de la emancipación de la mujer
Mother Earth, Vol. I, marzo 1906
Comenzaré admitiendo que, sin tener en cuenta las teorías políticas y económicas que tratan de las diferencias fundamentales entre los varios grupos humanos, de las distinciones de clase y raza, dejando de lado todas las separaciones artificiales entre los derechos masculinos y femeninos, mantengo que existe un punto donde estas diferenciaciones coinciden y se desarrollan en un todo perfecto.
Esto no supone que proponga un tratado de paz. El antagonismo social generalizado que caracteriza toda la vida pública en la actualidad, originado a través de las fuerzas opuestas y los intereses contrarios, estallará en mil pedazos cuando la reorganización de nuestra vida social, reorganización basada en los principios de la justicia económica, sea una realidad.
La paz o la armonía entre los sexos y los individuos no depende necesariamente de una superficial igualación entre los seres humanos; ni tampoco supone la eliminación de los rasgos y peculiaridades individuales. El problema al cual tenemos que hacer frente actualmente, y que en un futuro cercano se resolverá, es cómo ser una misma al tiempo que una unidad con los demás, sentirse unida profundamente con todos los seres humanos y aun así mantener nuestras propias cualidades características. Me parece que será la base sobre la cual la masa y el individuo, la verdadera democracia y la verdadera individualidad, el hombre y la mujer, pueden unirse sin antagonismos y resistencia. La proclama no puede ser «Perdonar a los demás»; más bien sería «Entendámonos los unos con los otros». La afirmación reiteradamente citada de Madame de Staël, «Entenderlo significa perdonarlo», particularmente nunca me ha atraído; me huele a confesionario. El perdonar a nuestros semejantes expresa una idea farisaica de superioridad. Es suficiente con entender a nuestros semejantes. La aceptación de este principio representa un aspecto fundamental de mi punto de vista sobre la emancipación de la mujer y sus efectos sobre el sexo.
Su emancipación hará posible que la mujer sea un ser humano en el verdadero sentido. Todo dentro de ella que reclama reafirmarse y actuar podrá llegar a su máxima expresión; todas las barreras artificiales serán destruidas, y el camino hacia la máxima libertad será limpiado de cualquier rastro de siglos de sumisión y esclavitud.
Este es el sentido original del movimiento por la emancipación de la mujer. Pero los resultados que se han alcanzado han aislado a la mujer y le han usurpado el manantial en donde brotaba esa felicidad esencial para ella. La simple emancipación externa ha hecho de la mujer moderna un ser artificial, que recuerda uno de esos productos de la jardinería francesa con sus árboles arabescos, arbustos, pirámides, redondeles y guirnaldas; cualquier cosa, salvo las formas que serían producto de sus propias cualidades internas. Tales plantas artificiales del sexo femenino se pueden hallar en gran cantidad, especialmente en la denominada esfera intelectual de nuestra vida.
¡Libertad e igualdad para la mujer! Qué esperanzas y aspiraciones despertaron esas palabras cuando se pronunciaron por primera vez por algunas de las más nobles y valientes almas de aquellos días. El sol, con toda su luz y gloria, emergía para un nuevo mundo; en este mundo, la mujer sería libre para dirigir su propio destino, un ideal ciertamente digno de un gran entusiasmo, coraje, perseverancia y esfuerzo sin fin de una tremenda hueste de hombres y mujeres precursores, quienes se lo jugaron todo frente a un mundo de prejuicio e ignorancia.
Mi esperanza se encamina igualmente hacia ese objetivo, aunque mantengo que la emancipación de la mujer, como se interpreta y se pone en práctica en la actualidad, ha fracasado en conseguir este gran fin. Ahora, la mujer debe hacer frente a la necesidad de emanciparse a sí misma de la emancipación, si realmente desea ser libre. Esto puede sonar paradójico, pero es, sin embargo, la pura verdad.
¿Qué ha conseguido con su emancipación? Igualdad de sufragio en algunos Estados. ¿Esto ha purificado nuestra vida política, como algunos bienintencionados defensores predecían? Ciertamente no. Por cierto, es tiempo de que las personas sensatas, con criterio, dejen de hablar sobre la corrupción política como en un internado. La corrupción política no tiene nada que ver con la moral, o la relajación moral, de las diversas personalidades políticas. Sus causas es en conjunto una sola. La política es reflejo del mundo industrial y de los negocios, cuyos lemas son: «Tomar es mucho mejor que dar»; «comprar barato y vender caro»; «una mano sucia lava la otra». No existe ninguna esperanza de que la mujer, con su derecho a votar, pueda purificar la política.
La emancipación ha supuesto la igualdad económica de la mujer con el hombre; esto es, ella puede elegir su propia profesión y oficio; pero como su formación física en el pasado y en el presente no la ha equipado con la necesaria fuerza como para competir con el hombre, a menudo se ve obligada a consumir todas sus energías, agotando su vitalidad y tensando cada uno de sus nervios con el objetivo de alcanzar un valor en el mercado. Muy pocas alcanzan el éxito, ya que las profesoras, doctoras, abogadas, arquitectas e ingenieras nunca reciben la misma confianza que sus colegas masculinos, ni reciben igual remuneración. Y aquellas que alcanzan esta tentadora igualdad, generalmente lo hacen a expensas de su bienestar físico y psíquico. Para la gran masa de muchachas y mujeres trabajadoras, ¿cuánta independencia alcanzan si la carencia y ausencia de libertad en el hogar es sustituida por la carencia y ausencia de libertad en la factoría, en el taller, en los almacenes o en la oficina? Además, está la carga que deben soportar muchas mujeres que se encargan de su «hogar, dulce hogar» —frío, aburrido, poco atractivo— tras un duro día de trabajo. ¡Gloriosa independencia! No nos sorprende que cientos de muchachas estén anhelantes de aceptar la primera oferta de matrimonio, hartas y cansadas de su «independencia» detrás del mostrador, de las máquinas de coser o de escribir. Se hallan tan predispuestas a casarse como las chicas de la clase media, quienes ansían liberarse del yugo de la supremacía de sus padres. La denominada independencia que sólo conlleva ganar la simple subsistencia no es tan atractiva ni tan ideal, como para que se pueda esperar que la mujer lo sacrifique todo por ella. Nuestra tan alabada independencia es, después de todo, sólo un lento proceso de embotar y atrofiar la naturaleza femenina, su instinto amoroso y maternal.
Sin embargo, la situación de la muchacha trabajadora es mucho más natural y humana que la de sus hermanas, en apariencia más afortunadas, en las profesiones con más cultura como las profesoras, médicas, abogadas, ingenieras, etc., quienes tienen que mantener una apariencia digna y apropiada, mientras que interiormente están vacías y muertas.
La limitación de la actual concepción de la independencia y emancipación femenina; el pavor del amor por un hombre que no sea de su misma categoría social; el miedo a que ese amor le robe su libertad e independencia; el horror a que el amor o la alegría de la maternidad la incapacite para el pleno ejercicio de su profesión, todos estos factores unidos hacen de la emancipada mujer moderna una obligada vestal, ante quien la vida, con sus grandes pesares purificadores y sus profundas y fascinantes alegrías, pasa sin tocar o conmover su alma.
La emancipación, como es entendida por la mayoría de sus defensores y partidarios, es de alcance tan reducido como para permitir un amor sin límites y el éxtasis contenido en la profunda emoción de la verdadera mujer, de la novia, de la madre, en libertad.
La tragedia de la autosuficiente, o económicamente libre mujer, no es que no supone muchas experiencias, sino muy pocas. Cierto es, ha superado a sus hermanas de pasadas generaciones en conocimientos sobre el mundo y la naturaleza humana; es por eso que siente profundamente la carencia de la esencia de la vida, la única que puede enriquecer el alma humana, y sin la cual la mayoría de las mujeres se convierten en meros autómatas profesionales.
Que se llegaría a tal estado de la cuestión fue previsto por aquellos que comprendieron que, en el dominio de la ética, todavía se mantenían muchas decadentes ruinas de la época de la indiscutible superioridad del hombre; ruinas que todavía se consideraban útiles. Y, lo que es más importante, un buen número de las mujeres emancipadas eran incapaces de continuar sin ellas. Cada movimiento que se basa en la destrucción de las instituciones existentes y reemplazarlas por otras más avanzadas, más perfectas, tiene a sus seguidores, quienes en teoría mantienen los planteamientos más radicales, pero quienes, sin embargo, en su vida cotidiana, son como los típicos filisteos, fingiendo respetabilidad y clamando por la buena opinión de sus oponentes. Están, por ejemplo, los socialistas e incluso los anarquistas, quienes mantienen la idea de que la propiedad es un robo, al tiempo que se indignan si alguien les debe el valor de media docena de alfileres.
Los mismos filisteos se pueden encontrar en el movimiento de emancipación femenina. Periodistas de prensa amarilla y literatos de medio pelo han pintado un cuadro de las mujeres emancipadas como para que se le erizara el pelo del buen ciudadano y de su embrutecida compañera. Cada miembro del movimiento de derechos femeninos ha sido caracterizado como una George Sand en su absoluta carencia de moralidad. Nada era sagrado para ella. No tenía respeto por la relación ideal entre un hombre y una mujer. En pocas palabras, la emancipación defendía simplemente una vida imprudente de lujuria y pecado; sin reparar en la sociedad, la religión y la moralidad. Las propagandistas de los derechos femeninos se indignaron profundamente ante tal tergiversación, y carentes de humor, dedicaron todas sus energías en demostrar que ellas no eran tan malas como se las pintaba, sino todo lo contrario. Por supuesto, en tanto la mujer fuera esclava de un hombre, no podía ser ni buena ni pura, pero ahora que ella era libre e independiente, debía demostrar lo buena que era y que su influencia tendría un efecto purificador en todas las instituciones sociales. Cierto es que el movimiento por los derechos de la mujer ha roto muchas viejas cadenas, pero igualmente ha forjado otras nuevas. El gran movimiento de la verdadera emancipación todavía no ha hallado al tipo de mujer que mirará de frente a la libertad. Su limitado y puritano planteamiento destierra al hombre, como elemento perturbador y de carácter incierto, de su vida emocional. El hombre no debía ser tolerado bajo ninguna circunstancia, salvo tal vez como procreador de un niño, en tanto no se puede tener un niño sin un padre. Afortunadamente, el más rígido puritanismo nunca será lo suficientemente fuerte como para matar el innato instinto de la maternidad. Sin embargo, la libertad femenina está estrechamente vinculada con la libertad masculina, y muchas de las denominadas hermanas emancipadas parecen pasar por alto el hecho de que un niño nacido en libertad necesita del amor y la devoción de todos los seres humanos que se hallan a su alrededor, tanto del hombre como de la mujer. Desafortunadamente, es esta limitada concepción de las relaciones humanas la que ha dado lugar a la gran tragedia entre los hombres y mujeres modernos.
Hace unos quince años apareció un trabajo cuya autora es la brillante noruega Laura Marholm, bajo el título Woman, a Character Study. Fue la primera en llamar la atención sobre el vacío y limitación de la actual concepción de la emancipación femenina, y sus trágicos efectos sobre la vida interior de la mujer. En su trabajo, Laura Marholm hablaba del destino de diversas mujeres con talento de fama internacional: el genio de Eleonora Duse; la gran matemática y escritora Sonya Kovalevskaia; la artista y poeta innata Marie Beshkirtzeff, quien murió muy joven. A través de la descripción de la vida de estas mujeres de tales mentalidades extraordinarias, deja una marcada estela de anhelos insatisfechos por una vida plena, equilibrada, completa y bella, y el malestar y soledad producto de estas carencias. A través de estos magistrales esquemas psicológicos sólo se puede apreciar que cuanto mayor sea el desarrollo mental de la mujer, esta tiene menos posibilidades de hallar un compañero con quien congeniar que vea en ella, no sólo el sexo, sino igualmente al ser humano, la amiga, la camarada y la fuerte individualidad, quien no puede ni debe perder ni un solo rasgo de su carácter.
La mayoría de los hombres, con su autosuficiencia, su aire ridículo de superioridad como tutor frente a la sexualidad femenina, es una imposibilidad para la mujer como ha sido descrito en Character Study de Laura Marholm. Igualmente imposible para ella es un hombre que no vea más que su mentalidad y su genio, y quien fracase en despertar su naturaleza femenina.
Un rico intelecto y un alma sensible suelen ser considerados atributos necesarios para una profunda y bella personalidad. En el caso de la mujer moderna, estos atributos sirven como obstáculos para la completa reafirmación de su ser. Durante más de cien años, la vieja forma de matrimonio, basado en la Biblia, «hasta que la muerte los separe», ha sido denunciado como una institución que mantiene la soberanía del hombre sobre la mujer, de su completa sumisión a sus caprichos y órdenes, y la absoluta dependencia de su nombre y manutención. Una y otra vez ha sido demostrado de manera concluyente que la antigua relación matrimonial restringe a las mujeres a un papel de sirviente del hombre y portadora de sus hijos. Y, no obstante, todavía encontraremos a muchas mujeres emancipadas quienes prefieren el matrimonio, con todas sus deficiencias, a las limitaciones de una vida soltera: restringida e insoportable debido a las cadenas de la moral y los prejuicios sociales que pone trabas y ciñe su naturaleza.
La explicación de tales contradicciones por parte de muchas mujeres liberadas descansan en el hecho de que ellas nunca entendieron realmente el significado de la emancipación. Pensaban que todo lo que necesitaban era la independencia de los tiranos exteriores; los tiranos internos, mucho más peligrosos para su vivir y desarrollo —los convencionalismos éticos y sociales— se los dejó de lado; y ahora están muy bien desarrollados. Perviven perfectamente en las cabezas y los corazones de las más activas defensoras de la emancipación femenina, como estaban en las cabezas y corazones de sus abuelas.
Estos tiranos interiores, ya sean en forma de opinión pública o lo que dirá nuestra madre, hermano, tío o cualquier otro pariente; lo que dirá la señora Grundy, el señor Comstock, el patrón, o el Consejo Educativo; todos esos entrometidos, detectives morales, carceleros del espíritu humano, ¿qué dirán? Hasta que la mujer no aprenda a enfrentarse a todos ellos, para mantenerse firmemente en su sitio, defendiendo su libertad sin restricciones, escuchando la voz de su propia naturaleza, ya sea que la llame al gran tesoro de la vida, amando a un hombre, o sus más gloriosos privilegios, el derecho de dar a luz a un hijo, no podrá llamarse a sí misma emancipada. ¿Cuántas mujeres emancipadas han sido lo suficientemente valerosas como para reconocer que la voz del amor las llamaba, golpeándolas locamente en su satisfecho pecho, exigiendo ser oído?
El escritor francés Jean Reibrach, en una de sus novelas, New Beauty, intenta describir a la ideal y perfecta mujer emancipada. Este ideal está personificado en una joven muchacha, un doctora. Ella habla con mucha inteligencia y cordura de cómo debe alimentarse a un bebé; es muy bondadosa, y reparte medicinas gratuitamente a las madres pobres. Habla con un muchacho joven de sus conocimientos sobre las condiciones sanitarias del futuro, y cómo diversos bacilos y gérmenes serían exterminados mediante el uso de suelos y muros de piedra, eliminando alfombras y tapices. Por supuesto, viste muy sencilla y práctica, generalmente de negro. El joven, que en su primer encuentro se sintió intimidado por los conocimientos de su emancipada amiga, poco a poco aprende a comprenderla, y a reconocer un buen día que la ama. Ellos son jóvenes, y ella es bondadosa y bella, y aunque a veces se vestía de manera sobria, su apariencia es suavizada por unos cuellos y puños inmaculados. Una esperaría que le confesara su amor, pero él no es de los que cometen absurdos románticos. La poesía y el entusiasmo del amor lo hacen ruborizar frente a la belleza pura de la dama. Él silencia la voz de su naturaleza, y se mantiene correcto. Ella, igualmente, en ocasiones es meticulosa, racional, correcta. Me temo que si formaran una pareja, el joven hubiera corrido el riesgo de helarse hasta morir. Debo confesar que no puedo hallar nada bello en esta nueva belleza, que es tan fría como las paredes y suelos de piedra que añora. Antes prefiero las canciones de amor de la época romántica, a Don Juan y Madame Venus, la fuga por una escala y una cuerda una noche a la luz de la luna, acompañada por las maldiciones del padre y los sollozos de su madre, y los chismorreos morales de sus vecinos, que la corrección y decencia medida con mesura. Si el amor no sabe dar y tomar sin restricciones, no será amor sino una transacción que acabará en desastre por lo más mínimo.
Los grandes defectos de la emancipación en la actualidad residen en su artificial rigidez y en su limitada respetabilidad, lo que produce un vacío en el alma de la mujer que no le permite beber en la fuente de la vida. En una ocasión remarqué que parecía existir una profunda relación entre la madre y la anfitriona de viejo cuño, siempre atenta por la felicidad de sus pequeños y el confort de aquellos que ama, y la verdadera nueva mujer, que entre esta última y la mayoría de sus hermanas emancipadas. Las discípulas de la emancipación, simple y llanamente me han declarado como una pagana, perfecta únicamente para la hoguera. Su ciego fanatismo no les permite ver que mi comparación entre la vieja y la nueva mujer simplemente fue para demostrar que un buen número de nuestras abuelas tenían más sangre en sus venas, más humor e inteligencia, y ciertamente un alto grado de naturalidad, de bondad y sencillez que la mayoría de nuestras mujeres profesionales emancipadas que llenan las facultades, las aulas y las diversas oficinas. Esto no significa un deseo de volver al pasado, ni condenar a la mujer a su antigua posición, la cocina y la guardería.
La salvación estriba en una enérgica marcha hacia un futuro más radiante y claro. No necesitamos el libre desarrollo de viejas tradiciones y hábitos. El movimiento por la emancipación de la mujer no ha hecho más que dar el primer paso en esa dirección. Es de esperar que reúna sus fuerzas para dar el siguiente. El derecho de voto o la equiparación de los derechos civiles pueden ser buenas exigencias, pero la verdadera emancipación no surgirá de las urnas de votación ni de los juzgados. Surgirá del alma de la mujer. La historia nos enseña que cada clase oprimida alcanza su verdadera liberación frente a sus amos a través de su propia lucha. Es necesario que la mujer aprenda esta lección, que se percate que su libertad será tan amplia como su capacidad le permita obtener. Es, por tanto, mucho más importante para ella empezar por su regeneración interna, liberarse del peso de los prejuicios, tradiciones y costumbres. La exigencia de la igualdad de derechos en cada aspecto de la vida es justa y razonable; pero, después de todo, el más vital derecho es el derecho a amar y ser amada. De hecho, si la parcial emancipación quiere llegar a ser una completa y verdadera emancipación de la mujer, debe dejar de lado las ridículas nociones de que ser amada, estar comprometida y ser madre, es sinónimo con estar esclavizada o subordinada. Se deberá dejar de lado la absurda noción del dualismo de los sexos o que el hombre y la mujer representan dos mundos antagónicos.
La insignificancia separa; la amplitud une. Seamos grandes y generosas. No descuidemos las cuestiones vitales debido a inmensidad de nimiedades que nos enfrentan. Una verdadera concepción de la relación entre los sexos no debe admitir los conceptos de conquistador y conquistado; debe suponer sólo esta gran cuestión: darnos sin límite con el objetivo de hallarnos más ricos, más profundos, mejores. Sólo esto podrá llenar el vacío y transformar la tragedia de la emancipación de la mujer en una dicha, en una alegría ilimitada.