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Desconozco cómo durmieron los jurados, pero puedo decirles que yo, aquella noche, me desperté cuando aún no había amanecido. Estaba aterrorizado. El ventilador había funcionado toda la noche, pero tenía la ropa empapada de sudor y un sabor agridulce en la garganta.

Fue por el sueño. No es que aconteciera en él nada extraordinario. Quiero decir que no me perseguían vampiros, ni me caía por un abismo sin fondo. Simplemente, deambulaba por una ciudad desconocida y en una calle desierta. Allí me topaba con Chantal, que caminaba sobre unas enormes plataformas. Se detenía al verme. Al fijarse en mí, sus ojos se abrían de manera desmesurada, se llevaba las manos a la boca para ahogar un grito y salía corriendo. No comprendiendo lo que ocurría, buscaba un espejo donde mirarme y, al ver mi imagen reflejada, también chillaba: era un monstruo.

El corazón bombeaba con tanta fuerza que parecía dispuesto a escaparse de mi pecho. Me levanté, me acerqué a la cocina y, bebiendo directamente de la botella, vacié de una vez la mitad de su contenido. Luego, me metí debajo de la ducha y permanecí allí unos minutos. El agua fría me ayudó a tranquilizarme. Me vestí y me senté a pensar. Era evidente que no podría volver a dormirme: seguía viéndome en el espejo con aquella expresión astuta y cínica; los ojos, inyectados en sangre. No tenía orejas puntiagudas, ni morro de animal, pero un intenso vello negro se me asomaba por las mangas y por el cuello: era yo, pero era Lupo.

Volví al cuarto de baño y me miré al espejo. Ya no tengo doble papada, como cuando esto empezó y pesaba cuarenta kilos más, pero sigo teniendo cara de pan y, aunque el gesto aniñado —el del gordito del colegio— ha cedido, se me sigue notando que no he alcanzado los treinta.

—¿Cómo he llegado a esto? —chillé allí mismo.

Había sido una buena idea, pero, al mismo tiempo, era demencial. Era propia de Lupo, pero la había tenido yo. Hasta que marqué el teléfono de Fulano no era completamente responsable de nada. Las pruebas fabricadas para incriminar a Torino las habían colocado Salomé y Paco en contra de mi voluntad. Pero a mi antiguo jefe le había extorsionado yo. Cierto es que le había permitido decidir y acabar de una vez: con haber ido a ver al juez hubiera sido suficiente, pero sabía que no lo haría. Y la idea de la apendicitis de Cris había sido completamente mía. De acuerdo, la chica tampoco era inocente, había cobrado por su voto por anticipado, pero la habíamos utilizado como víctima propiciatoria al dios de la justicia, sin siquiera haberle dado una opción de salida.

—¡Por Dios, el sueño tiene razón, me estoy convirtiendo en él! —chillé.

Las lágrimas brotaban ajenas a mi voluntad, como de un grifo mal cerrado. En ese instante, el silencio y la negrura que lo envolvían todo se me echaron encima y me sobrecogieron. Y, a modo de rayo inesperado, la idea de que mi padre pudiera verme atravesó mi mente. Y entonces lloré mis propias lágrimas, porque su imagen y, con ella, la imagen del bien, de lo correcto, de la propia justicia se habían perdido para siempre.

—¿Por qué fuiste a chantajearle? ¡Hubiera podido buscar un puesto por mí mismo! Quizás, hubiera preparado oposiciones y, en este momento, sería un fiscal o un juez. ¡No era necesario! ¿No lo ves? —vociferé como si pudiera oírme—. Sí, eras consciente, ¿verdad? Sabías que no soy tonto. Pero quisiste darte ese gustazo, ¿no es así? ¡El gran Fulano doblegado por el portero del Teatro Real! El abogado puesto de rodillas por el conserje. ¿Sabes qué te digo? ¡Que me avergüenzo de llevar tus genes! Todos estos meses he odiado a Fulano. ¡Y resulta que a quien debía odiar era a ti! Él mintió, rehízo un expediente, pero tú le chantajeaste sin necesidad. ¡Sin necesidad!

De pronto, sentí que debía salir cuanto antes de entre aquellas paredes en las que había convivido con él. Abrí la puerta y me adentré en la noche.

La ciudad dormía. Caminé sin rumbo. No se veían más que luces aisladas: la de la recepción del hostal Carmen; las de neón de la farmacia anunciando algún producto; la del dormitorio del compositor del número nueve, un tipo raro que nunca duerme…

No sabía qué hacer: necesitaba hablar con alguien, pedir que me miraran a la cara y me dijeran qué veían. Pero ¿a quién? Pensé en Salomé, pero enseguida deseché la idea: estaría en brazos de su nuevo amante, el famoso peluquero. Paco estaría durmiendo, abrazado a esa mujer suya que tan bien empleaba el amoniaco. Y a Chantal no me atrevía a molestarla. Estaba claro: no tenía a nadie. Tenía que decidir solo; todavía podía ir al juez y confesar. Intenté contener mi impaciencia andando deprisa y respirando despacio y hondo.

En la plaza con nombre de torero florido que hay junto a mi casa, han construido dos bancos corridos. En ellos, sobre sendas mantas idénticas con el logo del Ayuntamiento, y tapados por ropas indefinidas del mismo olor nauseabundo, descansaban un par de mendigos. A la luz de la farola no se percibían bien sus rostros, pero uno de ellos, más menudo, parecía de mujer. Me esquiné a la izquierda para pasar lo más lejos que podía de ellos. Cuando casi lo había logrado, me llegó una voz femenina. Me asustó: la tía no había movido ni un músculo.

—¿Tienes algo de comer?

Me quedé petrificado y respondí con voz estúpida.

—No, lo siento.

—¿Tienes dinero? La cafetería de Peter está abierta toda la noche. Podrías comprarme algo. No como desde anteayer y el estómago me duele del hambre que tengo.

—No conozco esa cafetería.

—Está a dos manzanas: puedo guiarte.

—¡Ya! Y en cuanto me dé la vuelta, sacas un pincho y me lo clavas…

—¡Pero qué dices! Yo no soy así. Nunca he hecho daño a nadie, salvo para defenderme, y eso desde que duermo en la calle. La calle es dura, ¿sabes?

Estúpidamente, sopesé unos instantes su oferta. Ella ya se había levantado. Recogía su manta y los demás enseres.

—Veamos, te voy a dar todo el dinero que llevo. —Saqué los billetes de la cartera y rebusqué, después, en los bolsillos—. Veintidós euros con cuarenta y cinco céntimos. Toma, todo para ti. Tú vas delante y luego pagas el desayuno. Mi reloj es de plástico y no llevo nada más que pueda servirte, de modo que no hay razón para hacerme daño, ¿de acuerdo?

—¡De cine! —exclamó.

No dijo «de coña», ni «cojonudo», ni ninguna otra de las expresiones que esperaba. Pero, a cambio, preguntó y me hizo volver a la vida real:

—¿Qué quieres a cambio? Porque debes saber que lo único que voy a darte son las gracias.

—Con eso y un desayuno de media hora es suficiente, vamos.

Caminé detrás de ella, a cierta distancia. Olía mal, a orín, y aunque tengo por seguro que fue un producto de mi imaginación, vi saltar piojos en su cabeza. Sin embargo, su conversación no era la propia de una mendiga loca, de alguien desquiciada por una vida caótica. Hablaba como una persona normal, pero en un idioma chocante para mí.