Salomé salió de Romaní y asociados subida a sus zapatos de plataforma. Mascaba un chicle de menta y canturreaba al son de la música que salía de su iPod. Llevaba un paquete en la mano. Iba a correos, edificio que estaba a poco más de cinco minutos a pie de su lugar de trabajo.
Cuando llegó, en la misma puerta, se topó con alguien que conocía.
—¡Doña Emilia, qué sorpresa! Hace mucho que no coincidíamos. ¿Qué le trae por aquí, espera alguna carta?
—Algo así. ¿Y tú qué tal, Salomé, vienes por ese paquete?
—Pues sí. Es un encargo de Efrén: me ha pedido que lo envíe certificado. Debe de ser importante porque se ha puesto muy pesado insistiendo en que saliera cuanto antes.
Mientras hablaba, a la secretaria le sonó el móvil. Miró la pantalla y sonrió.
—Es mi novio, doña Emilia —explicó con voz melosa.
—¡Ah, pues tendrás que contestar! Por qué no lo hacemos de este modo: dame ese paquete y yo me encargo de enviarlo. Total, tengo que estar aquí. Así tú hablas tranquila.
—¿Haría eso por mí?
—Naturalmente. Lo enviaré certificado.
—Si es tan amable. Tenga: diez euros.
La anciana los cogió.
—Vete a casa, Salomé: te llevaré las vueltas cuando regrese.
Salomé asintió y, con voz melosa, respondió al teléfono. En cuanto la vio alejarse, doña Emilia asió férreamente el paquete y regresó a casa. Lo abrió y leyó la carta; luego, de cabo a rabo, el cuaderno.
Suspiró, mientras volvía a introducirlo en el sobre.
—¡Vaya un lío en que te has metido, Efrén!
Estuvo unos instantes dudando, pero no fueron muchos. Se levantó, buscó en las Páginas Amarillas el número del Colegio de Abogados y les telefoneó. Respondió una señorita muy amable, a la que pidió el nombre y teléfono del mejor despacho penalista que hubiera en la capital. La joven le habló de los grandes profesionales de la provincia, empezando por Fulano, pero ella no cejó hasta obtener lo que buscaba.
De inmediato, los telefoneó. Solo necesitó dos frases para que la atendiera un abogado, que la escuchó con suma atención. Consiguió resumir el caso en apenas cinco minutos.
—Ese es, más o menos, el problema. ¿Puede usted ayudarme?
—Verá, señora, en cuanto cuelgue hablaré con el socio que posee más experiencia en este tipo de asuntos y le llamaré para exponerle las posibles soluciones, pero, de entrada, debo rogarle que, bajo ningún concepto, envíe ese cuaderno: es un suicidio.
—Yo también lo creo, pero no voy a poder hacerle caso, joven. Debo respetar su voluntad: él desea confesar. Necesita confesar: está avergonzado y se siente como un bastardo.
—¡Por supuesto! Le ayudaremos, por eso no se preocupe. Pero hay muchas formas de hacer una confesión: lo propio de un abogado es ofrecer la mejor defensa posible a su cliente, incluso si este pretende confesar un delito.
—Lo sé, joven: pero, compréndame, no deseo perder su amistad.
—Lo entiendo. ¿Al menos podría hacer una copia del cuaderno y las notas?
La mujer dudó unos segundos.
—Creo que eso puedo hacerlo, sí.
—Querida señora, ¿y no podría usted utilizar esa labia que Dios le ha dado para convencer a su amigo de que hable con nosotros antes de enviar ese paquete? Le aseguro que no trataré de disuadirle. Pero podemos ayudarle a confesar sin suicidarse…
—Pues no lo sé, pero si quiere lo intento…
—Se lo agradecería mucho. Es usted una mujer muy persuasiva, estoy seguro de que lo logrará. La verdadera justicia no está reñida con el sentido común, ¿sabe? Espero su llamada…
Cuando doña Emilia colgó el teléfono, fue a la mesilla y recogió sus queridos folletos. Les dio un largo beso, suspiró y dijo en voz alta:
—¡Lo siento, curitas, creo que no os podré dar todo el dinero que había previsto! Tengo que ocuparme de un amigo…