Afuera seguía lloviendo mansamente. En el cuarto de estar hacía calorcillo. Se escuchaba el tic-tac lento del reloj de pesas y el blando golpear de la lluvia en los árboles y en el tejado. Mamá cosía, la tía Matilde y China ovillaban madejas para tejer. El tío, repantigado en la tumbona, fumaba y leía. Papá dejó la baraja, se acercó a la chimenea, comenzó a hurgar con los morillos y el fuelle.
—¿Añado un sarmientito?
Se volvía loco por añadir sarmientitos. Pero mamá y la tía estaban realmente sofocadas.
—No, Gabriel, Por Dios. Nos vamos a achicharrar.
Se estaba bien allí. Era una de las primeras lumbres del otoño. Tan maja, tan cuajada. Y fuera, lloviendo. Se sentía el caserón. Hay casas que se sienten, hay casas que no existen. Algunas gentes las hacen bien, otras no pueden hacerlas. Se tiene o no se tiene esa habilidad. Sabe ayudarse de los principios morales y del dinero, pero ni lo uno ni lo otro constituye su esencia. Es, en fin, un don menor y muy concreto y estimable. Hay ricos cuya casa no se siente jamás, hay personas decentes con una falta total de gracia para hacer la casa, hay sinvergüenzas que saben rodearse de una casa honrada, deliciosa, sólida. El caserón era un maravilloso acierto. Sentía uno aquel espacio artificial aislado como en un cuento, sólo para que la lluvia batiese en sus ventanas sin poder entrar y para que el viento llamase a la puerta sin poder entrar. Se rebullía uno de alegría viendo cómo el techo y los muros protegían el artificio contra el mundo amorfo —e indispensable—, y cómo maduraba su tiempo almacenado, guardado con los muebles y opuesto al tiempo sin hacer del mundo. En la bodega había vino y, no menos sorprendentemente, de los grifos manaba agua, la leña ardía sola y la luz sabía por dónde penetrar cada día. Y al pasar de unas habitaciones a otras se atravesaba un libertad acotada, tan rica que uno podía prescindir de partes de ella cerrando puertas, tan dócil que se le oía siempre esperando al otro lado de las puertas. Y al acostarse, uno comprendía que estaba fuera de la noche porque el caserón estaba dentro de la noche, y aquello daba sueño y humildad. El abuelo había puesto los cimientos, las paredes y el techo, y, qué duda cabe, el dinero, y la abuela ponía el vino en la bodega y la harina en los trojes y el tiempo en casa. He podido describiros minuciosamente el salón porque me encontraba tan fuera de él como las visitas para las cuales estaba hecho, pero no podría descomponer el caserón, y mucho menos el cuarto de estar, en platos de pared, cuadros, sillones y recuerdos, como no podría descomponer un cuento en palabras.
Se estaba allí como en el seno de una familia, aunque en realidad había dos: la de los tíos y mi prima, China, y la de mis padres y yo. China —Marina era su nombre, la llamábamos de aquel modo por una de esas cursilerías de familia— tenía cuatro años más que yo: dieciséis. Mamá me dio la merienda. ¿Era indispensable merendar? ¿Todas, todas las tardes? Pan, miel, mantequilla. Café con leche. Lin, tilín, tilín, tilín. Basta. Lo mejor es dejar un poso de azúcar para el final.
—Niño, no te encantes. Come.
Catalina llamó a Lobo desde la cocina y Lobo fue contento. Como siempre que iba hacia ella (y hacia su comida). Pero para esto hubo de pasar junto al tío Nicolás y, como antes, dio un rodeo de huida.
Jamás había visto que el tío maltratase, acariciase o hablase a Lobo. Pero a mí mismo, ¿de qué otro modo me trataba a mí? Y a papá, a don Vicente, a la abuela, a la tía, ¿de qué otro modo? Solía sonreímos subiendo su ceja displicente y mirándonos con aquella mirada fría que le enfriaba a uno hasta el hueso (y a Lobo, más indefenso que nadie, más que a nadie). Sólo a China, a quien posiblemente amaba, la miraba de una manera excepcional; quiero decir haciendo excepción de sí mismo, no de ella: no parecía él, no parecía malo entonces. Pues aunque tampoco miraba a Catalina y a mamá con frío, seguía siendo él mismo ante ellas.
Era el tío un hombre esencialmente falso; con una imagen aparente, equívoca para los demás, y una imagen real falsa en sí misma. Quizás en todo ello no hubiese más que el resentimiento del hombre de origen modesto, en cuya entraña, no tan infrecuentemente, el efecto suplanta a la causa para siempre; el resentimiento de ese especial pobre que puede llegar a hacer dinero, pero no a dejar de ser resentido. Lo cual carece de arreglo. Así, en la dramática superposición de sus dos imágenes hubiese podido pasar, de tan silencioso, por discreto; pero no era sino un fisgón y un envidioso, que había vivido calculando fortunas ajenas y contando las judías que a los demás les caían en el plato. Era también un vago, pero un vago inferior, sin reposo, con la inactividad turbada por el tejemaneje de su ambición. Y era un cínico, pero un cínico inferior, sin la timidez necesaria para ser un gran cínico.
Bueno, ya lo he insultado bastante. Pero quien crea que mi pintura es parcial —y eso que yo soy de lo más parcial, a Dios gracias—, que piense en los rodeos que daba Lobo, puro como la luz del día, cada vez que se tropezaba con él.
Aunque para rodeo el que tuvo que dar dieciséis o diecisiete años antes el abuelo, que no paró hasta el otro mundo. Allá se fue, atragantado por la boda del tío Nicolás y la tía Matilde. Sí, ya lo sé: el abuelo tenía trombosis coronaria; pero, ¿cuántos años no habría vivido quizá sin aquel soponcio?
Y es que creo que en cosas de honor no había quien le ganase al abuelo. Lo diré ya: China había nacido a los cinco meses de casarse sus padres.
Supongo que al conocer el estado de su hija el abuelo hubo de quedarse, antes que dolorido, patitieso de asombro: era un mentís demasiado rotundo a la infalibilidad de su recta educación. Supongo que al estupor siguió el dolor de aquel padre bueno y, dado su genio corto —milimétrico, creo—, que la tormenta de repudiaciones y desmayos que siguió fue de espanto. Seguro que gracias a la serenidad de la abuela a esto sucedió una fase más alentadora: había que ver y salvar hasta donde pudiese ser salvado; había que buscarlo a «él» y forzarle a lavar la afrenta, llevándolo de la oreja al altar. El tiempo volaría después con rapidez benevolente. La pareja podría pasarse una larga temporada en Madrid, por ejemplo, no, más lejos, en París, para regresar con un rorro que ante las amistades tendría un número vago de meses. «Él», además —y ésta era la gran esperanza, la que en verdad mitigaba todos los dolores—, no podía ser sino uno de los Laín, o de los López Fuster, o de cualquiera otra de las familias bien que las niñas frecuentaban. En suma, cabía considerar el tropiezo como una ligera broma del destino previsto o, más bien, como una carrerita presurosa del destino previsto.
Pero no. «Él» resultó ser Nicolás; Nicolás Peris, desdichada, simplemente. No uno de los López Fuster, sino el hijo de un administrador de éstos.
Todo había ocurrido en Valencia, cuando aún los abuelos vivían allí. Era la época en que sus niñas polleaban, paseaban por la Alameda e iban a reuniones, perseverando por el laberinto que les trazaba la obligación de buscar marido. Se daban pequeñas fiestas en distintas casas, y en la de los abuelos también, y había aquí y allá, cuando llegaban los momentos señalados, bailes de máscaras, de Noche Vieja, de presentaciones en sociedad y de cumpleaños; pero donde más gustaba de reunirse el círculo juvenil —un delicioso cogollo provinciano, esto es, universal— era en la espaciosa casa de los López Fuster, progenitores de seis herederos millonarios, solteros y cretinos. Algunas cosas las adivino, otras me las contaba mi madre.
—Eran reuniones muy inocentonas. Una chica u otra tocaba a veces el piano, se bailaba un poco, jugábamos a prendas y a adivinanzas, y tomábamos chocolate y anisete.
Jugaban también a despropósitos y a «De La Habana ha llegado un barco cargado de…» y al Juego de la Oca. Las mamás verificaban por el rabillo del ojo, desde una sala contigua, los progresos y los patinazos de sus respectivos retoños, y los retoños reían como ángeles, y —no sé por qué me figuro esto— al jugar a despropósitos se decían barbaridades al oído, y el tablero de la Oca era como un símbolo del laberinto que todo el mundo había de recorrer, probando y volviendo a probar sin desmayar ante retrocesos ni parones.
Sé que uno de los jóvenes López Fuster estuvo a punto de naufragar en el dulce remanso de la tía Elvira. Pero cuando ya el mozo burbujeaba, la tía Matilde le pegó una patada al tablero de la Oca y lo desbarató todo, haciendo huir, espantados, a los seis herederos y a sus progenitores, y llenando de fruición para una larga temporada a los demás retoños y a sus mamás. Pues hete aquí que también en aquella casa solía encontrarse Nicolás. (El padre de éste, como he dicho, era uno de los administradores de la familia. Tenía el despacho en la misma finca de sus señores y se llevaba allí a su hijo, en un intento por iniciarle en algo.) Nicolás no tomaba parte en aquellas reuniones, claro; hubiera sido inconcebible. Pero, sí, estaba en la casa. Así es cómo Matilde lo conoció y cayó.
Es un decir: cayó. ¿De dónde? No de la higuera, ciertamente; en la higuera permaneció toda su vida. El tinglado estaba, a pesar de todo, perfectamente montado para poder idealizar un desliz apasionado, protagonizado contra viento y marea por el pretendiente pobre y la joven rica y loca de amor. Ni a ellos se les ocurrió esta justificación; no la necesitaban. Él debió encender un pitillo después, satisfecho, con el aire de quien acaba de falsificar hábilmente una papeleta de examen. Ella, transportada por su escalofriante insensibilidad mucho más allá de la pasión y de la contención, no debió experimentar pérdida ni ganancia alguna. Acaso sólo el abuelo, en su afán de perdonar a la hija, aceptase aquella idealización. Pero, qué digo; no, no. Cuando el abuelo identificase al burlador tuvo que sentirse enfermo de gravedad en el acto. Ni siquiera le serviría para descargar de culpas a la insensata Matilde el verse ante un joven extraordinariamente bien parecido, un tipo alto y moreno de ojos grises. Cuando debió ver —informado, estoy seguro, por el soplón bienintencionado que nunca falta en estos casos— que Nicolás era blasquista. De los de Blasco Ibáñez. De los que andaban a palos en los Rosarios de la Aurora y en las broncas callejeras entre sorianistas y blasquistas. Dicho brevemente: uno de sus enemigos.
Rápido, con la ira ardiente de un vengador, el abuelo se había ido a Nicolás, exigiendo la reparación. Y entonces había ocurrido lo más lamentable: Nicolás había declarado que no deseaba otra cosa que casarse. Lo cual apuntilló al abuelo, creo yo, como creía la abuela. Si Nicolás se hubiera resistido, el abuelo habría hallado una razón para sobrevivir al descalabro: la guerra contra la ofensa. Hubiera sido como una sublimación de sus pugnas políticas. Pidiendo perdón a Dios cada vez que lo pensara, hubo de repetirse que aquel granuja lo había reventado con avenirse a la solución cristiana del asunto.
Cayó en la cama. En los delirios de su desmoronamiento tuvo que oír charangas y hasta que leer epigramas de sus enemigos. En fin, la humillación no era bocado para él; se le había de atragantar. Y aunque asistió a la boda —preparada con sigilo y celebrada en Valencia, desde donde se trasladó la familia a Alcidia, ya para siempre—, no llegó a conocer China.
Nunca me lo dijo la abuela, pero me consta que en su interior censuraba al abuelo por no haber sabido superar con más entereza aquella amargura. Mi convicción nació de su actitud. Había vivido enamoradísima de su marido. Secamente, por supuesto, y sin «roncerías» (palabra muy de ella: «No me vengas con roncerías»), Pero había hallado su muerte exactamente superflua. Más de una vez la vi, cuando desempolvaba los retratos del salón, dar un plumerazo irritado a su difunto y alejarse de él rezongando maullidos despectivos. No, no creía que hubiese muerto sólo de trombosis coronaria.
La primera vez que oí estas dos palabras me parecieron hermosas e importantes; dignas del abuelo, el cual, como papá estaba explicando, había fallecido a causa de ello.
—¿Y qué es trombosis coronaria?
Pareció que mamá se escandalizaba.
—¡Niño!
—Deja al chico. Mira.
Coágulos. Presión, obstrucción. Vasos.
—¿Qué vasos?
—Vasos sanguíneos. Los conductos por donde circula la sangre.
—¿Y por qué se han de llamar vasos?
—Porque… No me interrumpas.
Las arterias y las venas del corazón, que eran vasos, se llamaban coronarias. ¿Por qué? ¿Y por qué se formaba un coágulo? ¿Y de dónde salía la palabra «trombosis»?
No es que me sonase a mentira; es que las palabras dejaban de parecerme hermosas e importantes. Conque me fui a la abuela.
—¿Qué es trombosis coronaria, abuela?
Ella estaba leyendo su breviario. Bs, bs, bs, bs. Percibí su tensa irritación, pero me hice fuerte y comencé a irritarme también. ¿Por qué había de ser insustancial mi pregunta? Veríamos quién podía más.
—Abuela, que me digas qué es trom…
Me cortó levantando la cabeza. Se caló las antiparras.
—Vanidad, hijo, vanidad. Anda, huye con tu madre.
Volvió a bajarse las antiparras y siguieron sonando los cañamones.
Yo entendía a la abuela con una especie de encantamiento: sin esfuerzo y casi sin razonar. Su palabra me pinchaba y yo me ponía a inventar, que es lo que vale para entender. ¿De modo que el abuelo se había muerto por vano, por vanidoso? Entonces, y a pesar de todas sus medallas, valía menos que la abuela, que no se había muerto. Quiá. Allí estaba ella, para tener a raya al tío Nicolás.
Aunque, la verdad, nunca pudo hacer camino de él. Quiero decir que nunca pudo conseguir que trabajase en serio. El tío iba tarde al Ayuntamiento, en cuyas oficinas había terminado por colocarlo la abuela, y después de comer se escapaba al casino. Y los sábados, perfumado e impecable, se iba a Valencia. (Regresaba de madrugada y pasaba el domingo descolorido y somnoliento.)
Me parecía que se había hecho tan alto de tanto como se desperezaba. Lo hacía con estilo muy personal, después de concentrarse en un pensamiento y como abrumado por la necesidad de aceptarlo. Se tensaba en sacudidas que le venían de dentro. Luego se recostaba en una butaca con una copita en la mano, al solecito o junto a la chimenea, se concentraba de nuevo, volvía a desperezarse. Descansaba así, sin duda, disipaba en aquel estirarse convulso algún fluido. Un dionisíaco fraudulento, en suma, que debió tener en un estado de perpetua irritación a su dios.
Era alto y también guapo. Más bien débil. Delgado, no flaco. Tenía una figura algo desarticulada, de largos miembros y fáciles enroscaduras, pero en manera alguna desagradable. Se plegaba a los asientos y a los divanes como un edredón, y caminaba con elegante elasticidad. Recuerdo las puntas de sus zapatos negros brillando y apagándose en ágiles líneas al andar. Pelo lacio, liso, negrísimo; ojos grises. La dureza de ese contraste, extrañamente ayudada por la delicadeza de su cara ovalada y larga —mejillas ligeramente chupadas, tez pálida, labios llenos y también pálidos—, daba una impresión de extraordinaria virilidad. (Sólo en momentos rarísimos, descompuestos todos los rasgos por un temblor, adquiría una blandura femenina.)
Y había algo que me mortificaba lo indecible: nunca me parecía tan atractivo como cuando se mostraba deferente con mamá; más atractivo incluso que cuando bromeaba con Catalina (aunque sólo en contadas ocasiones sorprendí estas bromas).
Deferencias, bromas. Parece desentonar esto de la estampa que de él os he dado. Lo cierto es que, envueltos en un unte especial, sus ademanes y su actitud confirmaban entonces con fuerza única su falsedad, es decir, su ambición oculta. Pero, ¿qué ambición? Eso: ¿qué? Catalina podía hacer lo que le viniese en gana, pero mamá, ¿por qué no le pegaba mamá una bofetada? No, más terrible: ¿por qué no sentía la necesidad de pegársela? Claro, no había motivos. Lánguidos avances de una mano para ofrecerle un dulce. «Pareces cansada, Elisa», «Por favor, ponte todos los días ese vestido». Siempre en voz baja. ¡Una bofetada, venga! Pero, claro, ¿por qué?
Lo de Catalina me divertía en el fondo. Catalina podía ser desenfadada con todo el mundo sin ofender a nadie. Cuando papá cantaba ella solía taparse los oídos con las manos.
—¡Mis oídos, don Gabriel, por favor!
Nadie se habría atrevido a decirle nada semejante a mi padre, pero ante el gesto martirizado de Catalina él se envalentonaba en su tralalá hasta congestionarse. Y sonreía saliéndose por los ojos.
Catalina. La recuerdo aquel día en el lavadero, debajo de la escalera. El tío, en mangas de camisa, la miraba desde la puerta; tan alto que apoyaba una mano en el dintel y se combaba.
—El monóculo, don Nicolás, que se le cae el monóculo.
La voz de Catalina sonaba como una campana de plata —siempre— y el monóculo del tío era su ceja displicente.
—Tú vas a hacer que se caiga un día el monóculo, descarada.
No sé qué otras cosas se habrían dicho ya. Catalina reía hasta llorar, las manos apoyadas en las caderas, los brazos desnudos. Estaba lavando y la espuma le cubría hasta medio brazo, y se había recogido el pelo con un gran pañuelo y las dos puntas de éste se le levantaban, tiesas, en la frente, y sus dientes blancos y la risa de sus ojos azules tenían al tío desarmado; pero de una manera singular, como si aquella humillación le hiciese feliz.
Y uno se alegraba de algo, o se sentía levantado por un estímulo vital viendo aquellas dos fuerzas confrontadas, la frescura de Catalina y el sórdido acechar del tío.
Sin ninguna razón que lo justificase el tío se volvió de pronto a mirarme (yo me había detenido a la entrada de los bajos, al meterme en el caserón desde el huerto). Se separó de la puerta y se encaminó lentamente hacia la escalera. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón, y así, sin sacar las manos, arqueó la espalda, echó el cuello para atrás y comenzó a desperezarse.
Una pena. Ni siquiera, el muy sinvergüenza, para hacer más estéril el berrinche del abuelo, ni siquiera resultó que fuese blasquista. Se había afiliado a este partido a escondidas de su padre (también conservador y que, como el abuelo, se había llevado un disgusto de aúpa al conocer la preñez de Matilde; sólo que él no se había muerto tan pronto porque en fin de cuentas él era el padre del chico y no el de la chica). Y se había afiliado, estoy seguro, por imperativo juvenil de dar y recibir bofetadas. Y como si este imperativo —que solemos hallar quijotesco y adorable, y el cual es explotado quizá no conscientemente por todos los tíos Nicolás del mundo—, como si este imperativo fuese sólo expresión de anhelos muy distintos, apenas se vio casado con la tía dejó de dar bofetadas y no volvió a ocuparse de la política.
Antes de encajarlo en el Ayuntamiento, la abuela lo había recomendado en otras partes —su banco, el Juzgado—, aunque sin entusiasmo ni insistencia, probablemente indiferente al hecho de que él aceptase o no. Lo único que debió preocuparle a la abuela fue conservarlo lejos de la administración de sus bienes. Pues, en efecto, un día, declarándose incomprendido e inadaptado, y disparando sus cuitas en zig-zag —de él a la tía, de la tía a mamá, de mamá a la abuela—, el tío había revelado su verdadera vocación: administrador, como su padre, para administrar nuestro patrimonio familiar. La abuela, que también se desasosegaba un punto en su presencia —y quién no—, decidió sin embargo que el momento de hablar sin rodeos era demasiado bueno para desperdiciado, y abordando al yerno le había dicho que estaban verdes y que no madurarían nunca. Y del modo más sereno había terminado por aceptarlo como una enfermedad, o, más exactamente, como la cruz impuesta por una enfermedad de su hija: la tontería.
Pues la tía Matilde, como Lobo también sabía, era tonta: una tonta risueña y gordita. Lobo había despreciado sus mimos porque le parecían mimos sin entraña; iguales a los que prodigaba a su marido, con quien se mostraba hecha un flan y el cual la evitaba con un aplomo descomunal. Ella le empapujaba medios bombones de su boca y lo aturullaba con sus magreos, y cuando él soltaba el bufido, ella se deshacía en gorgoritos y la pechuga le temblaba con halago.
Siempre hay un contraste que nos presenta lo más negativo bajo cierta luz amable. A su lado él era la víctima (estoy seguro de haberlo comprendido así hasta de chico). A él lo laceraban sus propias cavilaciones; él era capaz de calcular, que es sentir, y por esto había conseguido a la tía. Ella le había entregado lo único que podía entregar porque su incapacidad para sentir la había privado de protección. Llevaba muchos años casada, tenía doble papada y una hija; pero moriría solterona. No era virgen, pero era idiota. Podía empalagar con arrumacos, pero no amar.
No creo que fuese fea en su primera juventud. No lo era ahora, a sus treinta y cuatro años (había tenido a China a los dieciocho, para cuya edad una muchacha llevaba en aquellos tiempos un par de años de casadera). Boca pequeñita, ojos bonitos, mofletes: mona. No podría detenerme aquí aunque me amenazasen con la cárcel. Tonta. Jamás le inquietó la acritud de la abuela, porque no podía percibirla. Y China no le planteaba más problemas que los de un maniquí cuyas dimensiones cambiantes había que vigilar a fines de costura.
China. Hay seres que uno tarda en ver con claridad, simplemente porque se le interponen ante los ojos las interpretaciones que de aquéllos tienen otros; como si se le interpusiese un «identi-kit» policíaco.
China era, cuando menos, el flaco de su padre. Y yo no sé si era de esta debilidad o de su vibrar en alguna íntima cuerda de identificación con ella de donde él infería que los dos eran iguales.
—Tú eres como tu padre.
Es evidente que la idea le halagaba a China, por más que esto en sí no probaría nada; en general la idea de los parecidos con otras personas obra como un estímulo de índole artística sobre el ser humano, que, sin más, se siente realizador de otra personalidad. Más difícil de determinar es hasta qué punto ese estímulo o lo que de cierto hubiese en la observación del tío llevaba a China —dado que la llevase— a imitar a su padre.
En todo caso, cuando le oía a éste el comentario, la exteriorización de su halago era un caminar cimbreando las caderas con un desgarro que no recordaba en absoluto al tío, arrancaba carcajadas a la tía y sembraba un sutil malestar en los demás.
Un día la abuela acertó a oírlo también («Eres como tu padre»), Y apostilló, se diría que para su capote:
—Y como tu madre.
La tía estuvo a punto de descuajaringarse en su carcajada, asiéndose a una tercera y aduladora interpretación que no tenía nada que ver con la de la abuela. China, confusa, añadió a su «identi-kit» el desconcierto de su propia realidad.
Papá, como ya he dicho, era cantante. Bueno, cantante retirado. Talla corta, pechazo, patillas bajas, aunque mucho menos bajas que en sus mocedades (ahora tendría unos 40 años, como el tío). Barítono (bueno, retirado). Melena ondulada, chalina casi siempre, casi siempre chaqueta de pana negra. Aire de artista. Seguía practicando para conservar impostada la voz y bramaba a cada paso, haciéndose bocina con las manos: ¡pipo! (pi agudo y po bronco).
Lobo se divertía con esto.
—Desentona usted, don Gabriel. No hay remedio.
Pero lo decía sabiendo que papá no podía entenderle (ni nadie, excepto yo; perdón, ya no volveré a aclararlo). Esto le habría herido demasiado a papá. Lobo lo decía con fina ironía, a contrapelo de su poquitín de amargura. «No hay remedio». Pues, sí, quería a papá, sabía que se hallaba ante un buenazo bienhumorado con un escondido, muy escondido sesgo hacia la depresión y cierta aptitud fabuladora. Y una incapacidad absoluta para enfadarse de verdad por menudencias: el hombre que sólo puede enfadarse contadas veces en su vida, y entonces de un modo trágico.
Creo firmemente que sin la guía de Lobo, sin su lenta revelación de éstos y otros quilates, yo no habría podido calar aquella personalidad más allá de su superficie pintoresca.
Algunas veces, papá, harto ya de los gritos regocijados de Lobo, se encerraba en su habitación para cantar, pero otras se divertía también.
—Escucha este dúo, Elisa. ¿Vamos, Lobo?
Y los tralalás de ambos se concertaban con bastante maña, y Lobo hacía aquello fingiendo tanto como papá.
Hay que decir también que éste era abogado, exopositor a Notarías-y corredor de Comercio. Desde un punto de vista material sus estudios de Derecho no le habían dado más que un título que él guardaba como un salchichón, enrollado y colgado del techo; pero su propia, irremediable filiación artística le había llevado a asimilar, como único elemento aprovechable, una prosopopeya rotunda —de la cual sólo importaba la música—, que él encajaba con donosura en su afición a la ópera y a las tablas.
—Ésa, señor mío, sería una conducta dolosa.
Y se le veía en escena; cantaba esas frases, las manos a la espalda, breve la zancada, gallardo.
A esa estampa operística mi padre contraponía otra que lo complementaba en un inesperado contraste: la de su humor. «Humoracho» lo llamaba él. Un humor bronco y castizo, que sabía a vino de muchos grados y que generalmente enfilaba contra él mismo. La imagen del salchichón era suya, y el tenaz deseo de conservar su título de abogado precisamente así, suyo era.
Su padre —imposible llamarle abuelo a este señor— había sido notario y conocido del abuelo. Vivió en Valencia derrochando y pudo haber dejado dinero; pero a su muerte no le llegaron a papá más que cuatro reales. Todo se había ido en boato. Cuanto heredó papá, que a la sazón era ya abogadete y trabajaba en la Notaría, fueron tres pisitos de renta anémica y alifafes ruinosos, una tonelada de escrituras en folio y la obligación de hacerse notario. Los tres pisitos fueron vendidos cuando papá se casó, trocándose así en pequeño remanente el chorro que se iba por las goteras y las ventanas desvencijadas. Con el papelote de la Notaría no sé qué pasó. Y el proyecto notarial quedó en suspenso; con una apariencia de vida, pero en realidad presa de esa muerte que tantas oposiciones y tantos dramas a medio terminar se traga. Durante algunos años, a la pregunta de «Pero, bueno, aparte de cantante, ¿qué es usted?», papá iba a contestar con voz cada vez más agónica: «Yo… yo preparo Notarías».
La verdad es que, muerto su padre, arrinconó la Ley Hipotecaria y decidió que era hora de entregarse por entero a su vocación. Tomó lecciones de canto, se enroló en compañías, salió por provincias, fue a Madrid, pasó hambre en Madrid y en las provincias, y vivió una suerte de frenesí agotador.
Hay cosas dolorosas para un hijo… Yo creo que Lobo tenía razón; que papá desafinaba. Mucho. Tanto como pueda ser imaginado. Me conforta, no obstante, saber que ninguno de los coros en que actuó sufrió graves daños.
Precisamente mamá lo conoció en Alcidia, en una función benéfica (organizada por el Levita, no faltaba más). Mamá, perteneciente al ramillete de las señoritas distinguidas de la localidad, presidió con el ramillete. Papá, traído de Valencia con otros cantantes y recitadores, atacó en la velada el «Toreador», de «Carmen» («La Voz del Alcidiense» diría, reseñando la fiesta, que papá había cantado con «entusiasmo y potencia»). Después de la función los artistas y el ramillete habían tomado en el ambigú del teatro uno de esos refrescos que consisten en comer. Allí se conocieron papá y mamá. Y tras identificar sus respectivos apellidos y descubrir que sus padres habían sido amigos, exclamaron que «¡Qué casualidad!» y que el mundo era un pañuelo. Y aunque la asociación no se vea, los dos sintieron en el acto que estaban hechos el uno para el otro.
Sin saber por qué y con esa fuerza ciega, pero certera, que hace viajar al polen desde unas flores hasta otras, así viajó papá día tras día de Valencia a Alcidia. La empresa era, en efecto, tan errabunda como la del polen que se lanza al viento, porque embarcarse en el Correo de Valencia era como embarcarse hacia lo ignoto. Sus tres horas teóricas de trayecto podían convertirse en seis, en dieciséis, en cualquier cosa. Disimulando su emoción los familiares despedían a los viajeros.
—¿Llevas la manta? Escribe sin falta. ¿La botella del agua, los calmantes? Espera, voy por más bocadillos.
Familiares emocionados los despedían, ojos llorosos los recibían. En el seno de aquellos vagones renqueantes fraguaron afectos que sólo el tiempo largo y la incertidumbre compartida pueden madurar. La locomotora silbaba con afónico lamento. Muy desvalida, muy perdida por planicies y gargantas (y yo no puedo escuchar nada hoy que me sacuda con más intolerable melancolía que un silbido de locomotora semejante a aquél: una tercera modulada largamente, bajando un semitono ambas notas y tardando en volver a subir, ¡UUUuuuuuÚ!, cháchachacha, cháchachacha, cháchachacha…). Por fin, en un momento llegado después de muchas esperanzas fallidas, los viajeros, ojerosos, cuadriculadas las carnes por las tablas de los asientos, oían gritos que se colaban con timbre irreal por las ventanillas:
—¡El Correo, que llega el Correo!
Eran los vigías de Alcidia, apostados en la curva de la ermita, que corrían junto al tren y ante éste para alertar al personal de la estación. El jefe de la estación tocaba la campana con aire alarmado y la gente surgía de todas partes y se arracimaba en los andenes. Y, cosa deliciosa, mamá, que nunca esperaba el tren —eso sí que no—, acertaba siempre a estar divagando lánguidamente por el paseo de la estación.
Por aquel entonces, la abuela, sola, con el abuelo enterrado hacía varios años, atravesaba momentos duros. La tía Elvira estaba ya muy malita. La abuela vivía entregada a ella día y noche, sin permitir que nada ni nadie perturbase esa dedicación. Y de repente, para simplificar, otra hija que habla de casarse.
Pues lo que había prendado a mamá de papá y a papá de mamá era algo arrebatador, como cuadra a dos artistas. Oh, sí, mamá también era, a su modo, artista. Sin ninguna pretensión, tenía una gracia especial para captar todo lo humilde, todo lo sencillo y dulce de esta vida. A veces, a su alrededor las cosas se teñían de esa añoranza que fluye de algunos romances ingenuos.
Palomita blanca,
pico de coral…
Me acuerdo sólo de un poquito. Me acuerdo sólo de dos estrofas desmembradas. Todavía vagan, con la melodía, como dos alas solitarias y de plata por el amanecer de mi vida. Me cantaba esa canción cuando yo era muy, muy pequeño; cuando ella me dormía al brazo.
Palomita blanca,
pico de coral:
cuando yo me muera,
¿quién me llorará,
quién me llorará?
Pasó un pastorcillo,
yo le pregunté:
mi paloma blanca,
¿no la ha visto usté,
no la ha visto usté?
Por la ventana se entraba toda la nostalgia del atardecer. El sol poniente pintaba en el techo crespones temblorosos de cobres y tonos calabaza.
(Esto es terrible. Hale, adelante.)
Mamá seguía cantando, cada vez más bajito, y meciéndome, y sobre mí caían no sé qué besos, o rosas, o luceros. Yo pestañeaba hacia el sueño y me iba quedando triste y confortado a la vez, como se quedan los niños que se duermen al brazo de sus madres.
Y era una excelente narradora. Cuando, también por aquella época o algo después, me contaba cuentos, sus palabras —apagadas, sugerentes— pasaban ante mí sin dejarse atrapar y me abandonaban en el bosque, donde yo oía el viento y veía bailar a los hongos gigantescos, seguía a mis amigos —infatigablemente perdidos— por grutas encantadas, huía y anhelaba con ellos, me reía —de miedo— y siempre los veía triunfar a medida de mis deseos; pero entonces los quería más. Mamá imitaba tan bien el sonido del viento y de la lluvia, y las voces de las hadas y la risa cascada de la bruja, que uno tenía que meterse en su regazo para escuchar sin riesgos. Urdía series interminables y renovadas en torno a unos mismos personajes —el enano Gaspar y la bruja de la escoba jorobada, Jaimito y su loro Alfredo y su mono Tomás, equipados con sendos paraguas voladores—, y sus «érase una vez» y sus «conque en esto» pasaban susurrando como las hojas de un libro. De vez en cuando me hacía corregirle. Y su estilo repetitivo, al llegar a momentos demasiado intensos, me mecía en la cadencia de una canción y me permitía descansar.
También inventaba sobre hechos reales y le agradaba contar lo mismo una y otra vez; y a mí me agradaba oírselo, aguardando, maravillado, a adivinar lo que ya sabía que iba a pasar.
—Una vez, cuando tú tenías tres años y Lobo unas semanas, y los dos erais muy gordos… Bueno, Lobo era redondo, y las orejotas y la barriga le arrastraban, y bajaba las escaleras rodando…
—Pero no se lastimaba.
—Qué va. Era como una bola de lana. Bueno, pues, los dos os perdisteis. Y nosotros, venga a buscaros. ¿Dónde estarán? Y venga a buscaros. ¿Estarán en el desván, estarán en el huerto, estarán en los trojes? Pero no estabais en el desván, no estabais en el huerto, no estabais en los trojes. Conque decíamos: ¿se los habrán llevado los gitanos? Oiga, gitano: ¿se ha llevado usté a mi niño?
—… y a mi Lobo?
—… y a mi Lobo? No, señora. Su niño y su Lobo son tan buenos que nunca nos los llevaremos. Y la Guardia Civil, y el pastor, y todos…
—Y el pobre del saco.
—Y el pobre del saco, y todos: no, señora; su niño y su Lobo son tan buenos que nunca nos los llevaremos. Y todos llorábamos. ¿Qué haremos?, decíamos todos. Y venga a llorar. Conque en esto me fijo y veo que, en el cuarto de estar, por detrás del sillón…
—De la tumbona.
—Eso es: de la tumbona. Pues nada, que por detrás de la tumbona asomaban dos florecillas. Vaya dos florecillas lindas. Pues, ¿qué serán? ¿Qué serán, Gabriel?, le pregunté a papá. Y, ¿qué eran? ¿Sabes lo que eran?
—Dilo tú.
—¡Tus pies! Tus pies descalzos, con los deditos encarnaditos hacia arriba: Lobo y tú os habíais dormido en el santo suelo, detrás de la tumbona. ¿Por qué no confesar una cosa, ya casi obvia? Mamá me atraía. No, no, yo era un chiquillo bastante sano, con mis inevitables complejos —las circunstancias que iban a ponerlos a prueba eran las anormales—, mi docilidad ante ellos y mi presteza para sacudírmelos de encima apenas llegase el momento oportuno. Nada enfermizo o turbio podría contar, y el ejemplo que os doy a continuación es el más revelador de cuantos recuerdo.
—¿Te rasco?
Ya veis, me gustaba rascarle. En la parte más alta de su espalda, debajo de la nuca, adonde su mano no podía llegar con facilidad.
—¿Te rasco?
—No.
—Anda, ¿te rasco?
—Bueno, pesado.
Yo sabía que en seguida le entraban ganas.
—Un poquito más arriba. No. Ahí, ahí… ¡Ahí! ¡Basta!
Esto me dejaba satisfechísimo.
En fin. El mismo instinto poético que le hiciese ver flores en mis pies y escribir en el aire cuentos para mí, le permitiría calar el caudal de ingenuidad oculto en el aire heroico de mi padre. Sin haberlas leído nunca, veo sus cartas de enamorados, aquellas que estaban atadas con una cinta descolorida en el desván, llenas de eternidades, infinitos, lunas, ahes, ohes. En la corteza de algún álamo, por la vega de Alcidia, ha de haber aún, cicatriz arrugada por el tiempo, un corazón grabado a punta de navaja y el nombre de Gabriel y el nombre de Elisa y una fecha.
¿Cómo le hablaría mamá a la abuela de sus amores? ¿Cómo se lo diría? ¿Arrebolada, blanca, apenas con palabras, en un torrente de palabras?
Y la abuela, ¿cómo escucharía? ¿Seca, paciente? Seca, paciente y, arrancándose un momento de la hija moribunda, con amarga ironía. Me gusta rehacer estas situaciones perdidas y creo adivinar bien al figurarme que cuando mamá planteara su anhelo por casarse la abuela debió suspirar, fatigada, y sentir lo que sentiría un viejo general que empeñado a muerte en una batalla se viese de pronto atacado por un flanco imprevisto.
Debió revisar el campo a toda prisa, vacilando un instante entre el impulso de resistir y el de ceder; pero sólo un instante, sabedora de que el enamorado tiene un filtro por el que pasar e idealizar su oposición a la oposición del mundo entero, aun en presencia de circunstancias casi fúnebres, para encontrarse entre las manos con el deber de sentirse desgraciado y sublime, es decir, intolerable; una situación que a la abuela le habría resultado en aquellos momentos más inoportuna que una boda.
Y a tiempo de imponer aún condiciones, cedió. Así, no le gustó ni pizca lo de la ópera —esto me consta— y exigió al futuro yerno que se la dejase. Y como tampoco le convencía lo de opositor a Notarías, le obligó a tomar un título más modesto y real. Papá naturalmente pasó por todo, dejó la ópera y las tablas y se hizo corredor de Comercio. Se casaron. Y como en el caserón sobraba sitio y la rica Alcidia parecía el mejor campo para la nueva profesión de él, allá que se fueron a vivir.
Durante algún tiempo mamá le pidió que se colegiara y ejerciese como abogado, y dejó de pedírselo cuando se convenció de que aquél era quizás el único paso que mi padre no podía dar. ¿Por odio a la abogacía? No, por amor desquiciado a sus sueños de cantante. Hubiese aceptado cualquier profesión, tal como aceptó la de corredor de Comercio, y todas las habría hallado detestables por igual; pero el regreso al punto de donde había partido para hacerse cantante lo habría matado. Mientras no retrocediese podía pretender ante sí mismo que se limitaba a no avanzar.
Lo curioso era que cerraba con facilidad operaciones comerciales y que agradaba a compradores y a vendedores. Era su voz, grave y llena de una autoridad natural, lo que, sin que nadie lo sospechase, se les imponía a todos; aquella voz que, cuando no cantaba y se reducía al volumen de la conversación normal, modulaba palabras allá abajo, donde se le podía seguir con el pensamiento, no con palabras, y vibraba en titubeos que los demás resolvían soltando aire, y envolvía y arrastraba la atención en el retumbar lento de un río. Y me sería imposible sostener que, una vez iniciada la reunión o la entrevista, en el casino, en un despacho, en la calle, no gozaba paseándose ante sus oyentes y declamando.
—Cuidado: lesivo, usted no puede pretender nada tan lesivo. Regateemos, pero con ética.
Los reunidos, muchas veces campesinos, le entendían sin entenderle todas las palabras, y vendían y compraban arrobas de vino y carros de trigo y hasta casas o campos un poco olvidados de la operación, vagamente borrachos.
Pero descontado el calor de esas escenas, en las que por un camino insospechado se encontraba a sí mismo, papá odiaba su manera de vivir. Le era demasiado difícil arrancar en frío para acudir a tales escenas; le reventaba la idea de tener que ir, y en general no iba. Por estudiar una cantata o escuchar un disco —sí, tenía un enorme gramófono de bocina y una estimable selección de discos— se dejaba plantado al lucero del alba. Aunque en la cita hubiese de ser ventilada una transacción de importancia. Y falto de la terrible energía necesaria para escribir «Muy Sr. mío» y «acreditando en su cuenta la comisión», volvió muchas veces la espalda a un dinero que se le venía solo a las manos. (Por donde salta un enigma que de momento prefiero dejar intacto.) Tenía éxito casi a la fuerza.
El espectáculo de mi padre negándose a ser domesticado como agente comercial, no lo quiero recordar. ¿Tocaba él el verdadero fondo de su desdicha? Sí; muy de tarde en tarde, pero sí. Lograba olvidarlo largas temporadas, como quien logra olvidar la propensión a una enfermedad (para, de pronto, sentirse un día exageradamente sometido a ella). Un rasgo singular suyo, clave necesaria para interpretar su vida, era la cerrazón que sabía oponer a las realidades que le molestaban; no evadiéndose, sino encarándose con ellas y probándoles cuán equivocadas estaban. Por ejemplo, mamá era más alta que él; apenas más alta, pero más alta. Ahora bien, mamá no era más alta que él.
—Elisa, ven un momento.
Se había plantado ante el espejo. Mamá acudía a su lado.
—¿Ves?
Lo único que allí se veía era que mamá era más alta; pero la realidad sojuzgada descoyuntaba las vértebras de mi padre hacia el techo y ponía un gesto admirado en la cara de mi madre.
Recuerdo a ésta en otros momentos, pidiendo ayuda sumisa.
—Gabriel, tú que eres más alto, ¿quieres alcanzarme esa caja?
Papá se la alcanzaba con serenidad, sin alardes; el menor alarde habría hecho vacilar a la realidad.
Le tonificaban éstos y otros pequeños juegos y tenía una extraña valentía para entablarlos, o, más bien, para ganarlos sin perder el tiempo en plantearlos.
—Como usted dice, ha llegado el momento de actuar.
«Usted» trataba de recordar cuándo habría dicho nada semejante, y, sin advertirlo, se convencía de que lo había dicho: lejos de mentir, papá forzaba a la verdad a sacudirse su modorra de hipótesis y a actualizarse.
Con mayor coraje aún, porque ahora se trataba de su propia razón de ser, daba existencia a una realidad inexistente y le acusaba de haber malogrado su destino. La vida ciega, la imperfección de un mundo que podía matar vocaciones impunemente, yo diría que hasta su propio enamoramiento de mamá, causa directa de que se hubiese dejado la ópera: todo esto lo simbolizaba él en «mi estrella», cierta estrella errante y de trayectoria obsesiva que, tras haberle hundido un día, todos los demás volvían para recordarle que no había nada que hacer.
—¿Cómo voy a estudiar (muy rara vez, y como equivocándose, decía «ensayar»), cómo voy a estudiar con calma si dentro de quince minutos he de ver a ese idiota que quiere que le venda la cosecha? ¿Por qué ha de tener cosecha y por qué he de ser yo quien se la venda? En fin, mi estrella. Pero le va a vender la cosecha su tía.
Para estudiar o ensayar había de ponerse antes «la cuerda y el toldo». Su humoracho le dictó un día estas palabras para bautizar su vestimenta de faena y luego siguió utilizándolas con toda seriedad. No había en esto nada afectado; necesitaba aquellas ropas astrosas como un pintor puede necesitar cierto blusón viejo y no otro para trabajar. Y de un modo inefable acentuaban su aire de artista; de pintor, tal vez —suelta la melena, una pierna adelantada—, más que de cantante. La cuerda era un pantalón de fibra eterna, verdosa en sus orígenes y acartonada por una mugre sutil, muy holgado y sostenido en el aire que rodeaba a mi padre por unos tirantes deshilachados y retorcidos (que era lo que daba nombre a la prenda). El toldo era una chaqueta de paño áspero y gris, y también eterna, desvaída, acartonada y flotante.
—¿Dónde están la cuerda y el toldo?
Los necesitaba antes que la partitura o el gramófono. Y jamás consintió —acertadamente— que los lavasen o planchasen.
Otra cosa. No os asombre eso del estudio con partitura y gramófono. ¿De qué otro modo hubiese podido mi padre estudiar en Alcidia?
Era difícil preguntarse: pero, ¿para qué quiere estudiar? Pues papá se había pintado a sí mismo en el centro de un cuadro patético y uno sentía con él su furia frente a tanta injusticia; esto es, uno, con él, dejaba de razonar. Conmovía ver con qué desesperanzado cariño manoseaba las reliquias de sus tiempos de cantante. Tenía, además del gramófono y los discos, un puñal para ensayar con realismo la romanza de Rigoletto (creo). Tenía dos o tres casacones con abalorios que hubo de comprar en horas heroicas y que nunca perderían el fulgor del camerino. Tenía terror de auténtico cantante a los catarros, para combatir los cuales no admitía más que vocalzones (las cuales empleaba también, nunca explicó claramente por qué, frente a los disgustos). Y partituras de óperas, y recortes de prensa en que su nombre aparecía, marcado con una crucecita roja, en largas relaciones de nombres. Y un retrato de Titta Ruffo con dedicatoria autógrafa: «Afettuosamente, a Gabriel Sanjuán».
Me enfriaba a veces una mezquina ráfaga de escepticismo, llegada del recelo de que papá y Titta Ruffo no se habían visto en la vida. Hasta que Lobo vino a aplacarme un día, no sin un deje de irritación.
—Pudo enviarle la fotografía por correo, ¿no?
—¿Cómo?
—Eso.
Claro que sí… Alargué una mano instintivamente para acariciarlo, pero él se me escurrió y comenzó a hablarme de otras cosas muy aprisa, tartamudeando un poco.
En fin, ¿locura de mi padre? Lo contrario: «grano de locura», ese granito sin el cual, como observó Federico García Lorca, «es imprudente vivir». Al cabo, sin embargo, un día papá, papá mismo se lo preguntaba: ¿para qué estudiar?
Tal era el fondo de su desdicha. Allí no había destino truncado porque allí no había cantante alguno. Allí no había más que una voz pétrea, temblona, impostada en la frente, un oído pobre, una sordera esencial para oír la voz del canto mismo. ¿Y nada más? Algo más, sí, algo noble: una vocación sin aptitud —más suya que aquella aptitud suya sin vocación para los negocios—, artística por su esencia trágica. No tengo inconveniente en decirlo: artística por su propia esterilidad para concretarse en arte. (El porqué de aquel oscuro apego al escenario, nacido como inclinación oblicua desde circunstancias muy definidas, es una historia que tal vez cuente en otra parte).
De pronto, sin que al parecer hubiese ocurrido nada anormal, papá enmudecía. Lobo me lo señalaba con un gesto. Papá había callado en seco a mitad de la frase musical que estaba repitiendo. Doblaba la partitura, recogía sus cosas despacio. La mirada nublada y sin rabia, cabeceando con una sonrisa triste y burlona.
Mamá percibía muy bien lo que estaba pasando.
—Gabriel.
—¿Eh?
—¿Por qué no sigues cantando?
Papá no llegaba a decir lo que se estaba preguntando: «¿Para qué?». Yo creo que por sensibilidad exquisita, por no abrumar a nadie con la desilusión de su pregunta. Lo que hacía, más valiente que nunca, para animarnos a todos, era tratar de reconstruir a manotazos nerviosos su otra tragedia, la fingida.
—Tengo una cita.
—No me lo habías dicho.
—Sí, con unos idiotas que se han empeñado en vender no sé qué. ¡Qué hora se me ha hecho!
—No vayas, Gabriel. Anda, canta. Te estaba saliendo muy bien.
(Debo aclarar aquí que mamá solía empujarle a que no faltase a sus citas.)
—Luego seguiré. No podría ahora, sabiendo que me esperan. ¿Dónde está ese maldito contrato?
Luchaba por enfadarse, se quitaba a tirones el toldo y la cuerda, lograba ahuyentar su sonrisa triste, salía aprisa dando un portazo. Mamá corría al balcón y yo no podía ver su cara, porque ella no podía apartarla de los cristales.
Pero esto, ya lo he dicho, sólo ocurría muy rara vez. Al día siguiente, nunca más de un par de días después, mi padre volvía a estar en la brecha. Es posible que comenzase por acercarse a su gramófono y a sus partituras con cortedad. Es posible que se apartase varias veces de ellos y los mirase vacilando desde lejos. Y que por fin, excusándose con algún razonamiento que jamás confió a palabras, decidiese que sólo quería escuchar. Ponía en marcha el gramófono; por ejemplo, con un disco en que Titta Ruffo grabase un «Barbero» magistral. Primero papá llevaba el compás con la mano y con la cabeza, luego carraspeaba, luego seguía la tonada en un murmullo, luego abombaba el pecho y ahogaba al italiano en el torrente de su voz:
Figaro… Figaro…
Son qua, son qua.
Figaro… Figaro…
Eccomi qua.
Ahimè, che furia!
Ahimè, che folla!
Una alla volta,
per carità!
A mamá se le ponían muy dulces los ojos. Tal vez el tío Nicolás andaba por allí también, sonriendo con disimulo y procurando que se le notase el disimulo. ¿Por qué no le pegaba mamá una bofetada?
Así es cómo, cada cual por su camino, los dos matrimonios habían ido a parar al caserón, donde nunca faltaba el pan, ni el vino, ni el agua, la luz entraba y salía año tras año por el aire, siempre la misma, y el tiempo, siempre el mismo, se posaba como polvo sobre las cosas y tendía a levantarse cuando uno se movía, y luego se posaba, sin escapar por puertas o ventanas. El abuelo había puesto los cimientos, los muros y las vigas y la techumbre; y el tiempo y todas las demás cosas gustaban de dejarse proteger por la abuela y de que ella los repartiese por aquí y por allá.
Y si bien a la abuela le había faltado Elvira, al año de casarse mis padres le había llegado yo. Por esto me quería tanto, creo yo; pues yo no era nadie, pero había venido a nacer en aquel momento de vacío. Aunque es verdad que ya tenía a China, a quien quería mucho también.
Tiene gracia que de las cosas no deseadas —los dos matrimonios, por ejemplo, desde el punto de vista de la abuela— puedan surgir sorpresas de felicidad, imprevisibles hasta para la sabiduría de la abuela. Y que luego esas sorpresas se combinen y las vidas se enreden unas con otras y después se desanuden mágicamente.
Y así, yo iba a enamorarme de mi prima.
Aún puedo elegir contaros algo y elijo contaros eso. Con tiento, con disimulo, sin despertar las cosas de su bosque de multiplicidad y espontaneidad. Llegará el momento en que sólo pueda contaros, sin elegir.