Las tres hijas que con el bastón de mando y las medallas le había dejado el abuelo a la abuela fueron Elvira, Elisa y Matilde. Elvira, muy frágil, vivió poco. Elisa, mi madre, era un sol. Matilde no era un sol.
¿A quién de ellas quiso más la abuela? Desearía poder decir: a mi madre. Pero no. A quien la abuela había adorado sobre todas las cosas de este mundo, quizá sobre mí mismo, había sido a Elvira, la mayor.
Elvira murió tísica a los 25 años, cuando yo tenía un mes. Me encantaba, aunque me hacía sufrir demasiado, la historia de la joven tía enferma y de sus últimas miradas y de su sonrisa de adiós. La abuela nunca decía la historia; nunca dijo ninguna ni contó ningún cuento. Mamá sí que la decía, pero le dolía tanto, y hacía que me doliese tanto a mí, que yo le pedía que se callase. La abuela no había derramado una lágrima y con un gesto de piedra había vestido a la hija muerta. De todas las cosas que yo sabía de la abuela, ninguna me hacía admirarla tanto. Me parecía que tenía en esto un secreto demasiado honrado. Su espera aterrada y no traslucida; su dolor, para el que no pidió ni pedía compañía. Era algo que por puro respeto yugulaba mi curiosidad, aunque el verme fuera de la luminosidad del secreto me hiciera sentirme un poco desgraciado. Y odiaba al tío Nicolás porque éste pensaba que desde aquello la abuela andaba algo loca. Lo voy a dejar así. Me analizo, sorprendido, y he de reconocer que nunca le oí decir al tío eso. Pero cuando la abuela espiaba en el salón el retrato de la tía Elvira, o cuando se paraba en el huerto junto al algarrobo borde, el tío le daba a papá codazos, unos raros codazos de esperanza. Papá pretendía que la cosa le hacía gracia, pero si los codazos se prolongaban demasiado, cortaba la situación.
—Ea, pobre mujer. Dejémosla.
El tío miraba un momento a papá con incredulidad, levantando aquella ceja que nadie más de este mundo sabrá levantar como él, y se iba, y papá se quedaba malhumorado.
Y me destrozaba ver a mamá y me enfurecía ver a la tía Matilde cuando, también en aquellos momentos, suspiraban y se secaban los ojos. Porque todo lo que la abuela hacía era pensar en el secreto de su pena, y es una indecencia mirar a una persona en esos momentos.
Lo único que me parecía irracional en todo esto era la actitud de los demás, la oscura avidez con que acorralaban la luminosidad de aquel secreto, como acabo de llamarla. Era como si fuesen detrás de una anécdota emocionante (que no existía).
Insensiblemente la visión de la abuela junto al algarrobo borde comenzó a inquietarme también, pero de un modo distinto: como un elemento poético, un tema recurrente que durante bastante tiempo —hasta que dejó de ser inconsciente— permaneció insoluble.
(Y ya es hora de aclarar lo del algarrobo borde. No había tal. Era una acacia que un viejo —el padre de Juan Antonio, uno de los arrendatarios que el abuelo tenía en Las Casas— le había regalado a Elvira cuando niña y que ésta había plantado y regado y mimado. En el huerto, frente a la puerta trasera del caserón.
Sé que el abuelo se había reído.
—¿Un… algarrobo borde?
—Sí, señor.
—Ya. Una acacia.
El viejo se había escocido.
—Usté es más listo que tos, pero en cosas del campo no hay quien me eche a mí la pata. Esto es un algarrobo borde y ya verá usté cómo echa algarrobas bordes.
Es indudable que sabía que era una acacia y casi indudable que sabía que se llamaba así. Pero yo conozco a los hombres del contorno. La cosa tenía que quedar en algarrobo borde para siempre.)
Estaba el árbol a unos pasos de la puerta, algo distanciado de los frutales. La abuela permanecía allí como escuchando, deshilvanadas al viento sus greñas blancas y sus tocas. Al principio de todo ello yo no sentía más que indignación contra los demás. Comenzaban los codazos de unos, los suspiros de otras. Hasta China sonreía, divertida. Hasta Catalina sonreía, divertida. El propio Lobo clavaba desde lejos una mirada estupefacta. Yo salía corriendo al huerto y alborotaba alrededor de la abuela, ganándome su ira y rompiendo el encanto para todos.
Empecé, sin embargo, a mirar allí también. Nunca deliberadamente y más bien de tarde en tarde. Sería que me distraerían otras cosas o que la abuela, disuadida por el frío, comenzó a hacer más raras sus visitas al árbol. No sé. Pero, sí, me llamaba aquello. Las greñas, eso, las greñas sueltas, las tocas, el aire atento de la abuela, el porqué de esta atención. Como cuando uno se ve compelido a detener los ojos en un obstáculo de un paisaje —una valla alta, un muro en ruinas— cada vez que mira el paisaje. «¿Qué habrá detrás?» Se va uno, se olvida, acierta a pasar otro día por el mismo sitio. «¿Qué habrá detrás?»
Por fin, un día, sabiendo que nadie nos miraba, me acerqué a ella.
—Abuela, ¿por qué te paras siempre aquí?
No me había visto llegar y se arrimó, sobresaltada, al tronco del árbol. Se turbó; yo también. Se le avivó la ceniza de las mejillas, se recogió en la toca.
—¿Qué te importa? ¡Largo!
La caña rota de su voz vibraba, airada. Mi pregunta latía aún. La abuela se dirigió hacia la puerta. Pero mi pregunta seguía latiendo y la abuela no tuvo más remedio que volverse hacia mí.
—Porque… porque me da sombra.
¿Sombra? Miré al cielo, miré al árbol. Era una tarde gris de otoño —de finales de octubre o comienzos de noviembre—, sin sombra ni sol. Amenazaba agua. No pude contenerme.
—Eso es mentira.
Mirando al suelo oí su leve quejido de indignación. Oí también sobre mí un temblor de panderetas, y levantando los ojos vi las «algarrobas bordes», las vainas secas y curvas como hoces, agitadas por el airecillo. Sonaban de un modo tan sugerente, con su simiente seca y suelta dentro, que casi me olvidé de la abuela. Hacían «tac, tac, tac» dando de canto en las ramas y desgranaban su suave lluvia encerrada. Cesaban unas, entraban otras. Se quedaba a veces sonando una, una sola. Casi inmóvil. Tac, tac, tac. Y poquito a poquito se le iban uniendo las de arriba, las de abajo, las de aquí, las de allá, las de en medio, las de atrás, con su rrrrr, con su tac, tac, tac.
La abuela había prendido su atención a la mía. Así nos estuvimos. Hasta que, derretida en una rara identificación conmigo, me sonrió con misterio. Alzó un dedo señalando el árbol, se encogió de hombros, apabullada y contenta a un tiempo.
—Qué quieres… Me gusta.
—¿El qué?
Prestó atención otra vez.
—¿Oyes?
Tragué saliva. Me estremecí antes de decirlo:
—¿Te habla?
La abuela me miró con fuerza.
—Sí.
Pero, ¿habéis observado cuán fácil es que justo en el momento en que nuestras palabras se hermanan con las de alguien, como si pudieran entenderse solas, los pensamientos de ese alguien y los nuestros comiencen a repelerse? La mirada intensa de la abuela se trocó en mirada consternada. Luego me escrutó con los ojos casi cerrados.
—Dios nos guarde. ¿Qué quieres decir?
Me desazonaba un sinsabor muy íntimo, muy mío: la percepción de mi propio mal gusto. No habría sabido decir cuál era mi fallo —esto era lo peor—, pero me constaba que lo había tenido. Un fallo que primero le había repugnado a la abuela, y luego asustado. Miré con embarazo hacia la copa. Sí, las algarrobillas, las ramas mondas y doradas recortándose contra un cielo de campos sucios. Incluso el rrrrr y el tac, tac, tac. Pero, ¿qué faltaba allí?
Me volví a la abuela y… ya no estaba allí. Quizá se entrara por la puerta; quizá fuera así. Pero yo sentí como si acabase de desvanecerse en el aire.
No, ningún miedo. ¿De la abuela? La abuela podía no comer, no dormir, adivinar, desaparecer y aparecer como un hada en mi mundo, el mundo en que yo hablaba y oía a Ra, a Milenio, a Lobo. La abuela podía, aun sin varita mágica, obrar prodigios.
Miedo, no; confusión, sí.
Pero comenzó a llover. Se levantó viento y creció el temblor de panderetas. Las primeras gotas, gordas y escasas, se rompían contra la tierra en apagados chasquidos —sin agua, ruiditos puros— y se embebían en un salpicado de flores repentinas. Fascinaba. Se disipó mi malestar. La dulce sonajería de las algarrobas se había adensado en un trémolo de abejas. El rayado de la lluvia brillaba a veces, combado por el aire. Faldas de gasa subían arremolinándose hasta la copa del manzano, del guindo, del peral. Desaparecía y reaparecía aquel rayado como las cuerdas de un arpa y el aire lo rozaba en murmullos y el scherzo pianísimo de las panderetas se iba soltando con la tensión contenida de un mecanismo jubiloso.
Como las cuerdas de un arpa.
Estaba aún muy próximo a mí mi estremecimiento («¿Te habla?»). Me estremecí otra vez. El viento se llevó de un golpe todos los rumores y vació de lluvia el aire, y bajo el algarrobo quedó un claro de silencio. Luego, veloz y sofocado, comenzó el cuchicheo de muchas vocecitas. Agucé el oído, volvió a henchirse la lluvia, volvió el rasgar de las cuerdas.
El arpa de la tía Elvira. El árbol de la tía Elvira. ¿Su voz?
«No», supliqué. Las rodillas me flaquearon.
¿No? Sí, sí. Toda aquella armonía abstracta y gozosa se había endurecido en una punta concreta, en la punta de un cuchillo arañando una porcelana, en dentera, en el comienzo de un alarido.
«¡No!»
Dicho brevemente y con desilusión: al final, siguiendo un camino más largo que los demás no había llegado más que adonde éstos: a empobrecer con un matiz anecdótico el secreto de la abuela.
—Como una sopa…
Me revolví en un salto para encararme con la abuela, que, probablemente aparecida, estaba detrás de mí. Casi choqué con ella.
—¡Jesús! Como una sopa te estás poniendo. Anda, entra.
Nos metimos en el caserón, llegamos a la escalera, comenzamos a subir. Todo muy callandito. La abuela me había hablado con sorna. Esto me tonificó ligeramente, aunque sentí la necesidad de mostrarme ofendido. Mimo, sí. La abuela quiso tomarme de un brazo, pero yo me sacudí su mano de encima, y ella volvió la cara para el otro lado.
Ya en casa hizo ademán de dirigirse al salón, que quedaba a la derecha, cerca de la entrada. Pero se detuvo y, vencida por un impulso, me atrajo hacia ella y me arropó en su pecho. Sentí el calorcillo de su cariño, y aunque quería resistirme, los brazos se me levantaron solos y la apreté. Poquito, claro. Qué vida más maravillosa había dentro de aquel feble armazón, entre el crujir de aquellas tablillas, y qué emoción me entró, qué emoción de atontamiento, de las que no te dejan pensar en nada, pero que en nada, de veras.
Entonces, porque así podía arrancarse de todo, cortó en seco y se me apartó.
—Anda, huye.
Y se metió en el salón.
Luego oí cómo arrastraba su reclinatorio.
Siempre me impuso el salón. Estaba lleno de un frío que persistía en cualquier época del año. Era largo y penumbroso y tenía un piso de iglesia, con baldosas blancas y baldosas negras. Inmensos tapices negros, rojos y dorados, de guerreros impasibles montados en caballos impasibles y cebados, pisoteando dragones, cubrían casi la totalidad de la pared izquierda. En el centro de esta pared quedaba, no obstante, un claro para un mosaico de azulejos, lleno de dulce primitivismo, con la Virgen del Remedio y el Niño (lo único vivo del salón). Ante el mosaico, sobre un pedestal, ardía una lamparilla de aceite. También ante él estaba el reclinatorio de terciopelo rojo donde la abuela rezaba.
En la pared del fondo había tres retratos. El de la tía Elvira: tirabuzones, nimbo de luz agonizante. El del Excmo. Sr. D. José Mª de Beceiro, aladares y bigote rizosos y entrecanos; cara ahusada, de tapir; ojillos gachos, labios prietos, de sonrisa para adentro. Y el del abuelo.
El abuelo había llevado barba y bigote. Al tiempo de hacerse el retrato contaría 48 años, y aquella barba, corrida y abundante, y aquel bigote de blandas guías eran aún casi negros. Los ojos eran negros, un poco fieros, de campeón político retratándose. Tenía el abuelo una frente ancha y con profundas entradas, y aunque el momento de exposición estudiada para la posteridad había lavado rasgos que hubiesen podido ser reveladores, el entrecejo presentaba dos líneas verticales que no se clavaban en la carne por pura voluntad. La recta nariz, ni larga ni puntiaguda, podía parecerlo: era delgada, carente de conicidad: era vagamente la nariz de otra cara. Los pómulos eran anchos, abiertos hacia los lados.
Y uno adivinaba que la tez del abuelo hubo de ser muy blanca. Y la boca, descubriéndose entre el bigote y la barba, sorprendía por su voluptuosidad —se le veía temblar, imprecisa, tierna— en aquel retrato del hombre decidido a ser serio. En suma, fuerza, pero no dureza; inteligencia turbada por el apasionamiento, ineptitud para definir las cosas que con seguridad veía. No lo ocultaré: me irritaba aquella cara y, más o menos a sabiendas, siempre he luchado —¿en vano?— por evitar que se pareciese a la mía. Tal vez ha sido esto lo que me ha hecho detenerme en su retrato (y también la huella de un impacto repetido e invariable, que me llevó a conocer al abuelo, nunca visto en persona, mejor que a algunos hombres que traté años).
Más del salón. Había al entrar, a la derecha, una vitrina abierta con abanicos de hueso en sus anaqueles, y joyeritos, dagas labradas de Toledo, pastorcillos de porcelana, una tabaquera de marfil. Del centro del techo colgaba una gran araña de cristal con dos círculos de velas simuladas, el más amplio abajo, y arcadas de cuentas cristalinas.
Sillones oscuros de orejeras, el sofá, sillas de alto respaldo y taracea maciza, otros dos sillones más al fondo.
Lo admito: una combinación poco confortable de club donde dormitar y de sacristía (lo segundo, sobre todo por los tapices, cargados de brocado como casullas). Pero así era y así lo dejo.
Los dos balcones —hondos, casi miradores— hubiesen podido dar buena luz a no ser por las persianas, interiores, corridas siempre sobre los cristales. Estaban empotrados estos balcones en sendos huecos del muro, a la derecha; uno, apenas entrar, el otro al fondo. En la boca del primer hueco estaba la vitrina. En el segundo hueco había un pequeño diván, escondido en parte, y, totalmente escondida, de modo que no podía ser vista si uno no avanzaba bastantes pasos, estaba el arpa.
El arpa de la tía Elvira. De aquí me venía el frío, y no del retrato del abuelo muerto, ni del de la propia tía muerta, ni mucho menos del de don José María, que no estaba en absoluto muerto, sino bullendo por Madrid en conferencias y asambleas políticas. No. Del arpa manaba todo. Me anonadaba el pensamiento de que estaba allí como algo expectante; como el espectro adormecido de un ala que había volado yéndose y que podía volver volando. Era tristísimo. A su pie, contra las patas del diván, se aplastaba un cojín de raso negro hollado por un peso invisible. Si uno ladeaba la cabeza podía vislumbrar en la penumbra la plata rasgueada de las cuerdas. Y veía la columna delantera, dorada y coronada por un capitel rameado, meciéndose como la proa de un barco antiguo. Si uno daba una patada en las losas el aire se estremecía con un vaho de vibración, y la lamparilla de la Virgen del Remedio parpadeaba, y en el techo temblaban sombras malvas de mariposas. Y una irisación huía por los cristales de la araña.
Y pateando más y más, como era inevitable, las mariposas se alocaban y la vibración del arpa crecía y los cristales espolvoreaban un roce de música y todo subía hasta un clamoreo de ninfas, dulce y horripilante. Y entonces, mirando a hurtadillas los retratos, uno veía cómo el abuelo Ramón sonreía, cómo la tía Elvira sonreía, cómo incluso don José María sonreía. Entonces había que echar a correr, los pelos erizados, y no parar hasta el cuarto de estar, donde uno se metía en la proximidad de mamá como en una cama calentita.
Por debajo de la puerta que había cerrado la abuela se dibujaba una raya de luz: el borde de mi soledad, de la que la abuela se había salido con sólo dar un paso y un portazo. Miré con un poco de asco las sombras que me envolvían y seguí pasillo adelante.
Detrás de mí sonaron unas pisadas blandas. Me envaré un momento, pero el miedo no llegó a cuajar: comprendí inmediatamente que eran las pisadas de Lobo, con las almohadillas de sus plantas y el clac-clac de sus uñas.
Antes de que me diese cuenta me había plantado las manazas en los hombros. Me lo quité de encima con desgana.
—Aparta, déjame.
—¿Qué te pa…?
Un estornudo le cortó. Venía de los campos, chorreando lluvia. Con barro hasta los ojos. Se sacudió —las orejas le sonaron como correazos— y me roció de arriba abajo. Resoplé, furioso, y fui hacia él. Me esquivó, se inclinó sobre las patas delanteras y empinó la cola, retándome.
Le volví la espalda andando. Me adelantó y me interceptó el paso, otra vez con la cola en alto.
—Que me dejes te he dicho.
Se desinfló cuando vio que yo pasaba por su lado sin mirarlo. Vino detrás, no obstante, mohíno.
—Bueno, hombre. Ya me buscarás tú a mí.
Me dio pena. Lo miré y se detuvo, avivado. Me di una palmada en la rodilla, se me vino, amagando, arremetió por fin, me derribó de un empujón, le torcí una pata, aulló muy bajito como si aquello le doliese.
—Suelta. Suelta, que me estás cabreando.
Pero me lo decía muerto de risa. Cuando hoy miro atrás, al cuadro de todas aquellas vidas, cabos sueltos de una historia concluida, lo veo en seguida en actitudes como ésa: la estampa de Lobo salta, alegre, a primer plano. Fue el amigo de mi niñez.
Hasta bien entrado en la adolescencia no tuve ningún otro amigo; me llevaría muy lejos contarlo. Yo fui un chico solitario, sumido en la gran aventura metafísica de perder el tiempo o, más exactamente, de fabricar mi tiempo. Una extraña inapetencia me hacía rechazar los seres demasiado rotundos, los que no se prestaban a ser reinventados por mí.
En el colegio languidecía. Estuve siempre allí en la tierra de nadie, ni entre los primeros ni entre los últimos. Estudié poco. Y aprendí poco, y yo creo que sólo por un fenómeno de ósmosis. Noté en mí cierta permeabilidad a la sabiduría que me ejercité para poder explotar aquella rara propiedad de suerte que, sin dejar yo de soñar, las cantilenas de las tablas y de los ríos y de las cordilleras me fuesen empapando. Por supuesto, ningún resultado me encorajina hacia la conclusión de que yo era un chico inteligente. Magros aprobadillos, algún suspenso aceptado con hombría, y un escandalizador sobresaliente en Historia Natural —que hundió en la perplejidad a mis profesores— porque habiéndonos salido como tema para el ejercicio escrito «La abeja» y acertando mi pupitre a estar bajo una lámina mural con un dibujo gigantesco de este insecto y una prolija explicación sobre su laboriosidad y su inteligente «danza», pude desarrollar un bello ensayo y aprender para siempre un nombre latino: «Apis mellifica».
Me interesa añadir que de todas las voces que me envolvían en clase, sólo la de don Vicente dejaba de enseñarme algo. Me dormía. Era, de cuantas voces sonaban en el aula, la que menos sabiduría transportaba.
Pero he retrocedido sin querer un par de años con respecto al tiempo en que sitúo este relato. (Reviso mis papeles. No os lo he dicho. Yo tenía en ese tiempo doce años.) A la época en que me preparaba de ingreso he retrocedido. Me ha complacido sin duda hacerlo porque fue entonces cuando comencé a interesarme por Ernestito Padrón, un chico extraordinario con el que hubiese llegado a trabar verdadera amistad si el destino no nos hubiese separado.
En efecto, hablo de Ernesto Padrón, el mismo que algunos recordáis.
Había en la clase dos personas totalmente incapaces de aprenderse la Enciclopedia: don Vicente y Ernestito. Don Vicente debió abrir «Academo» como negocio, y hacerse cargo de la clase de ingreso por desconocimiento de sí mismo. Para los cursos de Bachiller se buscó un profesorado joven y enérgico, pero con la clase de ingreso creyó que él mismo podría. No podía; ni querer podía. ¿No habéis comprado nunca, ilusionados, una botella de barniz y un pincel para pintar una lámpara, y habéis dejado la botella y el pincel en un armario, porque de momento os enredaban cosas urgentes, y enfrascados luego en esas cosas urgentes, e interminables, habéis recordado con irritación creciente la botella y el pincel, para descubrir un día que no queríais pintar la lámpara? Lo que le interesaba a don Vicente eran sus juntas benéficas y sus rifas y sus visitas a la abuela. Llegaba siempre tarde a clase, maldiciendo entre balidos contenidos a oscuros culpables y aclarándonos con una sonrisa que aquello no iba con nosotros (pero la reiteración diaria de su sonrisa dejaba fuera de dudas que nos odiaba). Después, con aire abrumado, preguntaba la lección del día, y disimuladamente se ponía a observar sus diapasones.
Sus diapasones eran tres o cuatro niños listísimos sentados en los primeros pupitres. Los niños listísimos, conscientes de su misión reguladora —aunque ninguno tanto como Vergara, de quien ya os hablaré—, comenzaban a asentir o a negar, según procediese, con sus privilegiadas cabezas apenas abría uno la boca. Don Vicente, atento a estos signos, decía «Muy bien» o «¡Qué barbaridad!», y distribuía ceros y dieces con matemática precisión. Por fin, como he contado, cayó gravemente enfermo, y aunque no se libró de la vida, se libró de su clase de ingreso.
Ernesto Padrón estuvo siempre en la cola, pero siempre con dignidad. Era silencioso y hacía cuestión de honor no responder jamás a derechas. Una o dos veces acertó con la solución de un problema y se le vio cariacontecido. Se sentaba al fondo del aula, junto al mapa del Imperio Austrohúngaro (mapa que don Vicente no descolgaba porque le adornaba una pared y hasta ver qué pasaba con la revuelta Europa, por la que aún resonaban los últimos cañonazos de la horrorosa guerra).
Ernesto se me acercó un día en el patio de recreo, por el que los dos divagábamos como átomos ajenos a la estructura general. Dio vueltas a mi alrededor y yo lo estudié con hostilidad mientras él me estudiaba a mí. Hasta que le oí:
—¿Tú bebes tinta?
Lo miré sin pestañear.
—Ya me lo figuraba. Pues, chico, no hay como beber tinta para tener buena memoria.
Pude comprobar más tarde que, predicando con el ejemplo, apuraba cuantos tinteros se le ponían a mano. Yo llegué a sorber un poco, pero, la verdad, aquello sabía demasiado a tinta. Medité también en cuáles serían los conocimientos flotantes en el líquido memorión de Ernesto, visto que la Enciclopedia se le había varado allí sin solución. Pero la idea tenía una rica calidad y esto era lo que importaba.
Otro día me enseñó un diccionario. Y estoy barajando de nuevo las épocas. Esto tuvo que ser ya en primero. Recuerdo con nitidez distintos hechos, pero trastocados entre los viajes de exámenes que hicimos a Valencia y a Cuenca (calor y sudor, pánico, helados, el traje más nuevo, y el aguijonazo de aquellas asignaturas que dolían como cosas distintas entre sí, como muelas que habían de arrancarnos una a una).
Bueno, me enseñó un diccionario y terminó de subyugarme. Lo sacó con misterio del portalibros.
—Aquí están todas las palabras.
—¿Todas?
—Todas. Las buenas y las malas. Todas.
Abrió el diccionario, buscó un poco y me enseñó la palabra «caca». La vista de aquellas cuatro letras de molde me quemó con el fuego de lo increíble.
—Pues espera.
Y siguió buscando. ¡Qué atrocidad! Estaban allí hasta los tacos que soltaba Ra y los que soltaban los vendedores en la plaza. Era como si alguien me hubiese metido en una cueva real de un tesoro real. Y maléfico. ¡Qué atracón de pecados! ¿Cómo podían adquirir visibilidad los tacos, y precisamente en un libro, que era una cosa buena?
La idea hería, se abría camino en la carne de uno, pero como una bala movediza, de esas que, una vez dentro, pueden resbalar sin dejarse atrapar. Al cabo creí atraparla. Los tacos, al igual que los meridianos de la Tierra, habían de ser imaginarios y constituir una teoría independiente de la realidad que los reflejaba. Uno no veía meridianos por ninguna parte, aunque sabía que existían, ni veía tacos, aunque los sentía inmersos en el genio humano, imprescindibles. Era posible, sin embargo, representar unos y otros mediante un artificio en un libro. Y su abstracción tenía tal certeza que el obligarle a adquirir visibilidad no la confirmaba, antes bien, la cambiaba en algo distinto y equívoco. Muy equívoco. Mi admiración por Padrón subió de punto no tanto porque él tuviese aquel registro tangible de lo intangible como por su integridad para seguir por la vida sin confundirse, tranquilamente sentado junto al mapa del Imperio Austrohúngaro.
Reduciría todas mis impresiones sobre Ernesto Padrón diciendo simplemente que era más honrado que yo, que él perdía el tiempo sin componendas, integralmente, y que, por tanto, podía crear más y mejor que yo.
Escuchad su Principio de Pepe: «Todo cuerpo salpica al sumergirse en el agua, pero los cuerpos gordos salpican más».
Me quedé turulato cuando se lo oí. Mi mirada saltó varias veces de él al vacío y del vacío a él. Ernesto me estudiaba con profunda atención; no sé si conteniendo las ondas de una sonrisa que no terminaban de propagarse. No obstante, yo tenía cierta maña para escurrirme de estas situaciones tensas sin comprometerme con una carcajada ni con una felicitación.
—Pero, ¿por qué Principio de Pepe? ¿Por qué no Principio de Ernesto?
—Porque no suena bien.
Añadió que estaba formulando su Principio y me prometió enseñarme poco después sus fórmulas y dibujos. Y me fui a casa con un punzante recelo contra él y contra mí.
Padrón —esto es importante para comprender desde esta fase el destino de una vida que tantos conocéis hoy— percibía la vida con un tacto muy fino, muy especial. Un par de botones de muestra:
Estábamos un día en nuestro Museo de Historia Natural (en efecto, «Academo» había rotulado así una de sus mayores aulas y acomodado progresivamente en ella pedruscos y mariposas, frascos con algas y modestas cigalas, vitrinas con la zorra y el búho disecados, y la ardilla, y el gato montés, y la tortuga). Ernesto llevaba un buen rato observando con fijeza la tortuga. Esperé junto a él pendiente de algo indefinible. Por fin murmuró:
—Parece viva, de tan quieta como está.
Otro día nos hallábamos en la iglesia. Nos habían llevado en grupo del colegio a ver tallas, cuadros, retablos; esto ocurría tres o cuatro veces cada curso. Era una hora sin oficios, llena de soledad y silencio. Suave olor a cera. La nitidez de los pequeños golpes y roces del sacristán repasando con su apagavelas un altar. Recuerdo que estábamos mirando la «Adoración», de Juan Ribalta; ahuecada —como una cavidad—, tan iluminada desde atrás, desde el Niño, con la luz deteniendo a una reverente distancia torsos de pastores y cabezas agachadas con unción. Claro que yo no veía más que a Padrón, fascinado por su fascinación. Lo que de pronto me dijo fue absolutamente inesperado y permanecería largo tiempo sin descifrar para mí.
—¿Cómo se quedan los pintores cuando venden sus cuadros?
Y se apartó de mí, y de todos, y estuvo perdido un rato por las naves oscuras.
Hoy me es fácil comprender lo que quiso decir, pero yo no sospechaba entonces que Padrón pudiese acabar por ser pintor; probablemente no lo sabía él tampoco. Al margen de esto, su reflexión era demasiado evolucionada para nuestra edad. Con franqueza, tampoco él, creo, la entendía bien. (Contradicción sólo aparente. Podemos anticiparnos a nosotros mismos con intuición entrañada y tardar mucho en entender lo que pensamos.) Lo que Ernesto Padrón quiso decir —años después volvería sobre ello en conversaciones que no podré olvidar, porque la última en torno al tema fue la última que tuvo conmigo antes de morir— fue esto: sólo el pintor, con los demás creadores plásticos, pierde su obra; el músico, el escritor, el poeta la venden, pero no la entregan a nadie.
Termino ya con su semblanza. Y como me interesa que os quedéis con su imagen de niño, os contaré cómo me enseñó a ver el alma. Había que cerrar con fuerza los ojos.
—Aprieta los párpados. No, más.
Era estupendo. No siempre salía bien la cosa, cierto; a menudo el alma estaba durmiendo, y entonces no había nada que hacer. Pero cuando estaba despierta, ante los párpados prietos se formaba un gran círculo morado, rodeado de círculos menores. El círculo grande era el alma; los pequeños eran nuestros pecados. El alma tendía a subir o a bajar. Si subía, era que uno acabaría yendo al cielo; si no, al infierno. Le tomé verdadero afecto a Ernesto porque descubrí que yo iría al cielo.
Y cuando me confesó que, en general, su alma caía como si fuese de plomo, me dio pena y traté de consolarle.
Desgraciadamente su padre, empleado de Correos, iba a ser trasladado a no sé dónde y el muchacho a desaparecer de mi vida. Ya llegaremos a esto. Ernesto Padrón llevaba camino de enseñarme grandes cosas y aun de penetrar definitivamente en mi soledad. Lástima, oportunidad única malograda.
Tampoco puedo decir que Ra o Milenio fuesen mis amigos. En realidad Ra sólo me quería para maldecirme y azorarme con sus palabrotas, y Milenio para burlarse de mí. Además, comenzaba a avergonzarme que me gustase su compañía; igual que siete u ocho años antes había comenzado a avergonzarme poner bajo mi almohada, envuelto en un papelito, el diente que se me había caído, para que por la noche viniese el ratón Rodríguez a llevárselo y a dejarme dos realitos de plata (después, no sé por qué, se olvidaba siempre el diente en el armario de mamá, en un joyerito).
Ra era la araña, a quien yo había bautizado así porque un día, viéndola colgada de su hilo y extendidos en círculo los rayos de sus patas, brillando toda ella a la luz, se me antojó que era como un pequeño sol: el mismo sol que, según pintaba y decía la Historia, habían adorado y llamado Ra los egipcios. En cuanto a Milenio, el ratón, quizá nunca supe por qué lo llamaba de este modo. Supongo que sería porque, coincidiendo con el descubrimiento que de él hice, aprendí aquella palabra nueva, la cual me parecería eufónica y apropiada para él. Quiero recordar eso o algo muy semejante, pero no consigo pasar de ahí.
Los dos, Ra y Milenio, vivían en el desván.
Me encantaba el desván. Olía a viejo; a madera, a papeles y a libros viejos. El aire entraba por mil rendijas hablando a golpes y el cielo se clareaba por la desvencijada puerta que daba al palomar.
Allí, en dos grandes estantes, dormían muchos de los libros del abuelo. En un cofre se apilaban sus carpetas con ponencias, memorias altisonantes, proyectos, cartas de correligionarios suyos, legajos. Y en la única gaveta que quedaba a una consola de patas temblequeantes estaba el paquete, atado con una cinta, de las cartas que papá y mamá se cruzaran de novios, y una cartita olvidada de la tía Elvira.
Me encantaba el desván. No tendré tiempo de detenerme en las cartas, porque las de los correligionarios me atronaban como bombos, las de mis padres me daban, aun sin leerlas, una vergüenza que quemaba, y la de la tía era una niñería (cuya lectura, sin embargo, me entristecía). Pero aquellos muebles arrumbados me hacían sentir una añoranza infinita por infinitas escenas y situaciones no vividas por mí: muy anteriores a mi vida y agolpadas a mi alrededor. Los mármoles y los espejos rotos y la madera carcomida, el pedazo de cornucopia y el sofá destripado, la consola coja, el bengalero y el cuelgacapas decrépitos y mutilados: ¿qué salones y cámaras no habían adornado en las mocedades del abuelo Ramón, y aun en las mocedades del bisabuelo Armando? Podía oír voces campanudas de caballeros y risas de mujeres y música de cuerda. Todo se reducía a concentrarse; en seguida se perfilaba la palabra engolada de uno de ellos.
—Qué, don Práxedes, ¿aceptó usted el duelo?
(Esto me sonaba a muy de sociedad «antigua». Casi siempre se trataba de un duelo, que don Práxedes —tal vez don Hermógenes— comentaba con mi sonrisa mundana, como si hablase de una partida de caza.)
Y las carcajadas ahogadas de ellas, detrás de un abanicarse vertiginoso. Ráfagas de valses y de polkas, pasos airosos de contradanza —polisón y camafeo, monóculo y bisoñé— y, más lejos, rodando dulcemente bajo la lluvia, el pasar de un cabriolé.
De pronto, robándome a la ensoñación, me llegaba una cancioncilla:
El nene chiquitín
ya hace pi-pí solo
y su mamá le comprará
un orinal al nene chiquitín.
Era Milenio; el canalla de Milenio. Hala, a buscarlo. Pero, ¿de qué me valía? Él era rápido como un rayo de luz. Asomaba casi a la vez por dos o tres agujeros y se escurría ante mí por entre los cachivaches. Y cuando yo creía tenerlo atrapado, me llamaba por detrás:
—¡Aquí, aquí!
Me volvía y veía desaparecer su rabito.
—Ji, ji, ji. Ya hace pí-pí solo…
Otras veces era la telaraña de Ra, movida por el airecillo, lo que me distraía. Y lo que me tentaba.
Claro que Ra tenía que jurar. Yo hacía vibrar su tela con una pajita y ella acudía, toda patas y mandíbulas. Y al ver que era yo montaba en cólera.
—¡Ya estás aquí, coño! ¡Vete!
Tenía una voz cascada. De veras. Y un repertorio de tacos y una imaginación tan avinagrada para enhebrarlos que me ponía colorado. Aunque también creo que en el fondo le gustaba enfadarse. Creo, sí, que a veces me esperaba y que cuando yo aparecía se ocultaba y fingía no haberme visto, para salir a maldecirme apenas podía. Incluso cuando le ponía un mosquito en la telaraña ella se acercaba de mal talante, y antes de llevárselo a su agujero lo manoseaba despectivamente.
—Pues vaya una birria de mosquito.
Simpática, con todo. Me recordaba a una de las dos hermanas de la Costanilla de las Ánimas, a cualquiera de las dos.
¿Dos juguetes? Algo así. Dos juguetillos fantásticos. No otra cosa fueron para mí Ra y Milenio. Tenían demasiada picardía y demasiado despego para ser amigos de nadie.
Lobo, en cambio, era entrañable. Nunca, por un candor especial, acabó de entender su papel de perro. No cazaba, no guardaba, yo creo que ni olía. Tiene que haber sido, como perro, lo más inhábil de toda la historia perruna. Le arrojabas una piedra lejos, para que la trajese, y huía en otra dirección. Hay perros sabios, de una sabihondez que inquieta, y perritas marisabidillas, con rebequita y bigudíes, de un refinamiento que desmoraliza. Perros que van a comprar el periódico y perras que saben que los martes les toca baño y peinado, y que no pueden, pero que no pueden con las natillas sin canela. Pobre Lobo. Ni levantar una pata para pedir pan. Ni una mala monería aprendida.
Pero era en la protección de la casa, que por buena fe se le había confiado, donde más extrañamente se manifestaba su nulidad absoluta. Dos veces seguidas escalaron unos rateros la tapia del huerto y le robaron la manta que tenía en su caseta (por esto, y para que no lo robaran a él, hubo que trasladarle la caseta al zaguán). Y la segunda vez le pusieron un lazo verde al cuello: había estado jugando con los rateros.
Yo me había desesperado con él.
—Pero Lobo, tú eres único.
—Sí, muy cómodo. ¿Por qué había de saber yo que eran ladrones?
Imposible con él. Porque no era torpe —fuera de su papel de perro—, sino bueno, y sus razones podían ser así de inatacables.
Era lo único que, como perro, sabía: jugar. Jugaba con los gorriones, saltando bajo el enredo de sus chillidos y quedándose deprimido cuando se le desvanecían de encima, volando hacia lejanías de alegría. Jugaba con otros perros, perseguidor o perseguido por los trigales (invisibles ellos, surcando la superficie de las espigas con una quilla de aire). Jugaba con los caballos, enredándose en sus patas, y con los carros, casi arrollado a sus ruedas. Hubiera jugado con los gatos y siempre consideró apenadamente su bufido de guerra. Jugaba, sobre todo, con los niños.
—Ábreme, Gabrielito, déjame salir.
—No, hoy no sales.
Porque sí, por mala idea. Lobo gimoteaba. Fuera se oía a los chiquillos.
—Anda, por favor. Bueno, ya verás.
Se retiraba llorando.
—¿Serás bueno? ¿No tardarás?
—¡Ay, ábreme ya, corre!
Le abría por fin y allá iba él, ciego.
—¡Ya estoy aquí!
Los niños lo llamaban desde todas partes:
—¡Lobo, Lobo! ¡Lobo, Lobo!
Y él corría de uno a otro, feliz. Le hacían mil perrerías: le tiraban del rabo, de las orejas, se le montaban, lo revolcaban. Lobo gemía, se reía, protestaba.
—¡Eh, tú, qué te has creído!
Pero los niños no le entendían, claro.
No le apetecían para comer más que cosas buenas. Carne —mucha carne—, huesos suculentos, guisos bien condimentados, algo de dulce. Pero aunque no le gustase una cosa —frutas o nueces, por ejemplo, que le embutían los chiquillos—, por no desairar la tomaba y fingía comerla. Masticaba entonces con boca blanda, se apartaba y, bajando el hocico con disimulo y elevando humildemente los ojos a las nubes, luego la depositaba en el suelo.
No puedo decir que fuera hermoso. Era grandón y desgalichado y tenía un pelaje desvaído, entre ceniza y pardo. De chiquitín, sí; de cachorro sí que había sido una preciosidad. Gordinflón y palpitante, tibio y de color avellana, y más, más suave que un niñito. Yo tenía tres años cuando me lo trajeron y, si no me lo hubiesen impedido, a fuerza de apretarlo lo habría matado. Pues sentía un pasmo cuando lo tomaba en brazos, y como apenas si sabía hablarle, todo se me iba en estrujarlo.
Se lo habían vendido a papá en la Plaza Redonda de Valencia (esa vibrante plazoleta que huele a gallina y a gente, y en la que, tras haber entrado por uno de sus soportales, te ves literalmente increpado por los vendedores y arrastrado por el hormiguear de los mirones, que te hacen pasar ante tenderetes con calzoncillos de rayadillo azul para los labradores, puestos de aves, pajarerías, botijerías, ollerías y voceadores de baratijas). Papá creyó haber comprado un perro lobo: él mismo, por esto, lo bautizó tan pretenciosamente. Y se puso a acechar el momento en que las orejas, aquellas inmensas, alicaídas orejas de Lobo se enderezasen.
—Se le pondrán de punta. Esperad a que crezca.
Lobo creció y sus orejas siguieron arriadas y el pelaje le cambió. Y resultó no ser puro lobo, sino de una impureza infame, y papá se sintió estafado y… Pero, ¿qué más quería yo? ¿Qué más que un amigo con quien crecer? Juntos comimos, juntos dormimos. Tiemblo a veces pensando en el privilegio de mi vida brotada en su compañía. Camino unos pasos, nervioso, y miro con recelo a mi alrededor, y guardo mi pensamiento como una noticia que no me atrevo a dar para que no se me rompa en la desilusión ajena; como cuando uno piensa decir «¡Si tú supieras!» y después decide no decir nada, y por fin revienta y se queda asustado de lo que ha dicho, y de pronto ve, arrepentido, que los demás se comen también su emoción. Basta, basta, basta.
También me ha gustado divagar sobre la posibilidad de que Lobo contase esta historia. ¿Cómo lo habría hecho? Pero no, esto se queda para mí, pobre hombre con memoria y con vanidad, que trata de ser ecuánime y, a menudo, de adornar las cosas.
Lobo era como el agua de un lago, que refleja las imágenes tal como son.
Como el agua de un lago, y también como la luz del día, que da nuestras sombras tal como nosotros somos.
Y así, cuando, aquella tarde en que luchábamos y nos perseguíamos por el caserón, después de mi fracaso bajo el algarrobo borde, escuchamos la voz de mamá llamándome —«¡Gabrielito, la merienda!»— y los dos acudimos al cuarto de estar, donde se encontraban todos, Lobo pintó a cada cual de un modo diferente. Sin verlos y con sólo mirar a Lobo, un observador habría podido comenzar a entender a aquellos seres.
A Catalina, con quien nos cruzamos ante la cocina, la abrazó con alegría.
Del tío Nicolás huyó en un semicírculo de recelo, el rabo entre las patas y la mirada atenta a un más allá difícil de definir.
A la tía Matilde, que lo recibió con grititos, le llamó tonta. Con un poco de pena.
—Siempre las mismas tonterías, doña Matilde.
Y la eludió también.
A papá, que hacía solitarios, le plantó una pata en un muslo.
—Hola, don Gabriel.
Papá trató de quitárselo de encima con un refunfuño autoritario. A lo cual Lobo, con la otra pata, le desbarató las cartas alienadas.
—¡Maldito perro!
Pero Lobo se le rió como un amigote que no tolerase enfados. Entonces el tío Nicolás carraspeó, Lobo se calló, y papá, resoplando, volvió a ordenar sus cartas.
Después Lobo pasó a mamá, sobre cuyas rodillas apoyó las manos para darle un beso.
—¿De dónde sales, perdido? ¿Ya te has mojado bastante?
Lobo la desarmó con un súbito lengüetazo en la nariz, que dejó a mamá cloqueando de confusión y de placer.
Por último llegó a China. Puso la cabeza en su regazo y gimió como un perro. China hundió sus dedos entre las orejas de Lobo y le rascó despacio, diciéndole cosas que no eran cosas, casi «ajo», y mirándolo con sus extraños ojos. Lobo tuvo que cerrar los suyos. Seguía gimiendo. Ella levantó la mano, indicó la alfombra y él se tendió a sus pies, como la piel de un animal grande y muerto.