AGRADECIMIENTOS

Disfruto escribiendo, por eso lo hago. No necesito excusas. Pero, en este caso, poseo una inapelable: me he criado rodeada de tomos de Aranzadi, con lomeras de piel; soy hija de jurista; una de mis hermanas es magistrada; otros dos, abogados, y una de mis hijas estudia Derecho. Tengo en mi haber que una juez ha protagonizado mis últimas cinco novelas; sin embargo, aún tenía una deuda con el fascinante mundo de los abogados, grandes desconocidos de la literatura española, hasta la llegada de este premio: me enorgullece formar parte de su historia y agradezco las atenciones de quienes, de una u otra manera, han tenido que ver con esta publicación, en especial a Carmen Fernández de Blas y a Javier Ponce.

Como el abogado por su cliente, yo siento un reverencial respeto por el lector. Por eso, repaso mil y una veces los textos, me pateo todos los escenarios y me rodeo de benditos y generosísimos amigos y asesores que pulen las aristas de mis ideas y suplen mis torpezas. Como la abogacía es una profesión compleja y llena de matices, fiel a mi costumbre, me puse en las expertas y afabilísimas manos de Juan Manuel Fernández, presidente del TSJ de Navarra; de Mercedes de Ávila y Eduardo Ruiz de Erenchun, del muy Ilustre Colegio de Abogados de Pamplona; de Fernando Valbuena, policía nacional; de Javier Urdiales, abogado y gerente de la facultad donde trabajo, y de Chus Buitrago, forense. Como siempre, he contado con la crítica certera de Juan Pastrana, que, desde hace veintiocho años, es el primer lector de mis manuscritos, y quien me brinda las más agudas propuestas para mejorarlo; la segunda es mi estupenda agente: Antonia Kerrigan. Me siento en deuda con todos ellos por muchos motivos; en especial, por su amistad. Si, pese al esmero, resta algún error, sin duda me pertenece.

Hay dos actitudes ante la vida: el conformismo y la revolución. Nunca he sido conformista. Mi presente es casi idéntico al de cualquier otra mujer que haya cumplido cuarenta años más IVA, tenga la suerte de tener una familia grandísima (¡gracias, chicos, por estar ahí!) y una profesión atractiva. Casi, porque me paso las noches pariendo historias en las que afirmo ese carácter, porque, pese a todo, vivir, amar, trabajar, reír o soñar con un mundo más justo merece la pena. Espero que esta novela también contribuya a ese revolucionario fin.

Respecto a mi madre, naturalmente, está dispuesta a absolverme aunque siga sin comprender cómo he podido aprender expresiones tan poco elegantes habiendo estudiado en un colegio de monjas.