8

No era noche de espíritus, pero juro que me sentí como el primero de noviembre.

Leí cientos de veces esa confesión y llegó un momento en que, en cuanto cerraba los ojos, se apoderaba de mí la imagen de Torino, en la sala, mirando hacia atrás y chillándome que no había sido él, que era inocente.

Y lo era.

¡Maldita sea: lo era!

Rafael Torino, alias Lupo, era un capullo, pero era inocente. Nos había robado, había prostituido su profesión, me había maltratado con saña y encono, pero no había matado a Qiu Liu. Le habíamos colgado un asesinato que no había cometido. Y de pura desesperación se había suicidado.

Empecé a ahogarme: no podía respirar. Necesitaba que el aire entrara en mis pulmones. Salí al patio, vacío, y me senté en una de las sillas tapizadas en rayado azul. Me sentía como una auténtica mierda, digno hijo de su padre, y eso que él no había pasado de chantajista.

Oculté el rostro entre las manos y rompí a llorar.

No sé cuánto tiempo pasé en aquella posición, lo que sé es que, de pronto, sentí que alguien me acariciaba tímidamente la cabeza.

—¿Qué ocurre, Efrén? ¿Es por esa chica? —escuché. Era la voz de mi dulce vecina.

Negué con la cabeza y otra vez me pudo el llanto. Doña Emilia arrastró su silla de espadaña hasta colocarse a mi lado.

—Cuéntamelo. Te hará bien.

Y se lo conté. Estuvo unos instantes, no muchos, en silencio. Luego, me preguntó qué pensaba hacer.

—Voy a irme a mi casa, escribir una confesión y enviarla, junto con mi cuaderno de notas, al fiscal que llevó el caso Torino. Él sabrá qué hacer…

—¿Estás seguro de querer hacer eso? Yo no entiendo de leyes, pero imagino que, si confiesas, pueden meterte en la cárcel, algo que no resucitará a ese policía. Además, si lo piensas bien, Efrén, dadas las circunstancias, hiciste lo que pudiste…

—No, doña Emilia: entre cometer y padecer injusticia, un hombre de bien debe siempre escoger el papel de víctima; un abogado, con más razón. Yo elegí mal: por eso ahora debo rectificar.

Me sujetó la mano con cariño.

—Ya has rectificado: te has arrepentido. No puedes cambiar el pasado: ese policía corrupto está muerto.

Negué con la cabeza.

—Si hay una cosa que he aprendido en estos meses, doña Emilia, es que en el Derecho no hay salida de emergencia.

—¿Y qué crees que hará el fiscal?

—No me cabe duda de que hará su trabajo: tiene material de sobra. Me condenarán y me inhabilitarán durante el tiempo que dure la condena. El papel de Salomé está muy difuminado en la historia y no he dado pistas para que pueda identificar a Paco: no querría hacerles pagar por mí. El que, sin embargo, puede pasarlo mal es Fulano. El fiscal, sin duda, lo reconocerá. Pero, en fin, eso ocurrirá en el futuro. De momento, tengo que ponerme en marcha. El banco donde tengo escondido el cuaderno abre por las tardes. Acudiré ahora mismo y lo recuperaré. Luego iré a casa, prepararé esa carta y meteré ambas cosas en un paquete. Cuando Salomé regrese mañana por la mañana, le pediré que se acerque a correos y lo envíe certificado… Gracias, doña Emilia, por escucharme y por no haberse avergonzado de conocerme.

—En absoluto, Efrén. Me alegra mucho conocerte.

Pasé por el banco, regresé a casa, escribí la carta, me tragué dos pastillas para dormir y me metí en la cama. No logré pegar ojo.

Por la mañana, dejé mi vida en manos de un tipo apellidado Pérez, que sabía cuánto valía la justicia.