—Inspector Jaramillo, según mis notas, su nombre de pila es Fidel, ¿me equivoco?
El Gordo se encogió de hombros y, a la defensiva, respondió.
—No se equivoca. Me llamo Fidel.
—Es un gran nombre. Procede del latín, como sabrá, y significa «fiel», «digno de confianza». En sus recientes declaraciones ha hecho honor al mismo: se ha mostrado como un hombre fiel a su compañero; una actitud muy loable, por cierto. No obstante, a este tribunal lo que le compete es calibrar los hechos, no los sentimientos ni las amistades ni los afectos. El jurado debe evaluar en quién confiar para dictar su veredicto. Y se le presentan dos opciones claras, dos historias meridianamente distintas: por una parte, está la versión que cuenta la defensa, a quien usted apoya. Esa versión sostiene que el acusado es incapaz de hacer lo que se le achaca. Como, según el principio de presunción de inocencia, no tiene que defenderse, y el arma no ha aparecido, sus abogados exigen que el inspector Torino sea puesto en libertad. En el otro lado de la balanza están las pruebas: se miren por donde se miren, todas apuntan hacia él como el autor del crimen; los análisis forenses, las huellas dactilares, su presencia en la escena, el dinero, las drogas y un largo etcétera. Un antiguo compañero del acusado, y los agentes de Asuntos Internos que lo investigaron, creen, y así lo han manifestado, que es un inspector corrupto y que es capaz de hacer cualquier cosa por lograr sus fines. Usted dice que no, que Torino nunca apretaría el gatillo: ese es el dilema que se le plantea al jurado, a quién creer. No obstante, antes de entrar en esa materia, quiero empezar este interrogatorio preguntándole por una de las pruebas, la que daría razón y motivo al asesinato y que, me temo, hemos dejado un poco de lado: me refiero al dinero. Como bien sabe, en casa de su compañero apareció una enorme bolsa que contenía nada menos que medio millón de euros en billetes pequeños…
En cuanto la palabra maldita fue mencionada, Jaramillo dio un respingo y empezó a sudar. El aire estaba muy fuerte aquella tarde. A excepción del presidente del tribunal, todos lo habíamos notado. Quienes no se habían anudado los botones, se habían echado la chaqueta por los hombros. Fidel Jaramillo vestía pantalón de tergal y americana de algodón. No tenía por qué transpirar, pero sacó un pañuelo y se limpió la frente.
—Veamos, inspector Jaramillo, en la fase de instrucción usted realizó unas declaraciones que quisiera refrescar hoy para que me las confirmara. No nos llevará mucho tiempo, pero es importante concretar los detalles y que usted se ratifique o desdiga con claridad. En las citadas declaraciones, usted aseguró que Torino era tan pobre como usted. ¿Es eso cierto?
—Sí, lo es.
—¿Se tiene usted por una persona pobre?
El policía cambió de posición mientras asentía.
—Si viera mi nómina se echaría a llorar.
—Sí, eso es lo que nos ocurre a los que servimos al Estado: cobramos poco y encima nos quitan las pagas extras.
—¡Ni que lo diga! —coreó, más relajado.
—En la fase de instrucción, inspector, como acaba de corroborar a preguntas de la defensa, usted aseveró que no debía dinero ni favores de ningún tipo al inspector Torino, a excepción, naturalmente, de los mutuos servicios obvios entre compañeros. ¿Es eso cierto, se corrobora en lo dicho?
—¡Protesto! Señoría, no se juzga al inspector Jaramillo: es un testigo. Esas preguntas están dirigidas…
El fiscal saltó como un muelle.
—Señoría, pese a mis protestas, cuando el abogado de la defensa interrogó a la doctora Pernas, la médico forense responsable de la autopsia, usted le permitió continuar. Le pido el mismo margen: le aseguro que sé a dónde voy y que es importante para asegurar la credibilidad del testigo.
—Denegada. Responda, por favor.
Jaramillo se frotó las manos y susurró algo así como que no había comprendido la pregunta.
—No se preocupe, se la repito: ¿debe usted algo al inspector Torino que sea motivo suficiente para que afecte a sus libres revelaciones? ¿Declara usted coaccionado o guarda información valiosa por algún tipo de acuerdo entre ustedes?
—¡Señoría, por favor, está llamando perjuro a mi testigo!
El inspector se sobrepuso. Y con un tono de voz fuerte, pero tembloroso, respondió:
—No, no le debo nada.
—No le debe nada. Bien, me alegro. ¿Cómo se encuentra su mujer, señor Jaramillo?
Fulano cumplió con su papel a la perfección. Se puso en pie y golpeó con los puños la mesa, preñado de indignación. Sin duda, es un gran actor.
—¡Por favor, señoría, esto es el colmo!
García empezó con sus tics.
—Fiscal, abogado, acérquense. Quiero hablar con ustedes.
Antes de acercarse, Pérez pasó por la mesa y recogió un recorte de periódico, que entregó al juez. García lo leyó de cabo a rabo. Luego, debatieron durante unos minutos. Hablaban en susurros, de modo que no pudimos oír lo que decían, pero a mí no me hizo falta. Poseo imaginación suficiente. Supongo que Pérez informaría a García y a Fulano de las noticias del periódico, que probablemente ellos no habían visto, y luego añadiría que tenía sospechas más que fundadas de que el tratamiento de la esposa de Jaramillo era pagado por Torino a través de esa misma cuenta suiza. Si eso era así, Jaramillo había faltado a la verdad en sus declaraciones iniciales. De pronto, García se puso como un basilisco: eso no nos hizo falta imaginarlo. Su «joder, joder, joder» fue escuchado por todos los que estábamos en la sala. Tras la vistilla, cada parte volvió a sus feudos, y el magistrado presidente tomó la palabra:
—Señoras y señores jurados, acabo de recibir determinada información excepcional, y por ello me veo obligado a tomar medidas excepcionales. Normalmente, hasta que no llega el momento de la deliberación, que debe hacerse a puerta cerrada, sin comunicación con el exterior, ustedes pueden continuar con su vida normal, regresar a dormir a sus casas o emplear sus horas libres como mejor les plazca. No obstante, dadas las circunstancias, desde este momento, y hasta que ustedes alcancen un veredicto, permanecerán incomunicados. —Se escucharon protestas del jurado, que el magistrado presidente cortó en seco—. ¿Cuántos de ustedes han leído la prensa esta mañana?
Solo Rodrigo levantó la mano.
—Muy bien. Quiero que se guarde esa noticia para usted y no la comparta con sus compañeros. Son informaciones periodísticas, no hechos del juicio. A partir de ahora y hasta que esto acabe, no quiero que vean ningún periódico. Por ello, cerraré sus accesos a Internet y les confiscaré temporalmente los móviles. En cuanto terminen su trabajo, les serán devueltos. Si tienen que avisar a sus familias, a la salida de esta sesión hablen con el oficial. Él lo hará por ustedes.
Rodrigo volvió a elevar el brazo.
—Señoría, ¿no cree que los demás tienen derecho a conocer esas informaciones?
—En absoluto. Que esté publicado no significa que se atenga a la verdad y a las normas de la justicia. No obstante, en atención a las circunstancias, permitiremos al fiscal un cierto margen, en relación con las declaraciones en la fase sumarial. El ministerio público podrá hacer referencia a ellas en su interrogatorio.
—Gracias, señoría. Inspector Jaramillo, no quiero que ni usted ni los miembros del jurado me tomen por un ser insensible, pero la búsqueda de la justicia me impele a indagar en cuestiones personales y desagradables. Por ello, me veo obligado a preguntarle por el estado de salud de su esposa. Según mis datos, padece un cáncer en estado avanzado. En nuestro país, no se aplican más que tratamientos paliativos, ¿es eso cierto?
Con la voz rota, Jaramillo respondió.
—Sí, nos dijeron que, en el estadio en el que se encuentra, no podían hacer nada por ella.
—Por eso optaron por llevarla a los Estados Unidos, donde hay tratamientos experimentales que ofrecen alguna esperanza, ¿es así?
El inspector asintió.
—Una actitud muy comprensible. Me solidarizo con su situación. Imagino lo mal que lo están pasando, pero, dicho esto, me veo en la obligación de formularle una pregunta, y le pido que la responda conforme a la verdad: ¿quién paga ese tratamiento, los vuelos, las estancias, los visados y demás gastos? Lleva usted meses sin trabajar. ¿De dónde sale el dinero?
Se echó a llorar. Era una escena difícil de tragar ver cómo aquel hombre, deshecho en lágrimas, pedía perdón a Torino antes de afirmar:
—Mi compañero se hizo cargo. Es un gran hombre: él lo paga todo.
Pérez respiró hondo un par de veces.
—Sin duda es una acción conmovedora y loable. Pero es una acción cara. Por el tiempo que usted y su mujer llevan en América, un cálculo aproximado nos da una cifra no inferior a los cien mil euros, más lo que falte por pagar. La pregunta no gira en torno a la generosidad del señor Torino; la verdadera cuestión es de dónde obtiene el acusado tanto dinero, ya que no ha declarado propiedades significativas. ¿Cómo de menos de dos mil euros saca uno esas astronómicas cantidades? Es, sencillamente, imposible. Hace falta otra fuente abundante de fondos. ¿Conoce usted, inspector Jaramillo, alguna otra fuente de fondos? De ser así, le agradeceríamos mucho que la compartiera con nosotros.
No respondió. Pérez le azuzó.
—Inspector, necesito una contestación. En otro caso, todos recordaremos ese medio millón de euros, localizado en una bolsa de plástico negro…
—¡Protesto! —chilló Fulano, sin demasiada convicción.
Antes de permitir que su abogado expusiera las razones de su queja, Lupo se puso en pie. Tenía la cara roja y el gesto contraído.
—¡No he sido yo! ¡No he matado a nadie! Cuando me fui de su casa, estaba vivo. ¡Y tampoco le robé: lo juro por Dios! ¡Lo juro por mi madre que en paz descanse! Tienen que creerme: ¡han sido ellos! —exclamó.
Había girado el cuerpo y su índice extendido señalaba hacia nuestra posición. Estábamos disimulados en la última fila; nadie nos conocía, pero casi me muero. Fulano y sus asociados trataron de sujetarlo, sin lograrlo. Lupo continuó jurando.
—¡De acuerdo: he cogido un poco de dinero de aquí y de allá, pero nunca he matado a nadie! Juro que no conocía a ese chino: ¿por qué querría matarlo? Era como un gallo de pelea: solo le golpeé para bajarle los humos. Eso fue todo. Lo demás es cosa de ellos, de esos malditos abogados…
García llamó al orden.
—¡Sujete a su cliente, abogado, o le expulsaré de la sala! Tiene que hacerle entender que esas declaraciones le dañan. Si quiere subirlo al estrado, puede hacerlo, pero así no.
Fulano se inclinó y habló al oído a Torino. Su conversación fue breve, apenas un minuto.
—Mi cliente pide disculpas al tribunal, señoría. No lo llamaremos a declarar. Hemos terminado.
El presidente suspiró aliviado.
—Pues en ese caso, y ya que el inspector Jaramillo era el último testigo de la defensa, entramos en la fase final del juicio. Resta que las partes, en un tiempo prudencial, presenten sus conclusiones finales y que luego, ustedes, los jurados, se retiren a deliberar y entreguen un veredicto. Pero eso será mañana. Por hoy, hemos trabajado bastante. Se levanta la sesión: nos veremos a las nueve. Les ruego que sigan al oficial hasta la sala donde aguardarán a que su hotel esté dispuesto. Que pasen una buena noche. Y cumplan a rajatabla mis órdenes.