La invité a cenar. Escogí un restaurante indio, perdido en una callejuela estrecha, recta como un anillo, cercana al Ayuntamiento. Lo regenta un sevillano muy simpático que anda por los treinta, aunque tiene barriga de sesenta. En sus años hippys se echó una mochila al hombro y se marchó a la India a encontrar la paz universal o algo por el estilo. Lo que encontró fue a una mujer de armas tomar. Regresó con ella, un hijo y ganas de comer y dormir decentemente, algo que se hace mucho mejor en España que en la India, pese al buen karma, pese a Gandhi.
Le resolví un problema fiscal, con bastante éxito, ya que de nuestro escarceo con la Real Hacienda logró sacar lo suficiente para montar el restaurante. No suelo ir por allí (el régimen me tiene prohibido el arroz), pero aquella vez les pedí el favor. Era su día de descanso, de modo que estaríamos solos y, como estarían oficialmente cerrados, Chantal podría fumar a sus anchas.
Chantal vestía íntegramente de blanco, y estaba espectacular. Le había dado el sol y tenía las mejillas sonrosadas, lo que contrastaba con la luminosidad de la tela. Yo no recuerdo qué llevaba puesto, pero sí que, cuando entramos, Antonio, mi cliente, dormitaba sobre el periódico, mientras su mujer pasaba interesada las páginas de un número atrasado de la revista ¡Hola!
Nuestra mesa estaba preparada: velas olorosas, palitos de incienso, flores y un cenicero de cristal. Nos sirvieron un poco de todo y no hablamos casi de nada, cosas sin importancia: política, fútbol, cine, su trabajo, mi bufete; cualquier cosa antes de hablar de Lupo, cuyo fantasma merodeaba a nuestro alrededor como un león rugiente. En un momento de silencio, entre plato y plato, aproveché para comunicarle mis dudas.
—Ese suicidio no tiene sentido, Chantal. Torino no daba el perfil.
Chantal negó con viveza, mientras metía su tenedor en mi plato. Está muy delgadita, pero come como una lima.
—Suicidarse es un acto sin sentido: no busques tres pies al gato. Está muerto. Punto. ¿Por qué le das tantas vueltas? Ni siquiera lo conocías personalmente —indagó.
No supe qué contestarle y lo dejé correr. A los postres, sin embargo, me atreví a preguntarle cómo se encontraba. Me sonrió. Eso fue todo. Después sugirió que pidiéramos un té. Visto lo visto, decidí tomar las riendas. Torino estaba muerto pero yo no: de no arreglar pronto aquel asunto, terminaría minando mi relación con Chantal.
—Me gustaría contarte algo, pero estoy seguro de que no te va a gustar —afirmé—. Lo cierto es que a mí tampoco: quedo bastante mal.
—Pues si no me va a gustar, no me lo cuentes. A veces, la ignorancia es una buena medida —respondió.
—Tengo que hacerlo. En parte, tiene que ver contigo. O, más bien, con ese maldito caso. Voy a pedirte que me escuches, que intentes no juzgar a la ligera. Si, cuando termine, no quieres volver a verme, lo comprenderé, aunque me dolerá muchísimo. Desde el día en que te vi en la sala de la Audiencia, cuando ocupaste mi lugar en la última fila, supe que eras la mujer de mi vida. No me hace mucha gracia imaginarte sacando y metiendo los intestinos a la gente, pero, con eso y con todo, lo aceptaré.
—No quiero oírlo —replicó tozuda.
La observé mientras me hablaba. Sostenía la taza de té entre las manos. El humo subía por sus mejillas morenas. En aquel momento, no era la misma que había conocido, le faltaba esa chispa, esa alegría que tanto llamó mi atención. Busqué la complicidad de su sonrisa acariciándole suavemente la mano, pero no obtuve respuesta. Entonces, volví a sentir miedo, como la otra vez, ante la puerta del Anatómico.
Y decidí guardar silencio.
—De acuerdo, como quieras. Pero creo que es un error…
Me cortó.
—¿Algún día me llevarás a bailar? Es lo que más me gustaría en este momento.
—Cuando quieras. Ahora mismo, si te apetece.
—Ahora no, estoy hecha polvo, pero podría ser el martes. Acaba mi guardia: ya no me molestarán.
—El martes entonces.
No pudo ser.
De nuevo, el destino nos fastidió el plan.