el colegio. Ernesto Padrón me vio, pero supo reaccionar como un hombre. Puso una cara de sonámbulo espléndida, abismado en lo que no veía y brindándome así algo mejor y más generoso que su complicidad.
La víctima fue Vergara, aquel muchacho flaco y sumiso, pero malévolo, de pecas y gafas, que sufría cuando estaba de vacaciones y sabía adular a los maestros enfadándose para defenderlos.
—¡Cállate, idiota, no le dejas leer a don Jerónimo!
Había sido, en ingreso, el más infalible de los diapasones de don Vicente, se marchitaba ante los sobresalientes ajenos y sacaba los propios como si estuviese condenado a sacarlos, tragando bilis el año entero y musitando las lecciones con aire de contrición hasta en las horas de recreo. Un «listo de pueblo», un tipo curioso que pocos años después iba a demostrar cuán incompatible era con la verdadera inquietud humanística. Pero no me detendré en esto.
Había aparecido Vergara un buen día por clase con una bola de cristal en colores. Hermosa, desde luego, refulgente y gorda como un pequeño pisapapeles. Pero lo realmente fantástico de aquella bola era el manoseo furtivo a que su dueño la sometía, espiándonos a los demás y racionándonos su vista. Era un truco perverso, que denunciaba anemia y falta de solidaridad, y que, observado un par de veces, encadenaba la atención. Había un embeleso especial en ver aquella bola escapándose de la diestra a la siniestra de Vergara. Se escurría y lanzaba destellos entre las manos como un raro animalillo de agua y de luz.
Yo robé la bola sabiendo de antemano que era para China, o sabiéndolo casi al mismo tiempo que la tomaba; tan aprisa sucedió lo hecho a lo pensado. Era por la tarde y estábamos ya rezando el Avemaria para salir. Sentado junto a Vergara, obré por instinto, repentizando un entrecortado monólogo mientras miraba atentamente hacia una ventana.
—No… ¡Ya! ¡Qué lástima! ¡Ya vuelve!
—¿Qué pasa, qué miras?
—¿Y a ti qué te importa?
Con su cogote vuelto, yo había podido sacarle la bola del plumier, cerrar éste y guardármela. Entonces fue cuando advertí la mirada ausente de Ernesto. Vergara embutió el plumier en su portalibros y se perdió en el tropel de chicos que salía a la calle.
Fui a casa despacio. Lo primero que hice fue comerme el panecillito. Tenía ya un color difuso y un sabor original: salado, dulce y de tela. Me tambaleé ligeramente al pensamiento de que China hubiese podido paladear aquello. Y oprimiendo la bola en la mano me dije que esta vez iba de veras, que no permitiría que la vacilación me rindiera; como quien decide no detenerse al borde de una piscina, sino zambullirse de carrerilla.
Así lo hice. Llegué al caserón, subí, busqué a China. La encontré en la cocina, ayudando a Catalina.
—China, ven un momento.
Vino, aunque ceñuda y con lentitud. Yo le sonreí mendigándole un poco de paz.
—Mira: es para ti, China.
Tomó con verdadera aprensión la bola, la consideró un instante y la arrojó al suelo.
—Valiente porquería.
Y se volvió a la cocina.
La bola había rebotado un par de veces en el suelo y, rodando pesadamente, se había parado. Me agaché, la recogí y me fui llorando como un pobrecillo.
Dando traspiés por la escalera bajé hasta el zaguán y me senté junto a la caseta de Lobo, vacía. No quería llorar fuerte, para que nadie me oyese, y este contener el llanto hacía que los oídos me zumbasen y hacía más hondo el torrente de mis sollozos y parecía que me daba más pena. Era sólo pena, sin pizca de rencor o de despecho, quizá sin pensamientos. Reventando mi contención, de vez en cuando me salían borbones de ayes muy apagados. Luego me sonaba despacito y entonces no me salían ayes ni lágrimas.
Y como todo termina por pasar en este mundo, poco a poco se me pasaron las ganas de llorar, aunque no la pena. La vida es rara. Ya no sentía una pena pura y se me venían ideas de cosas que nada tenían que ver conmigo; no, más raro aún, tenían que ver conmigo, pero como si yo fuese tres o cuatro años más pequeño. Qué sé yo qué ideas. De viejecitos mendigos tiritando en su soledad y de gorrioncillos rabones cuya madre había muerto. Me salían del alma suspiros entrecortados que me dejaban muy descansado. Y me entró sueño. Tanto que me traspuse un poco.
Me despertó Lobo, que venía a su caseta. Me despertó lamiéndome la cara, como si el verme allí le diese lástima en vez de alegría. Lo abracé por el cuello. Me daba compañía el pobre, gimiendo por contagio y hociqueándome en el hombro.
No me dijo ni palabra. Y cuando subimos a casa vino a mi lado en silencio. Rezagándose medio paso, grave; compartiendo mi problema sin esperar a que yo le hablase de él.
Ponían la mesa para cenar. La luz eléctrica me hirió en los ojos. En el espejo del aparador vi mi cara. Con tanto churrete y tanto pringue delator de mis lágrimas, que me fui a lavarme. Hubiera sido demasiado terrible que China descubriese aquello.
Se condujo durante la cena de un modo desatinado. Riendo con todos —menos conmigo, claro— y hablando por los codos y mostrando un regocijo tan exuberante que hasta su madre detectó algo anormal.
—Pero, ¿qué te pasa, chiquilla?
—¿A mí? ¿No puede una estar contenta?
No, no lo estaba. A pesar de todo. Ésta era la minúscula victoria que yo saboreaba. La cabeza agachada sobre el plato, serio, aproveché con perfidia cada una de sus salidas para acentuar mi aire de ausencia. Yo sabía —lo supe al punto y exploté sin piedad mi descubrimiento— que se recomía en el misterio que nos queda en el corazón cuando hemos ofendido a alguien y ese alguien calla. Y así como al bucear en el pasado veo el primer chispazo de la atracción que mi prima comenzaba a ejercer sobre mí en su reacción a un insulto fallido mío, así también veo en la muda superioridad que yo desplegué durante aquella cena el primer chispazo de su atarse a mí. Cuando yo tenía doce años. Las cosas de la vida son a menudo inverosímiles, pero la vida no lo es nunca. Y la literatura que se cree santificada con recoger aquéllas, olvidada de la vida, es la más muerta de todas. No es que el tema me obsesione ahora: es que me obsesionaba entonces (sin planteármelo siquiera, ya comprenderéis). Hay algo incontestable para mí: yo no habría aceptado el reto y el riesgo de esta biografía de no haberme sentido muy firme en esa conclusión. Sin presumir, amigos. Todo se lo debo a la abuela, al algarrobo borde y a Lobo. Pero sigamos.
Pasaban los minutos y yo me iba dando cuenta de que mi actitud para con China se estaba convirtiendo en una habilidosa treta para mí; en un narcótico cuya efectividad casi exacta yo calculaba. Y para aprovecharlo bien me fui a la cama antes y con tiempo, e incluso cuando me vi a solas, empezando a desnudarme, seguí con mi gesto serio y ausente, dejándome adormilar. Se me ocurrió de repente: salí de mi cuarto, busqué a mi madre y le di un beso muy fuerte. Me volví a la cama, y entre el narcótico y la calma que da haber llorado, por vez primera desde hacía muchos días no dormí del todo mal.
A la mañana siguiente el panorama se ennegreció de nuevo. Fue el salir de casa para ir a «Academo», el perder la proximidad física de China lo que volvió a privarme de fuerzas. ¿Cómo explotar mi situación de víctima enigmática si China no podía verme?
Más horrible aún: sábado. Paco vendría a casa. Y al día siguiente también.
Creo que me perdí por el camino. Llegué tarde a clase. Qué más daba. Busqué a Vergara, le di la bola, me atizó una patada tremenda en la espinilla, no me dolió la patada. Más exactamente me dolió como si no me doliese a mí.
—¡Ladrón!
—Calla, imbécil.
—Ahora verás. Al Director me voy.
—Venga. Y te corto la yugular.
Padrón se interpuso entre los dos y en un segundo convenció a Vergara de que mi amenaza no era vana.
—¿Tú sabes dónde tienes la yugular? ¿Sabes lo que va a ocurrirte?
—¿Eh?
Nada más. Vergara murmuró algo contra «el ladrón este» y se sentó.
¿Tristeza, a pesar de todo, en Ernesto? ¿Ansiedad, necesidad de decirme algo cuando se volvió a mirarme? Pero el momento no me permitía aclarar nada. Se hacía el silencio, comenzaba la clase y Ernesto tenía que irse a su pupitre.
Sin saber de dónde había brotado la idea me sentí electrizado: ¿y si le consultase a Ernesto mi problema? La mera pregunta me daba una especie de descanso anticipado. No sé cómo decirlo: casi me alegraba tener el problema. Es absurdo.
Se me hizo interminable la espera del recreo.
¿No os sorprende siempre que lleguen esos momentos tan deseados? Llegó el mío, salí al patio y busqué a Ernesto empujando a cuantos chicos se me cruzaban; todos los chicos del mundo habían venido a cruzárseme. Vi que también él se abría camino hacia mí. Nos juntamos y en el acto tuve el presentimiento de que no iba a poder decirle nada. Su tristeza, su preocupación de antes. Miraba al suelo, daba vueltas a sus libros entre las manos.
—Bueno, ¿qué te pasa?
—Pues… que me voy.
—¿Que te vas?
—Sí, me voy de Alcidia. Me voy mañana.
Me lo explicó a trompicones. Su padre, súbitamente ascendido a un puesto más importante en otra localidad, había marchado aquella misma mañana. Ernesto y su madre saldrían al día siguiente. Me escribiría. Seguro. ¿Le contestaría yo? Sí, le contestaría (afirmando sólo con la cabeza).
No nos mirábamos a la cara.
Noté que me daba una cosa. El diccionario.
—Pero, Ernesto…
—¿No te gusta?
—Qué cosas tienes. Demasiado.
Comencé a hojearlo. Por hacer algo.
—Bueno, dame tú un recuerdo tuyo.
Claro, aquello se imponía. ¿Qué le daría? ¡Mi estilográfica!
—Toma, para que te vayas bebiendo la tinta en el viaje.
Se rió de sí mismo, me reí con él. Poco. Ya no se nos ocurría nada. Le quitaba el capuchón a la pluma, volvía a ponérselo. Cambiábamos de pierna para descargar el peso del cuerpo, iniciábamos frases con las manos. Por fin habló él:
—Adiós. Ya no nos veremos.
No, los sábados por la tarde no había clase.
Es difícil aprender a estrechar la mano; es una compleja expresión de toma y entrega. Algunos no aprenden nunca. La mano de Ernesto y la mía, tiesas ambas, se dieron vergüenza. Los dos la retiramos en seguida.
Huyó entre los grupos vocingleros. Adiós, Ernesto. Ya no se te ve. ¡Espera! No.
Murió la mañana, llegó el momento de salir. Era mi cuerpo a la deriva el que los chicos empujaban ahora hacia la calle. Me sacaron, se desperdigaron, me dejaron solo.
Cuando creemos que ya no nos queda nada dentro de nosotros, aún nos queda un autómata que toma de nosotros la vida y la conduce muy bien, discreto y sensitivo, hasta que siente que puede devolvérnosla. Me encaminó a casa. Un paso detrás de otro, dobla esta esquina, y ahora ésta, no te preocupes, yo te llevo.
A casa, Dios mío. No era una idea, era un zumbido que llenaba mi cabeza. Sin pensar en Ernesto, ni en China, ni en mamá.
Recuerdo que a mi lado, por el centro de la calzada, iba un caballo tirando despacio de su carro. Recuerdo que me ofendía vagamente.
Comprendí por fin que era a mí a quien chistaban. Miré: Paco, de entre todos los seres imaginables. Haciéndome señas desde una esquina. Lo miré con tal frigidez que la mano se le inmovilizó en el aire, temerosa de haberse equivocado. Volvió a agitársele. «Vamos, despierta —me decía—, te estoy sorprendiendo agradablemente». Paco terminó por acercárseme extrañado de sí mismo.
—¿Estás bien, Gabriel? ¿Qué ocurre?
—¿Qué tonterías dices, qué ha de ocurrir, qué quieres?
—Nada, hombre, nada. Es decir… ¿Vas a casa?
—¿Adónde, si no?
Paco estaba nerviosísimo. Ahora bien, a pesar de todo era una persona que me resultaba esencialmente agradable. ¿De dónde me venía aquel desabrimiento? ¿De mi sentimiento de indefensión ante la vida? Y de algo muy cruel: de la percepción de su indefensión. Las situaciones cambian solas y recortan y ajustan nuestras actitudes. Paco se sentía perdido, y yo había detectado esto desde el instante mismo en que le vi la cara. Más aún: su extravío tenía que ver con China. Era una adivinación que se me imponía.
¿Iba yo hacia casa? Magnífico (la voz le fallaba, Paco exageraba, era un mal actor). Así haríamos el camino juntos.
—Como pensaba ir allí también, a recoger a mi padre…
Tuve la convicción de que esta vez no intentaba llegar al caserón. ¿Por qué? ¿Y por qué se había apostado en una esquina a verme pasar?
Se lanzó a hablar para aturdirse. Había llegado en el tren de Valencia por la mañana. Un asco de tren. Lento, atestado. En Cheste habían estado parados tres cuartos de hora. ¿Comprendía yo lo que era estar parados tres cuartos de hora en la estación de Cheste? No, aquello sólo se comprendía pasándolo.
Se le acabó el carrete. O sería que le impresionaba la proximidad del caserón. Unos pasos más, en efecto, cruzar aquella plazuela —que aún existe inalterada, la Plazuela de Zurradores— y enfilaríamos el camino de la estación.
Se detuvo, sacó un cigarrillo, hizo un arabesco con la cerilla encendida.
—No fumes nunca, Gabriel. Yo estoy ya envenenado.
Agradable hasta en aquel momento. Envenenado. ¡Qué tío!
Pero el humo salía por entre sus labios en un chorro a presión, escapando de algo. Además, Paco me había comunicado con todo esto su tensión y yo comenzaba a sufrir con él.
Se arrancó de pronto.
—Oye, mira… No voy hasta tu casa.
Sacó una carta del bolsillo y me la dio con mano temblorosa.
—¿Quieres darle esta carta a… a tu prima?
No acertó a decirme adiós. Se volvió, no obstante, a los dos pasos.
—Que no te vea nadie dársela.
Se fue casi corriendo.
Metí la carta entre las hojas del diccionario, pero antes me quedé mirando el diccionario y la carta. Se me iba mi autómata, volvía la vida a llenarme. Y me entró risa. Una risa que me roía. No era absurdo, sino profundamente lógico que en vez de Ernesto hubiese sido Paco quien hubiese venido a estimularme; y que yo precisamente —¡qué risa!— hubiese de ser el correveidile entre Paco y China; y que no el panecillito de mazapán ni la bola de Vergara, sino una carta de Paco hubiese de servir para mi reconciliación con China.
¿Reconciliación?
Algo se rebeló en mí contra la posibilidad de utilizar aquello como pretexto; me alegra poder decirlo. No necesitaba ser un lince para saber en esencia qué decía la carta, pero me resultaba intolerable el pensamiento de que al socaire de ésta podría acercarme a China y mantenerme cerca de China. ¿Cómo había aceptado siquiera el encargo? Por otra parte, ¿cómo hubiese podido rechazarlo? Quiero decir, todo había ocurrido en un segundo, nadie hubiese podido reaccionar. ¿Verdad que no? Además, ¿qué no habría denunciado yo con mi negativa? Claro.
¿Por qué, entonces, aquel punzante desagrado —otra vez— de mí mismo?
Me propuse no hacer nada por ver a China cuando llegase & casa y no darle la carta hasta que se me pusiera a trecho. Todo fríamente, sin comentarios.
Apenas llegué y no vi a China me puse a buscarla. Como un loco. Pero no luchando con mis propósitos, sino olvidado de éstos.
La encontré en su cuarto. La puerta estaba abierta y entré sin llamar. China, sentada en aquel gran diván que le servía de cama, estaba bordando. Levantó la cabeza y me miró. Curiosa, pero no hostil.
Es evidente: las situaciones cambian solas y recortan y ajustan nuestras actitudes. Nosotros les impartimos su inspiración inicial, las sembramos, y ellas crecen luego pugnando en un letargo de plantas, ajenas a nosotros y con crecimiento invisible, de tentáculos atenazadores.
Me dejé estudiar mientras me acercaba a ella. Saqué la carta. China me interrogó con la mirada.
—Es una carta de Paco Carbonero. Para ti.
Se levantó despacio y vino hacia mí.
—¿Para mí? ¿Una carta de Paco para mí?
No sé, sentí la inminencia de algo extraordinario. Al tiempo de tomar la carta, China me rodeó con los brazos el cuello y apretó su mejilla contra la mía. El corazón me falló un latido y luego continuó como si tal cosa; sentí como si acabase de cambiar el paso con el que había de seguir por la vida. Apoyé unas manos indecisas en sus caderas. Qué dulce, qué suave.
Y qué emocionada estaba. Y cuán maravillosamente largo era su abrazo. Noté jubilosamente que la patada que me había pegado Vergara estaba doliéndome como si me doliese a mí. Pasó por mi alma el desolado adiós de Ernesto y, ya veis qué cosa tan tonta, aquello me hizo apretarme a China con más desesperado amor.
Y ella, ¿me abrazaba por Paco? ¿Tanto, tanto tiempo? Respirábamos temblando, y creo que los dos decíamos «No, no».
De pronto, la carta, escapada de su mano, cayó al suelo. Profiriendo una leve exclamación de sorpresa, China se agachó a recogerla.
Sólo que para esto, para recoger la carta de Paco, hubo de aflojar el abrazo y separarse de mí.