IX. El sufragio femenino

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

Alardeamos de la era de los adelantos, de la ciencia y del progreso. ¿No es extraño, entonces, que todavía creamos en la adoración de los fetiches? En verdad, nuestros fetiches tienen una forma y sustancia diferente, pero en su capacidad de influencia sobre la mente humana siguen siendo tan dañinos como los del pasado.

Nuestro fetiche moderno es el sufragio universal. Aquellos que todavía no lo han alcanzado, libran sangrientas revoluciones para obtenerlo, y aquellos otros que ya disfrutan de su reinado, ofrecen grandes sacrificios en el altar de este omnipotente dios. ¡Ay de los herejes que osen cuestionar su divinidad!

Las mujeres, aún más que los hombres, son adoradoras de los fetiches y, aunque sus ídolos pueden cambiar, seguirán de rodillas, alzando sus manos, negándose a ver el hecho de que su dios tiene los pies de barro. Así, la mujer ha sido la gran defensora de todas las deidades desde tiempo inmemorial. Así, igualmente, ha pagado el precio que sólo los dioses pueden exigir: su libertad, la sangre de su corazón, la vida misma.

La memorable máxima de Nietzsche, «Cuando vayas con una mujer, lleva contigo un látigo», es considerada muy brutal, aunque Nietzsche expresaba en esta frase la actitud de la mujer frente a sus dioses.

La religión, en concreto la religión cristiana, ha condenado a la mujer a vivir como una inferior, una esclava. Ha frustrado su naturaleza y encadenado su alma, a pesar de que la religión cristiana no cuenta con mayor defensor, y devoto, que la mujer. De hecho, se puede afirmar que la religión hubiera dejado de ser un factor en las vidas de las personas si no hubiese llegado a ser por el apoyo que recibe de la mujer, siempre sacrificándose en el altar de unos dioses que han encadenado su espíritu y esclavizado su cuerpo.

La guerra, ese insaciable monstruo, despoja a la mujer de todo lo más querido y lo más precioso. Le arranca sus hermanos, sus amantes, sus hijos y a cambio recibe una vida de soledad y desesperación. Y aun así, la gran defensora y adoradora de la guerra es la mujer. Ella es la que infunde el amor a la conquista y el poder en sus hijos; ella es quien susurra las glorias de la guerra en los oídos de sus pequeños, y quien acuna a su bebé con las melodías de trompetas y el ruido de las armas. Es la mujer, igualmente, quien corona al victorioso al volver del campo de batalla. Sí, es la mujer quien paga el precio más alto frente a este monstruo insaciable, la guerra.

También está el hogar. ¡Qué terrible fetiche! ¡Cómo absorbe toda la energía vital de la mujer esta prisión moderna con barrotes de oro! Su aspecto reluciente deslumbra a la mujer a pesar del precio que debe pagar como esposa, madre y ama de casa. Aun así, la mujer se aferra tenazmente al hogar, al poder que la mantiene cautiva.

Se podría decir que, ya que la mujer reconoce el terrible tributo que está obligada a pagar a la Iglesia, al Estado y al hogar, desea el sufragio para liberarse. Quizá sea cierto para unas pocas; la mayoría de las sufragistas repudian profundamente tal blasfemia. Por el contrario, siempre insisten que con el sufragio las mujeres serán mejores amas de casas y cristianas, la más leal ciudadana del Estado. De esta manera, el sufragio sólo es un medio de fortalecer la omnipotencia de todos los dioses a los cuales la mujer ha servido desde tiempo inmemorial.

¿Por qué sorprenderse, entonces, cuando la más devota, la más fanática, se postra ante el nuevo ídolo, el sufragio femenino? Como siempre, soporta la persecución, el encarcelamiento, la tortura y todas las formas de condenación, con una sonrisa en su cara. Como siempre, incluso, las más preclaras, esperan un milagro de la deidad del siglo XX: el sufragio. La vida, la felicidad, la alegría, la libertad, la independencia, todo esto y mucho más, emanará del sufragio. En su ciega devoción, la mujer no parece ver lo que las personas inteligentes percibieron hace cincuenta años: que el sufragio es el mal, que sólo sirve para esclavizar a las personas, que lo único que ha hecho es cerrarle los ojos para que no puedan ver con qué astucia han sido sometidos.

La demanda femenina a favor de la igualdad en el sufragio se basa fundamentalmente en el principio de que la mujer debe tener iguales derechos en todos los aspectos de la sociedad. Nadie podría, posiblemente, negar esto, si el sufragio fuera un derecho. ¡Qué ignorancia la de la mente humana, la cual ve un derecho en una imposición! O, ¿no es acaso la mayor brutal imposición que un grupo de personas hagan las leyes que otro grupo, mediante coerción, se vea forzado a obedecerlas? Sin embargo, la mujer clama por esta «oportunidad de oro» que ha supuesto tanta miseria para el mundo, y que ha usurpado al hombre su integridad e independencia; una imposición que ha corrompido a las personas, y los ha convertido en fácil presa en manos de políticos sin escrúpulos.

¡El pobre, estúpido y libre ciudadano norteamericano! Libre para morirse de hambre, libre para vagar por los caminos de este gran país, disfruta del sufragio universal y, con este derecho, se ha forjado las cadenas en sus extremidades. La recompensa que ha recibido son estrictas leyes laborales, prohibiendo el derecho al boicot, al piquete, de hecho, a cualquier cosa, salvo el derecho a que se le robe los frutos de su trabajo. Y a pesar de todas estas consecuencias desastrosas del fetiche del siglo XX, nada han aprendido las mujeres. Al contrario, se nos asegura que la mujer purificará la política.

No es necesario que diga que no me opongo al sufragio femenino con el argumento convencional de que no está capacitada para ello. No encuentro ninguna razón ni física, ni psicológica, ni mental por la cual la mujer no pueda tener la igualdad de derecho a votar que el hombre. Pero esto no me ciega hasta llegar a aceptar la absurda afirmación de que la mujer conseguirá aquello en donde el hombre ha fracasado. Aunque ella no empeorará las cosas, ciertamente, tampoco las mejorará. Por tanto, asumir que ella tendrá éxito en purificar algo que no es susceptible de purificarse, es adjudicarle poderes sobrenaturales. En tanto la mayor desgracia de la mujer ha sido que fuera vista o como un ángel o como un demonio, su verdadera salvación reside en colocarla en la tierra; ante todo, en ser considerada como humana, y por tanto, sujeta como todos los humanos a los mayores disparates y errores. ¿Debemos, por tanto, creer que dos errores darán lugar a un acierto? ¿Debemos asumir que el veneno actualmente inherente a la política se reducirá, si la mujer pudiera participar en la arena política? Ni las más ardientes sufragistas podrían mantener tal locura.

En realidad, los más avanzados estudiosos del sufragio universal han llegado a la conclusión que todos los actuales sistemas de poder político son absurdos, y que son completamente inadecuados para satisfacer las acuciantes necesidades vitales. Este punto de vista es igualmente confirmado por alguien que es en sí misma una ardiente creyente en el sufragio femenino, la doctora Helen L. Summer. En su destacado trabajo, Equal Suffrage, sostiene: «En Colorado, he observado que la igualdad de voto ha servido para demostrar de la manera más impactante la esencial podredumbre y carácter degradante del actual sistema». Por supuesto, la doctora Summer tenía en mente un sistema particular de votación, aunque lo mismo se puede aplicar con igual fuerza a toda la maquinaria del sistema representativo. Sobre tales bases, es difícil entender cómo la mujer, como factor político, podría beneficiarse tanto a sí misma como al resto de la humanidad.

Pero dicen nuestras devotas sufragistas, miren los países y Estados en donde el sufragio femenino está vigente. Véase lo que las mujeres han conseguido; en Australia, Nueva Zelanda, Finlandia, los países escandinavos, y en nuestros propios Estados, Idaho, Colorado, Wyoming y Utah. La distancia parece crear espejismos, o, para decirlo con un refrán polaco, «es mejor en donde no estamos». Sí, una podría asumir que estos países y Estados son diferentes a otros países o Estados; que tienen la mayor libertad, la mayor igualdad social y económica, una mejor apreciación de la vida humana, un mayor conocimiento de la gran lucha social, con todas las cuestiones vitales que afectan a la especie humana.

Las mujeres de Australia y Nueva Zelanda pueden votar, y ayudar a hacer las leyes. ¿Son mejores las condiciones laborales allí que las que existen en Inglaterra, donde las sufragistas mantienen una lucha heroica? ¿Existe allí una maternidad más responsable o los niños son más alegres y libres que en Inglaterra? ¿Allí las mujeres han dejado de ser consideradas como meros objetos sexuales? ¿Se han emancipado de la puritana doble moral para los hombres y las mujeres? Seguramente no, pero la mujer común vinculada con las campañas políticas contestaría a estas cuestiones afirmativamente. Si esto es así, me parece ridículo señalar a Australia y Nueva Zelanda como la Meca de lo alcanzado con la igualdad de sufragio.

Por otro lado, es un hecho que aquellos que conocen las verdaderas condiciones políticas en Australia saben que los políticos han amordazado a los trabajadores con leyes laborales tan restrictivas que convierten cualquier huelga no aprobada por un comité de arbitraje en un delito similar al de traición.

Ni por un momento he querido decir que el sufragio femenino es responsable de este estado de las cosas. Sólo quiero decir que no existe razón para señalar a Australia como el paraíso obrero de las conquistas femeninas, en tanto la influencia de la mujer no ha sido capaz de liberar a los trabajadores de la servidumbre del caciquismo político.

Finlandia ha otorgado a la mujer la igualdad de voto; y hasta incluso el derecho de sentarse en el Parlamento. ¿Esto ha ayudado a desarrollar un mayor heroísmo, un entusiasmo mayor que el de las mujeres rusas? Finlandia, igual que Rusia, padece bajo el terrible látigo de un zar sanguinario. ¿Dónde están las finlandesas Perovskaias, Spiridonovas, Fingers, Breshkovskaias? ¿Dónde están las innumerables jóvenes finlandesas que marchen a Siberia alegremente por defender su causa? Finlandia necesita tristemente a heroicas libertadoras. ¿Por qué las urnas no las han creado? El único vengador finlandés fue un hombre, no una mujer, y empleó un arma más efectiva que la urna.

Con respecto a nuestros Estados en donde las mujeres votan, y los cuales constantemente han sido señalados como ejemplos maravillosos, ¿qué se ha conseguido allí a través de las urnas que la mujer no disfrute plenamente en otros Estados, o que no pudieran conseguir a través de luchas enérgicas al margen de las urnas?

Es cierto, en los Estados sufragistas se garantiza a las mujeres la igualdad de derecho a la propiedad; pero ¿qué supone este derecho para la masa de mujeres sin propiedades, los miles de asalariados que carecen de todo? Que la igualdad de voto no afecta, ni puede afectar, a sus condiciones lo admite incluso la doctora Summer, quien ciertamente se encuentra en situación de saberlo. Como ardiente sufragista, siendo enviada a Colorado por la Collegiate Equal Seffrage League of New York State para recopilar material a favor de las sufragistas, sería la última en decir cualquier cosa negativa; sin embargo, nos ha informado que «la igualdad de sufragio apenas ha afectado a las condiciones económicas de las mujeres. Que las mujeres no reciben igual salario por igual trabajo, y que, aunque las maestras en Colorado disfruten del derecho del voto con el school suffrage desde 1876, se les paga menos que en California». Por otro lado, la señorita Summer no da una respuesta al hecho de que aunque las mujeres tienen el school suffrage desde hace treinta y cuatro años, y la igualdad de sufragio desde 1894, el censo de Denver hace pocos meses revelaba el hecho de quince mil niños abandonados en edad escolar. Y todo eso a pesar de que exista mayoría de mujeres en el departamento de educación, y que igualmente las mujeres en Colorado hayan aprobado las «más restrictivas leyes para la protección de los niños y los animales». Las mujeres en Colorado «se han interesado vivamente en las instituciones estatales para el cuidado de los niños dependientes, deficientes y delincuentes». ¡Qué terrible acusación contra los cuidados e interés femenino si sólo en una ciudad hay quince mil niños desatendidos! ¿Qué queda de la gloria del sufragio femenino si fracasa estrepitosamente en la más importante cuestión social: el niño? Y, ¿dónde está el sentido superior de justicia que la mujer llevaría al campo político? ¿Dónde estaban en 1903, cuando los propietarios mineros sostuvieron una guerra contra la Western Miners Union; cuando el general Bell estableció un reino de terror, arrancado a los hombres de sus lechos por la noche, secuestrándolos hasta la frontera del Estado, arrojándolos a los corrales de los toros, afirmando «al infierno con la Constitución, la porra es la Constitución»? ¿Dónde estaban las mujeres políticas entonces, y por qué no ejercieron el poder de sus votos? Aunque sí lo hicieron. Ayudaron a derrocar al hombre más justo y liberal, el gobernador Waite. Este último se vio obligado a ceder el puesto al títere de los poderosos mineros, el gobernador Peabody, el enemigo de los trabajadores, el Zar de Colorado. «Ciertamente, el sufragio masculino no lo hubiera hecho peor». Seguramente. Entonces, ¿dónde están las ventajas del sufragio femenino para la mujer y la sociedad? La tan repetida afirmación de que la mujer purificaría la política no es más que un mito. No lo sostienen las personas que conocen las condiciones políticas de Idaho, Colorado, Wyoming y Utah.

La mujer, esencialmente puritana, es de manera natural fanática e implacable en sus esfuerzos por convertir a los demás en tan buenos como ella cree que deben ser. Así, en Idaho, ha privado de la ciudadanía a sus hermanas de la calle, y ha declarado a todas las mujeres de «carácter lascivo» sin derecho a votar. «Lascivo» no debe ser interpretado, por supuesto, como prostitución dentro del matrimonio. No hace falta que diga que la prostitución ilegal y las apuestas están prohibidas. En este sentido, la ley pertenece al género femenino: siempre prohíbe. En eso todas las leyes son maravillosas. No van más allá, pero sus mismas tendencias abren todas las compuertas del infierno. La prostitución y las apuestas nunca habían sido un negocio floreciente hasta que la ley las prohibiera.

En Colorado, el puritanismo de la mujer se ha expresado en su forma más drástica. «Los hombres sin una vida claramente intachable, y aquellos vinculados con los salones, han sido expulsados de la política desde que las mujeres tienen el voto[22]». ¿Pudo el hermano Comstock hacer más? ¿Pudieron todos los Padres Puritanos hacer más? Me pregunto cuántas mujeres se percatan de la gravedad de esta supuesta proeza. Me cuestiono si entienden que, en vez de mejorar su situación, hace de ellas unas espías políticos, despreciables entrometidas en los asuntos personales de la gente, no por el bien de la causa, sino porque, como dijo una mujer de Colorado, «quieren entrar en las casas en donde nunca han estado, y enterarse de todo lo que puedan, sea político o cualquier otra cuestión[23]». Sí, y dentro del alma humana y en sus más recónditos escondrijos y rincones, pues nada satisface más los deseos de la mayoría de las mujeres que el escándalo. ¿Y cuándo habían podido disfrutar de tales oportunidades como ahora con la política?

«Los hombres sin una vida claramente intachable, y los hombres vinculados con los salones». Ciertamente, a los recolectores del voto femenino no se los puede acusar de demasiado sentido de la proporción. Reconociendo incluso que estas entrometidas puedan decidir quiénes tienen una vida intachable como para participar en esta atmósfera sumamente limpia, la política, ¿debemos inferir que los propietarios de salones pertenecen a la misma categoría? Sólo es la hipocresía e intolerancia norteamericana, manifiesta en la base de la Ley Seca, la cual permite la difusión de las bebidas alcohólicas entre los hombres y mujeres de las clases ricas, mientras que mantiene la vigilancia sobre los únicos lugares dejados para los hombres pobres. Sólo por esta razón, la actitud estrecha y purista de la mujer frente a la vida la convierte en el mayor peligro para la libertad en cualquier lugar en donde tenga el poder político. El hombre ha superado desde hace tiempo las supersticiones que todavía asume la mujer. En el campo de la competencia económica, el hombre se ha visto obligado a desplegar su eficacia, juicio, habilidad y competencia. Por tanto, no ha tenido ni tiempo ni inclinación para medir la moralidad de cada uno con la vara de medir puritana. Tampoco en sus actividades políticas se conduce ciegamente. Sabe que la cantidad y no la calidad es el combustible necesario para que siga moliendo el molino político, y, a menos que sea un reformista sentimental o un viejo fósil, sabe que la política nunca podrá ser otra cosa que una ciénaga.

Las mujeres plenamente versadas con los procesos políticos conocen la naturaleza de la bestia, aunque en su autosuficiencia y egoísmo las hace creerse que con unas caricias, la bestia se convertirá en tan tierna como una ovejita, dulce y pura. ¡Como si las mujeres no hubieran vendido sus votos, como si las mujeres políticas no pudieran ser compradas! Si sus cuerpos pueden ser comprados mediante recompensas materiales, ¿por qué no su voto? Esto está ocurriendo en Colorado y en otros Estados, cosa que no niegan ni aquellos que están a favor del sufragio femenino.

Como he dicho anteriormente, la limitada perspectiva femenina de las cuestiones humanas no es el único argumento contra la superioridad política de las mujeres frente a los hombres. Existen otros. Su larga vida como parásitos económicos ha difuminado su sentido de lo que significa igualdad. Claman por la igualdad de derechos con los hombres, aunque hemos aprendido que «pocas mujeres se preocupan de difundir su ideal en los distritos indeseables[24]». ¡Qué poco significa la igualdad para ellas en comparación con las mujeres rusas, que hacen frente al propio infierno por su ideal!

La mujer exige los mismos derechos que los hombres, pero se indigna si su presencia no los lleva a morir por ella: él fuma, no se quita el sombrero y no se levanta de un salto de su asiento como un lacayo. Estas pueden ser cuestiones triviales, pero son, no obstante, la clave de la naturaleza de las sufragistas norteamericanas. Con seguridad, sus hermanas inglesas han superado estas nociones estúpidas. Han demostrado hallarse a la misma altura que sus grandes exigencias, en su carácter y capacidad de resistencia. ¡Todo el honor al heroísmo y solidez de las sufragistas inglesas! Gracias a sus métodos enérgicos y agresivos, han supuesto una inspiración para algunas de nuestras vacías y débiles damas. Pero, después de todo, las sufragistas, asimismo, todavía fallan en su apreciación de la verdadera igualdad. ¿De qué otra manera puede una tener en cuenta ese tremendo, verdaderamente gigantesco esfuerzo realizado por esas valientes luchadoras para lograr una mísera pequeña ley que sólo beneficiará a un puñado de damas propietarias, con absoluto olvido de las inmensas masas de mujeres trabajadoras? Evidentemente, como políticas deben ser oportunistas, debiendo tomar medias medidas si no pueden alcanzar totalmente su objetivo. Pero como mujeres inteligentes y liberales, deben darse cuenta que si la urna es un arma, las necesidades de los desheredados son superiores que las de las clases económicamente superiores, y que esta última ya goza de demasiado poder en virtud de su superioridad económica.

La brillante líder de las sufragistas inglesas, la señora Emmeline Pankhurst, ha admitido, durante su gira de conferencias por Estados Unidos, que no puede haber igualdad política entre los superiores y los inferiores. Si es así, ¿cómo las trabajadoras inglesas, actualmente inferiores económicamente de las damas beneficiadas por la Ley Shackleton[25], son capaces de actuar con sus superiores políticamente, para aprobar una ley? No es probable que la clase de Annie Keeney, por muy dedicada, devota y mártir que sea, se sienta obligada a portar en sus espaldas a sus jefas políticas, de la misma manera que portan a sus amos económicos. Pero tendrían que hacerlo, si fuera establecido el sufragio universal para las mujeres y los hombres en Inglaterra. No importa lo que hagan los trabajadores, están obligados a pagar, siempre. Incluso, aquellos que creen en el poder de los votos, muestran escaso sentido de la justicia cuando no se comprometen plenamente con aquellos a quienes, según dicen, deberían servir plenamente.

El movimiento sufragista norteamericano ha sido, hasta muy recientemente, una cuestión de salón, absolutamente desvinculado de las necesidades económicas de las personas. Así, Susan B. Anthony, sin duda un tipo excepcional de mujer, no era sólo indiferente sino que incluso se enfrentó al trabajador; no titubeo en manifestar su antagonismo cuando, en 1869, aconsejó a las mujeres ocupar el lugar de los impresores de New York en huelga[26]. Desconozco si su actitud cambió antes de su muerte.

Hay, por supuesto, algunas sufragistas que están afiliadas junto a las obreras, por ejemplo, en la Women’s Trade Union League; sin embargo son una pequeña minoría, y sus actividades son esencialmente económicas. El resto ven el trabajo como un mandato de la Providencia. ¿Qué sería de los ricos sin los pobres? ¿Qué sería de esas ociosas y parásitas damas, que despilfarran más en una semana que sus víctimas ganan en un año, si no llega a ser de los ocho millones de asalariados? ¿Igualdad?, ¿quién oyó alguna vez palabra semejante?

Pocos países han producido tal prepotencia y esnobismo como Norteamérica. Particularmente, esto es cierto respecto de la mujer norteamericana de clase media. No sólo se considera igual al hombre, sino su superior, especialmente en su pureza, bondad y moralidad. Poco nos extraña que las sufragistas estadounidenses mantengan que su voto está dotado de un poder milagroso. En su exaltada vanidad, son incapaces de ver lo esclavizadas que están en realidad, no tanto por los hombres, sino por sus propias estúpidas nociones y tradiciones. El sufragio no puede paliar este hecho tan triste; sólo lo puede acentuar, como de hecho lo hace.

Una de las más grandes líderes feministas de Norteamérica defiende que la mujer no sólo tiene derecho a la igualdad de salario, sino que además tiene el derecho legal al salario de su marido. Si este fracasa en mantenerla, debe ponérsele el traje de preso y sus ingresos en la prisión deben ser entregados a su esposa. ¿Existe otro brillante exponente de la causa que defiende que el voto de la mujer abolirá el mal social, contra el cual los esfuerzos colectivos de la mayoría de las mentes más ilustradas del mundo han luchado en vano? Es de lamentar que el supuesto creador del universo nos haya ya brindado tan maravilloso orden de las cosas, pues de lo contrario, el sufragio femenino seguramente hubiera capacitado a la mujer para superarlo plenamente.

Nada hay más peligroso como la disección del fetiche. Si hemos superado el tiempo en que tal herejía era castigada con la hoguera, todavía no hemos superado el mezquino espíritu de condenación de aquellos que se atreven a disentir frente a las ideas establecidas. Por tanto, seré probablemente acusada como enemiga de la mujer. Pero eso no puede detenerme de mirar las cuestiones directamente. Repito lo que he dicho al comienzo: no creo que la mujer pueda empeorar la política; pero tampoco creo que pueda mejorarla. Y si no puede corregir los errores de los hombres, ¿para qué contribuir a ellos?

La historia puede ser una recopilación de mentiras; no obstante, contiene algunas verdades, y estas son las únicas guías que tenemos para el futuro. La historia de las actividades políticas de los hombres demuestra que no han otorgado nada que no pudieran conseguir de manera más directa, menos costosa y de manera más perdurable. En realidad, cada palmo de tierra que ha conquistado ha sido a través de una constante lucha, una lucha sin fin por autoafirmarse y no a través del sufragio. No hay ninguna razón entonces para asumir que la mujer, en su lucha por emanciparse, ha sido o será ayudada por las urnas.

En Rusia, el más oscuro de todos los países, con su absoluto despotismo, la mujer se ha convertido en un igual al hombre, no a través de las urnas, sino por lo que ha sido y ha hecho. No sólo ha conquistado para sí misma el derecho a aprender y elegir, sino que se ha ganado la estima del hombre, su respeto, su camaradería; y aún más que esto: se ha ganado la admiración y el respeto de todo el mundo. Y esto, igualmente, no a través de las urnas, sino por su maravilloso heroísmo, su fortaleza, su habilidad, su fuerza de voluntad y su perseverancia en su lucha por la libertad. ¿Dónde están las mujeres en cualquier país o Estado sufragista que puedan reclamar para sí una victoria similar? Cuando consideramos lo conseguido por la mujer en Norteamérica, también hallamos que algo más profundo y más poderoso que el sufragio la ha ayudado en su marcha hacia la emancipación.

Hace justamente sesenta y dos años, un puñado de mujeres en la Convención Seneca Falls plantearon unas cuantas demandas para su derecho a una educación igualitaria con los hombres, y el acceso a las diversas profesiones, oficios, etc. ¡Qué maravilloso logro! ¡Qué extraordinario triunfo! ¿Quiénes, sólo los más ignorantes, pueden atreverse a hablar de la mujer como una mera esclava doméstica? ¿Quién se atreve a sugerir que esta o aquella profesión no es apta para la mujer? Durante más de setenta años, la mujer ha modelado un nuevo ambiente y una nueva forma de vida para ella misma. Se ha convertido en una potencia mundial en cada aspecto del pensamiento y actividad humana. Y todo ello sin el sufragio, sin el derecho a redactar las leyes, sin el «privilegio» de ser juez, carcelera o verdugo.

Sí, podré ser considerada como enemiga de la mujer; pero si la puedo ayudar a ver la luz, no lo lamentaré. La desgracia de la mujer no es que sea incapaz de hacer el trabajo del hombre, sino que malgasta sus fuerzas vitales intentando superarlo, a pesar de la tradición de siglos que la ha dejado físicamente incapacitada para seguir sus pasos. Sé que algunas han tenido éxito, pero ¡a qué precio!, ¡a qué terrible precio! Lo importante no es el tipo de trabajo realizado por la mujer, sino más bien la calidad del trabajo al cual puede acceder. No puede suministrar al sufragio o a las votaciones una nueva calidad, ni puede recibir nada de ello que aumente su propia capacidad. El desarrollo de la mujer, su libertad, su independencia, debe provenir de ella misma. Primero, a través de su reafirmación como persona, y no como objeto sexual. Segundo, mediante el rechazo de cualquier derecho que se pretenda imponer sobre su cuerpo; rechazando el tener hijos a no ser que los desee; rechazando ser una sierva de Dios, del Estado, de la sociedad, del marido, de la familia, etc., haciendo su vida más simple, aunque profunda y rica. Esto es, tratando de aprender el significado y el sentido de la vida en todas sus complejidades, liberándose del temor a la opinión pública y la condena pública. Sólo eso, y no el voto, hará libre a la mujer, convirtiéndola en una fuerza hasta ahora desconocida en el mundo, una fuerza para el verdadero amor, la paz, la armonía; una fuerza como el fuego divino, creadora de vida; generadora de un hombre y una mujer libre.