—No —me dijo ya con cierta irritación el párroco de Mira—, a su tatarabuelo no llegué a conocerlo. ¿Cuántos años cree usted que tengo?

Era este párroco un anciano magro, con profunda voz de bajo y un fuerte aroma de tabaco. Levantó la mirada de los legajos de registro, me contempló y fue a decirme algo. Pero se distrajo un punto, con gesto de extrañeza: afuera, en la plaza, acababa de comenzar a sonar la trompeta de un gitano.

Poco fuelle tenía el que soplaba. Los trompetazos, dulces y desafinados, se le desmayaban en un ir y venir por los aires. El latido de un pandero y el rumor admirado de la gente le acompañaban.

Poco a poco, amoldándose sin sentirlo a aquel fondo amortiguado, el párroco inició una sonrisa. No había dejado de mirarme, pero comprendí que no era a mí a quien sonreía, sino a su propia evocación.

—A don Armando, como ya le he dicho —prosiguió con su grave susurro—, sí que lo conocí. Ahí mismo, en la plaza, tiró al suelo de una bofetada a… bueno, a un hombre como un castillo.

—¿Por qué?

—Yo era un chiquillo aún, pero lo recuerdo muy bien. Terminaba de fracasar don Armando, y casi de arruinarse, en su proyecto del salmón. Por eso aquel chusco se le había reído y se llevó, ahí fuera, en un corro de hombres, la bofetada que le hizo medir el suelo.

No quise torcerle el hilo con nuevas preguntas. Se pasmó:

—¡Salmón en el Cabriel!

Levantándose, comenzó a caminar arriba y abajo, ante el mostrador de la sacristía. Se miraba las puntas de las botas y se ahuecaba la sotana con las manos hundidas en los bolsillos.

—¡Salmón en el Cabriel! Un botánico valenciano, Boscán, uno que dicen que era un sabio y que fue padre de botánicos y entomólogos, estudió con él todos los pormenores: clima del paraje, composición de las aguas, flora, fauna. Tenía don Armando unas fanegas de viña orilla del río, muy a lo largo del caudal. Hizo arrancar la cepa y cavar hondo el terreno. Y comenzó a traer carros de sal, carros y más carros.

Y empezaron a vaciar la sal en aquel gran socavón, junto al río.

En la plaza creció el rumor de la gente. La trompeta, asmática, doliente y obediente, hizo un floreo. Seguramente la cabra —¿o sería un oso?— se estaba empingorotando ya en lo alto de la escalerilla. El párroco hizo un alto sobre la admiración de los espectadores y continuó:

—El socavón, lleno de agua salada, iba a ser el pequeño mar donde los salmones pasarían el invierno. En primavera y verano se les trasladaría en reteles a una sección de la cuenca del Cabriel, para preparar la freza del otoño. Y no escaparían río abajo porque una tupida tela metálica…

El relato tenía ya vida propia y yo no contaba para nada. ¿Cuántas veces y con cuánto amor no había repasado el párroco aquel proyecto? De repente dejó caer los brazos con desaliento: una crecida inesperada del río, que se llevó por delante mallas a medio poner, sal e ilusiones, terminó con todo antes de que el primer salmón tuviese ocasión de poner el primer huevo de la historia en la cuenca del Cabriel.

—¡Hombres así! ¡Hombres así de ilusos son los que mueven al mundo! ¿Sabe usted lo que hizo don Armando apenas se rehízo del disgusto? Pues comprar todo el vino de la comarca y venderlo… a los franceses.

La gente aplaudía a los gitanos. El párroco monologaba:

—Cómo ha de ser, Señor…

La trompeta se entretuvo en unos plañidos. La gente rió, bobalicona. La cabra estaría haciendo reverencias.

—¿Se da usted cuenta? —se me encaró el párroco—. Tengo los planos del proyecto…

Pero era yo el que se había desprendido del relato, en alas de los dulces trompetazos desafinados: don Armando había sido mi bisabuelo, el padre de mi abuelo Ramón.