XII. Francisco Ferrer

y la escuela moderna

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

Se considera que la experiencia es la mejor escuela de la vida. De hecho, el hombre o la mujer que no aprende alguna lección vital en esa escuela es considerado como un zopenco. Aun pareciendo extraño que digamos que las instituciones organizadas continúan perpetuando errores, ellas, sin embargo, no aprenden nada de la experiencia, a la que se someten como si fuera algo irremediable.

Vivía y trabajaba en Barcelona un hombre llamado Francisco Ferrer. Era un maestro de niños, conocido y amado por su pueblo. Fuera de España sólo una culta minoría conocía la obra de Francisco Ferrer. Para el mundo en general, este maestro no existía.

El primero de septiembre de 1909, el gobierno español —a requerimiento de la Iglesia Católica— arrestó a Francisco Ferrer. El trece de octubre, después de un simulado juicio, fue llevado al foso de la prisión de Montjuich, colocado contra el horrible muro, testigo de infinitos gemidos, y fusilado. Instantáneamente, Ferrer, el oscuro maestro, se convirtió en una figura universal, provocando la indignación y cólera en todo el mundo civilizado contra el asesinato sin sentido.

La muerte de Francisco Ferrer no fue el primer crimen cometido por el gobierno español y la Iglesia Católica. La historia de estas instituciones es un dilatado río de sangre y fuego. No sólo no aprendieron nada de la experiencia sino que ni siquiera se percataron que el más débil ser, lapidado por la Iglesia y el Estado, crece y crece hasta tomar los contornos de poderoso gigante que libertará algún día a la humanidad de su peligroso poder.

Francisco Ferrer nació en 1859, de humildes padres. Estos eran católicos, y, por supuesto, quisieron educar a su hijo en la misma fe. No sabían que el muchacho se convertiría en el precursor de una gran verdad y que su mente rehusaría marchar por el viejo sendero. A temprana edad, Ferrer comenzó a cuestionar la fe de sus padres. Quería saber cómo es que el Dios que le hablaba de bondad y de amor podía turbar el sueño del inocente niño con espantos y pavores de torturas, de sufrimientos, de infierno. Despierto y de mente vivaz e investigadora, no tuvo que andar mucho para descubrir el horror de ese monstruo negro, la Iglesia Católica. No haría ya buenas migas con ella.

Francisco Ferrer no fue solamente un incrédulo, un buscador de la verdad, sino también un rebelde. Su espíritu estallaba en justa indignación frente al férreo régimen de su país, y cuando un puñado de rebeldes, dirigidos por el valiente patriota general Villacampa, bajo el estandarte del ideal republicano, se rebeló contra ese régimen, nadie fue combatiente más ardoroso que el joven Francisco Ferrer. ¡El ideal republicano! Espero que nadie lo confundirá con el republicanismo de este país[29]. Fuera como fuere, a pesar de la objeción que yo, como anarquista, pueda hacer a los republicanos de los países latinos, sé que se elevaron mucho más alto que el corrompido y reaccionario partido que, en Norteamérica, está destruyendo todo vestigio de libertad y de justicia. Basta sólo con pensar en los Mazzini, en los Garibaldi y en otros, para descubrir que sus esfuerzos fueron dirigidos, no simplemente hacia la destrucción del despotismo, sino particularmente contra la Iglesia Católica, la que desde su aparición ha sido la enemiga de todo progreso y liberalismo.

En Norteamérica tenemos justamente el reverso. El republicanismo brega por derechos autoritarios, por el imperialismo, por el soborno, por el aniquilamiento de toda apariencia de libertad. Su ideal es la empalagosa y diletante respetabilidad de un Mc Kinley y la brutal arrogancia de un Roosevelt.

Los rebeldes republicanos españoles fueron sometidos. Se necesita más que un envalentonado esfuerzo para fracturar la losa de los tiempos, para cortar la cabeza de esa monstruosa hidra, la Iglesia Católica y el trono español. Arrestos, persecuciones y maltratos siguieron a la heroica tentativa de este pequeño grupo. Aquellos que pudieron escapar de la policía, buscaron la seguridad en tierras extranjeras. Francisco Ferrer se encontraba entre estos últimos. Fue a Francia.

¡Cómo debió expandirse su alma en el nuevo país! Francia, la cuna de la libertad, de las ideas, de la acción. París, siempre joven, el intenso París, con su palpitante vida, tras la oscuridad de su propio país atrasado, ¡cuánto debió inspirarle! ¡Qué oportunidades, qué de maravillosas oportunidades para un joven idealista!

Francisco Ferrer no perdió el tiempo. Como un famélico, se sumergió en diversos movimientos liberales, se encontró con personas de todo tipo, aprendió, absorbió y creció. Al mismo tiempo, vio en funcionamiento la Escuela Moderna, la cual jugaría un papel importante y a la vez fatal en su vida.

La Escuela Moderna en Francia había sido fundada mucho antes de la época de Ferrer. Su creadora, aunque a menor escala, fue la cariñosa Louise Michel. Ya fuera consciente o inconscientemente, nuestra gran Louise sentía desde hacía tiempo que el futuro estaba en manos de las jóvenes generaciones; así, si el niño no era rescatado de esa institución que trituraba la mente y el alma, la escuela burguesa, los males sociales seguirían vigentes. Tal vez ella pensara, con Ibsen, que la atmósfera se encontraba saturada de fantasmas, que los adultos tenían muchas supersticiones que superar. Tan pronto como se dejaba atrás las mortales garras de un espectro, he aquí que se hallaban esclavizados por otros noventa y nueve espectros. De este modo, sólo unos pocos podían alcanzar la cima de la plena regeneración.

El niño, sin embargo, no tiene tradiciones que superar. Su mente no se encuentra embotada por ese conjunto de ideas, su corazón no se ha helado con las distinciones de clases y castas. El niño es para el maestro lo que la arcilla para el escultor. Que el mundo reciba una obra de arte o una miserable imitación, depende en gran parte de la capacidad creativa del maestro.

Louise Michel se hallaba suficientemente capacitada para interpretar la insaciable alma del niño. ¿No era ella misma de naturaleza infantil, dulce y tierna, generosa y pura? El alma de Louise se estremecía ante cada injusticia social. Se hallaba invariablemente en primera línea allá en donde el pueblo de París se rebelara frente a cualquier desmán. Y como ella estaba hecha para sufrir encarcelamiento por su gran devoción hacia los oprimidos, la pequeña escuela de Montmartre pronto tuvo que cerrar. Pero su semilla estaba sembrada y a partir de ella fructificó en muchas ciudades de Francia.

El intento más importante de una Escuela Moderna fue la de ese gran anciano, aunque de espíritu juvenil, Paul Robin. Junto a unos cuantos amigos, estableció una gran escuela en Cempuis, un bello lugar cerca de París. Paul Robin buscaba unos ideales más allá de las simples ideas modernas en la educación. Quería demostrar mediante hechos que la concepción burguesa de la herencia era sólo un pretexto para exonerar a la sociedad de sus terribles crímenes contra los jóvenes. Los males que el niño debe sufrir por los pecados de sus padres, el planteamiento que debe continuar en la pobreza y la mugre, que debe crecer como un borracho o un criminal, sólo porque sus padres no le dejaron otra herencia, era demasiado ridícula para un espíritu tan sensible como el de Paul Robin. Creía que, sea como fuere el papel jugado por la herencia, existían otros factores de igual importancia, si no mayor, que puede y debería erradicar o minimizar la presunta primera causa. Un adecuado medio económico y social, el aire y la libertad de la naturaleza, los ejercicios saludables, el amor y la simpatía y, sobre todo, un profundo conocimiento de las necesidades del niño, todo esto podría destruir el cruel, injusto y criminal estigma impuesto sobre los inocentes jóvenes.

Paul Robin no seleccionaba a sus niños; no acudía a los supuestos mejores padres; tomaba su material en cualquier sitio que lo hallara. De la calle, de las casuchas, de los orfanatos y las inclusas, de los reformatorios, de todos esos sombríos y terribles lugares donde una benevolente sociedad oculta a sus víctimas con el objetivo de apaciguar sus conciencias culpables. Recogió a todos los sucios, inmundos y temblorosos pequeños vagabundos que su establecimiento podía albergar y los trajo a Cempuis. Allí, rodeados por su propio orgullo natural, libres y sin restricciones, bien alimentados, limpios, queridos profusamente y comprendidos, las pequeñas plantas humanas comenzaban a crecer, a florecer, a desarrollarse más allá incluso de lo que esperaban su amigo y profesor, Paul Robin.

Los niños crecieron y se desarrollaron independientes, como varones y mujeres amantes de la libertad. ¡Qué gran peligro para las instituciones que hacen pobres con el objetivo de perpetuar la pobreza! Cempuis fue cerrado por el gobierno francés bajo la acusación de coeducar, lo que estaba prohibido en Francia. Sin embargo, Cempuis estuvo en funcionamiento el tiempo suficiente como para demostrar a todos los educadores avanzados sus tremendas posibilidades, y para servir como un empuje para los métodos modernos pedagógicos, los cuales lenta pero inevitablemente socavan el actual sistema.

Cempuis fue acompañado de un gran número de otros intentos pedagógicos, entre ellos el de Madelaine Vernet, una talentosa escritora y poeta, autora de l’Amour Libre, y Sebastián Faure, con su La Ruche[30], la cual visité mientras estaba en París en 1907.

Pocos años antes, el camarada Faure había comprado un terreno en donde levantó La Ruche. En un tiempo comparativamente corto, logró transformar el antiguo agreste e inculto campo en una parcela floreciente, teniendo toda la apariencia de una granja bien mantenida. Un extenso patio cuadrado, limitado por tres construcciones, y un amplio camino que conduce a los jardines y huertos, es lo primero que ve el visitante. El jardín, cuidado como sólo un francés sabe hacer, suministra una gran variedad de vegetales para La Ruche.

Sebastián Faure es de la opinión de que si el niño está sujeto a influencias contradictorias, su desarrollo sufre las consecuencias. Sólo cuando las necesidades materiales, la higiene del hogar y el ambiente intelectual son armoniosos, puede el niño crecer como un ser saludable y libre.

Refiriéndose a su escuela, Sebastián Faure ha dicho lo siguiente:

«Cuento con veinticuatro niños de ambos sexos, la mayoría huérfanos o aquellos cuyos padres son tan pobres como para poder pagar. Ellos son vestidos, hospedados y educados a mi costa. Hasta los doce años recibirán una educación elemental. Entre la edad de los doce a los quince —continuando con sus estudios— se les enseña un oficio, en relación con sus disposiciones individuales y habilidades. Tras esto, ellos son libres de dejar La Ruche comenzando sus vidas en el mundo exterior, con la seguridad de que en cualquier momento pueden volver a La Ruche, en donde serán bienvenidos y recibidos con los brazos abiertos como hacen los padres con sus hijos amados. Así, si ellos desean trabajar en nuestro establecimiento, lo pueden hacer bajo las siguientes condiciones: un tercio de lo producido para cubrir los gastos de su mantenimiento, otra tercera parte que se añade a los fondos generales puesto aparte para acoger a nuevos niños, y el último tercio destinado para gasto personal de los niños, como ellos o ellas crean convenientes».

«La salud de los niños que están actualmente a mi cuidado es excelente. Aire puro, alimentos nutritivos, ejercicios físicos en el exterior, largas caminatas, observación de reglas higiénicas, breve e interesante método de instrucción, y, sobre todo, nuestra cariñosa comprensión y cuidados de los chicos, han producido admirables resultados físicos y mentales».

«Sería injusto mantener que nuestros pupilos hayan logrado hechos maravillosos; pero, si consideramos que ellos forman parte de la media, sin haber tenido anteriores posibilidades, los resultados son de hecho muy gratificantes. Lo cuestión más importante que han alcanzado, un rasgo raro en los niños de las escuelas ordinarias, es el amor a los estudios, el deseo de conocer, de ser informados. Han aprendido un nuevo método de trabajo, uno que vivifica la memoria y estimula la imaginación. Hemos realizado un esfuerzo particular para despertar el interés del niño por lo que lo rodea, con el objetivo de que se percate de la importancia de la observación, de la investigación y la reflexión, de tal forma que, cuando el niño alcance la madurez, no sea sordo y ciego a las cosas que lo rodean. Nuestros niños nunca aceptan nada con una creencia ciega, sin preguntar el porqué y el motivo; ni se sienten satisfechos hasta que sus preguntas son contestadas minuciosamente. De esta manera, sus mentes están libres de las dudas y temores consecuencia de respuestas incompletas o falsas; esto último es lo que debilita el crecimiento del niño y crea una carencia de confianza en sí mismo y en los que lo rodea».

«Es sorprendente lo francos, atentos y afectuosos que son nuestros pequeños entre sí. La armonía entre ellos mismos y los adultos de La Ruche es altamente alentadora. Sentiríamos que hemos fracasado si los niños nos temieran u honraran simplemente porque somos sus mayores. No dejamos nada sin hacer para lograr su confianza y amor; logrando esto, la comprensión reemplazará a la obligación; la confidencia, al temor; y el afecto, a la severidad».

«Nadie ha logrado comprender todavía la abundancia de simpatía, de bondad y generosidad oculta en el alma del niño. El esfuerzo de todo verdadero educador debe encaminarse a liberar ese tesoro estimulando los impulsos infantiles, e inspirando sus mejores y más nobles tendencias. ¿Qué mayor recompensa puede haber para aquel cuya vida laboral es velar por el crecimiento de las plantas humanas, que ver cómo va desplegando sus pétalos, y observar cómo se desarrolla en una verdadera individualidad? Mis camaradas en La Ruche no buscan mayor recompensa, y es por ellos y sus esfuerzos, más que por los míos, que nuestro jardín humano promete producir bellos frutos[31]».

Con respecto a las cuestiones históricas y los predominantes viejos métodos de instrucción, Sebastián Faure decía:

«Explicamos a nuestros niños que la verdad todavía no ha sido escrita, la historia de aquellos que han muerto, sin ser reconocidos, en el esfuerzo de ayudar a la humanidad para alcanzar los más grandes logros[32]».

Francisco Ferrer no pudo escapar a esta gran ola de las propuestas de la Escuela Moderna. Apreció sus posibilidades, no sólo teóricamente, sino en su aplicación práctica a las necesidades cotidianas. Tuvo que pensar que en España, más que en cualquier otro país, se necesitaba precisamente de tales escuelas, si se quería liberarla del doble yugo del cura y el soldado.

Cuando consideramos que todo el sistema educativo en España está en manos de la Iglesia Católica, y recordamos igualmente el principio católico de que «Inculcar el catolicismo en la mente de un niño antes de sus nueve años es destruirla para siempre para cualquier otra idea», podremos entender la tremenda tarea de Ferrer para traer la nueva luz a su pueblo. El destino pronto lo ayudó a realizar su gran sueño.

Mademoiselle Meunier, una alumna de Francisco Ferrer, y una dama adinerada, comenzó a interesarse en el proyecto de la Escuela Moderna. Cuando murió, dejó a Ferrer algunas valiosas propiedades y doce mil francos anuales de renta para la Escuela.

Se ha afirmado que las almas superiores sólo conciben ideas superiores. Si es así, los despreciables métodos de la Iglesia Católica para vilipendiar el carácter de Ferrer, con el fin de justificar su propio aciago crimen, puede fácilmente ser explicado. De ahí que se difundiera en los periódicos católicos norteamericanos que Ferrer había hecho uso de su intimidad con mademoiselle Meunier para acceder a su dinero.

Personalmente, mantengo que la intimidad, de cualquier naturaleza, entre un hombre y una mujer, es asunto sólo de ellos. No dedicaría ni una sola palabra a este asunto, si no fuera una de las muchas viles mentiras que han circulado sobre Ferrer. Por supuesto, aquellos quienes saben de la pureza de los sacerdotes católicos comprenderán la insinuación. ¿Los sacerdotes católicos han visto alguna vez a la mujer más allá de un objeto sexual? Los datos históricos en relación con los hallazgos en los claustros y monasterios confirmarían lo dicho. ¿Cómo, por tanto, pueden ellos entender la cooperación de un hombre y una mujer, si no es bajo unas premisas sexuales?

De hecho, mademoiselle Meunier era considerablemente mucho más mayor que Ferrer. Habiendo desperdiciado su niñez y su adolescencia con un padre miserable y una sumisa madre, apreció fácilmente la necesidad del amor y del juego en la vida del niño. Debió ver que Francisco Ferrer era un maestro, no una institución, maquinaria o un productor de diplomas, sino dotado con un don.

Con conocimientos, con experiencia, con los medios necesarios y, sobre todo, imbuido con el sublime fuego de su misión, nuestro camarada regresó a España, comenzando el trabajo de su vida. El nueve de septiembre de 1901, la primera Escuela Moderna fue abierta. Fue acogida con entusiasmo por la gente de Barcelona, que se comprometió a sustentarla. En una corta conferencia en la apertura de la Escuela, Ferrer presentó su programa a sus amigos:

«No soy un orador, ni un propagandista ni un luchador. Soy un maestro; amo a los niños sobre todas las cosas. Pienso que los entiendo. Quiero hacer mi contribución a la causa de la libertad dando lugar a una joven generación que esté dispuesta a comenzar una nueva era».

Fue puesto en sobreaviso por sus amigos para que se cuidara en su oposición con la Iglesia Católica. Sabían hasta dónde estaba dispuesta a llegar para deshacerse de un enemigo. Ferrer también lo sabía. Pero, como Brand, creía en el todo o nada. Él no erigiría la Escuela Moderna sobre las mismas viejas mentiras. Sería franco, honesto y abierto con los niños.

Francisco Ferrer quedó marcado. Desde el día de la apertura de la Escuela, fue vigilado. El edificio de la escuela fue acechado; su pequeña casa en Mangat fue acechada. Se le seguía cada movimiento, incluso cuando acudía a Francia o Inglaterra para conferenciar con sus colegas. Fue un hombre marcado, y sólo era cuestión de tiempo que el acechante enemigo apretara el nudo corredizo.

Casi lo logró en 1906, cuando Ferrer fue implicado en el atentado contra la vida de Alfonso. Las pruebas que lo exoneraban eran tan claras incluso para los cuervos negros[33] que tuvieron que dejarlo ir, no por buenos, precisamente. Ellos esperaban. Oh, ellos pueden esperar, cuando se han propuesto atrapar a una víctima.

Y el momento llegó al fin, durante el levantamiento antimilitarista en España de julio de 1909. En vano buscaríamos en los anales de la historia revolucionaria para hallar una protesta tan extraordinaria contra el militarismo. Habiendo sido sojuzgado por los militares durante siglos, el pueblo español no estaba dispuesto a soportar por más tiempo este yugo. Se negó a participar en una matanza sin sentido. No encontraban razones para ayudar a un gobierno despótico a dominar y oprimir a un pequeño pueblo que luchaba por su independencia, como eran los bravos rifeños. No, no sostendrían las armas contra ellos.

Durante mil ochocientos años, la Iglesia Católica había sermoneado sobre la paz. Pero cuando el pueblo estaba dispuesto a hacer este sermón una realidad, la misma alentó a las autoridades para que lo forzara a empuñar las armas. De esta manera, la dinastía hispana siguió los criminales métodos de la dinastía rusa, siendo el pueblo forzado a ir al campo de batalla.

Entonces, y no antes, llegó al límite de su aguante. Entonces, y no antes, los obreros españoles se enfrentaron contra sus amos, contra aquellos que, como sanguijuelas, habían chupado su energía, su sangre vital. Sí, atacaron las iglesias y a los curas, pero si estos últimos tuvieran miles de vidas, nunca podrían pagar por las terribles atrocidades y crímenes cometidos contra el pueblo español.

Francisco Ferrer fue arrestado el primero de septiembre de 1909. Hasta el 1 de octubre, sus amigos y camaradas no supieron qué le había ocurrido. Ese día se recibió una carta en L’Humanité en donde se podía apreciar la ridiculez de todo el proceso. Y al día siguiente, su compañera, Soledad Villafranca, recibió la siguiente carta:

«No hay motivo para atormentarse; sabes que soy absolutamente inocente. Hoy estoy particularmente esperanzado y alegre. Es la primera vez que puedo escribirte y la primera que, desde mi arresto, puedo solazarme con los rayos del sol que entran a raudales por la ventanuca de mi celda. Tú también debes estar alegre».

Es conmovedor que Ferrer todavía creyera, el 4 de octubre, que no sería condenado a muerte. Incluso es más asombroso que sus amigos y camaradas, una vez más, cometieran el terrible error de creer al enemigo con un sentido de justicia. Una y otra vez, ellos habían confiado en los poderes judiciales, sólo para ver cómo sus hermanos eran asesinados frente a sus propios ojos. No se prepararon para liberar a Ferrer, incluso ni una protesta de importancia, nada. «Para qué, es imposible que condenen a Ferrer, él es inocente». Pero cualquier cosa es posible con la Iglesia Católica. ¿No es ella una consumada secuaz, cuyos juicios a sus enemigos son la peor burla a la justicia?

El 4 de octubre Ferrer envió la siguiente carta a L’Humanité:

«Prisión Celular, 4 de octubre de 1909».

«Queridos amigos míos. No obstante la más absoluta inocencia, el fiscal exige la pena de muerte, basado en denuncias de la policía, que me presenta como el jefe de los anarquistas de todo el mundo, dirigiendo los sindicatos obreros de Francia y culpable de conspiraciones e insurrecciones en todas partes, declarando que mis viajes a Londres y París no fueron emprendidos con otro objeto».

«Con tales infames calumnias están tratando de asesinarme».

«El mensajero está pronto para partir y no tengo tiempo para extenderme. Todas las evidencias presentadas al juez instructor por la policía no son más que un tejido de mentiras e insinuaciones calumniosas. Pero ninguna prueba en contra mía ha logrado éxito».

«Ferrer».

El 13 de octubre de 1909, el corazón de Ferrer, tan valiente, tan firme, tan leal, fue acallado. ¡Míseros idiotas! Apenas el último latido de ese corazón se había apagado, miles de corazones comenzaron a latir en el mundo civilizado, hasta que se transformaron en un terrible trueno, arrojando sus maldiciones contra los instigadores de este negro crimen. ¡Asesinos de negra vestimenta y porte piadoso, obstáculos de la justicia!

¿Había participado Francisco Ferrer en el levantamiento antimilitarista? De acuerdo con la primera acusación, aparecida en un periódico católico de Madrid, firmada por el obispo y todos sus prelados en Barcelona, no era acusado ni de haber participado. La acusación era, en realidad, considerar a Francisco Ferrer culpable de haber organizado escuelas ateas, y haber distribuido literatura atea. Pero en el siglo XX, los hombres no pueden ser quemados sólo por sus creencias ateas. Algo más se debía inventar y, he aquí, el cargo de instigación a la rebelión.

Por mucho que se investigó en las fuentes ciertas, ni una simple prueba se halló que conectara a Ferrer con el levantamiento. Por ello, ninguna prueba se buscó ni fueron aceptadas por las autoridades. Existían setenta y dos testigos, es cierto, pero sus testimonios sólo se presentaron sobre papel. Nunca fueron confrontados con Ferrer, o él con ellos.

¿Es posible psicológicamente que Ferrer pudiera haber participado? No lo creo, y aquí están mis razones. Francisco Ferrer no fue más que un gran maestro, aunque también fue un maravilloso organizador. En 8 años, entre 1901 y 1909, había organizado en España un centenar de escuelas. Vinculado con su propio trabajo escolar, Ferrer había montado una moderna imprenta, organizando un grupo de traductores, y editó 150 000 copias de trabajos de ciencia y sociología moderna, sin olvidar el amplio número de libros de textos racionalistas. Seguramente nadie, salvo el más metódico y eficiente organizador, podría haber alcanzado tal proeza.

Por otro lado, está absolutamente demostrado que el levantamiento antimilitarista no estaba organizado; que él mismo surgió de repente incluso para el propio pueblo, de manera similar a las grandes olas revolucionarias de ocasiones anteriores. El pueblo de Barcelona, de hecho, tuvo la ciudad bajo su control durante cuatro días y, de acuerdo con las declaraciones de los turistas, nunca había prevalecido un orden y paz mayor. Por supuesto, el pueblo estaba tan escasamente preparado que, cuando llegó el momento, no sabía qué hacer. En este aspecto, era como el pueblo de París durante la Comuna de 1871. Ellos, igualmente, no estaban preparados. Aunque estaban hambrientos, protegieron los almacenes repletos hasta rebosar de provisiones. Colocaron centinelas para proteger el Banco de Francia, en donde la burguesía guardaba el dinero robado. Los trabajadores de Barcelona, igualmente, cuidaron del botín de sus amos.

¡Qué patética es la estupidez de los miserables! ¡Cuán terriblemente trágica! Pero, no obstante, ¿sus grilletes se han incrustado tan profundamente en sus carnes que no pueden, incluso si quisieran, romperlos? El temor a la autoridad, a la ley, a la propiedad privada, cien veces marcado a fuego en su alma, ¿cómo podría librarse de él sin prepararse, de manera inesperada?

¿Puede alguien suponer por un momento que un hombre como Ferrer podría vincularse con tal espontánea y desorganizada tentativa? ¿No sabría que la misma tendría como resultado un fracaso, un desastroso fracaso para el pueblo? ¿Y no sería más razonable pensar que si él hubiera tomado parte, él, el experimentado emprendedor, hubiera organizado meticulosamente el levantamiento? Si todas las demás pruebas no valieran, este único factor podría ser suficiente para exonerar a Francisco Ferrer. Aunque existen otras igualmente convincentes.

El mismo día del levantamiento, el veinticinco de julio, Ferrer había convocado a una conferencia a los profesores y miembros de la Liga de la Educación Racionalista. Había que tratar el trabajo de ese otoño, y en concreto la publicación del gran libro de Eliseo Reclus, El Hombre y la Tierra, y La Gran Revolución Francesa de Pedro Kropotkin. ¿Es del todo concebible, plausible, que Ferrer, teniendo conocimiento de la rebelión, formando parte de ella, pudiera con sangre fría invitar a sus amigos y colegas a Barcelona el día en que sabía que sus vidas podrían estar en peligro? Seguramente, sólo la mente criminal y viciosa de un jesuita podría dar crédito a tal homicidio deliberado.

Francisco Ferrer tenía delimitada la labor de su vida; tenía todo que perder y nada que ganar, salvo la ruina y el desastre, si hubiera ayudado a la rebelión. No es que dudara del carácter justo de la rabia del pueblo; pero su trabajo, sus esperanzas, su propia naturaleza estaba encaminada hacia otros objetivos.

En vano son los esfuerzos de la Iglesia Católica, de sus mentiras, sus falsedades, sus calumnias. En la removida conciencia de la humanidad, la misma está condenada por haber reiterado una vez más los terribles crímenes del pasado.

Francisco Ferrer fue acusado de enseñar a los niños las más espeluznantes ideas, el odiar a Dios, por ejemplo. ¡Horror! Francisco Ferrer no creía en la existencia de Dios. ¿Por qué enseñar a los niños algo que no existe? ¿No es más razonable que condujera a los niños al exterior, que les mostrara el esplendor del atardecer, el brillo de un cielo estrellado, la impresionante maravilla de las montañas y los mares; que les explicara de manera simple y directa las leyes del crecimiento, del desarrollo, de la interrelación de toda la vida? Haciéndolo así, imposibilitaba para siempre que las semillas ponzoñosas de la Iglesia Católica germinaran en la mente de los niños.

Se ha mantenido que Ferrer preparaba a los niños para destruir a los ricos. Cuentos de fantasmas de viejas amas de llave. ¿No sería más razonable que los preparara para socorrer a los pobres; que les enseñara que la humillación, la degradación, la terrible pobreza, es un vicio antes que una virtud? ¿No es este el mejor y más efectivo medio para clarificar la absoluta inutilidad y perjuicio del parasitismo?

Por último, aunque no por ello menos importante, Ferrer fue acusado por socavar el ejército al inculcarles ideas antibelicistas. ¿Realmente? Él creía, siguiendo a Tolstoi, que la guerra es una matanza legalizada, que perpetúa los odios y la prepotencia, que corroe el corazón de las naciones y las convierte en maniáticas delirantes.

Sin embargo, tenemos las propias palabras de Ferrer que explican sus propios planteamientos sobre la pedagogía moderna:

«Quisiera llamar la atención de mis lectores sobre esta idea: todo el valor de la educación descansa en el respeto de la voluntad física, intelectual y moral del niño. Así como en la ciencia no hay demostración posible salvo por los hechos, así, por lo tanto, no existe una verdadera educación si la misma no está exenta de cualquier dogmatismo, que deje al propio niño dirigir sus propios esfuerzos y que sólo se limite a secundar los esfuerzos de estos. Pero, no hay nada más sencillo que alterar estos objetivos, y nada más difícil que respetarlo. La educación siempre es imponer, vulnerar, restringir; el verdadero educador es aquel que mejor puede proteger al niño frente a sus propias ideas, a las ideas del profesor y sus antojos; aquel que mejor recurre a las propias energías del niño».

«Estamos convencidos que la educación del futuro será de carácter plenamente espontánea; ciertamente, todavía no podemos apreciarla, pero la evolución de los métodos se encaminan en la dirección de una mayor comprensión del fenómeno de la vida, y el hecho de que todos los avances hacia la perfección significan la superación de lo establecido, todo ello indica que estamos en lo cierto cuando confiamos en la liberación del niño a través de la ciencia».

«No tememos decir que queremos unos hombres capaces de evolucionar incesantemente, capaces de destruir y renovar su entorno sin cesar, de renovarse a sí mismos también; hombres, cuya independencia intelectual sea su mayor fortaleza, que no los amarre a nada, siempre predispuestos a aceptar lo que sea mejor, felices por el triunfo de las nuevas ideas, que aspiren a vivir infinidad de vidas en una sola vida. La sociedad teme tales hombres; por tanto, no debemos esperar que pueda querer una educación capaz de hacer estos hombres».

«Seguiremos con gran atención la labor de los científicos que estudian a los niños, y buscaremos con ilusión la aplicación de sus experiencias a la educación que queremos desarrollar, en el sentido de una plena liberación del individuo. Pero ¿cómo alcanzaremos nuestro objetivo? Sólo poniéndonos mano a la obra favoreciendo la fundación de nuevas escuelas, las cuales deben ser dirigidas tanto como sea posible, por medio de este espíritu de libertad, que presentimos dominará toda la educación en el porvenir».

«Se ha hecho un ensayo, el cual, actualmente, ha dado resultados excelentes. Podemos destruir todo lo que en la actual escuela responde a la organización de la represión, el entorno artificial con que se separa al niño de la naturaleza y la vida, la disciplina intelectual y moral utilizada para imponerles las ideas preconcebidas, las creencias que pervierten y anulan la inclinación natural. Sin miedo a engañarnos, podemos devolver al niño a un ambiente que le motive, un medio natural en el cual pueda entrar en contacto con todo aquello que él ama, y en el cual la impronta de la vida reemplazará al quisquilloso aprendizaje en los libros. Si no logramos más que esto, ya habremos predispuesto en gran parte la emancipación del niño».

«En tales condiciones, estaremos en posición de aplicar libremente los conocimientos de la ciencia y trabajar más provechosamente».

«Perfectamente sabíamos que no habíamos logrado realizar todas nuestras esperanzas, que en ocasiones nos veríamos forzados, por carencia de conocimientos, a emplear métodos indeseados; pero una certidumbre nos mantenía en nuestro empeño, concretamente, que incluso sin alcanzar nuestros objetivos completamente habíamos logrado hacer más y mejor en nuestra todavía imperfecta labor que lo que habían logrado las actuales escuelas. Me gusta la libre espontaneidad del niño que no sabe nada, mejor que el amplio conocimiento y la deformidad intelectual de un niño que ha sido sometido por nuestra actual educación[34]».

Si Ferrer hubiera organizado realmente los disturbios, luchado en las barricadas, arrojado cientos de bombas, no hubiera sido tan peligroso para la Iglesia Católica y el despotismo, como su oposición a la disciplina y la restricción. Disciplina y restricción, ¿no se hallan tras todos los males del mundo? Esclavitud, sumisión, pobreza, todas las miserias, todas las injusticias son la consecuencia de la disciplina y la restricción. Efectivamente, Ferrer era peligroso. Así, tenía que morir, el 13 de octubre de 1909, en los fosos de Montjuich. Ahora, ¿quién se atrevería a decir que su muerte fue en vano? Frente al inusitado surgimiento de la indignación universal: Italia, renombrando calles en memoria de Francisco Ferrer; Bélgica, inaugurando un movimiento para erigir un monumento; Francia, haciendo un llamamiento a sus más ilustres hombres para que continúen la herencia del mártir; Inglaterra, siendo la primera en editar una biografía; todos los países unidos para perpetuar la gran labor de Francisco Ferrer; Norteamérica, incluso, siempre retrasada en las ideas progresistas, dando lugar a la Francisco Ferrer Association, cuyos objetivos iniciales son publicar una biografía completa de Ferrer y organizar las Escuelas Modernas a lo largo de todo el país; frente a esta ola revolucionaria internacional, ¿quién puede decir que Ferrer murió en vano?

Esa muerte en Montjuich, ¡qué maravilla, qué dramática fue!, ¡cómo estremeció las almas humanas! Orgulloso y firme, la mirada interior hacia la luz, Francisco Ferrer no necesitó de falsos sacerdotes que le dieran ánimos, ni recriminó a un fantasma por abandonarlo. La conciencia de saber que sus ejecutores representaban a una era moribunda y que él era la verdad naciente, lo mantuvo en los últimos momentos heroicos.

Una era moribunda y una verdad naciente

El vivo entierra al muerto.