Como prometí, lo primero que hice al día siguiente de sacudirme aquel juicio fue pasar por la heladería y disfrutar sin prisas, sin dolores ni cargos de conciencia de veinte minutos del mayor y más auténtico placer que la tierra haya dado al hombre: el chocolate. Regresé a casa, puse un CD de Amaral, me subí a la cinta y disolví el pecado corriendo durante una hora y cuarto: noventa y ocho kilos y trescientos gramos bien merecen un poco de sudor. Después, cansado pero satisfecho, recién duchado y oliendo a colonia, recuperé las páginas que, con tanto esmero, había llenado en la silla del pasillo de la Audiencia, las mismas que usted, querido fiscal, puede leer en el cuaderno adjunto y que, como dije, narran los hechos, maniobras y demás accidentes de aquel juicio con jurado.
Había ocultado el cuaderno en un clasificador amarillo de cartón, uno estándar, de gomas rojas, el modelo que empleamos en el despacho para archivar la documentación de los casos. Es una carpeta simplona y aburrida, como yo; tanto que ni siquiera hay que molestarse en camuflarla. Con ella bajo el brazo, puse rumbo a la avenida principal.
El trayecto es corto, apenas diez minutos, y el día resultaba agradable y tranquilo: el calor propio de la estación, matizado por una brisita fresca procedente de la sierra, que arrastraba olor a azahar. A aquella hora, los turistas estaban en plena faena, con sus cámaras, sus shorts, sus sombreros, sus botellas de agua y su cara de agotamiento. Me alegré de no ser turista y de llevar pantalones largos: lo de enseñar las canillas peludas siempre me ha parecido grotesco.
De camino, pasé por el hostal. Junto a su anuncio luminoso, patrocinado por Tío Pepe, me pregunté qué habría sido de la indigente de mala fortuna llamada Salomé. Estuve tentado de entrar y pedir noticias a Carmen, la mujer que lo regenta, pero resistí el señuelo de la curiosidad y continué andando. Bastantes líos llegan sin llamarlos, para encima ir en su busca. Además, tenía que llegar antes de que cerraran.
No iba a la avenida principal por gusto. Allí se alza un edificio barroco, con aspecto de pastel de boda de primera, que alberga la sede central de un banco. No soy cliente, pero en sus sótanos hay una cámara de seguridad y, en ella, se esconde una caja, la número ciento treinta y dos, que Salomé y yo alquilamos el día en que Igor murió. Ya no la necesitábamos, pero no había tenido tiempo de darla de baja. Y ya puestos, había decidido emplearla para guardar mi crónica de aquel maldito juicio.
A la vista del resultado, hubiera debido quemar esas páginas. Sin embargo, no lo hice. Hubo algo en mi interior, una especie de resorte, que me lo impidió. Estaba contento, pero no tranquilo, ni del todo satisfecho. En vez de destruir el cuaderno, entré en el banco y pedí al empleado que abriera mi caja. Muy amable, me condujo por las escaleras enmoquetadas que llevan al sótano, insertó su llave en la ranura, esperó a que yo hiciera lo propio con la mía, extrajo la larga y estrecha gaveta metálica y se retiró discretamente a la habitación contigua dejándome solo.
Como suponía, el habitáculo estaba vacío. No había rastro de dinero. Las drogas también habían desaparecido. No pude menos que echarme a reír, una risa floja, nerviosa, porque lo cierto es que soy idiota: bobo de remate. Todo el mundo había sacado algo de aquel asunto: todos menos yo.
No digo que no asumiera un riesgo, incluso un riesgo considerable, porque lo hizo, pero por él Paco se había embolsado la friolera de cien mil euros, cantidad que le había permitido salir de la ciudad y disfrutar de un largo y confortable descanso. Salomé recibió algún guantazo y un buen susto, pero había conseguido, por fin, unas tetas de su talla, unos labios carnosos y unos miles para adquirir vestidos o comprar amores. Fulano, el no abogado, sigue ejerciendo y facturando sabrosas minutas por sus defensas ilegales. Y a Torino, a su salida, es decir, pronto, con el tercer grado, una suculenta cuenta estará esperándole en Suiza. En cambio yo, que casi me muero de una sobredosis y de una paliza de Lupo, solo había logrado dos fracturas en las costillas y una conciencia escocida.
Lo dicho: un completo idiota.
Traté de alojar la carpeta en la larga gaveta metálica. Ni doblándola cabía, de modo que tuve que sacar el cuaderno y guardarlo sin ella. En aquella superficie tan lisa y tan extensa, parecía tan insignificante e inofensivo que por un momento dudé si no habría soñado todo aquello. Palparme el pecho me sacó de dudas: seguía doliéndome. Avisé al empleado, que procedió a cerrar la taquilla con la misma diligencia y corrección con que la había abierto. Le di las gracias y, con la carpeta vacía bajo el brazo, subí las escaleras, dispuesto a someterme de nuevo a la liturgia de la vida.
Al abandonar el banco, debiera haberme sentido bien. No obstante, me embargaba una enorme tristeza. De haber podido, hubiera salido corriendo. Sé que mi estado de ánimo resulta ilógico: las historias que acaban bien deberían producir alegría, no abatimiento. Lo que acababa de hacer ponía el punto final al corrupto Torino, al camello Igor, al mafioso Liu, a la mordida del miedo y al alucine de la 2CB. Ponía fin al Efrén oscuro, al chantajista, al tipo de los genes tocados, al hombre odiado que me salía de las tripas sin yo quererlo. Recuperar la libertad, ver retornar la esperanza y las ganas de vivir debería haberme hecho feliz. Sin embargo, no fue así: no deseaba más que olvidarlo, lo cual era imposible porque nuestra historia tenía el regusto de la guerra y del saqueo vergonzoso de los vencedores. Y se me antojó que lo que venía de hacer era enterrar al gordo e inocente Efrén Porcina, al auténtico yo.
Se me saltaron las lágrimas.
Cuando abandoné la entidad financiera empezó a llover. Lo interpreté como una señal y, desgraciadamente, di en la diana: el destino me esperaba en la esquina, y tenía prisa.
Lo recuerdo bien. Aquel día era miércoles. Tres miércoles después, por la tarde, regresé al banco y recuperé aquellas páginas para escribir mi confesión, la que ustedes están leyendo.