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—¿No habías estado antes aquí? —me preguntó.

Mi primer impulso fue contestar que no, aunque era raro, ya que la cafetería quedaba muy cerca de mi domicilio, pero me sujeté a tiempo: es una imprudencia dar pistas personales a un indigente que acabas de conocer.

—No, nunca. Pero está bien.

No era cierto: era un local inmundo, con un dueño nauseabundo, aunque el café no era malo del todo. Nosotros éramos su única clientela.

Me conformé con una taza de café (sin azúcar, por no tener que usar la cuchara) y dejé que ella empleara el dinero a su antojo. Curiosamente, no pidió cerveza ni vino, pero se zampó un plato de huevos fritos, salchichas prefabricadas, patatas fritas, jamón serrano y pan. Escondió el resto del dinero en alguna de sus múltiples faltriqueras.

Por cierto que, hasta que llegamos a Peter, no había visto otra cosa que una mendiga con maneras educadas. Cuando comenzó a quitarse andrajos, empecé a vislumbrar a la mujer. En el local, había un cartel escrito a mano que reservaba el aseo a quienes pagaran una consumición. Como era el caso, ella se ausentó y volvió un rato después con la cara lavada y el pelo chorreando. Entonces, me percaté de que no era una jovencita, pero que tampoco era mayor. Y tenía bonitas facciones.

—Si vas a preguntarme qué hago durmiendo en el parque, te aseguro que no lo sé. Fue todo rodado. Me echaron del trabajo porque cerraron el negocio. El paro se acabó pronto, y no pudimos pagar el alquiler, ni los recibos. A los dos meses, nos pusieron en la calle. Mis compañeras de piso volvieron con sus familias, pero yo no tengo familia. Cáritas me ayudaba, pero entonces vi el anuncio del periódico: ofrecían trabajo en esta ciudad. Cogí mis bártulos y vine. Pero no era lo que prometían. Y acabé donde me has visto. Hay gente a quien le gusta vivir así, a mí no. ¡Ni te imaginas lo que he visto en estas tres semanas!

—¿Y el hombre que dormía a tu lado?

—Un viejo que me encontré. Estoy guardando pan y huevos para llevarle un bocadillo. No habla, pero me defendió de un asqueroso, y me permitió dormir a su lado. A él ya no le quedan casi dientes. Yo me las arreglo para lavármelos tres veces al día. Me obsesiona perder los dientes: es mi último signo de humanidad.

Podía estar metiéndome una trola, pero no sé por qué sus palabras me sonaron sinceras. No parecía una borracha, ni hablaba de cosas extrañas, ni responsabilizaba al mundo de su desgracia.

—¿Y en qué trabajabas?

—Era secretaria. Pero sin idiomas: si hubiera espabilado con el inglés, seguro que habría encontrado algo.

—¿Puedo saber tu nombre? —indagué.

—¡Claro, no es ningún secreto! Me llamo Salomé.

—¡Anda ya!

—¿Por qué me miras de ese modo? Ese es mi nombre. Es bastante común.

Una señal, aquello era una señal. Me encogí de hombros.

—Es que tengo una amiga que se llama así. También es secretaria, y tiene dificultades con el inglés.

—¿Y trabaja? —dijo. Mientras hablaba, había empezado a preparar el bocadillo para su compañero. Lo envolvió en una servilleta de papel.

—Sí, de momento sí. ¿Puedo preguntarte otra cosa?

—Adelante.

—Hace un momento, cuando nos encontramos en el parque, dijiste que nunca habías hecho daño a nadie, salvo para defenderte. ¿Te importaría contarme a qué te referías?

—¿Eres una especie de psicólogo? ¿Estás escribiendo un libro?

—Algo así.

Se lo pensó unos instantes.

—Mira, la calle es una especie de jungla, con sus propias normas. A veces, para sobrevivir, tienes que hacer cosas que no harías en situaciones normales.

—¿Y no te entra después un terrible cargo de conciencia?

—Sí. Una vez herí a un hombre con un trozo de hierro que uso como cuchillo. Iba a hacerme daño. Lo sentí muchísimo, pero mi amigo, el viejo del parque, me aseguró que los malos son los que empiezan las peleas, no los que salen de ellas como pueden. Yo intento no hacer más daño que el necesario. Y siempre digo la verdad: eso es esencial para no perder tu identidad. Eso y la dentadura. Ahora, si tengo que pasar mucho más tiempo en la calle, no sé cómo acabaré. ¿Va bien esa respuesta para tu libro?

—Perfecto. ¿Cuánto hace que no tienes casa?

—Nueve semanas.

—Venga, coge el bocadillo y paga. Me has dejado seco. Te voy a llevar a un sitio…

—Mira, tío, te agradezco lo que haces por mí, pero no vas a conseguir…

—No quiero meterte mano ni nada parecido. Solo voy a ayudarte. Digamos que me recuerdas a mi hermana, aunque soy hijo único… Hay un hostal donde me conocen. Pagaré dos meses: alojamiento y pensión, y te daré cincuenta euros para que te vistas y compres algo contra los piojos. Pero tienes que prometerme que, en ese tiempo, harás lo imposible para encontrar algo, lo que sea. Ya no me verás más, ¿lo entiendes?

Se le saltaron las lágrimas.

—¿Por qué haces esto? ¿Intentas compensar algo que has hecho mal?

—Más o menos.

—¿Quieres hablar de ello?

—Creo que no. Como bien has dicho, estamos en la jungla y hay que hacer cualquier cosa para sobrevivir.