Cerré el cuaderno y guardé el bolígrafo: mis confesiones habían concluido. No tenía nada más que contar. Solo esperar: mi destino y el de mis socios de fortuna se dirimía en el interior de la sala que tenía enfrente. Sus puertas estaban cerradas a cal y canto. Los nueve jurados deliberaban; yo, el décimo, muy a mi pesar, esperaba. Salomé y Paco se habían ido.
Nueve horas, doce minutos y cuarenta segundos: ese era el tiempo que llevaba allí sentado. Tenía el trasero con forma de silla anatómica y el estómago resentido, por decirlo con palabras bonitas. Una hora y media antes, un restaurante de la zona les había traído pizzas y más refrescos. Solo refrescos: el magistrado presidente había vetado el alcohol. Ni cerveza ni vino: únicamente agua y refrescos. Después, de eso haría más o menos veinte minutos, el mismo camarero había aparecido con una bandeja llena de tazas y platos blancos de loza y tres jarras-termo. Supuse que contendrían café, leche y agua; aunque podría ser chocolate o leche desnatada. Eso no podía saberlo. También habían traído tarta de manzana partida en trocitos pequeños. Me hubiera comido uno de habérmelo ofrecido, pero no fue así.
Desde entonces, no hubo novedad. Estaba cayendo la tarde. Recuerdo que pensé que no tardarían mucho más, porque debían de estar cansados y deseando volver a casa. El problema era si alcanzaban el consenso suficiente. De no hacerlo, habría que volver a empezar.
Empecé a sentir sueño. Un sopor pesado, lánguido, difícil de superar, y, finalmente, me quedé dormido.
Un ruido, como de loza, me sobresaltó. Al abrir los ojos, vi que la puerta de la sala donde el jurado había estado deliberando estaba abierta. Me levanté tan deprisa que tropecé con las patas de la silla y caí al suelo. Me incorporé torpemente y entré: no quedaba dentro más que el camarero que recogía el servicio de café.
«Me he dejado vencer por el sueño: ¡mierda! Un día entero sufriendo en el paritorio y me pierdo el alumbramiento», pensé. El empleado debió de ver mi azoramiento porque, mientras me indicaba por dónde habían ido, agregó que no me preocupara porque acababan de salir. Si me apresuraba aún podía alcanzarlos.
Lo hice: volé hasta la sala número dos para escuchar mi sentencia. Por el camino me di cuenta de que no jadeaba como antes y también de que la suerte estaba echada.
Si lo soltaban, estaba muerto.
Si lo condenaban, me mataría el remordimiento.
Porque ya no me queda duda: había ideado la jugada y movido los hilos, era el protervo jurado número diez.
Entré como una exhalación. El chirrido del manillar hizo que todos los presentes girasen la cabeza. Aunque me teñí de rojo cangrejo, no hice caso de los gestos de desagrado. Me dirigí al fondo, hacia mi sitio, que estaba vacío, justo en el momento en que el magistrado presidente preguntaba al portavoz del jurado, nuestro querido Rodrigo, si habían alcanzado un veredicto con el consenso suficiente. El hombre se puso en pie y afirmó con aplomo que lo habían hecho por unanimidad. Los miré uno a uno. El agotamiento se leía en sus caras. Y también la tristeza. Y entonces caí en la cuenta de que su veredicto sería de culpabilidad: siempre resulta triste enviar a un hombre a la cárcel, aunque sea un asesino.
Rodrigo le entregó el folio al oficial y este, sin mirarlo, lo acercó a la mesa del magistrado, quien lo desdobló y lo leyó. Luego, levantó el rostro, por primera vez en el juicio, impertérrito.
—Póngase en pie el acusado.
Lupo se incorporó. La cara de Fulano era un poema; la del procesado no puede describirse con palabras. Se dio la vuelta y miró en la dirección en la que me encontraba y, moviendo muy despacio los labios, me dirigió una frase sin palabras: «No he sido yo».
La voz de García le hizo girarse.
—Rafael Torino, escuchados los testimonios y calibradas las pruebas presentadas, el jurado popular convocado al efecto ha dictado veredicto de culpabilidad en relación con todos los delitos de los que se le acusa: el asesinato con agravantes de Qiu Liu, tráfico de drogas, blanqueo de dinero…
»Este tribunal dictará sentencia en los próximos días. Será notificada como indica la ley, pero, como le explicará su abogado, no será firme, ya que cabe recurso de apelación ante el Tribunal Superior de Justicia y, frente a la sentencia de este, el de casación ante la sala segunda del Tribunal Supremo. Gracias, señores del jurado, por su tiempo y dedicación, especialmente en estos últimos días. El jurado queda disuelto.
Oculté la cara entre las manos y sollocé, del miedo y la tensión. Y entonces escuché el mismo mensaje, esta vez de viva voz:
—¡No he sido yo, lo juro, no he sido yo!
No levanté la cara. Me prometí que, a la primera ocasión, me tomaría un helado de chocolate muy grande. Solo. Me dirigí en busca de las entradas para el teatro, pero antes levanté la vista al cielo y susurré:
—Papá, espero que estés contento: he salido a ti. La pena es que no me siento orgulloso.