Dejé a la segunda Salomé en la puerta del hostal, y a Carmen, la mujer que lo regenta, con la boca abierta. Luego, puse rumbo a casa.
Lo que no pude dejar atrás fue el contenido de la conversación. En el camino, intenté ahuyentar esas palabras malditas —«Yo siempre digo la verdad, eso es esencial»—, pero cuanto más me empeñaba en olvidarlas más tenaces se mostraban. De tan tercas decidí coger el toro por los cuernos. Di media vuelta.
En poco más de diez minutos, estaba ante la puerta del Instituto Anatómico Forense. Todavía era temprano, pero sabía por la prensa que los funcionarios habían comenzado con eso que llaman «horario de verano» y entraban a trabajar a las ocho. Faltaba poco para esa hora. Chantal tendría que pasar por allí. Seguramente, estaba al llegar: tenía aspecto de puntual.
Yo era el único ser parado junto al edificio. Todos me miraban al pasar con cierta suspicacia, como intentando adivinar mis propósitos. De haber llevado un cigarrillo encendido en la mano, un montón de carpetas o un vasito de plástico marrón, de los de máquina de café (así lo denominan: café), nadie se hubiera fijado. De haber presentado aspecto lloroso y estado acompañado de familiares o amigos, tampoco. Pero estaba solo, absorto en mis pensamientos, con las manos en los bolsillos y sin más ocupación que esperar: es decir, el prototipo de un malvado terrorista o de un loco con planes suicidas.
La vi llegar, cartera en mano. Andaba deprisa. Su pequeño bolso, blanco y negro esta vez, se contoneaba a juego con el balanceo de sus tacones. Me dedicó una sonrisa enigmática. Quizás no lo fuera, quizás solo estaba cansado y no supe lo que vi.
—Veo que no has dormido mucho, abogado. —Ese fue su saludo. Parecía sorprendida, pero no demasiado. Como si llevara tiempo esperando mi visita.
—El maldito sumario —susurré. No tenía ganas de dar explicaciones. Al escuchar el término, su sonrisa se cerró como la concha de la almeja al sentir una presencia cercana—. ¿Tienes tiempo para un café? O un vasito de aguardiente, si prefieres. O de formol —bromeé.
—¡Claro! —aseguró tras sopesar mi oferta unos instantes—. Deja que entre y me deshaga de esta cartera: pesa. ¿Me esperas aquí?
Lo hice. El sol ya estaba en su sitio y la ciudad despertaba. Lo ocurrido durante la madrugada empezaba a parecerme un sueño o, mejor, una estupidez. ¿A mí qué me iba o qué me venía aquella chica de mala fortuna, llena de piojos? ¿Qué me iba o qué me venía la justicia o la verdad? Porque ¿qué es la verdad? Como ella, había intentado sobrevivir, lograr un tiempo de calma. Al menos, poder cumplir unos años más.
Aun cuando fuera declarado culpable de todos los cargos, con buena conducta y sin antecedentes previos, en menos de cinco años Torino obtendría el tercer grado. Y yo sería, sin duda, la primera persona que visitaría para reincidir.
En la calle se palpaba la normalidad. Es un hedor agradable el de la normalidad. Huele simultáneamente a sopa y a muerto, y a libreta de ahorros, que es lo que parece que más cuenta. Huele a panceta fresca y a noticias caducas, medio verdaderas, medio falsas; mediopensionistas. Huele a todo y a nada, como en un Anatómico Forense.
Se había pintado los labios. Al entrar no los llevaba rojos; al salir, sí. Me pareció una buena señal y me hizo dudar de nuevo. Quizás no fuera buena idea confesar tan pronto. Quizás fuera mejor dejar las cosas como estaban y ensayar una nueva vida: «¿Qué tal todo?», «¡Ah, bien, nada de particular!».
—¿De veras te gusta ese trabajo, siempre rodeado de muertos? —le pregunté, mientras caminábamos hacia la cafetería cercana.
Le saco una cabeza. Ella tuvo que alzar la cara para responderme. El sol le iluminó los ojos y tuve que hacer esfuerzos para no caer allí mismo de rodillas a sus pies. ¡Es preciosa! Pero, enseguida, se impuso la cordura. «¡Que la vas a joder, Efrén, contente!», me dije.
—Bueno, es un trabajo. Y para tu conocimiento, la mayoría de mis clientes están vivos, aunque magullados. Y a ti, ¿te gusta vivir entre sumarios?
—Preferiría una buena opa, pero no me quejo.
Empujé la puerta de la cafetería y escuché música de cascabeles. Tan bonito me resultó el sonido que cerré y volví a abrir. Chantal se echó a reír con aquella risa primigenia que había logrado cautivarme.
—¿Qué? ¡Es una buena forma de empezar el día! ¿Lo tomas con leche?
—Sí, y con tostadas: no he desayunado.
Me acerqué a la barra y pedí dos desayunos completos. Amagué una sonrisa cuando me senté ante ella. Eso fue todo. Las palabras no me salían. Aunque durante la espera había ensayado varias entradas, se me habían quedado atascadas en la garganta. Se ve que la noche había sido demasiado larga, o demasiado extraña.
—¿Qué ocurre, Efrén? Tienes el aspecto de quien se ha encontrado con un fantasma.
Asentí. ¡Si solo hubiera un fantasma!
—El café te entonará. Además, nos ha tocado un día precioso. Hay que animarse, ¿no? —Asentí de nuevo, pero ella no me vio. Al instante siguiente, me estaba preguntando por qué me tomaba la tostada a palo seco.
—El régimen —aseveré. Y me sentí fenomenal, porque aquellas dos palabras se habían abierto paso con la espontaneidad de siempre.
—Pues yo, con todo. ¡Me encanta la de naranjas amargas!
Dedicamos los siguientes minutos a hablar acerca de las mermeladas. Pero, de pronto, sin solución de continuidad, dejó los cubiertos y me miró fijamente a los ojos.
—Oye, Efrén, le he estado dando vueltas a la conversación que mantuvimos el otro día. Muchas. Quizás demasiadas, y, en fin… Te pareceré una persona sin corazón o sin moral, pero he llegado a la conclusión de que bastantes sapos tienen los días de cada día para tragarse además los del pasado, o los que corresponden a otros. No puedo dejar que se me enreden en la garganta, no puedo respirar, ¿me comprendes?
En sus frases sueltas se palpaba aún un punto triste, de desasosiego. Se frotaba las manos, probablemente le resultaría más fácil si pudiera rodearse de humo. Pero estábamos en sitio cerrado, donde la norma prohibía fumar.
—Te comprendo perfectamente —respondí.
Y con eso, lo dije todo.
No puedo negarlo. Prefiero la verdad a la mentira; lo transparente a lo opaco. Pero, si tenía que escoger, optaba por la felicidad, aunque tuviera que taparme la nariz, aunque me viera obligado a olvidar hasta mi propio nombre, como pretendía hacer con el de mi padre.
De tal palo…
—Perdona, te he liado con mis cosas. Supongo que tú venías a decirme algo, ¿no?
En ese instante, vino a mi memoria el poema de Goethe: «Así ha de ser: no puedes escapar de ti mismo», y dije con una gran sonrisa:
—Sí, quiero invitarte el sábado al teatro. ¿Te gusta el teatro?
—Me encanta.
—¡Estupendo! Pasaré a buscarte. Ahora debo volver a esa maldita sala de juicio.