De momento, los días sin sorpresa retornaron a Romaní y asociados. Mi ritmo cardiaco se normalizó; los despidos improcedentes, los testamentos y los contratos de arrendamiento ocuparon el hueco dejado por la sala dos de la Audiencia Provincial; y el pollo a la plancha y la ensalada volvieron a llenar una vida que nunca volvería a ser la misma. Yo no era el mismo, ni siquiera mi casa parecía la misma: el affaire Torino lo había trastocado todo.
El único punto de color lo ponía Chantal, una pequeña pero esencial diferencia, como la sal en el huevo frito: todo y nada. En dos semanas, nos vimos seis veces. Fuimos al cine y al teatro, salimos a cenar, nos reímos… No pasamos de ahí: los buenos guisos se cuecen en olla de barro y a fuego lento.
Como es lógico, se preguntarán ustedes por Salomé. Pues les diré que siguió con sus salvas, que cada vez resultaban más débiles. Lo mencionaba de cuando en cuando, como de pasada, como una retahíla, pero nunca dio muestras ciertas de estar buscando otro trabajo: velaba por los clientes de Romaní y asociados, hacía la comida, hacía que limpiaba y, en los ratos libres, repasaba tratados de Criminalística. Sé que abandonó a su amante peluquero porque, de pronto, sus cabellos dejaron de teñirse de colores variopintos. Supe que había encontrado un sustituto en el mismo momento en que noté que cantaba por las mañanas, al preparar la jarra de café. Hace un par de tardes, en el patio, me enteré por doña Emilia de que había encontrado la felicidad junto a un carnicero enganchado a los gimnasios y, a tenor del volumen de sus músculos, hinchados como balones de playa, también a los esteroides.
Ni Chantal ni Salomé volvieron a mencionar a Torino. Y Paco, cuya presencia, sin querer, nos recordaba el episodio, empleó el dinero de Igor para adquirir dos pasajes de avión rumbo a algún lugar lejano, con sol y playa. Desaparecido este, todo se volvía, si cabe, más normal. Cogí el Código Penal, la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Ley del Jurado (este último texto sacado de Internet) y los guardé en un armario: no quería volver a verlos en lo que me restara de vida. Romaní y asociados no lleva asuntos penales ni divorcios.
Estaba en ello cuando llamaron a la puerta. Un placer escuchar ese sonido en horas laborales. Equivalía a un potencial cliente, y las cosas estaban muy flojas por aquel entonces. Salomé fue a abrir, y luego vino a informarme.
—Efrén, ha venido doña Emilia.
Me puse en pie.
—¡Anda, qué curioso! —exclamé. Solíamos vernos en el patio. Charlábamos un poco (mucho más que al principio pero, aun así, poco) y luego ella se dedicaba a su labor y yo a mis papeles—. Ya salgo.
—Es que dice que viene como clienta.
Eso no lo esperaba. Salí a recibirla.
—¡Qué alegría, doña Emilia! ¿Está usted bien?
—Muy bien, gracias a Dios. Vengo porque quiero consultarte algo.
—Pues adelante, siéntese. Usted dirá.
—Quiero saber si puedo cambiar mi testamento.
Sonreí. Lo había supuesto. No hace falta ser un lince: por la edad, estaba claro que mi vecina no tenía problemas laborales ni dificultades con sus proveedores; por su profesión, sus labores, resultaba evidente que no pretendía desbancar mediante una opa al accionista mayoritario o enfrentarse a una inspección de Hacienda. No podía ser otra cosa que un asunto testamentario. Mi prosaica vida…
—Por supuesto, doña Emilia: el testamento es suyo, puede modificarlo cuando le plazca y cuanto le plazca.
—¿Y se enterarán mis herederos?
—Si usted no quiere, no tienen por qué. —Acerqué mi silla a la suya. Me incliné hacia delante y le pregunté en confidencia—: Si me dice lo que le preocupa, la ayudaré mejor.
Ella también se inclinó y habló en voz queda, aunque estábamos solos.
—Verás, la única familia que me queda es un sobrino, hijo de una prima segunda. Nunca viene a verme, ni tampoco me llama. Casi no lo conozco y no quiero que se quede con mis cosas.
—Con ese grado de parentesco, no hay problema. Puede usted testar a favor de quien quiera. ¿Ha pensado ya en ello?
Asintió moviendo varias veces la cabeza arriba y abajo.
—Me gustaría dejar mis bienes en manos de una fundación que paga la carrera a los curas pobres del mundo: hay negros, chinos, sudamericanos…, parece el Domund. Es bastante rentable…
La miré extrañado.
—¿Rentable? Es un testamento, doña Emilia, ya no podrá usted disfrutar de los intereses.
Sonrió maliciosa.
—De esos sí: el curita que recibe la ayuda se compromete a celebrar misa diaria por su benefactor, hasta que muera. Es una buena rentabilidad eterna, ¿no crees?
Tuve que hacer esfuerzos para no echarme a reír. En vez de eso le dije:
—¡Usted no necesita misas, doña Emilia, ya es un ángel!
Me palmeó la pierna.
—¡Ay, Efrén, qué joven eres y qué poco ojo tienes! No voy a contarte mi vida, pero créeme si te digo que esas misas me vendrán como anillo al dedo. Pero no quiero que mi sobrino se entere, porque se pondría hecho un basilisco y eso me asusta. Además, necesito que ese cura lo ponga por escrito, y que si, por lo que sea, deja el sacerdocio, le sustituya otro. Con esas condiciones, les legaré mis bienes. ¿Podrías encargarte de redactar el contrato y de hablar con ellos?
—¡Naturalmente! Dígame cómo se llama esa fundación…
Me interrumpió.
—Un momento: antes hemos de hablar de los honorarios. ¿Cuánto me va a costar esto, Efrén?
—Tres misas, doña Emilia —bromeé.
Negó con la cabeza. Abrió el bolso y me tendió una cartilla. Levanté la vista y la miré con ojos inquisitivos.
—Ábrela, Efrén; esos son mis ahorros.
Consulté el saldo: había más de cuatrocientos mil euros.
—¿Pero de dónde ha…?
—Mi esposo tenía un buen seguro de vida y yo gasto poco. Te pido que me cobres lo que creas justo: ni más ni menos, ¿estás de acuerdo?
—Naturalmente, doña Emilia. Mañana mismo me pongo con ello: he quedado para cenar y…
—¿Una chica?
—Sí. Y muy mona: a ver si viene por aquí y se la presento.
—Me alegro mucho. Te mereces un poco de felicidad.