Prólogo: Emma Goldman[1]

Iturbe, Lola, La mujer en la guerra civil,

Tierra de Fuego, Tenerife, 2006

Dada la personalidad excepcional de Emma Goldman estoy obligada a relatar los hechos más sobresalientes de su vida, siquiera sea brevemente, para subrayar la importancia que tuvo su visita a España y su posición ante la guerra revolucionaria desencadenada.

Emma Goldman nació el 27 de junio de 1869 en Kowno (Lituania). Esta región había pertenecido a Rusia desde el año 1795. Su padre se llamaba Abraham y su madre Taube Bienovitch. Abraham Goldman era israelita y, queriendo que sus hijos tuvieran una buena educación, envió a Emma a los ocho años a una escuela de la ciudad de Koenigsburg (Prusia Occidental), reputada como una de las mejores. En esta ciudad sus tíos, en cuya casa habitaba, la retiraron de la escuela y Emma se convirtió en la sirvienta de aquel tío que se gastaba los fondos que el padre enviaba para la educación de la niña, que mostraba ya mucha inteligencia e interés por los estudios. Regresó a su casa, pero como el negocio de su padre había sufrido un revés, Emma hubo de entrar a trabajar en San Petersburgo a la edad de trece años.

En esa época —como ahora— los judíos eran muy perseguidos, lo que la obligó a expatriarse a los Estados Unidos con su hermana Helena. Embarcaron en Hamburgo y llegaron a Rochester. Emma, que tenía 20 años, entró a trabajar en una fábrica. Al poco de llegar se casó con un ruso de Odesa, Jacobo Kresner; fracasó el matrimonio y se separaron. Emma ya empezaba a conocer las injusticias de la sociedad capitalista. En Rusia había sido testigo de los horrores de los pogroms. En América observaba la pasión que existía por el dinero y la explotación de los trabajadores.

Los hechos de Haymarket en Chicago, conocidos históricamente por el Primero de Mayo, acabaron por decidir el temperamento fogoso de Emma. Los obreros de la factoría Mac Cormick se congregaron en el parque de Haymarket el 4 de mayo de 1886 para protestar de los bajos salarios. Parece ser que el alcalde de Chicago asistía a aquella manifestación, en principio pacífica. Cuando se marchó el alcalde un capitán, apellidado Ward, dio la orden de disparar violentamente a la multitud allí reunida. Hubo resistencia y enfrentamiento y estalló una bomba que provocó varias víctimas entre la policía. Nadie pudo averiguar quién fue el autor de este atentado, pero, entre otros, cinco anarquistas comparecieron ante el tribunal del Estado de Illinois y fueron condenados y ejecutados el 11 de noviembre de 1887.

Emma, que ya habitaba en Nueva York, conoció en un café de Suffolh Street a Johan Most y a Alexander Berkman. Trabajó en una fábrica de corsés y más tarde en la confección de vestidos. Sus actividades sociales y su trabajo en la fábrica no le impidieron estudiar durante las horas que tenía libres. Su rica inteligencia asimilaba conocimientos y pronto se convirtió en una mujer culta. Most la ánimo y la decidió a tomar parte en actos públicos, pronunciando, a partir de entonces, innumerables discursos en muchas ciudades de los Estados Unidos y del Canadá, llegando a ser una buena oradora.

Emma Goldman se enteró de las torturas y de los terribles sufrimientos de los rusos desterrados en Siberia. Pensó trasladarse a Rusia y luchar contra el zarismo, pero para ello se necesitaban fondos que no poseían ni ella ni Alexander Berkman, al cual ya estaba unida. Para ganar dinero pusieron un comercio que no dio ningún resultado. También en Nueva York aprendieron el oficio de impresores, para poder imprimir ellos mismos hojas y folletos destinados a la propaganda.

A raíz del atentado contra Henry Clay Frich, presidente de la Compañía Carnegie, en represalia por su conducta miserable con los obreros de las fábricas, Emma escribió: «Frich es el símbolo del poder y la riqueza, el símbolo de las injusticias y crímenes que comete la clase capitalista». Alexander Berkman atentó contra él y lo hirió gravemente. Emma quiso acompañar a Berkman a Homestead, donde debía realizarse el atentado. Ella, que amaba tanto a Berkman, no podía dejarlo solo en el peligro y en la acción. Su temperamento leal, franco, apasionado y consecuente le impedía dejarlo abandonado en aquellas horas de prueba. Pero carecían absolutamente de recursos para emprender el viaje. Entonces tomó una resolución que podríamos llamar desesperada. Pero por ser un asunto tan delicado copiemos lo que ella ha dejado escrito: «El 17 de junio de 1892, un sábado por la noche, bajé a la 14 Street y me puse a pasear como había visto que hacían las pobres chicas que hacían tan triste oficio». No obstante, fue incapaz de realizar hasta el fin la experiencia, y con gran dolor tuvo que dejar marchar solo a Alexander Berkman, que fue apresado después del atentado y condenado a 22 años de trabajos forzados en la Penitenciaría de Pennsylvania. Como no estaban casados legalmente, Emma hizo varios intentos infructuosos para visitarlo, haciéndose pasar por su hermana. Después de la detención de Berkman, el domicilio de Emma la Roja, como era conocida, fue registrado por la policía que la tenía sometida a una severa vigilancia. Las autoridades consideraban a aquella apasionada propagandista del anarquismo como muy peligrosa para el orden social y político. Tenían sus motivos. Emma no cesaba de recorrer ciudades a través de toda la América, tomando parte en mítines de agitación social, en huelgas y conflictos obreros y dando conferencias de carácter cultural.

Fue detenida en Filadelfia y estuvo presa en la cárcel de Blackwell Island durante un año. En la prisión Emma colaboró con los médicos de la enfermería para asistir y curar a los detenidos. Fue liberada en agosto de 1895. Volvió a Europa, a Viena, donde estudió para enfermera y obtuvo el título. Se trasladó a Londres, donde conoció a Luisa Michel. Sobre ella escribió: «Los ojos, llenos de luz y de juventud, y la dulce sonrisa de Luisa, conquistaron mi corazón».

Fue también perseguida y acusada del atentado al presidente de los Estados Unidos, MacKinley, en 1909, por lo cual fue detenida durante algunas semanas. Por su leyenda de revolucionaria se le ausentó la clientela de enfermera y tuvo que volver a la costura para ganarse la vida.

Hizo una extensa campaña en favor de las víctimas de Montjuich, así como en favor de León Crogolsz, acusado de ser el autor del atentado contra el presidente MacKinley.

Hacia 1905, ella y Alexander Berkman publicaron la revista Mother Earth (Madre Tierra). Berkman había sido puesto en libertad después de haber cumplido 14 años de prisión en la cárcel de Pittsburgh. No obstante no cesó su campaña, unas veces defendiendo a los mineros de Colorado, otras a los de Wheatfield, California. En 1907 asiste al Congreso de Ámsterdam representando a organizaciones de los Estados Unidos.

Al declararse la guerra de 1914, volvió a ser detenida, acusada de haber realizado una campaña por el control de los nacimientos. Formó parte de la Liga contra el reclutamiento de hombres para la guerra. Fue acusada de antipatriota y de recibir fondos de los alemanes. La calumnia intentaba manchar a aquella mujer que era toda bondad y entusiasmo por las ideas pacifistas y libertarias.

El 18 de mayo de 1917 se celebró una gran reunión pacifista en el Casino de Harlem River. En la sala se reunieron unas 10 000 personas. Algunos soldados, con uniformes flamantes, interrumpieron el acto. Uno de ellos pidió la palabra. El auditorio se dispuso a expulsar a los perturbadores. Veamos la explicación que da Emma sobre el particular:

«Elevando la voz, rogué a los asistentes que dejasen hablar a aquel joven y continué: “Nosotros estamos reunidos aquí para protestar contra la tiranía del más fuerte y para reivindicar el derecho de pensar y obrar según nuestra conciencia, y debemos reconocer al adversario ese derecho y escucharlo con la calma, el respeto y la atención que exigimos para con nosotros. Este joven tiene fe en la justicia de su causa, esto no debemos dudarlo, tanto como nosotros tenemos fe en la nuestra, ya que él va a exponer su vida por defenderla. Por consiguiente, propongo en homenaje a su sinceridad, que escuchemos todos en pie y en silencio todo lo que quiera decirnos”. El joven, que probablemente no se había encontrado jamás ante un auditorio, tenía el semblante aterrorizado y comenzó a balbucear con una voz temblorosa y opaca, que era apenas audible, algo así como “dinero alemán, traidores”, etc. Se enredó más en su discurso y terminó diciendo: “¡Al diablo con ellos, vámonos de aquí!”. Toda la banda abandonó el local, agitando banderitas, acompañados por las risas y aplausos de los asistentes».

El año 1916 Tom Mooney lanzó una bomba contra un desfile de patriotas militaristas. Emma y Berkman, que en unión de Eleonor Fitzgerald publicaban el periódico The Blast (La Explosión), en California, defendieron desde sus páginas a Mooney. La campaña contra la guerra le costó la detención en julio de 1917. A Emma se la acusó no solamente de pacifismo, sino del origen turbio de los fondos que para ello empleaba. En el acto del tribunal se presentó un ciudadano pacifista americano que declaró y demostró ser el financiero de esa campaña. No obstante, Berkman y Emma fueron condenados a dos años de prisión cada uno, condena que cumplieron; Berkman en Atlanta (Georgia) y Emma en Jefferson (Missouri).

Emma salió de la cárcel en septiembre de 1919. Tuvo que cumplir un mes más de detención para caucionar la multa de 10 000 dólares a que también había sido condenada. Los Servicios de Emigración limitaron la libertad de poder circular por el territorio americano a los dos y para levantar esa prohibición debieron pagar otra cantidad de 15 000 dólares, que fueron reunidos en suscripción por sus compañeros. Ninguno de los dos había logrado obtener la nacionalización americana y corrían siempre el peligro de ser expulsados, como ocurrió. Emma y Berkman fueron convocados por las autoridades a presentarse en Ellis Island, punto de reunión de los deportados, y el 20 de diciembre de 1919 salieron de Norteamérica en dirección a Europa a bordo del vapor Buford. La travesía duró 28 días, y un día de enero llegó al puerto finlandés de Hango. Un tren, guardado por la policía, los condujo a la frontera. Un representante del gobierno ruso salió a recibirlos a Teryoki.

Emma Goldman era una fuerza de la naturaleza, dotada de una moral que ninguna persecución, pena o fatiga, lograban alterar su entusiasmo y su fe. Ni la cárcel, ni su vida errante, dando conferencias de una a otra ciudad con el trabajo intelectual que tenía que realizar para prepararlas; ni el escribir sus frecuentes colaboraciones en revistas, periódicos y folletos y, al mismo tiempo, sin dejar de trabajar, de enfermera o cosiendo, pudieron abatir su acendrado amor a los ideales de emancipación social. Todo lo soportaba con energía.

Su llegada a Rusia la conmovió profundamente, y en el entusiasmo de los primeros momentos escribió:

«Rusia soviética. ¡Suelo sagrado, nación mágica! Tú apareces como el símbolo de las esperanzas del mundo. Tú sola estás destinada a redimir la raza humana. ¡Vengo a servirte, Matushka (Madre) querida! ¡Acógeme en tu seno! ¡Déjame ocupar un puesto sobre tu campo de batalla, lleno de heroísmo, y consumir por ti todas las energías de mi alma!».

Su decepción al poco tiempo fue terrible. Así, no tardó en escribir:

«Reconozco lealmente el error que cometí creyendo que Lenin y su partido eran los verdaderos campeones de la Revolución. No quise hacer propaganda contra los dirigentes de la situación en el momento en que se veían obligados a luchar contra las fuerzas del exterior, pero yo vivía torturada al ver la dirección dictatorial que tomaba la revolución».

La insurrección de Kronstadt en 1921 y el movimiento makhnovista en Ucrania la decidieron a protestar públicamente, y con la firma de ella y de Alexander Berckman dirigieron un escrito al Comité de Defensa de los Trabajadores de San Petersburgo, presidido por Zinovief, en el que decían entre otras cosas: «Callarse en estos momentos es imposible, y hasta criminal… Combatir a los revolucionarios de Kronstadt, es provocar la contrarrevolución en el país…». Y proponían al gobierno bolchevique la creación de una delegación compuesta de cinco miembros: tres del gobierno y dos anarquistas, para apaciguar la revuelta.

La existencia se les hizo imposible en Rusia. Salir de ella era muy difícil. Angélica Balabanova, la militante de tanto prestigio, tuvo que intervenir cerca de Lenin para que dejaran salir de Rusia a Emma y a Alexander. Cuando lograron marcharse de Rusia, Emma se llevó consigo escondido el manuscrito que Pedro Archinov había escrito furtivamente Historia del Movimiento Makhnovista, 1918-1921. Por este libro, que se publicó en Francia y otros países, conoció el mundo las luchas de los ejércitos y revolucionarios de Ucrania contra la tiranía bolchevique, al mismo tiempo que contra las fuerzas reaccionarias de Petlura, Denikin y Wrangel.

Durante su estancia en Rusia se había relacionado con Máximo Gorki, con María Spiridinova y con Pedro y Sofía Kropotkin. El 7 de febrero de 1921 moría en Dimitrov el gran revolucionario Pedro Kropotkin. Emma fue su administradora cuando se constituyó el Comité Pro-Memoria de Kropotkin, y Alexander Berkman actuó de secretario. Cuando hubieron de abandonar Rusia, los sustituyó a los dos Vera Figner.

Emma y Alexander estuvieron en Suecia, Alemania y Francia.

A principios de 1934 Emma y Alexander se instalaron en Francia, en Saint Tropez, habitando una casa modesta, pero situada en un lugar muy hermoso, rodeada de árboles frutales y viñas. Los comunistas proclamaron en toda su prensa que Emma vivía en La Rivière, en un palacio que los potentados de Wall Street habían construido para ella. En esta casita recibió la visita de sus viejos amigos Rudolf Rocker y su compañera Milly. Rocker explica en su libro Revolución y regresión la vida tan activa que llevaba aquella mujer. Escribió allí sus Memorias, que se publicaron en Nueva York aquel mismo año; colaboraba en varios periódicos y revistas. Era, además, excelente ama de casa, limpia, ordenada y buena cocinera. También Alexander Berkman iba de vez en cuando a visitarla. Entonces estaba unido a otra mujer y tenía una hija a la que había puesto el nombre de Emma. Berkman estaba ya muy enfermo y acabó poniendo fin voluntariamente a su vida. Emma tenía entonces 67 años y no se consoló nunca de la pérdida del que había sido el compañero de su vida y de sus ideas.

Emma, de Saint Tropez marchó a Londres, y pudo entrar en Canadá. Al poco tiempo estallaba la guerra revolucionaria española. La resistencia que opuso el pueblo español al fascismo, a la vanguardia de la cual estaban las organizaciones obreras, reavivaron sus esperanzas de un posible triunfo de la libertad en España. Y a España se fue con el ánimo de ser útil a sus compañeros españoles. Estuvo dos veces, visitando sindicatos, colectividades y frentes de guerra.

La conocí en Seo de Urgel el año 1938. Había ido a visitar a los compañeros combatientes del Décimo Cuerpo de Ejército. Era entonces una mujer en los umbrales de la vejez. Conociendo la obra inmensa que aquella mujer había realizado por el anarquismo en diversas partes del mundo, la observé con admiración y cariño. Tenía un rostro que era todo energía y, al mismo tiempo, lleno de amargura. Su sonrisa era triste. Su mirada penetrante, escrutadora, buscando la verdad de su interlocutor. Entre el español y el francés pudimos entendernos algo. Recuerdo una graciosa anécdota: la casa donde estaba establecido el Comisariado del Décimo Cuerpo de Ejército tenía una pequeña huerta, y mi compañero, Juanel, mientras yo atendía a nuestra querida visitante, se puso a cavar el huerto. Emma estaba encantada al ver la destreza de Juanel cavando. Entonces yo le expliqué como pude que había sido campesino en su juventud y que seguramente el trabajo de cavar aquel huerto había sido el más útil que había hecho durante la guerra. Emma celebró mucho mi ocurrencia, riendo de buena gana. Entre otros, acompañaban a Emma Martín Gudel, Proudhon Carbó, Montserrat, Alfonso Miguel, Pedro Herrera, Gregorio Jover, los tres últimos ya fallecidos.

La experiencia del fracaso de la Revolución Rusa la tenía siempre preocupada, temiendo que en España se repitiera el dominio de la dictadura de un partido. Y escribía a Rudolf Rocker:

«… No puede ser bienvenida para Stalin una revolución social victoriosa en España, por razones que tú sabes… Este pensamiento no me deja reposar ni siquiera en sueños, pues yo sé que los embusteros del Kremlin son capaces de cualquier bribonada mientras puedan hervir su sopa».

«Sobre la entrada de la C. N. T. en el gobierno, te escribí ya en mi última carta: es una dura prueba originada en especial por la situación peligrosa del Frente de Aragón. Se ha saboteado ese frente, sin duda a incitación de los rusos, sin conciencia, aunque todos saben que si Franco lograse romperlo estaría decidida la guerra en favor de los fascistas. Si la entrada de nuestros compañeros en el gobierno puede lograr un cambio, es algo que hay que esperar para verlo. Estoy poco familiarizada con las situaciones internas para permitirme un juicio propio y solamente espero que no se haya hecho un mal cálculo».

Y dice Rocker sobre esa posición:

«Emma advirtió el falso juego de la política española de Stalin desde el comienzo, pues su experiencia le había mostrado que de aquella parte se podía esperar todo, menos lo bueno. Pero reconoció también la situación difícil de los compañeros españoles y sabía que en ese estado tan extraordinario, en donde cada jornada exigía nuevas medidas que surgían del cambio constante de las condiciones, no era dable decidir siempre lo que en un momento dado era justamente lo mejor. Si entonces algunos críticos de las propias filas en el extranjero intentaron acusar a los camaradas españoles como traidores a sus principios, porque bajo la presión de circunstancias de mucho peso habían entrado en el gobierno, Emma no participó nunca de esa posición negativa, aunque se la exhortó directamente. Su profunda comprensión y su buen sentido la previnieron contra ello. A pesar de todos los temores, no se le habría ocurrido nunca acusar de traición a hombres que luchaban por su causa hasta el amargo fin con resolución tan heroica. Ella conservó para los compañeros españoles su fidelidad hasta el postrer aliento. Así escribió después de la caída de Barcelona al último secretario de la C. N. T., cuando este, junto con otros camaradas, se había salvado felizmente en Francia, una larga carta, de la que me envió una copia y de la que tomo el pasaje que sigue, porque es singularmente característico de la posición de Emma»:

«“Las acciones que se llevan a cabo con propósito honrado, no se pueden condenar nunca, ni siquiera cuando después se demuestra que fueron un error, porque nadie en tal situación puede prever. Pero ante todo el sentimiento humano natural debería prohibir a todos echar sal en las heridas sangrantes de hombres que sólo pudieron salvar la vida de una catástrofe tan terrible”».

Y sigue Rocker:

«De todas las cartas que recibí de Emma, se desprende claramente con qué ímpetu cruel la golpeó la gran derrota de España».

Después de su paso por España, Emma Goldman fue a Toronto para desarrollar una campaña en favor de los refugiados españoles. Conversando con un compañero en la casa de este, le sobrevino de una manera fulminante una hemorragia cerebral, que le produjo la pérdida del habla. Y a las pocas horas se repitió el ataque que dejó sin vida a aquella valerosa e inteligente mujer. Era el 13 de mayo de 1940.

«Fue enterrada en Chicago, en el cementerio alemán, llamado Waldheim, en el cual están enterrados los mártires de Chicago y Voltairine de Cleyre».