VIII. Tráfico de mujeres

Mother Earth, Vol. IV, enero 1910

Nuestros reformistas han hecho, de repente, un gran descubrimiento: la trata de blancas. Los periódicos están repletos de estas «condiciones inauditas», y los legisladores están planeando una nueva serie de leyes para hacer frente a este horror.

Es significativo que cada vez que los pensamientos del público deben ser desviados de alguna gran injusticia social, comienza una cruzada contra la indecencia, las apuestas, los bares, etc. Y, ¿cuál es el resultado de tales cruzadas? Las apuestas se han incrementado, los bares están haciendo un negocio floreciente a través de sus puertas traseras, la prostitución está tan extendida como siempre, y el sistema de proxenetas y soplones se incrementa.

¿Cómo puede ser que una institución, conocida incluso por los niños, puede ser descubierta tan súbitamente? ¿Cómo es que este mal, conocido por todos los sociólogos, se ha convertido justo ahora en un tema tan importante?

Asumir que la reciente investigación sobre la trata de blancas (una, hay que decirlo, muy superficial investigación) ha descubierto algo nuevo, es, cuanto menos, muy estúpido. La prostitución ha sido, y es, un mal muy extendido, aunque la humanidad no le ha prestado atención, perfectamente indiferente al sufrimiento y dolor de las víctimas de la prostitución. Como indiferente, de hecho, ha permanecido la humanidad frente a nuestro sistema industrial o la prostitución económica.

Sólo cuando el dolor humano es transformado en un juguete de colores brillantes atraerá la atención de un pueblo infantil, al menos por un tiempo. Las personas son como un niño muy voluptuoso que debe tener un nuevo juguete cada día. El lamento «honesto» frente a la trata de blanca es tal juguete. Sirve para divertir a las personas durante un rato, y ayudará a crear unos cuantos pingües puestos políticos más, parásitos que acechan el mundo como son los inspectores, investigadores, detectives y demás.

¿Cuál es la verdadera causa de este comercio de mujeres, no sólo con mujeres blancas, sino amarillas y negras igualmente? La explotación, por supuesto; el despiadado Moloch del capitalismo que se ceba en el trabajo mal pagado, conduciendo a miles de mujeres y muchachas hacia la prostitución. Estas muchachas piensan, como la señora Warren: «¿Por qué malgastar la vida trabajando por unos pocos centavos a la semana en unos fregaderos, dieciocho horas al día?».

Naturalmente, nuestros reformadores no dicen nada acerca de esta causa. La conocen muy bien pero no se les paga para que digan nada sobre ella. Es mucho más rentable actuar como fariseos, fingir una moralidad escandalizada, que ir al fondo de las cosas.

Sin embargo, existe una encomiable excepción entre los jóvenes escritores: Reginald Wright Kauffman, cuyo trabajo The House of Bondage es el primer intento serio de tratar este mal social no desde un punto de vista del sentimental fariseo. Un periodista con amplia experiencia, el señor Kauffman ha demostrado que nuestro sistema industrial no deja otra alternativa a la mayoría de las mujeres que la prostitución. Las mujeres retratadas en The House of Bondage pertenecen a la clase trabajadora. Si el autor hubiera retratado la vida de las mujeres en otras esferas, se hubiera encontrado con un panorama similar.

En ningún lugar la mujer es tratada de acuerdo con el mérito de su trabajo, sino más bien por su sexo. Por tanto, es casi inevitable que deba pagar por su derecho a existir, por su situación, con favores sexuales. Así, es simplemente una cuestión de grado el que se venda a un hombre, dentro o fuera del matrimonio, o a muchos hombres. Lo admitan o no nuestros reformadores, la inferioridad económica y social de la mujer es la responsable de la prostitución.

En la actualidad, nuestras buenas personas han quedado impresionadas al descubrir que, en la ciudad de New York, sólo una de cada diez mujeres trabajan en una fábrica, que el salario medio recibido por las mujeres es seis dólares a la semana por entre cuarenta y ocho y sesenta horas de trabajo, y que la mayoría de las mujeres asalariadas tienen que hacer frente a muchos meses sin trabajo, lo que reduce el salario a cerca de 280 dólares al año. Frente a estos horrores económicos, ¿es de extrañar que la prostitución y la trata de blancas se haya convertido en elementos dominantes?

Para que los anteriores datos no sean considerados como una exageración, sería conveniente examinar lo que han dicho algunas autoridades sobre la prostitución:

«La causa de que prolifere la depravación femenina se puede hallar en los diversos gráficos, que muestran la descripción del empleo buscado y los salarios recibidos por las mujeres antes de su caída, siendo una cuestión para los economistas políticos el decidir hasta dónde las simples consideraciones económicas pueden ser una excusa, por parte de los patronos, para reducir sus tasas de remuneración, y si el ahorro de un pequeño porcentaje del salario no es más que un contrapeso por los enormes niveles de tributación impuestos a la ciudadanía de manera general para sufragar los gastos generados por un sistema viciado, el cual es resultado directo, en muchos casos, de la insuficiente compensación del trabajo honesto[15]».

Nuestros actuales reformistas harían bien en leer el libro de la doctora Sanger. Ahí encontrarían que, en más de 2 000 casos de los analizados, sólo unas pocas provenían de las clases medias, de condiciones de vida ordenadas u hogares agradables. De lejos, la inmensa mayoría eran muchachas trabajadoras; algunas conducidas a la prostitución por pura necesidad, otras por una cruel y miserable vida en el hogar, otras, de nuevo, por su frustrada y traumatizada naturaleza física (sobre las cuales hablaré posteriormente). Igualmente, los mantenedores de la pureza y la perfecta moralidad deberían aprender que en más de dos mil casos, 490 estaban casadas, mujeres que vivían con sus maridos. Evidentemente, no existían muchas garantías para su «seguridad y pureza» en la santidad del matrimonio[16].

El doctor Alfred Blaschko, en Prostitution in the Nineteenth Century, es incluso más tajante en la caracterización de las condiciones económicas como uno de los factores fundamentales de la prostitución.

«Aunque la prostitución ha existido en todas las épocas, será en el siglo XIX cuando se transforme en una gigantesca institución social. El desarrollo de la industria con una inmensa masa de personas en el mercado competitivo, el crecimiento y congestión de las grandes ciudades, la inseguridad y la incertidumbre frente al empleo, ha dado a la prostitución un impulso nunca soñado en cualquier otro período en la historia de la humanidad».

Y otra vez Havelock Ellis, aunque en absoluto se centra en las causas económicas, se halla obligado a admitir que esta es la causa principal directa o indirectamente. Así, encuentra que un amplio porcentaje de prostitutas son reclutadas entre las sirvientas, a pesar de que estas tienen menos preocupaciones y mayor seguridad. Por otro lado, el señor Ellis no niega que la rutina diaria, el trabajo pesado, la monotonía de las tareas de las sirvientas, y en concreto el hecho de que no pueda participar de la compañía y la alegría de un hogar, es un factor no menos importante que la fuerza a buscar el descanso y el olvido en las alegrías y el fulgor de la prostitución. En otras palabras, la sirvienta, tratada como una esclava, sin tener nunca el derecho de ser ella misma, y sometida a los caprichos de su señora, sólo puede hallar una salida, al igual que las obreras o las dependientas, en la prostitución.

El aspecto más divertido de la cuestión, ahora que se ha hecho público, es la indignación de nuestras «buenas y respetables personas», especialmente de varios caballeros cristianos, a quienes siempre hallaremos al frente de las huestes de cada cruzada. ¿Será que ignoran absolutamente la historia de la religión, y en concreto de la religión cristiana? O, ¿es que esperan ocultar a la presente generación el papel jugado en el pasado por la Iglesia en relación con la prostitución? Sea cual fuere sus razones, deberían ser los últimos en rasgarse las vestiduras frente a las desafortunadas víctimas de hoy, en tanto que es sabido por todos los estudiantes inteligentes, que la prostitución tiene un origen religioso, mantenida y potenciada durante muchos siglos, no como una vergüenza sino como una virtud, alabada como tal por los propios dioses.

«Al parecer, se cree que el origen de la prostitución se puede hallar ante todo en unas costumbres religiosas; la religión, la gran protectora de la tradición social, preservaba en una forma transformada, una primitiva libertad que se apartaba de la vida social en general. El ejemplo típico lo registró Heródoto, en el siglo V antes de Cristo, en el Templo de Mylitta, la Venus de Babilonia, en donde cada mujer, una vez en su vida, acudía y se entregaba al primer extranjero, quien tiraba una moneda en su regazo, para adorar a los dioses. Costumbres muy similares existían en otras partes del Asia occidental, en el norte de África, en Chipre y en otras islas del Mediterráneo oriental e, igualmente, en Grecia, en donde el templo de Afrodita, en la fortaleza de Corintio, poseía más de mil hieródulas, consagradas al culto de los dioses».

«La teoría de que la prostitución religiosa se desarrolló, de manera general, a partir de la creencia de que la actividad generadora de los seres humanos poseía una misteriosa y sagrada influencia en la potenciación de la fertilidad de la naturaleza, es mantenida por los escritores autorizados sobre esta cuestión. Poco a poco, sin embargo, y cuando la prostitución se convirtió en una institución organizada bajo la influencia de los sacerdotes, la prostitución religiosa dio lugar a aspectos utilitarios, ayudando a incrementar las rentas públicas».

«El desarrollo de la cristiandad en un poder político produjo muy pequeños cambios en su práctica. Los líderes de la Iglesia toleraron la prostitución. Burdeles bajo protección municipal se pueden hallar en el siglo XIII. Constituían una especie de servicio público, siendo considerados los directores de los mismos como servidores públicos[17]».

A lo dicho, habría que añadir lo siguiente del trabajo de la doctora Sanger:

«El papa Clemente II promulgó una bula por la cual la prostitución debía ser tolerada si pagaba una cierta cantidad de sus ingresos a la Iglesia».

«El papa Sixto IV fue más práctico; de un solo burdel, el cual él mismo había construido, recibía unos ingresos de 20 000 ducados».

En los tiempos modernos, la Iglesia ha sido algo más prudente en esta cuestión. Al menos, no demanda abiertamente tributo a las prostitutas. Ha encontrado que es mucho más rentable dedicarse a los bienes raíces, como la Trinity Church, por ejemplo, que alquila las tumbas a unos precios exorbitantes a aquellas que han vivido en la prostitución.

Mucho más se podría decir, aunque por razones de espacio no podemos hablar de la prostitución en Egipto, Grecia, Roma y durante la Edad Media. Las condiciones en este último período son particularmente interesantes, ya que la prostitución se organizó en gremios, presididos por la reina del burdel. Estos gremios empleaban las huelgas como medio para imponer sus condiciones y mantener los precios. Ciertamente, este era un método mucho más práctico que algunos de los empleados por los modernos esclavos asalariados.

Sería parcial y extremadamente superficial mantener que el factor económico es la única causa de la prostitución. Existen otros no menos importantes y vitales, los cuales, igualmente, son conocidos por nuestros reformadores, aunque temen tratarlos incluso más que a esa institución que consume la vida de los hombres y las mujeres. Me refiero a la cuestión sexual, cuya simple mención provoca a la mayoría de las personas espasmos morales.

Se admite el hecho de que la mujer es criada como un objeto sexual; y, no obstante, se la mantiene en la absoluta ignorancia del significado e importancia del sexo. Cualquier referencia al mismo es reprimida, y las personas que intentan echar luz en estas terribles oscuridades son perseguidas y arrojadas en la cárcel. En tanto sea realidad que la muchacha no sepa cómo cuidarse a sí misma, ni conozca la función de la parte más importante de su vida, no nos podemos sorprender si se convierte en una presa fácil de la prostitución o cualquier otra forma de relación que la degrada hasta la posición de un objeto de mera satisfacción sexual.

No hay duda que esta ignorancia frustra y mutila toda la vida y naturaleza de la muchacha. Desde hace tiempo hemos aceptado como un hecho evidente que el niño debe seguir sus instintos; es decir, que el niño debe, tan pronto como su naturaleza sexual se reafirme en él, satisfacer este instinto; pero nuestros moralistas se escandalizan con sólo pensar que la chica pueda reafirmar su naturaleza. Para los moralistas, la prostitución no consiste tanto en el hecho de que la mujer venda su cuerpo, sino, antes bien, que lo venda fuera del matrimonio. Que esto no es una simple elucubración lo prueba el hecho de que el matrimonio por consideraciones económicas es perfectamente legítimo, santificado por la ley y la opinión pública, mientras que cualquier otra unión es condenada y repudiada. Así, una prostituta, por definición, no es más que «cualquier persona para quien las relaciones sexuales se subordinan al lucro[18]».

«Son prostitutas aquellas mujeres que venden sus cuerpos para el ejercicio del acto sexual y hacen de ello su profesión[19]».

De hecho, Banger va más allá; mantiene que el acto de la prostitución es «intrínsecamente igual al hecho de que un hombre o una mujer negocien un matrimonio por razones económicas».

Por supuesto, el matrimonio es el objetivo de cualquier chica, y aunque miles de ellas no puedan casarse, nuestras estúpidas costumbres sociales las condenan o al celibato o a la prostitución. La naturaleza humana se reafirma a pesar de todas las leyes, no existiendo ninguna razón plausible para que la naturaleza deba adaptarse a una pervertida concepción de la moralidad.

La sociedad considera la experiencia sexual de un hombre como un atributo del desarrollo de su personalidad, mientras que la experiencia similar en la vida de una mujer es considerada como una terrible calamidad, la pérdida del honor y de todo lo que se considera como bueno y noble en el ser humano. Esta doble moralidad ha jugado un gran papel en la creación y perpetuación de la prostitución. Supone el mantener a una joven en la más absoluta ignorancia sobre las cuestiones sexuales, por una presunta «inocencia», lo cual, unido a una desquiciada y reprimida naturaleza sexual, propician una situación que nuestros puritanos están ansiosos de evitar o prevenir.

La gratificación sexual no lleva por fuerza a la prostitución; es la persecución cruel, despiadada, criminal de aquellos que se atreven a desviarse de la senda trazada, la que es responsable de la prostitución.

Las chicas, desde pequeñas, trabajan en habitaciones atestadas y sofocantes, diez o doce horas al día frente a una máquina que las mantiene en un estado sexual de sobrexcitación. Muchas de estas chicas no cuentan con un hogar o lugar confortable; así, la calle o algunos lugares de diversión barata son los únicos medios para olvidar su rutina diaria. Esto las lleva de manera natural a una estrecha proximidad con el otro sexo. Es difícil decir cuál de los dos factores conduce a la sobrexcitada muchacha al clímax, aunque es ciertamente la cosa más natural que un clímax tenga lugar. Este es el primer paso hacia la prostitución. Y la responsabilidad no es de la chica. Al contrario, es la total ausencia de sociedad, nuestra falta de comprensión, nuestras carencias de apreciación del desarrollo de la vida; especialmente, es la falta criminal de nuestros moralistas, que condenan a una chica por toda una eternidad, por desviarse de la «senda de la virtud»; esto es, porque su primera experiencia sexual ha tenido lugar sin la sanción de la Iglesia.

La muchacha se siente como una completa marginada, con las puertas del hogar y de la sociedad cerradas en su cara. Toda su formación y tradición es tal que la muchacha se siente a sí misma como depravada y perdida, y por tanto, la tierra desaparece bajo sus pies o no tiene en donde apoyarse para evitar ser arrastrada. De esta manera, la sociedad crea las víctimas de las cuales pretende después deshacerse. El más mezquino, el más depravado y el más decrépito hombre aún se considera a sí mismo demasiado bueno como para tomar como su esposa a la mujer por cuya belleza estaba dispuesto a pagar, aunque pudiera salvarla de una vida de horrores. Ni puede recurrir a su propia hermana por ayuda. En su estupidez, esta última se considera demasiado pura y casta, sin percatarse de que su posición es, en muchos aspectos, aún más deplorable que su hermana de la calle.

«La esposa que se casa por dinero, comparada con la prostituta», mantiene Havelock Ellis, «es la verdadera lacra. Su salario es menor, dando mucho más a cambio en trabajo y atenciones, y está absolutamente atada a su dueño. La prostituta nunca ha renegado del derecho a su propia persona, conserva su libertad y derechos personales, ni se ve obligada a someterse al abrazo de un hombre».

La mujer engreída no puede comprender la defensa realizada por Lecky de que «aunque ella puede ser el tipo supremo de vicio, es igualmente la más eficiente guardiana de la virtud. Si no llega a ser por ella, los hogares felices estarían corrompidos, abundando las prácticas antinaturales e injuriantes».

Los moralistas están predispuestos a sacrificar a la mitad de la humanidad por el bien de alguna miserable institución que no están dispuestos a perder. De hecho, la prostitución es menos una salvaguarda para la pureza del hogar que las rígidas leyes lo son frente a la prostitución. El cincuenta por ciento de los hombres casados son clientes de los burdeles. Es a través de estos virtuosos personajes que la mujer casada, incluso los niños, son infectados con enfermedades venéreas. Ni aun así, la sociedad tiene ni una palabra de condenación contra el hombre, mientras ninguna ley es lo suficientemente monstruosa contra la infeliz víctima. Ella no sólo es víctima de aquellos que la usan, sino está absolutamente a merced de los golpes de cada policía y miserable detective, de los oficiales en las comisarías, de las autoridades de cada prisión.

En un libro reciente de una mujer que había sido durante doce años madame de una «casa», podemos encontrar las siguientes estadísticas: «Las autoridades me obligaban a pagar cada mes multas entre 14,70 y 29,70 dólares, las chicas debían pagar entre 5,70 y 9,70 dólares a la policía». Considerando que la escritora practicaba su negocio en una pequeña ciudad y que las cantidades expuestas no incluyen sobornos y multas extras, uno puede realmente ver los tremendos ingresos de los departamentos policiales provenientes del dinero ensangrentado de sus víctimas, a quienes nunca protegerán. ¡Pobres de aquellas que se nieguen a pagar su cuota! Las acorralarán como bestias, «ya sea solamente para causar una impresión favorable entre los buenos habitantes de la ciudad, o si los poderosos necesitan, por otro lado, dinero extra. Para las mentes pervertidas que creen que una mujer caída es incapaz de tener emociones humanas, les es imposible concebir nuestro dolor, la deshonra, las lágrimas, el orgullo herido cada vez que éramos detenidas».

¿No es extraño que una mujer que ha regentado una «casa» sea capaz de sentir de esta manera? Pero es más extraño que un mundo de buenos cristianos pueda desangrar y esquilmar a tales mujeres, y no entregarles nada a cambio salvo injurias y persecución. ¡Oh, la caridad del mundo cristiano!

Mucha mayor presión recae sobre las esclavas blancas traídas hasta Norteamérica. ¿Cómo puede Norteamérica ser virtuosa si Europa no la ayuda a ello? No negaré que este puede ser el caso en algunas circunstancias, y es más, no negaré que hay emisarios en Alemania y en otros países que llevan engatusadas a las esclavas económicas hasta Norteamérica; sin embargo, niego absolutamente que las prostitutas sea reclutadas de manera destacable en Europa. Es cierto que la mayoría de las prostitutas de la ciudad de New York son extranjeras, aunque esto es porque la mayoría de la población lo es. Si nos trasladamos a otras ciudades norteamericanas, a Chicago o al medio Oeste, encontraremos que el número de prostitutas extranjeras es, de lejos, una minoría.

Igualmente exagerada es la creencia de que la mayoría de las chicas de la calle en esta ciudad estaban vinculadas con este negocio antes de su llegada a los Estados Unidos. La mayoría de las chicas hablan un excelente inglés, están americanizadas en hábitos y apariencia, una cosa absolutamente imposible si no hubieran vivido en este país durante muchos años. Esto es, ellas fueron conducidas a la prostitución por las condiciones norteamericanas, por la pésima costumbre estadounidense de mostrar excesivas galas y ropas, las cuales, obviamente, requieren dinero, dinero que no puede ser ganado en los talleres y fábricas.

En otras palabras, no hay razones para creer que grupos de hombres se arriesguen y gasten el dinero obteniendo productos extranjeros, cuando las condiciones norteamericanas están saturando el mercado con miles de chicas. Por otro lado, existen suficientes pruebas que demuestran que la exportación de chicas norteamericanas con el objetivo de la prostitución es un factor nada desdeñable.

Así, Clifford G. Roe, exasistente del fiscal del Estado de Cook County, Illinois, ha hecho la acusación de que chicas de New England han sido embarcadas hacia Panamá para su expreso empleo por los hombres que trabajan para el Tío Sam. El señor Roe añade que «parece existir un ferrocarril subterráneo entre Boston y Washington en donde viajan muchas chicas». ¿No es significativo que este ferrocarril las lleve hasta los mismos pies de las autoridades federales? Que el señor Roe ha hablado más de lo que desearían en ciertas dependencias, lo demuestra el hecho de que haya perdido su cargo. No es práctico para los hombres de la administración narrar cuentos de escuelas.

La excusa dada para las condiciones en Panamá es que no hay burdeles en la zona del Canal. Esta es la usual vía de escape para un mundo hipócrita que es incapaz de hacer frente a la verdad. Ni en la zona del Canal, ni en los límites de la ciudad, por lo tanto, la prostitución no existe.

Junto al señor Roe, está James Bronson Reynolds, quien ha realizado un meditado estudio de la trata de blancas en Asia. Como leal ciudadano norteamericano y amigo del futuro Napoleón de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, él sería el último en desear desacreditar las virtudes de su país. No obstante, hemos sido informados por él que en Hong Kong, Shanghai y Yokohama es donde se localizan los establos de Augias[20] del vicio norteamericano. Las prostitutas norteamericanas se han generalizado tanto que, en Oriente, «chica norteamericana» es sinónimo de prostituta. El señor Reynolds recuerda a sus conciudadanos que, mientras los norteamericanos en China se encuentran bajo la protección de nuestros representantes consulares, los chinos en Norteamérica no cuentan con ninguna protección. Cualquiera que conozca la brutal y bárbara persecución de chinos y japoneses llevada a cabo en la costa del Pacífico, estará de acuerdo con el señor Reynolds.

En vista de todos los hechos anteriores, es completamente absurdo señalar a Europa como la ciénaga de donde proceden todos los males sociales de Norteamérica. Como absurdo es proclamar el mito de que los judíos constituyen el más amplio contingente de víctimas voluntarias. Estoy segura de que nadie me acusará de tendencias nacionalistas. Me alegra decir que estoy libre de ellas, como de muchos otros prejuicios. Pero, en cambio, el que me ofenda la afirmación de que las prostitutas judías sean importadas no es por ninguna simpatía judaica, sino por los hechos inherentes en la vida de los judíos. Nadie, salvo los más simples, pueden decir que las chicas judías emigran hacia tierras extrañas, sólo porque tienen algún compromiso o relación que las lleva hasta allí. Las chicas judías no son aventureras. Hasta épocas recientes nunca dejaban el hogar, no yendo más allá del siguiente pueblo o ciudad, salvo que fueran a visitar a algún pariente. ¿Es por tanto creíble que las chicas judías dejen a sus padres o familias, viajen a lo largo de miles de millas a tierras extrañas, por la influencia y promesas de extrañas fuerzas? Acérquense a cualquiera de los muchos barcos y vean por sí mismos si estas chicas no llegan con sus padres, hermanos, tíos u otros parientes. Pueden existir excepciones, por supuesto, pero declarar que numerosas chicas judías son importadas para la prostitución, o para cualquier otro propósito, es simplemente no conocer la psicología judía.

Aquellos que permanecen sentados en sus casas de cristal se equivocan al tirase piedras sobre su propio tejado; además, la casa de cristal norteamericana es demasiado frágil, y se romperá fácilmente, y en su interior no hay nada más que un espectáculo de conveniencia.

El vincular el incremento de la prostitución a la importación, al crecimiento del sistema de proxenetas o causas similares, es sumamente superficial. Ya he hecho referencia a lo primero. En cuanto al sistema de rufianes, aberrante como es, no debemos ignorar el hecho de que es esencialmente una fase de la moderna prostitución, una fase acentuada por la represión y el soborno, consecuencia de las esporádicas cruzadas contra el mal social.

El proxeneta, sin duda, es un pobre espécimen de la familia humana, pero ¿por qué es más despreciable que el policía que arranca hasta el último centavo de las prostitutas, para después encerrarlas en la comisaría? ¿Por qué el rufián es más criminal, o una mayor amenaza para la sociedad, que los propietarios de los almacenes y fábricas, quienes engordan con el sudor de sus víctimas, sólo para arrojarlas después a la calle? No quiero justificar a los rufianes, pero no veo por qué ellos deben ser perseguidos despiadadamente mientras los verdaderos responsables de todas las injusticias sociales disfrutan de inmunidad y respeto. Es bueno recordar que no es el rufián quien hace a la prostituta. Son nuestras farsas e hipocresías las que crean a ambos, tanto a la prostituta como al rufián.

Hasta 1894, muy poco se sabía en Norteamérica sobre los proxenetas. Entonces, sufrimos el ataque de una epidemia de virtud. El vicio debía ser abolido, el país purificado a toda costa. El cáncer social fue, por tanto, eliminado exteriormente aunque hundía sus raíces profundamente en el cuerpo. Las madames, de igual modo que sus desafortunadas víctimas, quedaron bajo la tierna misericordia de la policía. Esto conllevó, inevitablemente, a exorbitantes chantajes y la cárcel.

Mientras entonces estaban comparativamente protegidas en los burdeles, donde representaban un cierto valor económico, en la actualidad las chicas se encuentran en las calles, absolutamente a merced de la codicia de la policía. Desesperadas, necesitadas de protección y anhelando afecto; estas chicas, de manera natural, fueron presa fácil de los proxenetas, ellos mismos el resultado de nuestra era comercial. Así, el sistema de proxenetas fue una consecuencia directa de la persecución policial, de los sobornos y de los intentos por suprimir la prostitución. Sería una completa estupidez confundir esta fase del mal social con sus causas.

La represión y el trato bárbaro sólo pueden servir para amargar y, además, degradar, a las desafortunadas víctimas de la ignorancia y la estupidez. Esto último ha alcanzado su máxima expresión en la propuesta de ley que pretende transformar cualquier trato con las prostitutas en un crimen, castigando a cualquiera que dé albergue a una prostituta con cinco años de cárcel y una multa de 10 000 dólares. Tal actitud sólo expresa la falta de comprensión de las verdaderas causas de la prostitución, como un factor social, rememorando el espíritu puritano de los días de la Letra Escarlata.

No existe ni un solo escritor moderno sobre el tema quien no haga referencia a la inutilidad de los métodos legislativos en relación con este problema. Así, el doctor Blaschko halló que la represión gubernamental y las cruzadas morales no habían logrado nada salvo llevar este mal hacia canales secretos, multiplicando su peligrosidad para la sociedad. Havelock Ellis, el más inteligente y humano de los estudiosos de la prostitución, ha demostrado con multitud de datos que, cuanto más severos son los métodos de persecución, peor se vuelven las condiciones de la prostitución. Entre otros datos, hemos sabido que en Francia, «en 1560, Carlos IX había abolido los burdeles a través de un edicto, aunque el número de prostitutas sólo se incrementaba, mientras numerosos nuevos burdeles surgían bajo insospechados disfraces, y eran más peligrosos. A pesar de toda la legislación, o a causa de ella, no ha existido un país en donde la prostitución haya jugado un papel más relevante[21]».

Sólo una opinión pública educada, libre del acoso legal y moral de la prostitución, puede ayudar a mejorar sus presentes condiciones. Cerrar los ojos e ignorar el mal como un factor social de la vida moderna, sólo puede agravarlo. Debemos superar nuestras estúpidas nociones de «yo soy mejor que tú» y aprender a reconocer en la prostituta un producto de las condiciones sociales. Tal toma de conciencia permitirá desterrar la actitud de hipocresía, y asegurará una mayor comprensión y un trato más humano. Para erradicar completamente la prostitución, nada se logrará mientras no se reevalúen todos los valores aceptados, y en concreto los morales, junto a la abolición de la esclavitud industrial.