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Felicidad, gran palabra. Pero ya se sabe que los sueños siempre son reales, mientras que la vida es metafórica. El martes por la noche, ya de madrugada, sonó el teléfono. Eran las dos y media. Naturalmente, el ruido me despertó. Del otro lado de la línea me llegaron los tonos de la voz de Chantal, más dura de lo habitual. Habíamos ido al cine aquella tarde. Nos habíamos reído de lo lindo viendo Intocable.

Ni siquiera se disculpó por lo intempestivo de la hora.

—Efrén, ha ocurrido algo que, creo, debes saber. Como te dije, esta semana estoy de guardia. Hace una hora me han llamado de la prisión para darme el aviso: han encontrado a Rafael Torino muerto en su celda. Al parecer, se ha suicidado. Hasta que no han hecho la ronda no se han dado cuenta. He avisado al juez. No es necesario pero, en casos como este, es preferible que venga y nos acompañe.

No supe qué responder: la noticia me había quitado el sueño de un plumazo y me había dejado de piedra.

—¿Sigues ahí?

Asentí varias veces, aunque, claro, ella no podía verme.

—Sí, sí. Es que…, en fin, que la noticia me ha pillado desprevenido… Quiero decir que de Torino no me lo esperaba. ¿Estás segura de que está muerto?

—Lo ha certificado el médico de la prisión; supongo que estará en lo cierto —señaló con acidez.

Por descontado, había sido una pregunta estúpida. Pero cuando a uno lo arrancan del sueño de esa manera no puede esperarse un comportamiento procedente y razonado.

—Me parece muy prudente que te hagas acompañar por el juez. Al fin y al cabo, Torino había sido policía y estaba en prisión.

—Así es. También he llamado a la doctora Pernas. Esta vez, las dos firmaremos un informe consensuado. Efrén…

—Dime.

—¿Te das cuenta de cómo los errores nos persiguen? Parece que tuvieran sombra.

No respondí. La animé lo mejor que pude y colgué. Luego, me arropé con la colcha: estaba temblando. Me costó horas entrar en calor.