PRÓLOGO

Son las siete de la tarde. Estoy en la segunda planta del edificio de la Audiencia Provincial, en un pasillo estrecho, sentado en un incómodo banco, próximo a la sala del jurado. Me duelen todos los huesos. Llevo seis horas —seis horas y siete minutos para ser exactos— aquí plantado, las mismas que los jurados llevan encerrados deliberando. Estoy solo. Los de la prensa (esto está lleno de periodistas) se han ido a cenar. Yo no. Mi vida está en juego: no osaría moverme. Además, dudo de que mi estómago admitiera siquiera un vaso de agua.

Tengo el cuaderno abierto sobre las rodillas, pero solo he conseguido escribir un par de párrafos. Ninguno expresa lo que quiero decir… En momentos como este, echo de menos saber escribir; me refiero a escoger las palabras precisas, a ser capaz de traducir en frases los pensamientos. Como pequeño abogado de provincias, nado con soltura en la jerga de los contratos y los testamentos, de las alegaciones y las declaraciones de impuestos. Pero fuera de esas cuestiones, soy lego. Por no hablar de que estoy empleando un bolígrafo de plástico que, de cuando en cuando, se queda mudo y me toca alentarlo. Siempre me había parecido un gasto innecesario, pero hoy desearía contar con una de esas estilográficas aparentosas, de trazo grueso y contundente: estoy seguro de que me facilitaría desaguar mi alma. Pero así están las cosas: carezco de oficio y de pluma. Y estoy muerto de miedo…

Debe saber que no escribo por afición, prurito literario o ínfulas de cualquier tipo. Tampoco porque me aburra. Lo hago porque no me queda otro remedio: en este momento, aunque usted ni siquiera lo sospeche, las nueve personas que están en esa sala cerrada se están jugando mi vida. ¡Dios, qué angustia: es como si me estuvieran desmembrando! ¡Cuánto me gustaría poder describir la zozobra que siento, de modo que usted pudiera palparla! Pero, como le he dicho, carezco de esa habilidad. La ansiedad no ayuda; y el fino y discontinuo trazo de este bolígrafo de propaganda, tampoco.

No puedo enmendar lo dicho, pero sí rogarle que pase por alto los errores de mi torpe puño y se quede con el fondo del asunto: un millón de euros y dos vidas (la mía y la de mi secretaria) en juego, pendientes del acierto de su señoría y de la cordura del jurado. Desgraciadamente, tras vivir esta intensa semana de juicio sin perder detalle, he llegado al convencimiento de que no podía dar por supuesto ni el acierto ni la cordura. Y por eso me he visto forzado a apelar al jurado número diez…

Sé que usted no lo aprobará. Yo tampoco lo haría, pero, de estar en mi pellejo, de sufrir el dolor y el miedo que padezco en este momento, es posible que me juzgara de modo más benigno. O quizás no. Parece usted un hombre íntegro, amante de la ley. Antes de que ese chino entrase en mi vida, yo también creía en el derecho como justicia… Ius quia iustum, non ius quia iussum, como aprendimos en la facultad. Lo creí hasta el momento en que vi mis barbas a remojo… En fin, no es hora de filosofar: este caso está afectando seriamente a mis neuronas. Volvamos a lo nuestro.

Supongo que, al verme mencionar al jurado número diez, me habrá tomado por un iletrado. Le ruego que no se precipite al juzgar. Sé bien que la ley cifra en nueve el número de miembros del jurado popular. Pero créame cuando le digo que estamos ante un caso único, del que usted casi no sabe nada, aunque esté representando al ministerio público. Todo en este sumario es peculiar. Fíjese si resulta diferente que, siendo un proceso por asesinato, yo soy la víctima. Sé cuán extraño le sonará lo que digo, pero puedo asegurarle que, de examinarme un psiquiatra forense, certificaría que estoy enteramente en mis cabales: lo que escribo, todo lo que escribo, responde pura y simplemente a la verdad.

¿La víctima? ¿Acaso no es Qiu Liu, el ciudadano de origen chino cuyas fotografías ha enseñado a la sala, la víctima de este asesinato? ¿Acaso no es suyo el cadáver que descansa en el frigorífico de la morgue, con dos heridas de bala en el pecho y otra entre ceja y ceja? ¿Acaso el inspector jefe Rafael Torino, más conocido como Lupo, no está siendo procesado por ser el causante de dichos agujeros?

La respuesta debe ser afirmativa: ese es el juicio que usted ve. Pero, bajo la superficie, hay otro juicio que ha quedado oculto a sus ojos, y que nos señalan a mí y a mi secretaria como próximas víctimas. Me parece que me estoy haciendo un lío y le estoy confundiendo. Veamos, los hechos, libres de pluma y paja, son estos: si el jurado popular considera culpable al inspector y el magistrado lo condena, Lupo irá a la cárcel una buena temporada y nosotros podremos continuar con nuestras rítmicas y anodinas vidas. Si el veredicto es otro…, entonces, Salomé y yo daremos trabajo al forense porque, no me cabe duda, necesitaremos autopsia. Sí, ha leído bien: autopsia. Comprenderá que esté como un flan…

Porque deseo vivir y no las tengo todas conmigo, llamé al jurado número diez. Aun así, siempre hay que contar con un plan alternativo. Por si el número diez no hace su trabajo, estoy poniendo los detalles de esta historia por escrito. Son para usted. No omitir nada, aun a sabiendas de que puede costarme licencia y cárcel. Si el veredicto no es el esperado, haré que le entreguen este cuaderno, con la esperanza de que pueda hacer algo al respecto, bien en la presente causa, bien en el proceso por mi asesinato.

¡Dios, qué distintas suenan las palabras al añadir un posesivo! Asesinato, mi asesinato… Yo en la morgue, agujerado, con frío de muerto, en silencio forzoso… ¡Cielos, qué desastre, qué estúpido he sido! Ahora que esta historia está a punto de concluir y veo los sucesos en perspectiva, tomo conciencia de lo equivocado que estaba. El guion parecía perfecto, y casi lo era. Casi: ese es el problema.

Tiene usted pinta de avispado pero es novato y está a por uvas. De su señoría poco puedo esperar… No quisiera que me interpretara mal. Mayormente, los de su gremio son buena gente. Quiero decir que no son venales ni corruptos ni desvergonzados. Pero no siempre son conscientes de lo que tienen entre manos. Es como si, con dinero o drogas de por medio, se les fundiera la lámpara del flexo y, tras tragarse el camello, intentaran colar el mosquito. Vamos, que algunos mudan la piel demasiado pronto y otros no saben que el demonio raramente te deja ver sus cuernos. No voy a criticarlos, finalmente el juez aceptó el testimonio y dio cabida al número diez. Pero quizás haya sido tarde.

Las nueve y cuarto.

Los jurados deben de estar cansados. Me preocupa que, por recuperar sus vidas, quieran acabar de una vez y dejen de lado las nuevas pruebas. Si les dan paso, se quedan sin fin de semana: sin cervecitas o parienta, sin paseo por la avenida o sin cine. ¿Verdaderamente les importará la justicia? Confío que les brote la vena patriótica y hagan lo que tienen que hacer. Porque, si no, estaré muerto y una cicatriz en forma de Y cruzará mi pecho.

No las tengo todas conmigo. No lo digo por el lapsus temporal. En realidad, no sé juzgar si seis horas y siete minutos es poco o mucho, si es bueno o malo. Lo digo por lo que he leído en los libros y he visto en las sentencias. Lo digo por las caras de los jurados y la del magistrado. Lo digo porque lo siento.

Los norteamericanos, que elaboran estadísticas para casi todo, aseguran que los veredictos emitidos por tribunales de jurado son más benevolentes que los procedentes de jueces profesionales. Y si nos atenemos a las evidencias es posible que tengan razón. En la Audiencia de Castellón hubo un caso en el que el jurado solo consideró a la pareja juzgada culpable de robo, entendiendo que la muerte de la víctima se produjo casualmente, aunque le habían encerrado con vida en su coche y le habían prendido fuego.

No pretendo ponerme trágico. Es obvio que las pruebas son contundentes y que en casa del inspector Torino se hallaron evidencias suficientes de que no es trigo limpio. Contando con la suficiente dosis de suerte, en cuanto salgan y comuniquen su veredicto recuperaremos nuestra vida. El problema es que no creo en la suerte. Y, de existir, no tengo claro que estuviera de nuestra parte: cuando han escuchado el alegato final, los jurados han bajado la vista. Y eso no es bueno. No, señor.

En fin, lo dicho: que estoy angustiado. Tengo un dolor en el corazón que no me deja respirar y no sé cómo sacudírmelo de encima.

¡Por todos los santos, ¿qué hago yo aquí?! Soy un simple abogado que, de pronto, se ha encontrado pastoreando en medio de la noche un rebaño de lobos. ¡Y pensar que todo esto empezó por un estúpido accidente!

Yo estaba dormido aquella mañana. Me había levantado, pero no había abierto los ojos. Es decir, que esperaba a que el café se decidiera a bajar por el filtro para empezar el día. Entonces sonó el teléfono. Y lo jodió todo. Me jodió la vida. Más bien, se la jodió a Salomé e, indirectamente, a mí.

Déjeme que le ponga en antecedentes.