7

Era una noche normal, típica. Estábamos en el bar, sin hacer nada, bebiendo tequila y escuchando música. Las chicas entraban y salían. Aparecieron de pronto. Bajaron de una furgoneta negra, de cristales tintados. Lo menos eran ocho, inconfundibles por sus rasgos asiáticos y por su forma de actuar. Iban armados hasta los dientes: pistolas y subfusiles. Vi hasta una granada. Uno de ellos, un tipo muy joven de corta estatura, llevaba la voz cantante. Empuñaba una pistola que movía a un lado y a otro mientras daba órdenes a gritos. En poco más de un minuto nos rodearon. Automáticamente, los latinos habían sacado también su artillería. Las mesas del bar nos proporcionaban escasa protección; aun así, nos situamos detrás, usándolas de parapeto.

Las fuerzas estaban tan equilibradas que aquello solo podía terminar de dos formas: o en un baño de sangre o en una negociación sin un solo tiro. No cabían más opciones. El chino jovencito levantó la mano. Todos sus compatriotas se pusieron en tensión y aguardaron expectantes. Con cautela, pero con el dedo en el gatillo. Uno de ellos se acercó a la furgoneta y abrió la puerta del copiloto. Los latinos no quitaban ojo.

Descendió del vehículo una mujer enjuta, no demasiado joven, pero tampoco vieja. Vestía como si estuviera en la China comunista y se sujetaba los cabellos en un moño bajo, como hacen los campesinos. Avanzó a pasos cortos hacia nosotros. Su rostro era mayestático. No iba armada: evidentemente, tenía sangre fría. Se puso delante de sus hombres. Los latinos se decepcionaron al verla. Y debo reconocer que yo también. Como todos, había oído hablar de La mā, pero me la había imaginado de forma muy distinta.

Al verla, don Rodrigo emergió de entre las mesas y se colocó enfrente de ella, a poco más de tres pasos. Contaban más o menos con la misma edad, pero, comparado con su pequeño cuerpo, la enorme panza del mexicano me hizo pensar en un león frente a un cordero. ¡Qué equivocado estaba! El rostro de la mujer no se inmutó. De hecho, no pareció experimentar la más leve agitación. Su única reacción fue estirarse las mangas de la chaqueta azul. Yo no paraba de rezar. En vista de la reacción, don Rodrigo sacó un puro habano del bolsillo de la chaqueta y lo encendió. Tras la primera calada, ordenó a sus hombres bajar las armas y habló a la mujer con mucho respeto.

—Buenas noches, señora mā. Es un placer saludarla, ¿puedo ofrecerle alguna bebida? ¿Quiere sentarse? ¿Acaso se le ofrece otra cosa?

La mujer no se anduvo por las ramas.

—Han violado ustedes nuestro acuerdo. Han traspasado las fronteras de su territorio para entrar en el nuestro. Me deben medio millón de euros.

Su castellano era más que aceptable y su mensaje inequívoco. Los latinos volvieron a empuñar las armas. Con un gesto de la mano derecha, con la que sujetaba el puro, don Rodrigo les indicó que se tranquilizasen.

—No hay ningún acuerdo firmado, señora mā, y usted lo sabe —apuntó. Su sonrisa amable había desaparecido—. Pero siempre estamos dispuestos a negociar.

—No tiene usted nada con que negociar. Salió de su territorio y entró en el mío. Error. Me debe quinientos cincuenta mil euros.

—¡Hace un instante dijo medio millón! —protestó.

—En efecto. Los intereses son de cincuenta mil euros por minuto. Págueme y no le guardaré ningún rencor. Haga cualquier otra cosa y sepa que su suerte habrá acabado para siempre. Y con usted, la de su hija.

Don Rodrigo tardó un instante en recuperar el habla.

—¡Maldita china, como se te ocurra tocar a mi hija te sacaré las tripas! —chilló.

Había empezado a sudar y hablaba atropelladamente. Ella, por el contrario, mantenía al mismo tiempo la tranquilidad y la mirada acerada.

—Sepa, señor, que la señora mā ordenó la muerte de su propio hijo, mi hermano pequeño, Qiu Liu, quien insensatamente se atrevió a desobedecer las órdenes de la triada y decidió trabajar por su cuenta. Yo mismo lo ejecuté con esta arma. Si con él no tuvo piedad, con su hija mucho menos —escuchamos de boca del hombre que parecía capitanear aquellas tropas.

No sé si el discurso causó el efecto esperado o se trató de un simple acto de sentido común, pero don Rodrigo pareció recuperar la compostura y añadió:

—Pues le doy mi más sentido pésame, señora. Matar al hijo de tus entrañas no es fácil, yo también me vi obligado a hacerlo. Digo misas en su honor todos los días dieciocho del mes. Sin embargo, me gustaría dejar algo claro: matarnos unos a otros no va a hacernos ricos a ninguno de los dos. Si es cierto que mis chicos se excedieron, la compensaré, pero los suyos también han hecho de las suyas. A cambio de mi pago…

—Nada a cambio. Vámonos. Confío en no tener que volver.

De pronto, dentro del bar, se abrió una puerta lateral. El zumbido de la música llenó el espacio interior y salió a la calle. Una chica semidesnuda irrumpió en escena. No hizo nada, no dijo nada, pero, en la confusión, alguien la tuvo por un peligro y disparó. Luego, llegó el fin del mundo.

Recibí un balazo en la cadera y otro en el hombro. Cuando caí al suelo, me topé con el cadáver de don Rodrigo. La mujer estaba a su lado, herida pero impasible. En vista de lo ocurrido, repté por el suelo y me escondí en el interior del local. Primero llegó la policía municipal, luego la caballería. Sé que me recogió una ambulancia, que me administraron un tratamiento de urgencia y que luego, en el hospital, me operaron.

Me dijeron que únicamente rescataron cuatro cadáveres. Eso no refleja lo que ocurrió: puedo certificar que hubo más bajas por ambos lados. Supongo que, en la medida en que el tiempo y los medios lo permitieron, cada uno recogió a su gente. Me extraña que dejaran a la señora mā, salvo que su hijo pensara que había llegado su momento.

Sé que recuperaron varias armas, una la de ese cabecilla chino. Estoy convencido de que, con ellas, se podrán resolver muchos crímenes silenciados. Tanto unos como otros son unos sanguinarios. Me alegro de haber salido de ese mundo. No quiero regresar…