Al llegar a «… llena eres de gracia, el Señor es contigo…» mi abuela decía «… el Señor está contigo». Decía también algunas veces vide y paréceme y otras anticuallas, aunque quizá trataba de evitarlas. Y tan viejos como sus dichos eran su peinado partido, sus zapatos de velarte, su voz de caña rota y las cuentas cerúleas de su rosario.
Era como una ramita de leña: seca, ligera. Y fuerte. Su autoridad antigua pesaba sobre todo el mundo, y no sólo dentro de la familia, sino también entre cuantos la trataban de Alcidia.
Papá y el tío Nicolás se avisaban mutuamente cuando la veían aparecer.
—¡Que viene!
Y procuraban quitarse de en medio.
Y los vecinos se doblaban un poco a su paso.
—Muy buenas, doña Clarita; no pasan años, doña Clarita.
La abuela gruñía un saludo y se alejaba como huyendo.
Como huyendo por las calles pinas de Alcidia. Alcidia se levanta en ese manchón pardo que ve fundirse la provincia de Valencia con la de Cuenca, en la «Castilla levantina»: un pedazo de Valencia adentrándose en Castilla, o, mejor aún, un pedazo de Castilla adentrándose en Valencia. Tierra fría y sana aquélla, tierra limpia, de caza y robellones. Y de vino (aunque de vino flojote, salvo el cosechado en las viñas de La Rocha y Siete Hermanas, que es un vino de dos orejas). Pero la abuela era de Galicia y guardaba en los huesos todo el verdor y la ternura de su Galicia.
Son muy ralas las lomas que rodean la comarca alcidiense. Algún romero. Algún pino. Manantiales de agua escasa y amarguita. Unos dicen que aquello es la Sierra del Negrete; otros la llaman Sierra del Remedio. Y en una de esas lomas está, en la espelunca en que a mediados del siglo XVI se apareció la Virgen —al caballero burgalés Juan de Argés, o a un pastor, o a un cazador, que sobre esto no hay acuerdo definitivo—, el Santuario de Nuestra Señora del Remedio.
Durante el largo invierno el frío baja de la sierra, a veces con rabia de lobo hambriento, a la plaza de los lugares más pequeños —Las Casas, Los Corrales, Mosquera— y a la misma plaza de la grandona Alcidia.
En verano, al atardecer, de los mil lagares del pueblo sale un aroma dulzón a orujo, y de la vega llega un aire que huele a tierra regada.
Pues, sí, Alcidia tiene su pequeña vega, que se extiende desde el oterillo de la ermita hasta la vía muerta. Agüeras y acequias trocean los retales verdinegros de las huertas. Y aunque el calor se va pronto, y el perfume de la fruta y de la yerba también, algunos días de julio el sol pica tanto que parece escucharse su zumbido. Y algunas noches, también de julio, o de agosto, la luna cuelga sobre las huertas como un farol amarillo.
Aunque poco cuentan aquí las huertas. Lo que cuenta es la inmensidad de los viñedos, por los que uno vislumbra figurillas remotas de vendimiadores (cuyas palabras, sin embargo, escucha claras y cercanas).
Vista desde el promontorio del cementerio, y también desde la ermita, la hondonada de Alcidia produce una curiosa ilusión óptica cuya verdadera causa nunca he podido determinar. Todo parece ordenado en una diligente dosificación de volúmenes, todo se ajusta a distancias racionales, no artísticas, y obedece a una perspectiva ingenua: como si lo hubiese pintado un primitivo y lo hubiese dejado así, pegando el paisaje a un mapa ilustrado y plano. Echa uno de menos una gran rosa de los vientos —que podría estar, por ejemplo, a la derecha, encima de la iglesia y del mar de espigas a que se asoma el pueblo por detrás— y no se sorprendería de ver un labrador del tamaño de una casa, estático y minuciosamente desproporcionado en el rectángulo de un campo; un caballo inmóvil, pero trotando sobre cuatro nubecillas de polvo, también inmóviles; una comadre sacando medio cuerpo por una azotea y alcanzando con su manaza la torreta de la alhóndiga, a punto de moverla como si fuese una torre de ajedrez. Los árboles ocupan lugares deliberadamente distintos, pero sin hundirse en la profundidad, sin sondar el espacio: todos son idénticos, de la misma estatura y con la misma copa redondeada y verde; podría uno cambiarlos de sitio desde el promontorio con la mano y no pasaría nada (podría incluso dejar cada sombra pintada en el suelo, seguro de que serviría para cualquier otro árbol). Las mieses, los silos, las acequias, los montones de heno, todo está igual de lejos, igual de cerca. Los tejados, las pequeñas cúpulas, las chimeneas, los cubos de las casitas amontonadas: seria indiferente tomarlo todo en un puñado y acercarlo o alejarlo un par de kilómetros.
Claro, echa uno a andar hacia el pueblo y las cosas comienzan a individualizarse y a moverse, y cuando se tropieza con las primeras casas, las del Callejón de San Antón, por ejemplo, o las del Callejón del Canónigo, ve que son casas de verdad, de pueblo, unas enjalbegadas y otras de adobe rojo, con rejas y balcones de geranios, y casi todas con el piso de tierra apelmazada y limpia, a veces regadas con chorritos de agua que dibujan arabescos. Sigue uno andando, y al llegar a la Calle de la Mercería, que es la principal, enfilada hacia la Plaza Mayor, cree estar en una pequeña ciudad provinciana. La calle está adoquinada aquí y las casas ya no abren de par en par sus puertas; las puertas son ahora de madera barnizada y están cerradas, y tienen pomos de latón y aldabas redondas o de manecilla pintadas de rojo; y el piso de la casa es de baldosín muy fino. A estas puertas hay que llamar, no se puede plantar uno ante ellas como ante las de los pobres, siempre abiertas, y decir simplemente: «Ave».
Va uno pasando por la Calle de la Mercería y cruzando ante tiendas, y cada tienda tiene un olor característico. La talabartería huele a cuero y a cuerda, y no es raro que uno haya de agacharse para no rozar los arneses que cuelgan a la entrada. Pasa uno por la tienda de granos y huele muy dulce y muy suave, a algarrobas y a salvado. En la alpargatería huele a campo cerrado, a perfume adensado de esparto y margaritas y maleza. Y así en cada tienda. Cuando compras una cosa aquí o allá, apenas sales a la calle notas que lo comprado ya no tiene el aroma de la tienda, la cual, sin embargo, olía así por tener muchas cosas iguales o parecidas a la que has comprado. La gente va y viene más aprisa por la Calle de la Mercería que por las otras, el tiempo de las demás callejas que desembocan en ella se acelera de pronto. De las tabernas sale un vaho ácido y estancado, que atonta ligeramente, y al pasar por la carnicería huele bien, pero uno comprende que podría fácilmente oler mal, y en la lechería huele deliciosamente a heno y a fresco, y en la peluquería a calor y a colonia desventada. Pero de todos los olores, el más tierno y acariciador es el de los dos hornos, el de Santa María y el de Roteros, que sólo huelen a pan recién cocido.
Estoy poniéndolo todo en presente sin darme cuenta. La verdad es que han transcurrido desde que yo pasaba por la Mercería —todas las mañanitas, para ir al colegio, a «Academo»— muchos más años de los que quisiera tener que aceptar. Por un fenómeno social o económico que tampoco he esclarecido, desde el año veintiocho aproximadamente Alcidia viene amortiguándose. Ha perdido vigor y tiene bastantes menos habitantes (14.000 entonces, 10.000 ahora). Me dolió enterarme de esto hace cinco años. Siempre quise volver, volví y… no quiero detenerme. De nuevo suspiro por volver, pero, ¿para qué, si mi Alcidia no puede volver a mí? ¿Dónde está aquel fresco de la Mercería regada cada mañana, por qué esquina se ha desvanecido la churrera con su banasta de churros y su pregón? Entonces estaba Alcidia a punto de abrir Museo e Instituto de Segunda Enseñanza; hoy quedan dos o tres concejales muy viejos que se ríen cínicamente en el casino recordando el proyecto (terminan llorando, de tanto como se ríen). Las tabernas son bares, desapareció la talabartería, por un sortilegio nefando la tienda de granos se ha convertido en cafetería, las motos y las furgonetas botan sobre los adoquines, y aquella rica matización de olores ha sido engullida por un solo olor: el de gasolina.
Supongo que seguirá habiendo un tonto, porque un pueblo sin tonto es como un pueblo sin campanario. El de entonces se llamaba Eulalio y era un mocetón bien parecido y de aspecto fornido. Ahora bien, caminaba un poco de canto, un poco al sesgo, como resbalando por las cosas que veía y que probablemente no quería ver (en efecto, a los pocos pasos se volvía y caminaba resbalando del otro lado, siempre negando con la cabeza). Y de todas las cosas que no quería ver, ninguna tan temida como una mujer joven. Las chicas sabían esto y le tendían hábiles celadas y terminaban por acorralarlo. Eulalio se ponía entonces muy encarnado, temblando, y se cubría la cara con las manos. Y la risa de las chicas se abría con un desgarro que llegaba a doler. Hasta que Eulalio las ahuyentaba a empujones. Otras veces, cuando estaba tan tranquilo, los chiquillos le gritaban: «¡Que viene la María!», o «¡Que viene la Matilde!», y Eulalio salía corriendo despavorido con su extraño resbalar de canto, tropezando en la gente. Los hombres lo querían y lo convidaban en los cafés de la Plaza, y él se acercaba a los veladores contoneándose en círculos, como a punto de caerse.
Recuerdo otros tipos. El cojo de los periódicos. Gordo, con una pata de palo y una voz muy afónica con la que iba salmodiando: «Teré, teré, teré, teré». Eso es lo que yo creo que decía, «teré, teré», y no el nombre de ningún periódico. Utilizaba aquellas dos sílabas como dos notas de cencerro, y la gente encontraba esto cómodo y le salía al paso sin pensar. Y la ropavejera, con su carro y su penco, hendiendo el aire de las calles con un grito muy modulado, de varios quiebros, pero ininteligible, como el molde gastado de una palabra. Y el vendedor de corbatas, Luis; cetrino, seco y con bigotito. Llevaba las corbatas colgando de un travesaño sostenido por un palo alto, igual que si llevase un estandarte; siempre despacio por los cafés, siempre con el moroso revolotear de colorines, perezoso y atento a su papel de abanderado, acaso sin vender una corbata jamás. Y el calderero con sombrero de gitano y bigote de gitano, que trabajaba sentado en los bordillos de las aceras y gozaba viéndose rodeado de un corro. Y los dos esperpentos de la Costanilla de las Ánimas, dos hermanas viejas y solteras que tenían muchos gatos, diez o doce, y mucha mugre, y buscaban hierros al atardecer por los solares y los vertederos de basura, y cruzaban insultos atroces con la burla y las piedras de la chiquillería.
Bares y cafeterías sí que hallé hace cinco años, y tres o cuatro colegios de Segunda Enseñanza en vez del desaparecido «Academo», y dos cines, el «Hernández» y el «Moderno», compitiendo con el «Teatro Nuevo», el único de mi tiempo (hoy convertido en cine también). Pero… no sé. Alcidia sigue siendo, por supuesto, Cabeza de Partido. Pero… Será que me hago viejo. Resumiré toda mi decepción diciendo que la encontré menos señorial que antaño.
Quiero ser muy concreto. El pedazo de ese antaño a cuyo contorno va a ajustarse lo mejor posible esta historia se reduce a unos meses, a no más de cinco meses: de noviembre de 1920 a marzo de 1921. Una y otra vez, al repasar las vidas que van a ocuparme, incluida la mía propia, las he visto en ese breve espacio de tiempo cargadas de sus sentidos respectivos, cada una de ellas síntesis de sí misma: ofreciéndoseme a ser contadas en la biografía de un momento.
Terminando ese período sobrevino un hecho trascendental para estas vidas, que, lejos de verse desviadas o rotas, se encontraron mejor encajadas en sus cauces y, unas directamente, oblicuamente otras, forzadas a precipitarse y a definirse. Es seguro que tal hecho redondea el «momento» de un modo casi artificioso y me ayuda a verlo como obra terminada. Junto a ese artificio fantásticamente natural e introducido por sí mismo, yo introduciré otros. No podré librarme de retrocesos en el tiempo, a veces hasta años muy anteriores a mi propio nacimiento, ni de asomadas en el futuro (un futuro que ya es pasado). Convendrá eso para iluminar el momento desde fuera, desde otros momentos. Y no habrá más remedio que meter tijera luego para recortar caminos engañosos; recurrir al fraude esencial del historiador: apartar del tiempo la vida innecesaria para darle vida.
La biografía de un momento, protagonista y centro de otros momentos, anteriores y posteriores. Demasiada tentación.
¿Hablaré un poco también de mi vida actual? Creo que me convenceré de que es indispensable. Porque, claro —me diré— esto ha de estar escribiéndolo alguien.
Cuatro mil habitantes menos que entonces, me dijeron, pero a mí me parecieron muchos más: todos, en general, respondían a un mismo género, a una multitud sin diversificar. No se dibujaban entre ellos tipos. ¡Cuánto pantalón ceñido de vaquero, cuántas frases y actitudes «standard», cuánto desenfado aprendido, masculino y femenino, cuánto comparsa de cine suelto por la calle! Me consoló ver en la Plaza Mayor un autocar con colegiales: los mismos colegiales que en mi niñez venían de Valencia, de Cuenca, de Játiva a ver con sus profesores nuestras dos mejores iglesias, la Parroquial y la del Buen Pastor, y otras cosas muy estimables. La Iglesia Parroquial, de comienzos del siglo XV, presenta un colosal imafronte de tres cuerpos, los tres de columnas corintias y con imágenes de Bertessi y de Capuz (la mejor es la del Patrón del pueblo, Santiago el Mayor, en el tercer cuerpo). En el anchuroso interior, en los lunetos mismos, junto a la bóveda, hay unos audaces frescos que según un crítico moderno, a quien no calificaré, no son —así, como si no pesaran la realidad ni la opinión sustentada durante 300 años— no son de Antonio de Palomino. Luego, distribuidas por capillas y por las dos naves menores, paralelas a la central, hay varias joyas, cuya autenticidad nadie ha puesto en duda aún; una preciosidad de tabla, de Rodrigo de Osona el Viejo; el hermoso lucillo, obra de Cubero (o Cuberro), con los restos de la última Duquesa de Alcidia; algunos retablos de tosca factura, pero estupendos, y, sobre todo, tres cuadros de los Ribalta (dos del padre, uno del hijo). Pero en Alcidia hay mucho más: el templo del Buen Pastor, curiosísima transición románico-gótica, con interior de armadura sobre arcos apuntalados, amplios, de base baja, todo de fábrica al aire, que es un prodigio de equilibrio y proporción; las fuentes del pueblo, los soportales, los caserones solariegos —en uno de los cuales, haciendo esquina a la Mercería, estaba «Academo»— con portones de rancias aldabas, fajas y herrajes; los azulejos de las fuentes —algunas de éstas del siglo XV— con santos, aguadores y labradores, a menudo en seriadas historias de milagros; la bellísima cruz gótica que hay en el arranque del camino de Las Casas, entre dos olivos poco menos viejos que ella y en la que el paso del tiempo ha labrado un encaje de piedra por el que se clarea el cielo.
Yo sé bien, no obstante, cuán pesado se puede poner uno con un pueblo. Aparte de que para algo están las guías artísticas. De manera que pongo punto final a algo que sin esfuerzo me llevaría a llenar muchas páginas. Me consoló, como digo, la visión de esos jóvenes estudiantes. Y me entristeció.
He de hacer un alto aquí. No puedo ser tan injusto. Es indudable que los alcidienses actuales añorarán mañana su Alcidia de hoy y que maldecirán la desaparición de lo que yo he maldecido en su aparición. Añorar es añorarse: eso es todo. Quizás haya de repetirlo alguna vez. (Ya unos párrafos atrás, al dar ciertas pinceladas de nostalgia, un instinto de contención me ha impedido exclamar: «¿Dónde estarán mis dos loritos?». La verdad es que, si viven, mis dos loritos serán unos caballeros casi de mi edad. Eran dos hermanitos gemelos, dos niños idénticos, de 4 ó 5 años, que su mamá acompañaba todos los días al colegio. Ojos verdes y redondos, naricita corva, pelo pajizo y escarolado de la coronilla al flequillo. Los vestían con chaquetita verde, calcetines verdes o azules y una bufanda amarilla y verde. «Ya están ahí los dos loritos», me decía al verlos cada mañana. ¿Qué no pasaría por mí cuando un día, ya cerca del colegio, oí a su madre despedirlos diciéndoles: «¡A correr, loritos míos!»?) He hecho este alto porque estaba a punto de elogiar hasta las cosas que más me irritaban de la vieja Alcidia.
Dicho sin rodeos, la vieja Alcidia era un pueblo pretencioso. No tenía la promiscuidad de la actual, pero eso mismo hacía posible la existencia de una sociedad repolluda que medía las alhajas como las salchichas, por su peso, y cuya única razón de existir era reír compasivamente del vecino. La Alcidia de hoy, al menos en el centro, llena de bares con televisión y anuncios de Coca-Cola, podría pasar por un arrabal de capital; mi Alcidia carecía de la gracia y la intimidad de la aldea, y de la soledad ensordecedora de la capital. «La Voz del Alcidiense», que —esto me complace— sigue apareciendo todos los días, tenía el mismo localismo intolerable, la misma fanfarronería provinciana de hoy. En el Teatro Nuevo las primeras películas mudas comenzaban a dejar sin trabajo a los tramoyistas. El dinero desplazaba por su abundancia al buen gusto, y los numerosos ricos lucían una planta ostentosa, casi agresiva. ¿Y el Casino y las fiestas del Casino? Más de una vez hubo de ser suspendido su baile mensual porque ninguna señorita se atrevía a entrar la primera, y fue siempre un problemón insoluble hasta poco antes de terminar porque ninguna quería arrancarse a bailar antes que las demás.
Es probable que me haya hecho invertir mi reacción el recuerdo de lo que aquella Alcidia exasperaba a la abuela.
La abuela sólo se encontraba a gusto en el caserón, divagando del arpa al reclinatorio, desempolvando retratos de difuntos, perdiéndose por escaleras y pasillos, y asustándonos a todos con sus apariciones (bueno, a mí me asustaba poco).
Estaba el caserón en una puerta del pueblo, sobre el altozano en que empieza el camino de la estación. Era un bloque ocre y macizo, al que daban cierta esbeltez una torreta central y el palomar contiguo a ésta. Se entraba en él por un portón tachonado de herrajes enmohecidos. Arrancando del oscuro zaguán, donde Lobo tenía su caseta —desde aquel bromazo de los ladrones— y en cuya planta quedaban también la bodega, el lavadero y los cuartos para la servidumbre, una amplia escalera conducía a la vivienda y, dejando ésta a un lado, seguía hasta el desván, que ocupaba la habitación de la torreta.
Sólo uno de los cuartos bajos, destinados a una numerosa servidumbre, estaba habitado. Lo habitaba Catalina, nieta de una criada del abuelo. Los demás se utilizaban como trojes donde se guardaban sacos de granos y legumbres, pienso para las gallinas, harina. Ocasiones habrá de hablar de Catalina. Os diré ya que tenía veintidós años y que era rubia, no rubia desvaída, sino dorada como las mieses en agosto (un tipo excepcional, pero no imposible en los contornos de Alcidia, de tipos morenos, donde también es excepcional y posible el pelirrojo llameante y de tez pecosa). Catalina se peinaba con moño alto, como mamá; yo creo que imitaba a mamá. Tenía su misma figura, ágil y sin angulosidades, llena y suave, y tenía los ojos azules y grandes. No puedo evitar sonreír recordándola. No era inquietante su cara, tenía una serena alegría y mirarla era como mirar un río lleno de luz (que le calma a uno, olvidado del río).
Un poco más del caserón. El edificio, de gruesos muros y techos altos, era resonante y evocador. Olía a semillas y a pienso y, al mismo tiempo, a libros viejos. Y en su nobleza imponente la ausencia de panoplias y escudos parecía obedecer a un olvido imperdonable.
Cosa curiosa: visto por detrás tenía un aire umbrío, de alquería. Sus rejas azules y los frutales del huerto tapiado le daban ese aire. Sobre las bardas del huerto, colgando en brazadas hacia afuera, se amontonaban las zarzamoras: en invierno, una maraña leñosa; en verano, una mancha de follaje oscuro, sobre el que, quietos en el aire, zumbaban los abejorros, y al que se acercaban cabras, y aun algún burro, a ramonear y a espantar con sus tirones las palomillas, que se quedaban revoloteando como papelillos blancos. Recuerdo el cobertizo, al fondo del huerto, y las gallinas en sus perchas; las hileras de manzanos, duraznos, guindos, perales, granados; el algarrobo borde, junto al cual se paraba la abuela a escuchar.
Yo adivinaba de dónde le venía su poder a la abuela. Yo, además, por puro cinismo infantil, no le tenía miedo. El tío y papá, que sí que le temían, parecían creer, con una visión chocante del asunto, que su poder le venía a la abuela de su dinero (el cual era abundante, pero acaso no tanto como ellos calculaban). Les impresionaba el desfile de arrendatarios que, dos veces al año —por San Jaime y por Nochebuena—, la visitaban. (Los arrendatarios vestían blusa negra y alpargata blanca, y traían un rollo de papel en una mano y un hatillo de duros en la otra).
Aparte de esas visitas fijas la abuela no recibía apenas. Porque, claro, las idas y venidas del Levita, don Vicente Carbonero, administrador de la abuela —había sido secretario del abuelo—, director y propietario de «Academo» y frecuente presidente de juntas benéficas, no contaban como visitas.
Cuando venía el Levita y la abuela se encerraba con él en el salón, papá y el tío Nicolás se despepitaban por cazar dos palabras. El tío mortificaba a papá.
—Éste le saca todos los cuartos; éste nos deja en blanco, Gabriel.
Mamá decía que aquello era vergonzoso, y el tío, que a todos zahería, se disculpaba ante ella con humildad.
—Tienes razón, Elisa. Perdona.
Pero papá se quedaba muy dolido.
—Perdona, pero no lo puedes comprender. Es tu madre… Anda, tráeme una vocalzone, por favor.
Pues papá era cantante, y al parecer todos estos disgustos le afectaban la voz, y entonces tenía que tomar una de las pastillas que habían sido inventadas para la garganta de Caruso.
Otras veces se desojaban rebuscando en la salvilla de correspondencia de la abuela. El tío Nicolás murmuraba tapándose media boca con la mano.
—Hoy ha recibido carta de don José María.
—¿De don José María? ¿De don José María de Beceiro?
Más que preguntar papá exigía, con avidez incomprensible para él mismo.
Sí, la abuela se escribía con el Excmo. Sr. D. José Mª de Beceiro —también se escribía con un par de obispos— y por Nochebuena le mandaba una jaula de capones y vino de La Rocha. Y no es que esperase nada de él, aunque fuese senador; es que lo quería mucho porque, aparte de paisanos —los dos habían nacido en La Coruña—, eran amigos de toda la vida, y, sobre todo, porque a través de él había conocido a su marido, el abuelo Ramón.
El abuelo había sido un conservador de una pieza, como don José Mª de Beceiro. Rico e influyente en toda la región levantina, desde muy joven —antes de que don José Mª y el propio Dato comenzaran a sonar— había acudido a Madrid representando a Valencia en congresos y conferencias. En todo lo cual, siempre dispuesto a cooperar en proyectos y a sufragar viajes propios y ajenos, quemó buena parte de su fortuna. Pero quién sabe a dónde habría llegado si algo sorprendente no hubiese truncado su carrera política y su vida.
Entre sus papeles había cartas —que escudriñé muchas veces de chico sin entender jamás una palabra— y tarjetas y besalamanos de Ministerios con los nombres de Silvela, de Sagasta, de Dato. Sin entrar en detalles que seguramente no les agradaría a los abuelos verme publicar diré brevemente que en Madrid él y don José Mª, que ya era senador, se conocieron dentro de su Partido; que fueron íntimos, al extremo de que, invitado por el coruñés, pasó algunas temporadas en Galicia; en fin, que aquí conoció a la abuela.
El abuelo era ampuloso y retórico (mucho talento, eso sí, pero envuelto en un ropaje decimonónico que hoy nos atufaría). La abuela era seca, concreta. Y, vaya usted a saber por qué, le enamoraron el uno del otro tan perdida e impacientemente que don José Mª hubo de interrumpir una importante conferencia en Madrid para volar a La Coruña, a hacer de padrino.
La pareja se fue al solar del abuelo, a Valencia. Pasaban los veranos en Alcidia. Vivieron felices, salvo en los últimos días del abuelo, como luego se verá. Y cuando él murió le dejó a la abuela tres hijas, un bastón de mando —porque había sido alcalde de Alcidia—, varias hermosas medallas y lo que te quedaba de su fortunón. Y esto último era lo que tenía tarumbas al tío y a papá.
Como he dicho, yo adivinaba que su poder le venía a la abuela de otras cosas. De cosas mucho más evidentes. Por ejemplo, de que no dormía nunca. Y, por ejemplo, de su «comunicación» con el algarrobo borde.
—Abuela, ¿tú no duermes nunca?
Muchas mañanitas, entre sueños, escuchaba su taconear menudo sobre el empedrado, y el escándalo de Lobo, impaciente por salir a la calle: era que la abuela se iba a misa primera. Aunque lloviese, que era cuando más me gustaba despertarme un poquito, su caminar repiqueteaba por la acera, yendo o viniendo de la iglesia. Y durante la noche zascandileaba y añascaba con sigilo de ratón, revolviendo arcones y cómodas. Yo podía oírla muy bien desde mi cuarto, paredaño con el suyo. Hoy, bajo una de esas sencillas revelaciones que pueden tardar toda una vida en descender sobre uno, sé que lo que la abuela hacía era acariciar con sus manos de cera amarilla reliquias entrañables, releer cartas descoloridas, ordenar recuerdos y echar cuentas: zurcir los hilillos del ayer viejo y tejer los del mañana. Y al día siguiente, viva como un pájaro.
Bien, le pregunté aquello:
—Abuela, ¿tú no duermes nunca?
Me miró en silencio y con súbita curiosidad, como si yo acabase de descubrirle una cuestión que necesitase ser planteada. Me estimuló su silencio.
—¿Y qué haces por las noches si no duermes?
—Me estoy agorando lo que vosotros maquinaréis por el día. Anda, huye.
Huye —casi «fuye»— en vez de vete. Vide por vi. ¡Cómo saboreaba yo sus siempre escasas palabras, dichas con su decir antiguo y su acento gallego!
La abuela era sorprendentemente pequeña. No quiero decir sólo bajita. Sus manos eran pequeñas, sus pies eran pequeños, tenía jorobita y al abrazarla comprendía uno que no podía apretar, que aquel ensamble de paletillas y costillas se sostenía como por casualidad. No es que siempre fuera fácil evitar apretarla; no había más remedio que hacerlo alguna vez después de resistir, como ocurre con los bebés a quienes se quiere mucho. Cuando yo hacía esto ella me pegaba, y a mí me parecía que me sacudían polvo con un trapito, y ella se quejaba, porque se lastimaba pegándome, y me llamaba maldito y maligno. Y yo la levantaba en vilo y ella pataleaba.
Qué duda cabe, qué tontería, claro que la abuela tuvo que nacer, crecer, ser niña, llegar a doncella, madurar, convertirse en señora; pero para mí nada de eso es verdad. Me estorba saberlo para entender la idea de la abuela. La fotografía gris de aquella joven recién casada con el abuelo, demasiado severa para ser bella, con los negros rizos ensombreciéndole el gesto, toda ojos para el fotógrafo, esa fotografía y esa joven no tienen nada que ver con la abuela. La abuela surgió en el mundo tal como yo la recuerdo, fue así desde el principio y no quiero que sea de otro modo. Con su boca blanda, que no dura, y sus tres o cuatro pelitos negros sobre el labio superior, a ambos extremos. Con sus arrugas y su piel manchada de tiempo, estriada en rayas blancas junto a los ojos y a las comisuras de los labios; con la mirada penetrante de sus ojos claros (la mirada que al comienzo de este capítulo, quién sabe si pensando más en los mayores que en mí mismo, he recordado y me ha hecho llamarle «fuerte»).
Os diré cuándo me parecía más extraordinaria aquella mirada: cuando la levantaba de cualquier tarea minuciosa que estuviese haciendo y la posaba en uno; cuando, por ejemplo, dejaba de leer en su libro de horas y alzaba la cabeza para estudiarle a uno. Leía con un procedimiento excepcional: se bajaba las antiparras hasta la punta de la nariz y recorría las letrotas negras y rojas no a través de los cristales, sino por encima de éstos. Y bisbiseaba como si tuviese cañamones entre los labios. Uno le preguntaba algo; uno notaba la irritación que a la abuela le producía verse interrumpida. Al fin ella levantaba la cabeza, se calaba las antiparras y no hablaba: esperaba. Con tal paciente impaciencia en sus ojos claros, haciendo tan obvia la insustancialidad de lo que se le había preguntado, que uno se retiraba sin esperar respuesta.
Y la abuela no pudo tener nunca más que aquellas canas blancas, de un blanco marfileño y, pese a los esfuerzos del peinado partido, desordenadas. Y aquella nariz aguileña y corta (absolutamente distinta de la nariz recta y grande que se ve en la fotografía citada).
Agorando. Yo era un niño de lo más maniático y durante varios días no cesaría de repetírmelo: «Agorando, agorando». ¿Qué querría decir? Aquí estaba, sin duda, una de las llaves de su dominio, que le permitían ver por dentro a los demás mortales, incluso al tío Nicolás.
—¿Qué quiere decir agorando, mamá?
—¿Cómo?
—Agorando.
—Sí. De agorar, presagiar. Adivinar: algo así. Pregúntale a tu padre y verás cómo es eso.
Yo no preguntaba a papá. Temía que me aturdiese con una retahíla retumbante. Temía que me matase la palabra, que yo presentía tan fina, tan clara. Algo sólo posible al despierto. (Con lo cual, de un modo reflejo, me estoy pintando a mí mismo. Acaso no había aquí más que una incapacidad mía de comprensión. Cuando menos, esto es cierto: un día Lobo vino a dejarme pensativo diciéndome: «Tú no conoces a tu padre».)
Esta creencia mía, en la que aún continúo, de que la abuela nunca durmiese, me ha valido más de una vez el que mamá me haya llamado imbécil.
—Eres un imbécil, hijo. ¿Cómo puedes suponer que la abuela no durmiese nunca?
Bueno, quizá se adormilara algún momento. Pero no comía. Que no me discutan esto. Si acaso, un poquito de sal y aire.
Sólo en fechas señaladas, como Nochebuena y Navidad, se sentaba con nosotros a la mesa. Hacía de su habitación, además de oratorio, refectorio. Sobre los encajes de su altarcico tenía medio santoral entre estampas y figurillas. Y aquí, en una penumbra de preces y suspiros, a la hora de comer la abuela rechupeteaba y roía blandamente algo de lo que le entraban; cosas más bien raras, más bien indigestas, no sé por qué (aparte de caldos y sopas). Me intrigaba ver su bandeja: la escudilla con caldo y tres aceitunas en una fuentecilla, otra fuente con rodajitas de cecina o hueva, un poco de salazón, algún marisco, el cestillo del pan. Y terminada la «comida», la bandeja estaba casi intacta: faltaban unos sorbos de caldo, había una olivita mordisqueada, una rodajita como magullada. La abuela había tomado su poquito de sal y aire.
Más bien, se diría, pasaba con lo que bebía. Además del caldo le gustaban el café puro, en el que alguna vez migaba una corteza, y recuelos de yerbas; recuelos humeantes y de tono acaramelado, que parecían riquísimos, y que al probarlos resultaban repugnantes.
Recuerdo una escena que, con ligeras variantes, se repitió muchas veces, siempre llena de matices desagradables e interesantes. Aquel día comenzó mientras la abuela estaba comiendo en su habitación. De pronto llegó el Levita. (China le había puesto el mote, con aquel tino perverso que mi prima podía tener. Ni ella ni yo vimos jamás a don Vicente con levita; pero uno comprendía de manera muy sutil, figurándose a aquel hombre dentro de esta prenda, que ninguna otra palabra lo contenía mejor). Papá aborrecía al Levita, aunque no más que el tío Nicolás. No era sólo que mi exmaestro —sí, lo había tenido en mi clase en la época en que él iba aún por «Academo», cuando yo me preparaba de ingreso— administrase los bienes de la abuela en una gestión que para mi padre y para el tío no pasaba de ser un tejido de engañifas que nos iba dejando a todos los demás miembros de la familia bajo la mesa; eran también las juntas y colectas y rifas benéficas organizadas por don Vicente —para sordomudos, para huérfanos sordomudos, contra la vivisección, contra el voto femenino—, a las cuales, según papá y el tío, aquél no aportó jamás un céntimo. La abuela contribuía siempre, quizá con más ruido de llaveros y oraciones que con sumas importantes; pero papá y el tío creían ver que entre lo uno y lo otro la herencia se les evaporaba. Como, además, el tío lo emponzoñaba todo —«Que te digo, Gabriel, que éste nos limpia»—, a mi padre se le partía el alma. Y se justificaba diciendo: «Lo que me puede es que mucho de ese dinero no es para los mudos, ni para los tontos, ni siquiera para el viejo. Lo que me puede es que es para el granuja de Paco».
Nunca supe qué destino se daba a aquel dinero, aunque creo que papá no tenía razón; pero me consta que Paco Carbonero, el hijo de don Vicente, era a la sazón un bala perdida. Bueno, quizás eso sea exagerado; quizá fuese un inocentón.
Y estudiante de medicina.
Sigo con la escena. Antes de que la abuela saliese de su habitación, papá y el tío habían tratado de alejar al Levita con muy débil disimulo.
—¿Doña Clarita? No está.
—Pero doña Elisa me ha dicho que sí… Es sólo un momento, créanme; tenemos que liquidar algo.
—Ya. Usted siempre dispuesto a liquidar.
El tío era verdaderamente mordaz.
Salió Lobo, contempló al Levita con aire dubitativo y, bostezando espantosamente, se ovilló en un rincón.
¿Por qué me aburría a mí también el Levita? Sólo puedo pensar que nos desorientaba a los dos, a Lobo y a mí, con su estampa incomprensible y con aquella sonrisa temblona ante la que uno comenzaba a sonreír también para comprender de pronto que no debería haberlo hecho. Su enfermedad, que había tenido en jaque a Alcidia entera, le había dejado la sonrisa y un aletear de desvalida impaciencia en las manos.
Y ya no puedo recordar si esto otro le venía de antes o de después de la enfermedad, pero para arrancarse a hablar tenía que vencer un comienzo de balido.
Papá le había mirado con fijeza, pasado un rato.
—No le recibirá, creo que no le recibirá. Se habrá acostado.
—¿Cree usted? Esperaré un poquito más.
No, no era sólo la sonrisa: el cuerpo entero le temblaba. Hacía un par de años que sanara de algo singular. Papá decía que el viejo se había salido del ataúd; en sentido figurado, ya comprendéis. Y el propio don Vicente comentaría un día con la abuela: «Me moría, doña Clarita, y notaba que me moría. Se me puso aquí un ronquidito, que yo oía cada vez menos, como si me fuese durmiendo. ¡Tan a gusto! De pronto algo me sacudió, un ruido probablemente, y me dio por carraspear y el ronquidito empezó a marcharse y yo a desvelarme. ¿Comprende? Yo quería acabar, de veras, pero por momentos me iba despabilando». Y todo él se desazonaba, roído por el ácido de su sonrisa.
(En efecto, durante muchos días todo el mundo había esperado el desenlace. Los médicos, con golpes de tos emocionada y palabras de aliento, habían señalado lo irremediable a Paco, huérfano de madre desde muy pequeño. «La Voz del Alcidiense» tuvo preparada una necrológica que hubiese llenado tres columnas. Del colegio nos habían enviado a casa en señal anticipada de luto. «De esta noche no pasa», se murmuraba en las tertulias, en la calle, en las casas. Y al día siguiente: «De hoy no pasa». Papá iba cada dos horas a preguntar por él y volvía siempre con el mismo parte: «De hoy no pasa». Dicho en un largo suspiro. Pero un día regresó pálido, fruncido el ceño: «Dicen que ha pedido comida. Es ridículo». Tímidamente se reanudaron las clases. Las gentes mostraban una vaga decepción. Visto que el enfermo se recuperaba, la opinión pública, consciente de que así no se podía jugar con ella, observó un silencio ofendido. Hasta que un buen día el enfermo salió a la calle. Temblequeante, absurdamente vivo, pero vivo. Ya no volvió, sin embargo, a dar clases, aunque siguió conservando la propiedad del colegio. De manera que si bien la enfermedad no satisfizo aquel raro anhelo suyo, al menos le libró de algo que le amargaba casi tanto como la vida: la enseñanza. Quizás os cuente más tarde algo de esto, aunque sea de pasada.)
—¿Por qué no se va de una vez? ¿No comprende que…?
Nunca sabría don Vicente lo que el tío quería que comprendiese, porque en aquel momento la abuela, que salía de su habitación, seguida de Catalina con la bandeja, se encaró con el tío.
—¿Qué? Sigue.
No pareció inmutarse el tío. Todo lo que hizo —rápidamente, con un gran sentido de la improvisación— fue envolver a papá en una mirada solapada; no acusándole, sino diciéndole «Tú verás lo que haces». Papá se sintió agobiado, devolvió al tío una mirada de indignación, pero también de susto, y, reparando en la bandeja que llevaba Catalina, riñó cariñosamente a la abuela.
—Pero… Pero no come usted nada. No, no, no. Hay que esforzarse, hay que comer para vivir.
—Bien que os aplicáis vosotros el cuento, que me arrasáis.
Pero la abuela lo dijo mirando al tío Nicolás. Y en este juego de miradas andaban enredadas algunas de las fuerzas que pugnaban entre sí en el caserón.
La abuela se dirigió luego a don Vicente:
—¿Qué le trae?
—Oh, bien poco. Unos contratitos para firmar…
—Vamos.
Y se fue hacia el salón seguida de aquel azogue.
Papá, trémulo, se golpeó con una mano cerrada la palma de la otra.
—Con esto hay que terminar.
Es posible que en aquel instante no hubiese podido explicar qué era «esto» exactamente.
El tío, acomodándose en un sillón, desdobló el periódico. Papá insistió:
—¡Hay que terminar!
—Antes terminará el viejo con los cuartos.
El tío se enfrascó en la lectura. Papá miró un punto fijo y seguramente horrible. Pues ocultando el rostro entre las manos llamó a mamá:
—¡Elisa! ¡Tráeme una vocalzone!
Entendí que la escena había terminado y me fui escaleras arriba, hacia mi desván, en busca de Ra y de Milenio.