Estimado fiscal Pérez:

Junto a esta carta le envío un cuaderno de notas y unos folios sueltos. Ambos versan sobre los hechos que rodearon el asesinato del ciudadano chino Qiu Liu, supuestamente cometido por el inspector Rafael Torino, en cuyo juicio usted intervino en representación del ministerio público. En ellos hallará respuesta a aspectos que, tengo por seguro, en su día le resultaron confusos. Probablemente los tuvo por flecos propios de una instrucción compleja. Al leer lo que adjunto verá que son mucho más que eso.

Escribí el cuaderno durante el juicio, uno bastante distinto del que usted vivió, a modo de seguro de vida. Los folios… los folios sueltos los he escrito hoy, a la luz de los últimos acontecimientos, y a modo de confesión: créame que lo siento de todo corazón. Si pudiera hacer algo, lo que fuera, para enmendar el error, lo haría. Pero no se me ocurre otra cosa que hacerle llegar esta confesión.

Cómo deba usted proceder es asunto suyo, pero, en este momento, escribir es el único antídoto contra mi vergüenza y mi dolor: son tan intensos que hasta respirar me resulta difícil. Tratar con el pasado no parece sensato en ninguna circunstancia: se marchó sin remedio. Hacerlo en una situación como esta, que solo puede acarrearte penas, podría parecer obra de un loco. No tema por eso: lo hago con plena consciencia. En este momento, pedir perdón es una necesidad imperiosa para mí. Sé que, si no le envío estas páginas, nadie conocerá lo sucedido y yo no sufriré las consecuencias. Pero de no enviarlas, la historia seguiría siendo provisional, y mi existencia también.

Por supuesto que preferiría no hablar de ello, callar, disimular y, de ser viable, olvidar, borrarlo todo de un plumazo. Pero no es posible. Algunas cargas deben penarse o te comen el alma. Por ese motivo tengo la certeza de estar haciendo lo correcto. Vivir en paz (vivir, en suma) resulta de más valor que mantener mi libertad, mi título de abogado o una impoluta colección de antecedentes. Hablar me hace albergar esperanzas de recuperar una vida normal, cuando sea. Hablar, finalmente, me permite restañar la grieta que mi soberbia causó a la justicia.

Le he pasado el problema, amigo mío: lo sé. Pero en este momento, usted, y no yo, encarna el espíritu de la justicia, que no ha resultado tan sorda ni tan ciega como me contaron. Lo que ha ocurrido nunca debió ocurrir, yo no lo busqué ni lo quise; no tomé sesudas decisiones ni dibujé estrategias de combate: sencillamente, los hechos me arrastraron y no me quedó más remedio que formar parte de ellos…

Me doy cuenta de que estas frases saben a excusa. No digo que no. El miedo es siempre un atenuante y, en ese sentido, debo decir que sentí un miedo feroz, negro, experimentado: tanto mi secretaria como yo hemos sufrido en primera persona las palizas y vejaciones de Torino. Le juro por lo más sagrado que estaba convencido de que, si salía libre, él nos mataría.

Mi comportamiento innoble estuvo, sin duda, forzado por el miedo. Mi error no fue tanto padecerlo e intentar evitarlo cuanto utilizar la soberbia para combatirlo. En vez de acudir a usted, que desde el principio me pareció de fiar, decidí actuar por mi cuenta. Me creí superior al sistema, capaz de encontrar por mí mismo una salida de emergencia.

Me equivoqué: la justicia no conoce atajos.

Es cierto que hubo algunos comportamientos que me inclinaron hacia esta decisión. Supongo que de no haber concurrido, en este momento estaría redactando algún testamento en vez de confesando mis faltas. Recuerde que quien me extorsionaba, amenazaba y vejaba hasta hacerme temer por mi vida pertenecía al cuerpo cuya misión era protegerme. La primera idea que a uno se le viene a la cabeza ante un problema similar es acudir a la policía: yo no podía hacerlo. La actitud poco honesta del abogado de Torino, capaz, entre otras acciones, de comprar a un jurado, tampoco nos ofrecía ningún ejemplo edificante: sabía que jugábamos con alguien que empleaba dados trucados…

Sin embargo, cada uno debe ser responsable de sus propios actos. Al menos, los míos fueron llevados a cabo trabajando de paisano y no como abogado. Sé (ahora lo sé) que me faltó altura de miras para pasar por encima de los juegos de artificios y recordar el tacto sutil de los códigos, siempre frescos; el peso de una toga o la voz de la conciencia.

De niño, tenía una panda de tres amigos. Uno ambicionaba ser médico y siempre andaba diseccionando los bichos que recogíamos en el bosque; otro soñaba con levantar edificios inmensos, mirando al sol. El tercero quería ser bombero: era fuerte y valiente. Solía hacernos subir a un árbol para luego rescatarnos: haciéndolo conmigo, que estaba bastante gordo, se rompió un brazo. «¿Y tú que serás de mayor, Efrén?», me preguntó mientras le escayolaban. «Yo seré abogado», le dije, «y llevaré una capa negra de justiciero para proteger a los que no pueden hacerlo solos». Eso es lo que he hecho en esta ocasión: ejercer de justiciero. Lo malo es que, desde que entré en la facultad, he sabido que la profesión de abogado es opuesta a la de justiciero. En ella, la violencia no es indicio de valor; ni la mentira te termina dando la razón.

He aprendido mucho en estos meses. Cosas sobre mí mismo y cosas sobre la justicia. Cuando esto empezó era un pimpollo inocente, amante de la ley y del orden. Un amante de libro. Como verá, he perdido la inocencia. Sin embargo, ahora creo más en la justicia. Por eso, me duele verme obligado a dejar mi profesión. La justicia, como cualquier nombre conjugado en humano, no es perfecta. Ni lo pretende. Pero, sin ella, este mundo sería mucho peor.

Puede que no lo crea, pero es la pura verdad: lo siento. Estoy avergonzado. Usted estaba en lo cierto y yo equivocado.

Queda a su disposición su más ferviente servidor, que hubiera querido ser un buen abogado.

Efrén Porcina