1

Mi prima me llamaba «cafre-­poyoz-­bacalao-­pianista». Los orígenes de esa cuádruple injuria son tan remotos y oscuros como los de nuestras dos rabias, la que yo le tenía a ella y la que ella me tenía a mí. Cuándo y por qué se encadenaron entre sí las cuatro palabras, no sería ya posible determinarlo.

Cierto, aparte de los insultos sin más valor que el de insultos, todas las palabras encierran un filón insultante: a cielo abierto —cafre—, someramente enterrado —bacalao—, muy escondido —pianista—. Pero poyoz, ¿qué significa poyoz? ¿Sería acaso una palabra que yo pronunciaba mal de muy niño? No lo sé. Su sentido se pierde en la noche de los tiempos. La palabra debió engranarse un día de manera inopinada e inevitable entre cafre y bacalao, tal como en algunos blasones se han engranado aves negras o cardos entre armas y lámbeles; sólo que en estos casos ha habido siempre a mano un oráculo para descifrar lo indescifrable, y en el mío no.

Bien. Pasemos por alto lo que pueda significar poyoz; pasemos incluso —porque tampoco tengo una interpretación de esto— lo que de bacalao o de pianista pudiese ver mi prima en mí. Lo de cafre está a cielo abierto, y lo importante es que cuando ella me soltaba la andanada el efecto era demoledor. Iniciada la reacción con el «ca» de cafre, nada podría detenerla hasta que sonase el «ta» de pianista. No se trataba de un golpe, ni siquiera de cuatro golpes, sino de uno, dos, tres y cuatro sistemáticos y enloquecedores golpes. ¿No os ha encogido el ánimo nunca, desvelados una noche, la primera campanada de un reloj dispuesto a dar muchas horas?

No me detendré en los insultos que yo le dirigía a China. Vulgares, sin un adarme de creación. Eso: idiota, asquerosa. Sólo una vez creí haber dado con algo que valía la pena y el tiro me salió por la culata. China tenía un poquitín de bozo. En fin, veréis cómo no valía la pena: «bigote», decidí llamarle «bigote». Pero cuando se lo llamé ella sonrió, concentrándose.

—Sí, sí, bigote…

Qué cosa. Nunca he comprendido con precisión lo que quiso decir, pero cada vez que trato de bucear en mi pasado buscando el origen de la subyugación que ella había de ejercer sobre mí, es en esa frase donde veo el primer chispazo. «Sí, sí, bigote…» Me humilló y me inquietó.

Tampoco me detendré en mis botas, quiero decir, en el arma tradicional que dejaba a China con las espinillas marcadas mientras yo me alejaba pateando, azotándome las nalgas y resoplando, jinete y caballo a un tiempo, hacia el desván, a jorobar a Ra y a Milenio y a que ellos me jorobaran a mí.

Más atención merece la táctica del grano de arroz. Éste era mi gran recurso. Por más esfuerzos que haga no conseguiré expresarlo con modestia. Francamente: creo que aquello tenía un toque genial. Había un refinamiento oriental en esta táctica y hacían falta nervios de acero para desarrollarla. Un inconveniente: no podía ser empleada más que a horas fijas: las de las comidas. Y tampoco en todas las comidas; porque, claro, dependía de que nos diesen arroz (bueno, un fideo también servía). En un movimiento disimulado, que nadie notase, había de pegarme el grano de arroz cocido en la barbilla o en un párpado. Después, por un mandato telepático que no solía fallarme, había de conseguir que China, cuya silla se encaraba con la mía, me mirase. Nada más (nada menos). El grano se iba enfriando y comenzaba a cosquillear del modo más repugnante imaginable sobre el punto elegido de mi cara; pero si yo aguantaba el cosquilleo, concentrado como un haz de rayos a través de una lupa sobre la sensibilidad de China, el premio podía ser ver saltar a ésta como si toda ella fuese un petardo.

Servían la sopa. Sopa de arroz. Papá, por ejemplo, preguntaba si no estaba un poco salada. No, pues para la tía Matilde estaba sosa.

—¿Tú cómo la encuentras, Nicolás?

Éste recapacitaba en lo que ella había dicho.

—Saladísima.

Mamá ponía cara larga, porque era ella quien la había hecho. Catalina rompía una lanza en su favor y reñía al tío y a papá.

—Son ustedes muy tiquismiquis. Le ha salido muy rica, doña Elisa.

El tío rectificaba.

—Me va gustando. Riquísima.

La tía le preguntaba que por qué había dicho entonces que estaba salada.

Las cucharas sonaban en los bordes de los platos durante una pausa difícil. Papá hacía un esfuerzo por aligerar la situación. ¿A que no sabíamos quién iba a venir a vernos? No, no lo sabíamos. ¿Quién?

Era el momento de pescar de la sopa el grano. Me lo ponía debajo de la boca y, absorto en lo que decía papá, comenzaba a ordenar a China que me mirase.

Terrible: la coronela era quien iba a venir. Papá se la había encontrado al salir del Juzgado. No, no: no habían fijado ninguna fecha; papá había podido desviar el tema. Pero la cosa, antes o después, parecía inevitable.

Todo iba bien. El cosquilleo era ya casi intolerable, pero la mano crispada de China, escapándose del vaso al salero y del salero al cuchillo, me fortificaba.

La tía suponía que la coronela seguiría tan fea como de costumbre. ¿Fea la coronela? Mamá no creía que lo fuese; en realidad creía que de jovencita había sido muy guapa. Hasta el tío se ponía a considerar esta perdida posibilidad. Papá contenía un poco de risa, mamá insistía…

Atento ahora. El vaso, el tenedor, un plato: algo, lo que fuese, iba a volar contra mi cabeza, al tiempo que China gritaba:

—¡Mamáaaa!

Un «mamá» desgarrador que ponía en pie a todo el •mundo y que a mí me hacía agacharme, sintiendo cómo el proyectil me rozaba la cabeza. Y nadie sabía qué partido tomar, porque realmente yo, que no había hecho nada, me limitaba a enrojecer —de placer— ya resoplar con paciencia, y porque aquella ilusoria explicación de China sobre un grano en mi cara les inquietaba vagamente. Pero la abuela solía salir de su habitación al grito, y entonces China se refugiaba en sus brazos llorando, y la abuela, sin decir ni pió, me fulminaba con la mirada. Y luego se retiraba con mi prima. Lo cual ponía unas gotas de hiel en mi placer.

Nuestras rabias. Yo no recuerdo mi vida junto a China, antes de que mi enamoramiento adquiriese una tonalidad consciente —y triste—, sin aquellas dos rabias enzarzadas entre sí con el tiempo como dos enredaderas próximas, hasta no ser sino una sola e inextricable maraña.

De la humillación más amarga que yo sufría no podía objetivamente culpar a China; por esto era la más amarga. Venía durando ya tres años largos. Total, que en una época en que yo no había pasado de ser un canijo con voz de pito China había comenzado «a ser mujer». Bueno, ¿y qué? La tía había divulgado la nueva con secreteo y vanagloria.

—Habéis de saber que China ya es mujer.

A los mayores, a sus amistades, profundamente consciente de que era su propio ímpetu materno el que había conferido a la niña aquel rango. «China ya es mujer.»

—Lo dice como si ya fuese coronel —se había quejado papá por lo bajo.

Había dado, pues, comienzo la fase en que llegados ciertos días a China le dolían la cabeza y el vientre, y entonces los mayores le daban una tableta y la admiraban; la abuela misma la admiraba. Cuando me dolían a mí, me daban un laxante. En torno a ella había un humo de vergüenzas y acertijos (cuya clave, en opinión de los mayores, yo no acertaba siquiera a ventear; como si yo fuese idiota). En torno a los precarios hitos de mi evolución, en cambio, no había sino ignorancia. Hasta hacía casi tres años mamá me había bañado públicamente, por así decirlo.

—¿Quieres entrarme la esponja, China?

Aquella niña ridícula aparecía entonces en el cuarto de baño, yo creo que mirando con asco mi espinazo enjabonado.

—Toma, tía.

Yo era el hombre, sin embargo. Este grito ciego me hería por dentro, hasta forzarme un día a suplicarle a mamá que cuando ella me estuviese bañando no volviese a llamar a «ésa».

Mamá había estado a punto de reírse, pero de pronto se había puesto seria.

—Ni ésa, ni yo, ni nadie. De hoy en adelante te vas a bañar solo, como un hombre. ¿Qué se han creído?

Se me había ido un rato el habla de emoción.

Había comenzado también por aquel entonces un proceso singular. China no se atraía más que aspavientos de admiración. Las señoras decían «Pero, ¡qué pelo tiene esta niña!» y «Pero, ¿qué ojos tiene esta niña?». Era curioso: yo no veía entonces nada especial en aquel pelo ni en aquellos ojos, y las señoras me parecían tontas. Cuando lo veía, en el pelo y en los ojos y en toda ella, era cuando oía decir a los hombres cosas incomprensibles entre dientes. No los piropos —inocuos en su desvergüenza— que, por ejemplo, le decían a Catalina, sino cosas rezongadas con ira, como ayes o maldiciones. «Madre mía», a lo mejor, sólo. Silbidos breves, involuntarios. Y un caballero tan ceñudo y tan gordo como don Celso, interventor de arbitrios municipales o algo así, quien algunas veces venía a ver a papá y que siempre respiraba como dormido, hondo y lento y haciendo pasar el aire con fuerza entre los dientes, había mascullado un día lo más insólito: «¡Qué pocholada de nena!» (monologando, claro).

Pero quien me torturaba con mayor crueldad, más que nadie y más que todos juntos, era Paco Carbonero, el hijo de don Vicente, quien parecía insultar a China y le decía que se estaba poniendo bárbara.

Celos, en efecto.

Hasta el sinvergüenza del tío Nicolás tenía que decir algo.

—Eres peor que guapa, hija mía.

(La tía Matilde preguntaba en seguida con un mohín de celos fingidos que cómo era ella.

—¿Y yo, cómo soy, Nicolás?

El tío no le decía cómo era, y a todos nos entorpecía aquel pesado malestar.)

2

No cabe duda: la imagen de China estimulaba de una manera irracional a definirla; retaba. Pero casi tengo que reducirme de momento a la fugaz interpretación refleja que acabo de daros desde otros y al recuerdo de aquellas visiones superpuestas sobre su imagen de que os hablaba en el capítulo anterior. Todo intento de adelantaros su retrato se me deshace en balbuceos. Os estoy hablando con absoluta ingenuidad, sin ánimo de crear una nota de intriga. He emborronado varias cuartillas tratando de apresar su esencia y de distinguir entre los seres que se ofrecen en un retrato objetivo y los que no se dejan ver si uno no cierra los ojos, convenciéndome de que China era de estos últimos y sufriendo en el fenómeno de que apenas abría mis ojos me era imposible pintarla. Falso. Todos los retratos son subjetivos, todos son experiencia nuestra. Me he levantado, desalentado, he paseado arriba y abajo entre estas cuatro paredes. Adelantando hacia mis notas, retrocediendo; como podría hacer un pintor con sus apuntes. He procurado verlas con frescura, casi por sorpresa, en busca del movimiento que pudiera darles armonía y verdad. En vano. Todo el tiempo me ha estado empujando e incomodando una especie de ente forzudo que me desviaba de mí mismo: la idea de que, pareciéndome sobremanera importante daros con la mayor justeza posible ese retrato, era el cuidado mismo que ponía en ello lo que esterilizaba mi intento. Por fin he comprendido. No he sido en los demás retratos —llamémoslos así— que he venido dándoos menos fiel a sus respectivas imágenes, ni tenía por qué serlo. Lo que ocurre simplemente en el caso de China es que no existe tal retrato, sino una sucesión de retratos. ¿Quizá porque era tan joven, porque su imagen era necesariamente incipiente y se estaba haciendo en episodios? Creo que no sólo por eso; pero no importa ya. Lo cierto es que tratar de pintarla ahora sería volver al fárrago de notas —ya desechadas— y perderme y perderos en explicaciones anticipadas, incisos, excepciones y contradicciones; sería, poco más o menos, tratar de comprimir en un capítulo toda esta historia y ahogar la biografía —que es como ahogar una vida— de aquel momento definitorio de una familia; el momento que siento latir en mí y que no me dejará descansar hasta que logre sacármelo de mí.

No hay, pues, sino seguir con la historia. Sé que lo que más me perturba es lo que le oí decir de China a la abuela; necesito olvidarlo de momento. Voy a ver si lo consigo.

Parece inevitable que ahora os dé unas pinceladas sobre el aspecto real de China, pero antes quiero aclarar algo que viene preocupándome. Sólo una razón me fuerza a detenerme más o menos prolijamente en los «retratos» —por fin lo entrecomillo— de los personajes que por aquí desfilan: mi creencia en que la calidad distintiva de los rasgos físicos es su calidad psíquica. Sabido es que por mucho que hablemos otros y yo de retratos y de pintar, con palabras no se puede trasladar más que una impresión huidiza del misterio físico que cada persona es. Falta —faltará siempre— un elemento insobornable: el visual. Ya pueden parecer bien trabadas las palabras: la primera de ellas cuelga en todo caso del vacío y la cadena que le sigue es una ilusión. Ahora bien, la palabra —éste es su milagro— da los elementos invisibles del retrato pictórico con una prontitud que no cabe esperar del propio retrato. La palabra, invisible también, es nada menos que un trabajo realizado, pero ante el retrato hay que ponerse a trabajar (para ver lo que no se ve). Me arriesgaré a decirlo recordándoos un experimento por el que todos hemos pasado: el de la lectura de una biografía ilustrada con retratos fotográficos o pictóricos. Me atrevo a creer que todos experimentan la misma sorpresa que yo cuando, tras haber leído el análisis hecho por el biógrafo, vuelven una hoja y se enfrentan con la cara del biografiado (a menos que ya la conozcan, es decir, que ya hayan trabajado sobre ella). Me atreveré a más: esa sorpresa es casi siempre decepcionante. El lector se siente víctima de una broma muy sutil. Había sacado la entrada para un espectáculo y de pronto le piden que encienda las candilejas o que cargue con bastidores.

Bueno. Tenía China el pelo tan negro como su padre, y espeso y lustroso como un gato negro. Tenía los ojos tan grises como su padre, pero largos y ligeramente oblicuos —los de él eran horizontales— y con chispitas negras en torno a las pupilas. Un día, leyendo algo de Bécquer me encontré con la palabra que siempre necesité para describirlos: adormidos. Largos y adormidos.

Es seguro que las maldiciones y los silbidos de los hombres la sacudían, pero no se esforzaba por arrancarlos; andaba despacio porque no sabía andar aprisa y sin aquel contoneo reprimido que contradictoriamente parecía sugerido. Y por una chocante coincidencia, jamás consiguió, tal como le ocurría a la abuela, ir bien peinada (aunque la coincidencia terminaba ahí: las greñas de la abuela flotaban a los lados, la mirada de China se enfoscaba en la crencha negra que le caía por la frente). Una sombra de bozo, ya lo sabéis. La aspereza de aquella boca inmóvil y la ironía de aquella sonrisa ladeada. Y la compacidad y la suave redondez de toda mi prima. Me cuesta admitirlo, pero lo admitiré: no es imposible que la tía Matilde, aunque más bajita, hubiese lucido una figura muy semejante en su adolescencia; China tenía sus mismas manos, menudas, tiernas, y yo hallo que nada define tan bien un cuerpo como unas manos.

Un poco más. Todas las cosas parecían demasiado grandes para las manos de China. Un vaso, una fruta: nada se dejaba abarcar por ellas. Pero China bordaba primores y dejaba revolotear sus manos sobre el bastidor, inspiradas y libres, y uno creía que eran ellas solas las que atrapaban del aire juncos y aves y agua y los fijaban en el cañamazo. Ahora bien, esto era aproximadamente lo único que mi prima sabía hacer. No creo que hubiese leído un libro entero hasta entonces. Había ido un par de años al colegio, había tenido dos o tres profesores en casa. Estaba empezando a vivir el dulce ocio de una señorita bien de pueblo. Un año más, dos, a lo sumo, y presidiría con el ramillete alcidiense en las veladas benéficas del Teatro Nuevo.

3

Paco sólo aparecía por el caserón sábados y domingos; el resto de la semana lo pasaba en Valencia, donde estudiaba medicina. Unas veces venía a recoger a su padre, otras a esperarlo, otras a preguntar si estaba allí. La excusa del padre le servía de tarjeta de introducción. Luego ocurría que la tía le pedía que se quedase y que don Vicente no lo necesitaba.

—Yo tengo que hacer una visita. Quédate si quieres.

Paco quería.

Sábados y domingos sólo. Afortunadamente. Me destrozaban sus visitas, con serme grato él en sí mismo. La tía le consultaba sobre los dolores de China. Por alguna razón mórbida seguía halagándose en el tema y revolviéndose en él como una palomona en su nidal, y presentaba el fenómeno como un encanto privativo de su hija. En otras palabras, coqueteaba en nombre de ésta.

China se indignaba. Con tino.

—Cállate, mamá. Esto es una indecencia. Te callas o me voy.

—Pero tontita, Paco va a ser médico. ¿Tú ves, Paco? Es demasiado sensible, demasiado femenina.

Paco hacía el silencio levantando en el aire una mano profesional. Después escondía esa mano y la otra en los bolsillos del pantalón y, apuntando con la barbilla al techo, sin mirar a nadie —exactamente igual que haría uno de sus catedráticos—, hablaba del peligro de complicaciones terminadas en «itis» y recomendaba analgésicos terminados en «ina», y también en «ol», y sobre sus anchos hombros descendía una bata blanca de cirujano. Y de todo él manaba una atracción insuperable. De vez en cuando, mientras hablaba, se frotaba lentamente con el índice de la mano derecha la mejilla izquierda, y uno comprendía que la mejilla no le picaba y que Paco hacía aquello porque le parecía distinguido y desenfadado.

Había, con todo, un par de rasgos valiosos en la persona de Paco. En primer lugar iba a ser un excelente médico. Consciente, modesto y, éste iba a ser su gran hallazgo en la vida, enamorado de su profesión. Aquella música no estaba hueca. Era el molde donde, no teniendo nada que meter desde dentro, desde sí mismo, lo tomaba del medio que le rodeaba. Lo tomaba esforzadamente, con afán, y en día no muy lejano sería suyo por derecho propio. Se había matriculado dos o tres años atrás en la Facultad de Medicina como podría haberlo hecho en una Escuela Militar. Y habría sido igualmente, estoy seguro, un buen militar. Tenía por debajo de su tosquedad la sensibilidad suficiente para descubrir en un camino elegido a ciegas los encantos del camino. Personalmente creo que estos trabajadores sin el don de la elección, elegidos en rigor por su profesión, pueden ser óptimos (como creo en el caso contrario, el del profesional «nacido» para su profesión, que mira con pretendido terror otros campos, vive gozando con lo que su especialísimo trabajo le hace sufrir y se muere un día sin enterarse de que no llegó a ninguna parte).

Tosquedad. Le venía probablemente de su rama materna; don Vicente era a todas luces enteco y olía a escribanía. La incitante pugnacidad de aquella tosquedad domeñada en traje de señorito: éste era su segundo rasgo positivo, a duras penas discernible del primero. Por los puños de la camisa le asomaban a Paco dos recias muñecas, y sus manos eran duras y ásperas a despecho suyo y de su indudable pulcritud (nadie más limpio que el hombre del campo metido a hombre de ciudad, nada tan delator de rusticidad como esa obsesión de limpieza). Dos manos dispuestas a llenarse de nudos y callos al menor descuido de su dueño. Por debajo de la chaqueta le estallaba un cuerpo de mozo tirador de barra. Y áspera como las manos era la tez, enharinada aquí y allá en rodales apenas perceptibles, como de sal. La piel se le tensaba hacia las orejas, muy pegadas a la cabeza, y hacia abajo, hacia el fuerte cuello, estirándole las comisuras de la boca. El labio superior, arqueado y ligeramente picudo, no alcanzaba fácilmente el de abajo y descubría un poco los dientes. Tenía pelo de carnero, endurecido en rizos pequeñitos, y quizá cara de carnero, con el ancho caballete de la nariz casi como una prolongación en declive del plano frontal. Diecinueve años. No excesiva talla. Risa fácil y una soltura asombrosa para soltar desvergüenzas.

No era excepcional que me despreciase a mí mismo al descubrirme, en compañía de China y de la tía, admirando a Paco. Pero llegaba siempre un momento demasiado cruel, en que no quedaba espacio para aquella involuntaria admiración: el momento en que la tía los dejaba solos. Incluyo en esas situaciones de soledad las que me hallaban a mí presente también, porque a mí se me ignoraba como si yo fuese ciego, invisible e imbécil. Paco se desataba. Le retorcía las manos a China y reía con saña, levantando su labio arqueado y enseñando los dientes, y la doblaba hacia atrás y le decía que la iba a matar, «¡A matarrrr…!». Y ella lo insultaba gimiendo.

—Cobarde. Eres un cobarde y un salvaje.

Con odio dulcísimo, enredada la mirada en su crencha negra. La lucha se iba espesando hasta que ninguno de los dos podía ni resollar. Y yo terminaba por irme con las orejas ardiendo y un nudo en la garganta. Pero ninguno de los dos notaba mi salida.

4

Un día me vi en el lugar de Paco. ¿Cómo?

Era por la tarde. Ya había vuelto yo del colegio. Al azar, encontrándome en el cuarto de estar, me puse a mirar un bordado casi terminado de China. El bastidor estaba junto al ventanal. Un poco ladeado, de manera que la luz de la tarde pasaba rozándolo, sin detenerse en él. ¿Rosas? Se veía que no podían ser rosas y, a la vez, uno no podía ver más que rosas. Plata, azul, algún reborde de pétalo en negro. Entorné los ojos para que se borrase la trama y alargué una mano. Qué súbito todo, qué inexplicable. Al caer de una tarde cualquiera, sintiéndome un poco cansado. Me dio por tomar el aire de las rosas a puñados y por acercármelo a la cara. Olía a noche virgen y a rocío.

Tuvo que durar muy poco aquello. No pensaba en nada especial; por supuesto, no en China. Es posible que no pensara en nada, repentinamente traspuesto en un sueño diurno que sin lo que sucedió a continuación no habría recordado dos o tres horas después.

—¿Qué estás haciendo?

China a mi lado. Me despabiló una punzada de vergüenza.

—Cafre, poyoz, bacalao, pianista.

Claro, porque se sentía lisonjeada; esto era lo que ella no podía tolerarse con respecto a mí. Y esto fue lo que a mí más me hirió de su ataque. No me irrité, bajé la cara. China me miró con sorpresa. A la fuerza volvió a soltarme el cuádruple insulto. Y yo la ataqué dócilmente, sometido a las reglas de un juego. Raro. Levanté una bota sin ganas y fui hacia ella, me esquivó, se enzarzaron nuestras manos, caímos rodando por la alfombra. Le pegaba flojito, me daba no sé qué pegarle. Tan suave, tan mujer. Eso. Pero descubrí que se estaba riendo y aquello me espoleó y le pegué más fuerte; no, imposible fuerte. Y me atreví a decirle —no con palabras muy claras, pero me atreví—. «¡Te voy a matarrr…!», y a ella le dio más risa, y yo sentí cómo mi furia fingida se ahogaba en su risa como en un colchón blando, y luego cómo aquella ficción se convertía en una emoción oscura y, confiando en que China no lo notase, cómo mis golpes se cambiaban en caricias.

—Eres un cobarde y un salvaje.

Cerré los ojos para no caerme y me abracé más a ella. Lo de menos era que ya estuviese en el suelo; necesitaba no caerme.

Estaba debajo de China, y por los tuétanos se me entraban unas cosquillas que no podían acabar de brotar. Qué daño, qué alegría. Indefenso y feliz, esperando a que ella me retorciese como un trapo mojado.

Nos bamboleamos en nuestro amontonamiento, seguimos dando vueltas.

Era, con todo, una situación vaga; como una de esas polémicas violentas iniciadas al parecer por necesidad vital de los antagonistas, sin causa de polémica. Sólo al parecer: la causa existe, irreductible, y los antagonistas la identifican antes o después, asombrados. En nuestro caso yo no iba a tardar nada. En un movimiento de China, no sé qué demonios le pasó a su blusa que se descolgó por un hombro hacia atrás, o se le abrió, no sé, no importa, y yo vi, bastante bien vista, la sombra sedosa del vello de su axila.

Aflojé mi abrazo boqueando de admiración y de inferioridad. China me acechó, seria. Sus cabellos me rozaban la cara, sus ojos largos estaban tan cerca de los míos que yo hubiese podido contar sus chispitas negras.

Se desprendió de mí con suavidad y, aún arrodillada, comenzó a ajustarse la blusa. Sin dejar de mirarme un instante.

Tumbado como yo estaba, bajo el abismo de sus ojos y el moroso calcular de su parpadeo, me entró mucho miedo. ¿Qué había hecho yo? ¿Qué pecado había cometido yo? Tal era la pregunta concreta. Y absolutamente justa.

Lo pensó mucho antes de decírmelo.

—Te gusta, ¿eh?

Toma. La cabeza me dio un tumbo. Me gustaba, sí; pero, ¿el qué?

China se puso en pie.

—Lo que a ti te pasa…

Lobo se quedaba de aquel modo también, tendido a sus pies y con los ojos cerrados.

—Lo que a ti te pasa es que estás enamorado de mí. Y que eres un cochino.

¿Se iba? No, tenía que haberse ido ya, porque lo que estaba haciendo era volver.

—Pero te fastidiarás.

Seguí en el suelo. La sangre se me enfriaba aprisa. Igual que cuando, caliente y dormido, te despiertan arrancándote las mantas. Mi primer ridículo (el peor; lo peor). No pensaba en sus palabras, pero me angustiaba el peso de un presagio muy triste.

… Sí: sus pasos. ¿Cómo podía estar volviendo otra vez? Amenazando.

—Y escucha esto.

Me levanté y salí corriendo (sin caballo). Sus carcajadas me perseguían.

5

No me sorprendió verme junto al algarrobo borde. Había llegado a la escalera sin mi caballo, huyendo. Con mi caballo me habría podido remontar; siempre me remontaba. Sin él no podía más que bajar.

Había bajado, pues. Todo es muy claro. Había bajado y atravesado los bajos del caserón, encaminándome hacia el algarrobo borde. Ni adrede, ni por casualidad. Ejecutando sin pensar un movimiento armónico con la escena anterior y dando el único paso que después de ésta podía dar.

No, no me sorprendió. Estaba un poco impaciente, eso sí, deseando irme cuanto antes. No había llegado allí más que en un rodeo —lo sabía—, siguiendo una desviación forzosa en mi camino hacia el desván. Me dispuse a escuchar. Las panderetas, por supuesto. Ya lo sé, ya lo sé. El atento repiquetear de las algarrobillas. Más bien duro, y repitiéndose como una frase. ¿Una reprimenda? Las ramas desnudas temblaban a golpes con alterado pulso. Movían el aire. ¿Una de esas reprimendas que los chicos no comprenden, pero que escuchan para hacerse buenos? ¡Brrr…! (de ningún modo rrr…).

Bueno, bueno, ¿me puedo ir?

No quiero dar a entender que el árbol me hablaba, o, mucho más exactamente, que yo le entendía. En realidad él tenía siempre algo que decir. Yo había ido justo a no entenderle y resistiéndome a ir, pero sin dejar de poder ir. Acusado sin saber por qué, pero decididamente acusado, y curioso sin ver ningún interrogante: puro estado de ánimo: sujeto a un ciclo todavía dormido y vegetal que, sin embargo, contenía el dibujo preciso de mi vida, con la misma fatalidad con que el remolinillo de un desagüe contiene el girar de la tierra.

Pero, bueno, ¿me puedo ir?

Subí la escalera de puntillas y, al pasar ante la puerta de casa, me levantaron por el cuello de la chaqueta y llegué así, suspendido en el aire, al desván.

Me entonó al pronto reconocer mis antros. Pero Ra y Milenio, que habían salido a verme, huyeron de mí como si yo no les pareciese yo. Ra se hizo un lío en sus prisas y en su tela y cayó al suelo a trompicones. Una caída lenta y enredada, que previo y le dio tiempo de dolerse antes de llegar al suelo.

—Madre, qué golpe más amargo.

Dicho por el aire. Con susto, porque sabía que estaba gorda. Vi con indiferencia cómo cojeaba en su huida.

Me senté en el sofá destripado. Despectivo. Por mí ya se podían ir aquellos dos idiotas adonde quisieran. Para siempre.

Andaba por allí, por mis antros, una fuerza de desdén que yo no conocía apenas. Osada, antipática en su no requerida familiaridad. Nada menos que se me acercó y comenzó a tirarme de un pie, el de la pierna que tenía cruzada sobre la otra. Hala, arriba y abajo, como un péndulo. ¡Bueno, ya está bien!

Me levanté. ¿Ni una palabra, ninguno de mis mueblajos quería decirme una palabra? Abrí de un tirón el cajón donde estaba la carta de la tía Elvira, la carta que solía leer con simpatía y con pena, «… la Madre me ha guardado los pendientes. Los dormilones, no, los azulitos. Dice que son demasiado coquetos para mí. Lo que me tiene la Madre es tirria. Payá, que es una pelotillera, tiene unos igualitos y se los deja llevar. Le han puesto 10 en francés. ¿Hay derecho? Pero ninguna toca el arpa como yo. Lorenzo el organista dice que toco como un ángel y me va a traer unas canciones del siglo no sé cuántos, muy antiguo, desde luego, que él ha arreglado para el arpa y que dice que parecen compuestas para mí. Esto lo digo para que se entere papuchito…» Papuchito: el abuelo.

¡Qué ridiculez!

No, mentira. Un poquitín de simpatía y un poquitín de pena. Leí más. Devolví la carta al cajón.

Me senté de nuevo en el sofá. ¿Iban a desaparecer así, de repente, las maravillas tabuladas de mi niñez? ¿Las imprecaciones de Ra, las visiones del alma compartidas con Ernesto Padrón? ¿Qué había hecho yo realmente?

El reloj del campanario comenzó a dar horas. Antes de que terminasen las campanadas comenzaron las de otro reloj más distante, y luego las de otro, y las de otro. El atardecer se filtraba por la portezuela raída del palomar. Se acercó el aleteo de una paloma; se alejó.

Oyendo el irse de aquellas campanadas y el irse de aquel volar se me representó la cara de Ernesto Padrón. Lo veía en la ventana del salón de estudio. Castigado, la nariz pegada a los cristales y los ojos húmedos de tristeza. La ventana daba al Museo de Historia Natural, donde nos estaban haciendo cine (una vez al mes «Academo» alquilaba un proyector, se metían bancos en el Museo, se sumía en la oscuridad a la ardilla, la tortuga, el búho y el gato montaraz, y se nos maravillaba con películas en que veíamos a bandidos barbados colocando dinamita en un puente, trenes con locomotora de campana lanzados a su perdición, vaqueros galopantes y decididos a hacer inútil todo aquel empeño; y más cosas, que nos ponían calentura en los ojos).

Ernesto estaba solo. Desde su ventana podía vernos a nosotros, pero no la pantalla. Al principio había despreciado todo lo que ocurría al otro lado del tabique. Muy poco a poco, no obstante, oyendo el griterío y los aplausos se había ido acercando a la ventana, y transcurrido un rato su cara se había convertido en la cara de un pobrete suplicante.

Puede ser dolorosa la escena de un niño castigado. A veces lo castigan fuerzas ciegas; a veces lo castiga el que más manda (el director, el rector, el padre, el amigo mayor que caciquea al grupo). Puede darle angustia al niño oír el rumor lejano y feliz de los que, sin más, o porque lo ha ordenado el que más manda, se le apartan. Puede darle angustia verse solo, reducido a saber que sigue habiendo una intimidad poblada de seres inocentes y crueles, a la que no cabe más que mirar con la nariz pegada a los cristales, desde el frío de un cuarto. Luego, el descubrimiento de que, aunque intuya que su castigo es injusto, esa intuición no le va a ayudar nada, puede darle miedo. Y allí, sentado, tiembla y trata de adaptarse, por vez primera reflexivamente, al hecho brutal de haber nacido.

Lo habían castigado el día anterior. A escribir mil quinientas veces la edificante frase de «Por debajo de las tapias no se deben abrir agujeros» y a no ver el cine en dos sesiones; quizás en tres. Yo había estado ausente del colegio un par de días, malucho, y no presencié el hecho; pero cuando se descubrió todo recordé que llevaba más de una semana sin poder echarle la vista encima a Ernesto durante las horas de recreo. Todo ese tiempo él había estado trabajando como un negro. Al fondo del patio, junto a la tapia, aprovechando la cobertura natural que le daban un albaricoquero —los alcidienses dicen alberchiguero— y unos arbustos allí plantados, había iniciado la realización de algo muy extraño: un gran socavón, un túnel, más bien, que, arrancando del suelo, penetraba en sentido oblicuo hacia los cimientos de la tapia. Sus útiles habían sido un cuchillo y una gran lima oxidada. Ernesto había sido hallado por un maestro cuando reptaba para sacar tierra del socavón, en el que ya le cabía medio cuerpo.

Tras un silencio tenaz y nada humilde, a la insistente pregunta de por qué estaba haciendo el túnel y para qué lo quería había contestado que para escaparse.

—Para escaparme. Para eso quería el túnel.

—¿Escaparte? Pues, ¿no sales todos los días tranquilamente dos veces por la puerta para irte a casa?

—Sí, pero eso no es escaparse.

Un poeta, en suma.

(No un poeta de palabras terminaría siendo, pero sí un maravilloso pintor poético. El que, años después, hasta que lo mataron en la guerra, pintó esos cuadros «de huida» —su motivación insistente, con hombres y mujeres que necesitan huir sin saber hacia dónde, como certeramente ha señalado un crítico— que cada vez se valoran mejor.

Nos habíamos vuelto a encontrar en la Universidad, transcurrido un siglo desde los días de «Academo».

—¿Usted es…?

Nos habíamos abrazado, rojos de emoción y de vergüenza por haber utilizado el «usted».

En nuestra guerra lo mataron; en la guerra que los españoles, excluyentes y solitarios, llamamos nuestra. De nadie más. Que no nos la toquen. Como decía mi padre, ya muy viejo: «Que no nos vengan los antropólogos del norte a gibarnos hablándonos de nuestra guerra y de nuestra tierra de contrastes». Y también: «Sólo nosotros podemos odiar y amar nuestra guerra y, por tanto, entenderla». Esto de los «antropólogos del norte» llegó a obsesionarle. Me he estrellado siempre al tratar de determinar hasta qué punto era justo; yo creo que es imposible valorar los aciertos o los fallos intelectuales del propio padre. En sus últimos años, encaramado a una atalaya desde la que disparaba conclusiones sin preocuparse demasiado de si tenía o no munición de razones, hablaba, refiriéndose a nuestra guerra, del «precio de fuego» que pagamos tardíamente por no haber entrado en la primera de los demás y anticipadamente por no haber entrado en la segunda de los demás. Con las consecuencias y los privilegios indelebles —tal era su idea— de esa inmolación y de esa doble abstención.

Pero me he ido muy lejos del desván.)

Los aletazos de una paloma volvieron a rozar la portezuela, pero no vi con lucidez hasta que sonaron otra vez. Miré entonces la portezuela: ¿y si…? No, pues no era ninguna tontería. ¿Qué placer podría compararse al de liberarse de uno mismo saliendo al espacio abierto, cerrando los ojos a la delicia del viento? Escaparse. Sentí gratitud hacia Ernesto. Y su compañía. Como cuando en el libro más inesperado uno reconoce de pronto la idea clara que, sin tener nada que ver con uno, le saca de su encrucijada.

El palomar estaba en desuso desde la muerte del abuelo y nadie debía abrir aquella puerta. Era una prohibición tácita y fortísima. Justamente. Perfecto. ¿Cómo, si no, podría haber escapada? O eso o regresar a mi angustia, bajar a casa, enfrentarme con… Abrí la portezuela de un tirón.

La madera crujió. En la cara me dio un golpe de luz y de aire fresco. Me pasmó encontrar tan a la mano, tan grande el reloj del campanario. Y cúpulas y tejados y azoteas y chimeneas blancos, azules, ocre. ¿Era posible que, vista desde lo alto, Alcidia fuese tan absolutamente distinta de la Alcidia de allá abajo? Salí y, bajando dos o tres peldaños de listones, me metí en el palomar. Una especie de compás de alivio.

Pero no me sentí a gusto en aquella jaula grande y complicada. Estaba demasiado desguarnecida y vacía y era demasiado frágil. Tuve la impresión molesta de que se me veía por todas partes. Y apenas si me moví, temeroso de que el armatoste se me desastillase encima. El enrejillado de madera tenía moho y palomina, y en los nidales vi plumón y cascarones. Y en uno de ellos, algo tentador: un trozo amarillento de periódico.

Hubiera sido una buena adquisición, me habría encantado leerlo y descifrar su época. Llegué a rozar con la mano el ponedero, empinándome sobre las puntas de los pies. Pero entre mis contorsiones y los bandazos del viento, aquello se bamboleaba como la barquilla de un globo. De manera que retrocedí prudentemente y gané otra vez la portezuela. Pero sin entrar en el desván miré el tejado, del que me separaba un salto de un metro. ¿Qué tal estaría…? No terminé la pregunta. Me empujaron, salté y caí de pie en las tejas. Miré atrás con recelo, pero no vi a nadie.

Aún iba a gozar de otro compás de alivio. Y van dos. En efecto. A lo que yo había salido era a matarme. Sin confesármelo, tal como hoy sigue ocurriéndome con algunas de mis decisiones graves. Pero la escena era arrebatadora. Di unos pasos por aquel difícil suelo de surcos y caballones. Comencé a identificar cosas y lugares. Fascinante. Aquello tenía que ser la Costanilla de las Ánimas y aquello otro la del Mercado. Allá estaba el Ayuntamiento y más allá la alhóndiga, y más acá el ábside de las Clarisas. El Buen Pastor, el camino de Las Casas. Pero había también perfiles y moles que no pude reconocer, en parte porque la anochecida me impedía ver bien.

Merodeé. En un canalón había una pelota de vaqueta, comida del sol y de la lluvia (no sé, yo creo que olía muy bien). El esqueleto de un pájaro. Feísimo. Cascotes. Latas oxidadas.

En un tejado, además, hay siempre algo misteriosamente extraño al curso paciente del mundo; aerolitos desprendidos de una órbita ilógica y ciega que van a caer a los tejados. Una muñeca. Un sable. En mi caso, media bicicleta; la mitad delantera, con manillar, timbre y una rueda. ¿Quién hubiese podido situar en el tejado del caserón, alejado de toda otra vivienda, media bicicleta? ¿Quién sino ella misma, cargada de un ímpetu centrífugo que la desgajó de aquella órbita?

La toqué con cierto sobrecogimiento y me llené de herrumbre la mano y de lástima todo yo.

Adiós.

Me acerqué al alero posterior. Los árboles del huerto se achaparraban al fondo. Los frutales estaban inmóviles, pero el algarrobo borde tenía una trágica animación. Sus ramas se retorcían, arraigadas y sin poder escapar, sus numerosas manos se abrían y se cerraban. Dejé de mirarlo. Los otros árboles, la tapia, el cobertizo de las gallinas: todo estaba hondo, y todo, ante la mirada fija taladrando la penumbra, se esfumaba y reaparecía. Lejos, el cementerio, menudo como una maqueta, se esfumaba y reaparecía también. Así debía ser el morir. Un ver de formas yéndose y volviendo a bocanadas, hasta cristalizar en un hielo de luz, como unos ojos abiertos.

El cementerio. Me resbaló una bota y caí de espaldas sobre las tejas. El pie colgaba fuera del alero. Me pegué con todo el cuerpo a las tejas. La bota me había resbalado como si realmente la hubiese impulsado yo. ¿Qué placer podría compararse al de salir al espacio abierto, liberándose de uno mismo? Un sudor fino me mojaba las palmas de las manos. El cielo me envolvía la cara. El otro pie me resbaló fuera también. Un segundo más, un instante de elevación y yo volaría en un remolino, como una hoja mojada.

Pero el morir y el matarse son dos cosas totalmente diferentes. A mí se me presentaron como dos flechas divergentes, tendiendo desde un punto de confluencia —la muerte— hacia lo bello y hacia lo repulsivo respectivamente. Sentí esa divergencia a través del dolor que me desollaba los codos y las manos engarfiadas, sujetándome de una manera inverosímil. Supongo que no, pero no sé con certeza si llegué a encontrarme todo yo en el vacío, cayendo, ni hasta qué punto fue real aquella impresión de que las ramas del algarrobo borde me habían rechazado con fuerza y suavidad, y de que la llamada de mamá me había izado. De pronto me vi seguro, con ambos pies apoyados en el canalón, reptando tejas arriba y desollándome vivo. ¡Vivo! Cerré los ojos, salvo y agotado, y me quedé un rato de bruces, descansando y alejándome de aquel cielo tan húmedo, tan próximo. Y oí «otra vez» la voz de mamá:

—¡Gabrielitooo!

¿Otra vez? Me escalofrió esta confirmación y me dio asco lo que había comenzado a ocurrir. No miedo. Asco infinito.

Y para ahuyentarlo me erguí y volví a la vertiente delantera del tejado.

Ya no era sólo mamá; papá me llamaba también. Y Catalina.

Me senté. Detrás de dos o tres ventanitas, no, de diez, veinte, cien ventanitas se encendían luces como ascuas. Alcidia, tendida a mis pies, era un murmullo sumergido. Traqueteo de carros lejanos. Nuevas campanadas en el reloj de la iglesia enlazándose, como antes, con otras, y con otras, de aquí y de allá. Un silencio limpio.

Más llamadas. De Lobo también, algunas veces al unísono con Catalina, silabeando mucho.

—¡Ga-brie-li-to!

Descubrí que tenía cascotes al alcance de la mano y me puse a arrojarlos con amargura. Las voces se oían ahora dentro del caserón. ¿Discutían? Habría frases de exagerado enfado, tratando cada cual de ocultar su preocupación. Y China presenciándolo todo. Papá estaría acusando a mamá de que no me vigilaba bastante, la abuela a papá. Delante de China. Chillidos, portazos. Por poco que fuese, algo tenía que asustar todo aquello el corazón de China. Un delicioso calorcillo de interés por la vida me invadía.

Me levanté. Me senté.

Una cosa era imperativa: no regresar jamás a casa. Por lo menos, no regresar hasta media noche, que era casi tanto como jamás. Mi ausencia había de ser larga para que gravitase sobre China hasta hacerle sentir curiosidad primero, luego impaciencia, y luego ya veríamos qué.

Carreras, nuevas llamadas, consternación desenmascarada. Pero todo sonaba ahora como un río dormido que nadie pudiese oír.

«Lo que a ti te pasa es que estás enamorado de mí y que eres un cochino.» Me oprimí con los puños las sienes. China había querido decir «… enamorado de mí porque eres un cochino», y así se lo entendí.

Apretados en una almendra, mi primer amor y mi pecado original. Los míos, de nadie más, llegados ya para henderme como un día me llegará la muerte mía.

Es fácil, hablando, distinguir ese amor de ese pecado, pero sintiéndolos son indisolubles. Se les siente como un solo desgarrón en la inocencia.

Duele, ¿eh? La diafanidad del uno es el légamo del otro, y el otro y el uno son la misma pureza impura o la misma purificada impureza, y el peso del pecado da fuerza ascensional a ese amor, que paga su primicia haciéndose triste ([1]).

Necesitaba caminar. Despacio, para pensar. Tanto lo necesitaba que me levanté y lo intenté. ¿A ver? Un pie aquí, el otro allá, cuidado, venga, un poquitín más…

Absurdo. Entre la oscuridad y los surcos de las tejas aquello era pasar la maroma. Cada paso me costaba un siglo, y en aquella cimbreante conservación del equilibrio los pensamientos se me derramaban como agua, como agua que llevase en una vasija.

Me senté, pues, de nuevo.

Cochino y enamorado. Eso. Pecado y amor, dolor, lástima de mí mismo.

Pero tardaba en aquietarse el agua de mi vasija, tardaba yo en volver a ver bien la imagen que reflejaba.

—¡Ga-brie-li-to!

¿China también, en el coro vociferante?

Sería fenomenal. Madre mía, sería fenomenal. A ver… ¿A ver?

—¡Ga-brie-li-to!

Como si me obedeciesen.

¿China también? Sonrisa de incredulidad, que es la máscara de la credulidad. Suspiros. Otra sonrisa, negando con la cabeza.

—¡Qué va!

Y así, sonriendo y negando, volví a encontrarme.

Eso, la herida recién abierta de mi pecado de amor. Era lo que me había dejado hecho un guiñapo a los pies de China y lo que luego me había hecho sentirme castigado y alejado de mis entes inocentes y crueles. Y lo que me había llevado casi al suicidio había sido el sentimiento desorbitado de mi culpa y algo muy sucio y muy vulgar (que en aquella ocasión siguió felizmente desprendiéndose de mí, tras haber comenzado a desprenderse cuando, por vez primera junto a la abuela y el algarrobo borde, la percepción de mi mal gusto me había fastidiado tan agudamente; pero me faltaba aún mucho para verme por completo libre de ello).

Cochino y enamorado. Sentado en las tejas di vueltas entre mis manos a las dos palabras indisolubles; como si diese vueltas a un cristal bajo las primeras estrellas de la noche. Hasta que les arranqué un destello noble, que vino a dejar en la oscuridad mi vergüenza y a redimirme, si acierto a decirlo, con una luz de confortable melancolía. Qué linda estaba China. Qué linda y qué dulce con aquel manto sobre la cabeza, enmarcándole la cara. Un manto de rosas azules y plateadas, con algún reborde negro en los pétalos. Y China estaba contenta; también estaba contenta.

Pese a todo lo cual las tejas me daban muy duro asiento y la noche estaba fría y yo me iba quedando entumecido. Además, ¿a qué ridícula velocidad se mueven las saetas de un reloj de campanario? La esfera iluminada flotaba en la noche. ¿Burlándose? ¿Decidida a que la media noche llegase con mayor lentitud que cuantas han llegado al mundo?

Muy bien. Era lo que me convenía. Que tardase.

—Gabrielito.

No, no, la voz había sonado en mi más áspera realidad. Más que sonar había caído sobre mi cabeza, tan inesperada y casi tan pesada como una piedra llovida del cielo. Era, en fin, que la abuela, asomada al palomar, acababa de llamarme. No me había gritado, sino hablado, y esta misma suavidad fue la que me heló de espanto. De manera que, sin aliento para erguirme, gateé hacia la portezuela.

La abuela me ayudó a entrar. La estudié a hurtadillas y ella desvió la cara. Pensé que lo mejor sería sonreír también. Un error, claro. La abuela consiguió empalidecer y se convirtió en un garabato de reproche.

—¡En mis días! ¡En todos mis días!

Y después, mientras bajábamos la escalera:

—No busques tan lejos, hijo. Mira de no soñar y de ser un hombre.

Me detuve interrogándole con la mirada. ¿Qué quería decir? ¿Qué sabía ella? Pero mientras yo me disponía a preguntarle eso, una asombrosa frase, autónoma y llena de virginal estupidez, llegó a mis labios y se salió sola.

—Abuela, es que ahí hay media bicicleta.

Nos miramos ella y yo perplejos. Pero la tía Matilde, que subía a nuestro encuentro, gozándolas, transformó toda la situación.

—¡No me digas que estaba en el tejado!

La abuela no se lo dijo, porque no podía dar alas a aquel horror, pero tampoco dijo que no, porque no podía mentir. Se limitó a cerrar los ojos. A cuyo gesto la tía repitió varias veces «¡Oh, no!» y se lanzó escaleras abajo con el notición.

En el guirigay que se armó distintas voces exclamaron por turno:

—¿En el tejado?

—¡En el tejado!

—¡No! ¿En el…?

Con rica variedad de inflexiones.

En cuanto papá me vio aparecer soltó una risotada teatral y como de dolor, en las que era maestro.

—¡Hola, aquí está el caballerete!

Y se vino contra mí como un toro.

Me escabullí, tropecé con cuerpos semitronchados entre los cuales Lobo brincaba con indignante regocijo, repitiendo algo que habría aprendido de los golfos de la calle:

—¡Pero qué cachondeo! ¡Pero qué cachondeo es esto!

Me metí en mi cuarto. Ya le ajustaría yo las cuentas.

Fuera, atracándose de drama, papá forcejeaba con la abuela.

—Déjeme, apártese. ¡Se lo ruego! ¡Se lo ordeno!

—Quita allá.

—Pero, ¿es que no ha de poder un padre matar?

Me zambullí en la cama sin desnudar y me tapé cabeza y todo. Por entre la sordina del embozo oía a mi padre hablar de dolos y felonías.

A poco giró el pestillo de la puerta. Tragándome hasta el estómago el pavor respiré como dormido.

—¿Verdad que no lo volverás a hacer, hijito?

Sí: mamá. Hipando.

—¿Es que no quieres a tu mamaíta?

Me reventaba tanto diminutivo. Saqué la cabeza, bufando, y volví a esconderla: junto a mamá estaba Catalina, divertidísima, y detrás de ésta estaba China, con sus ojos largos redondeados por el susto.

Llegó también la tía Matilde. Traía un tazón de tila para mamá y otro para ella. ¿De dónde habría sacado tiempo para hacer tila?

—Toma, Elisa. Esto te hará bien. Yo estoy que no me tengo.

—Gracias, Matilde.

—¿Quieres tila, hija?

China contestó con un gesto de extrañeza, que le agradecí y que me ofendió.

—¿Quieres tú, Catalina?

Catalina dijo que no le gustaba la tila. Mamá empezó a sorber y la tía a suspirar y a explayarse con voz quejumbrosa.

—Las piernas me tiemblan aún. Cada vez que lo pienso… ¡Jesús, si se llega a caer!

Catalina dijo que no veía por qué me tenía que caer y mamá les pidió por Dios a las dos que se callasen.

—Oh, sí, callemos. ¡Chiquillo, chiquillo! ¿Te das cuenta de lo que has hecho? No, tú no te das cuenta. Has podido resbalarte, caer…

Mamá estaba comenzando a llorar y la tía no cesaba de querer callarse.

—Nada, callemos. Para qué seguir. Pero, además, ¿no nos oías? ¿No nos oías llamándote? No digas que no.

Apreté los puños, los ojos, los dientes.

—¡Vete a la mierdaaa!

Acudió la abuela. Acudió papá, centelleante. Acudió el tío Nicolás y se quedó contemplando el grupo con sorna. La abuela despejó la situación sacándolos a todos en un montón. Cuando se iban, papá decía con una voz llena de gallos que ya le daría él «a ese bergante».

Silencio. Mucho rato de silencio. Llegué en aquella quietud a intentar olvidar todo lo que había ocurrido. Había momentos en que lo conseguía. De pronto me volvía a la sangre el revuelo de los gritos y cambiaba de postura. Comencé a desnudarme sin salir de entre las sábanas.

Se abrió la puerta una vez más. La abuela. Con una bandeja cargada de cosas y una cara terrible.

—Siéntate.

Me senté. Cené mucho, seguro de que esto aplacaría algo los ánimos.