VII. Matrimonio y amor

Anarchism and other essays, Mother Earth

Publishing Association, 1911

La noción más difundida acerca del matrimonio y del amor es que son sinónimos; que sus motivaciones son las mismas, y que satisfacen idénticas necesidades humanas. Como muchas de estas nociones, su origen no se encuentra en los hechos, sino en la superstición.

El matrimonio y el amor no tienen nada en común; están tan alejados el uno del otro como los polos; en realidad, son antagónicos. No hay duda que algunos matrimonios han sido el resultado del amor. Pero no, sin embargo, porque el amor sólo pueda afirmarse con el matrimonio; más bien es debido a que pocas personas pueden completamente superar una convención. Actualmente hay muchos hombres y mujeres para quienes el matrimonio no es más que una farsa, pero que se someten a la opinión pública. De todos modos, si bien es cierto que algunos matrimonios están basados en el amor, y que es igualmente cierto que en algunos casos el amor se mantiene en la vida matrimonial, afirmo que ello ocurre a pesar del matrimonio, no gracias a él.

Por otro lado, es absolutamente falso que el amor derive del matrimonio. En muy raras ocasiones podemos escuchar el caso milagroso de una pareja que se ha enamorado después de casarse, pero si observamos detenidamente podremos descubrir que simplemente es una adaptación a lo inevitable. Ciertamente, el acostumbrarse el uno al otro está muy lejos de la espontaneidad, de la intensidad y la belleza del amor, sin lo cual, la intimidad matrimonial degrada tanto al hombre como a la mujer.

En primer lugar, el matrimonio es un acuerdo económico, un pacto de seguridad. Difiere del seguro de vida ordinario en que compromete más y es más riguroso. Los beneficios son insignificantemente pequeños comparados con las inversiones. Si uno se hace un seguro, lo paga en dólares y centavos, y siempre tiene la libertad de rescindir los pagos. Sin embargo, si la compensación de una mujer es un marido, ella lo paga con su nombre, su intimidad, su propio respeto, toda su vida, «hasta que la muerte los separe». Además, el seguro del matrimonio la condena a una larga vida de dependencia, de parasitismo, de completa inutilidad, tanto individual como social. El hombre, igualmente, paga su tributo, pero como se mueve en un ámbito más amplio, el matrimonio no lo limita tanto como a la mujer.

Sentirá sus cadenas más en un sentido económico. De aquí que el lema de Dante sobre la puerta del Infierno, se aplique con igual vigor al matrimonio: «Oh vosotros los que entráis, abandonan toda la esperanza».

Sólo los muy estúpidos podrán negar que el matrimonio sea un fracaso. Basta con echar un vistazo a las estadísticas de divorcio para darse cuenta realmente cuán frustrante es el fracaso del matrimonio. Tampoco sirve el estereotipado argumento filisteo de que la relajación de las leyes de divorcio y la creciente disoluta actitud de la mujer justifican este hecho: primero, uno de cada doce matrimonios acaban en divorcio; segundo, desde 1870 los divorcios se han incrementado de 28 a 73 por cada cien mil habitantes; tercero, el adulterio, desde 1867, como causa del divorcio, se ha incrementado en un 270,8%; cuarto, los abandonos del hogar se han incrementado en un 369,8%.

Junto a estas destacadas cifras, existe una gran cantidad de material, tanto dramático como literario, que intenta elucidar la cuestión. Robert Herrick, en Together; Pinero, en Mid-Channel; Eugene Walter, en Paid in Full, y muchos otros escritores discuten la esterilidad, la monotonía, la sordidez, la ineficacia del matrimonio como factor de armonía y comprensión.

El atento investigador social no puede contentarse con esta excusa superficial común para este fenómeno. Deberá profundizar en la vida misma de los sexos para saber por qué el matrimonio ha resultado tan desastroso.

Edward Carpenter afirma que detrás de todo matrimonio se halla el medio en que se han desarrollado ambos sexos; un medio tan diferente para cada uno que el hombre y la mujer se sienten extraños entre ellos. Distanciados por un insuperable muro de superstición, costumbre y hábito, el matrimonio no tiene la capacidad de desarrollar el conocimiento y el respeto mutuo, sin el cual cada unión está condenada al fracaso.

Henrik Ibsen, que aborrece de todas las farsas sociales, fue probablemente el primero en percatarse de esta gran verdad. Nora abandona a su marido no —como un crítico estúpido afirmó— porque estaba cansada de sus responsabilidades o sintiera la necesidad de sus derechos como mujer, sino porque ha llegado a la conclusión de que durante ocho años ha vivido con un extraño y además le ha dado un hijo. ¿Puede existir algo más humillante, más degradante que toda una vida pasada junto a un extraño? La mujer no necesita saber nada sobre el hombre salvo sus ingresos. Y en cuanto a la mujer, ¿qué se necesita saber de ella salvo que tenga un aspecto físico agradable? No hemos comentado todavía el mito teológico sobre que la mujer no tiene alma, que es un mero apéndice del hombre, hecha a partir de su costilla sólo para conveniencia del caballero que era tan fuerte que tenía miedo de su propia sombra.

Tal vez la pobre calidad del material de donde procede la mujer es la única responsable de su inferioridad. Y en todo caso, si la mujer no tiene alma, ¿qué hay que saber acerca de ella? Por otro lado, cuanto menor sea su alma, mejor cumplirá su misión como esposa, mucho más sencilla será absorbida por su marido. Esta aceptación esclavizante de la superioridad del hombre ha sido la que ha salvaguardado la institución marital, aparentemente intacta durante mucho tiempo. Ahora, cuando la mujer comienza a tomar conciencia de su propio ser, ahora que está tomando conciencia como alguien independiente de la gracia de su amo, la sagrada institución del matrimonio poco a poco comienza a socavarse, y no bastan las sentimentales lamentaciones para sostenerla.

Casi desde la infancia, a las jóvenes se les dice que el matrimonio es su último objetivo; por tanto, su formación y educación deben ser dirigidas hacia este fin. Como la bestia muda que se engorda para su sacrificio, se las prepara para ello. Sin embargo, lo que es extraño, se les permite saber menos sobre su función como esposa y madre que al humilde artesano sobre su oficio. Es indecente y sucio para una respetable chica saber cualquier cosa sobre la vida marital. Oh, por la inconsistencia de la respetabilidad, es necesaria la promesa matrimonial para convertir algo muy sucio en el más puro y sagrado acuerdo que nadie se atreve a cuestionar o criticar. Esta es exactamente la actitud del defensor típico del matrimonio. La futura esposa y madre debe ser mantenida en la completa ignorancia acerca de su única ventaja en el terreno competitivo: el sexo. Así, inicia una relación de por vida con un hombre sólo para sentirse impresionada, repelida, ultrajada sin medida por el más natural y saludable instinto, el sexo. Se puede afirmar que un amplio porcentaje de desdicha, miseria, angustia y sufrimientos físicos del matrimonio es producto de la criminal ignorancia en las cuestiones sexuales que ha sido ensalzada como una gran virtud. No exagero cuando digo que más de un hogar ha sido roto por este lamentable hecho.

Empero, si una mujer es libre y lo suficientemente madura como para aprender los misterios del sexo sin la aprobación del Estado o la Iglesia, se verá condenada como totalmente indigna para convertirse en la esposa de un «buen» hombre; su bondad consiste en una cabeza vacía y con mucho dinero. ¿Puede haber algo más atroz que una mujer adulta, saludable, vitalista y apasionada, deba negar sus demandas naturales, deba domeñar su más intenso deseo, socavando su salud y quebrantando su espíritu, deba atrofiar su visión, abstenerse de la profunda y gloriosa experiencia sexual hasta que un «buen» hombre se avenga a tomarla y convertirla en su esposa? Esto es precisamente lo que significa el matrimonio. ¿Cómo no podría tal acuerdo acabar sino en un fracaso? Este es uno, aunque el no menos importante, de los factores que diferencian matrimonio del amor.

La nuestra es una época práctica. Los tiempos en que Romeo y Julieta se arriesgaban a la cólera de sus padres por amor, en que Gretchen se exponía a las habladurías de sus convecinos por amor, ya han pasado. Si, en rara ocasión, los jóvenes se permiten el lujo de un romance, ya se encargarán los mayores de instruirlos y atosigarlos hasta que se conviertan en «sensatos».

La lección moral que se inculca a la muchacha no es si el hombre se enamora de ella, sino más bien es: «¿cuánto gana?». El más importante y único Dios de la vida práctica norteamericana: ¿puede el hombre ganarse la vida? ¿Puede mantener a su esposa? Esta es la única cosa que justifica el matrimonio. Poco a poco esta idea satura cualquier pensamiento de la muchacha; no sueña con la luz de la luna y los besos, ni las risas y lágrimas; sueña con salir de compras y las rebajas. Esta pobreza espiritual y sordidez son los elementos inherentes de la institución marital. El Estado y la Iglesia sólo aceptan estos ideales, simplemente porque son los que necesita el Estado y la Iglesia para controlar a los hombres y las mujeres.

Sin duda, hay personas que continúan considerando al amor por encima de los dólares y centavos. Esto es verdad, particularmente en las clases sociales cuyas necesidades les han forzado a ser autosuficientes. Los grandes cambios en la situación de la mujer, provocados por ese poderoso factor, es ciertamente descomunal si tenemos en cuenta que ha pasado muy poco tiempo desde que se incorporó al ámbito industrial. Seis millones de mujeres asalariadas; seis millones de mujeres quienes tienen los mismos derechos que los hombres a ser explotados, a ser robadas y a declararse en huelga, incluso, a morirse de hambre. ¿Algo más, mi señor? Sí, seis millones de asalariadas en todos los campos de la vida, desde los más altos trabajos intelectuales a los más difíciles trabajos manuales en las minas y en los tendidos ferroviarios; sí, incluso detectives y policías. Seguramente, la emancipación es completa.

Pero, a pesar de todo, es muy reducido el número de mujeres de ese ejército de asalariadas que conciben el trabajo como una cuestión permanente, tal como lo hacen los hombres. No importa cuán viejo sea este, se le ha enseñado a ser independiente y autosuficiente. Oh, ya sé que nadie es realmente independiente en nuestro sistema económico; incluso el más pobre espécimen humano odia ser un parásito; por lo menos, que se lo considere como tal. La mujer considera su situación de trabajadora como transitoria, que dejará de lado con el primer postor. Por eso es infinitamente más difícil organizar a la mujer que a los hombres. «¿Por qué me he de afiliar a un sindicato? Me voy a casar y tendré un hogar». ¿No se le enseñó desde la infancia a considerar esta cuestión como su objetivo final? Pronto aprende que el hogar, aunque no sea tan prisión como la fábrica, tiene puertas y barrotes más sólidos. Tiene un guardián tan alerta que nada puede escapársele. La cuestión más trágica, sin embargo, es que el hogar no la libera de la esclavitud salarial; sólo aumenta su carga.

Según las últimas estadísticas expuestas por un comité «sobre trabajo y salario, y densidad de población», el 10% de las trabajadoras asalariadas en la ciudad de New York, tras casarse, deben seguir trabajando en las labores peor pagadas del mundo. Añada a este terrible aspecto la penuria del trabajo doméstico, y ¿qué nos queda de la protección y gloria del hogar? En realidad, ni siquiera una muchacha de clase media casada puede hablar de su hogar, en tanto es el hombre quien crea ese espacio. No importa lo bruto o cariñoso que sea su marido. Lo que pretendo demostrar es que el matrimonio garantiza a la mujer un hogar sólo gracias a su esposo. Ella se mueve en la casa de él, año tras año, hasta que los aspectos de su vida y de sus relaciones se vuelvan tan superficiales, restringidas y monótonas como todo lo que la rodea. Poco nos debe sorprender si se convierte en gruñona, mezquina, pendenciera, chismosa, insoportable, que provoca que el hombre no esté en su casa. Ella no puede irse, aunque lo quisiera; no tiene ningún lugar a donde ir. Por otro lado, un corto período de la vida marital, de completa sumisión de todas sus facultades, incapacita absolutamente a la mujer media para relacionarse con el mundo exterior. Se vuelve descuidada en su apariencia, torpe en sus movimientos, dependiente en sus decisiones, cobarde en sus juicios, pesada y aburrida, con la mayoría de los hombres empezando a odiarla y a despreciarla. Atmósfera maravillosamente inspiradora para soportar una vida, ¿no es cierto?

Pero, y los niños, ¿cómo pueden ser protegidos si no es en el matrimonio? Después de todo, ¿esta no es la más importante función? ¡Esa es la farsa, la hipocresía! El matrimonio protege a los niños, aunque miles de chicos son indigentes y están sin hogar. El matrimonio protege a los niños, aunque los orfanatos, asilos y reformatorios están a rebosar, la Society for the Prevention of Cruelty to Children no cesa de rescatar a las pequeñas víctimas de sus «cariñosos» padres, para colocarlos bajo mejor cuidados, la Ferry Society. ¡Oh, vaya burla!

El matrimonio podrá tener la capacidad de «llevar al caballo a la fuente», pero ¿le ha permitido beber alguna vez? La ley podrá arrestar al padre, y vestirlo con la ropa de convicto; pero ¿esto remediará el hambre del niño? Si el padre no trabaja u oculta su identidad, ¿qué puede hacer por ellos el matrimonio? Se invoca a la ley para llevar al hombre delante de la «justicia», para colocarlo a buen recaudo tras puertas cerradas; su trabajo, sin embargo, no beneficiará al niño, sino al Estado. El niño sólo recibirá el frustrante recuerdo de su padre vestido a rayas.

En cuanto a la protección de la mujer, ahí reside la maldición del matrimonio. No es que realmente la proteja, sino que la simple idea es repugnante, es una atrocidad y un insulto a la vida, tan degradante de la dignidad humana, que basta por sí sola para condenar esta institución parasitaria.

Es similar a otra institución paternal, el capitalismo. Priva al hombre de su derecho natural, atrofia su desarrollo, envenena su cuerpo, lo mantiene en la ignorancia, en la pobreza y en la dependencia, para después, las instituciones caritativas consumir el último vestigio de amor propio del hombre.

La institución del matrimonio convierte a la mujer en parásita y absolutamente dependiente; la incapacita para la lucha de la vida, aniquilando su conciencia social, paralizando su imaginación, para después imponer su cortés protección, la cual es en realidad una trampa, una parodia del carácter humano.

Si la maternidad es la más alta realización de la naturaleza humana, ¿qué otra protección necesita si no es amor y libertad? Sin embargo, el matrimonio corrompe, ultraja y degrada su realización. ¿No se dice a la mujer, «Sólo cuando me sigas tendrás una vida plena»? ¿Esto no es condenarla a la parálisis, esto no es degradarla y deshonrarla si rechaza comprar su derecho a la maternidad, vendiéndose a sí misma? ¿No es el matrimonio la sanción de la maternidad, incluso si fuera concebida por el odio, bajo la coacción? Es más, si la maternidad es una elección libre, producto del amor, del éxtasis, de la desenfrenada pasión, entonces, ¿no coloca una corona de espinas sobre la cabeza del inocente y lo marca a sangre con el abominable epíteto de bastardo? Aunque el matrimonio tuviera todas las virtudes que se le atribuyen, sus crímenes contra la maternidad lo excluirían para siempre del reino del amor.

El amor, el más fuerte y profundo elemento en toda vida, el precursor de la esperanza, de la alegría, del éxtasis; el amor, que desafía todas las leyes, todas los convencionalismos; el amor, el más libre, el más poderoso forjador del destino humano; ¿cómo es posible que esa irresistible fuerza pueda ser sinónimo de matrimonio, esa pobre y mezquina mala hierba concebida por el Estado y la Iglesia?

¿Amor libre? ¡Como si el amor pudiera no ser libre! El hombre ha podido comprar cerebros, pero ni todos los millones del mundo han podido comprar el amor. El hombre ha podido someter los cuerpos, pero ni todo el poder en la Tierra ha sido capaz de someter al amor. El hombre ha conquistado naciones enteras, pero ni con todos sus ejércitos ha podido conquistar el amor. El hombre ha podido encadenar y poner grilletes en el espíritu, pero se ha visto absolutamente indefenso frente al amor. En lo alto de su trono, con todo el esplendor y boato que su oro puede alcanzar, el ser humano se siente pobre y desolado si pasa delante de él el amor. Pero si permanece, hasta la más pobre choza radiará calor, vitalidad y color. El amor tiene el poder mágico de convertir al mendigo en un rey. Sí, el amor es libre; no puede desarrollarse en otra atmósfera. En libertad, se entrega sin reservas, abundantemente, completamente. Ni todas las leyes de los códigos legales, ni todos los juzgados en el universo, pueden arrancarlo del suelo, una vez que ha echado raíces. Si, sin embargo, el suelo es estéril, ¿cómo puede el matrimonio hacer que fructifique? Es como el último forcejeo desesperado de la vida frente a la muerte.

El amor no necesita protección; él mismo es su protección. En tanto la vida sea creada por amor, ningún niño será abandonado, hambriento o famélico por falta de afecto. Sé que esto es cierto. Conozco mujeres que han sido madres en libertad con hombres que ellas amaban. Pocos chiquillos dentro del matrimonio reciben los cuidados, la protección y la dedicación que la libre maternidad es capaz de prodigar.

Los defensores de la autoridad temen el advenimiento de la libre maternidad, que les ha de robar a sus presas. ¿Quién lucharía en las guerras? ¿Quién crearía las riquezas? ¿Quién sería policía, carcelero, si la mujer se negara a procrear hijos indiscriminadamente? ¡La especie, la especie![14] gritan el rey, el presidente, el capitalista, el cura. La especie debe ser preservada, aunque la mujer sea degradada a una mera máquina, y la institución matrimonial es nuestra única válvula de seguridad frente al pernicioso despertar sexual de la mujer. Pero son en vanos estos desesperados esfuerzos por mantener este estado de dominación. Son en vano, igualmente, los edictos de la Iglesia, los dementes ataques de los gobernantes, es en vano el uso de la ley. La mujer no quiere tomar parte por más tiempo en la producción de una especie enferma, débil, decrépita, de desgraciados seres humanos, que no tienen ni la fuerza ni el coraje moral para librarse del yugo de la pobreza y la esclavitud. En cambio, desea pocos y mejores hijos, engendrados y criados con amor y a través de la libre elección; no por compulsión, como impone el matrimonio. Nuestros pseudomoralistas tienen todavía que aprender el profundo sentido de responsabilidad frente a un niño, que el amor en libertad ha despertado en el pecho de una mujer. Antes preferirá renunciar para siempre a la gloria de la maternidad que traer una vida en una atmósfera en donde sólo se respirara destrucción y muerte. Y si se queda embarazada, espera dar a su hijo lo más profundo y mejor que pueda de su ser. Crecer con su hijo es su lema; sabe que esta es la única manera en que puede ayudar a crear una verdadera masculinidad y una auténtica feminidad.

Ibsen tuvo que tener una visión de la madre libre, cuando, con maestría, describió a la señora Alving. Era la madre ideal, ya que pudo superar el matrimonio y todos sus horrores, porque pudo romper sus cadenas, y dejó que su espíritu libre renaciera en forma de una personalidad regenerada y fuerte. Era demasiado tarde para rescatar la alegría de su vida, su Oswald, pero no para darse cuenta que el amor en libertad es la única condición de una vida bella. Aquellas que, como la señora Alving, han pagado con sangre y lágrimas su despertar espiritual, repudian el matrimonio como una imposición, como superficial, una completa burla. Saben que, ya sea que el amor dure un instante o toda una eternidad, es la única base creativa, inspiradora y elevada para una nueva especie, para un nuevo mundo.

En nuestro insignificante estado actual, el amor es de hecho un extraño para la mayoría de las personas. Incomprendido y evitado, raramente echará raíces; o si lo hace, rápidamente marchitará y morirá. Su delicada fibra no puede soportar la tensión y la presión del agobio cotidiano. Su alma es demasiado compleja como para adaptarse a la viscosa trama de nuestra estructura social. Llora, gime y sufre con aquellos que lo necesitan, pero no son capaces de alzarse hasta la cumbre del amor.

Algún día, algunos hombres y mujeres se alzarán, alcanzarán la cima de la montaña, se sentirán grandes, fuertes y libres, predispuestos a recibir, para compartir y calentarse con los dorados rayos del amor. ¡Qué fantasía! ¡Qué imaginación! ¡Qué genio poético puede prever, ya sea aproximadamente, la potencialidad de tal fuerza en la vida de los hombres y las mujeres! Si el mundo es capaz de dar a luz un verdadero compañerismo e identidad, el amor, no el matrimonio, será su progenitor.